PARTE 1
Capítulo 1: El Eco de la Traición
El órgano de la Parroquia de San Miguel resonaba con esa marcha nupcial que, para mis oídos, sonaba más a una marcha fúnebre. Yo, Remedios Castillo, había pasado los últimos quince años de mi vida siendo una sombra. Era la que servía el café, la que planchaba las camisas, la que escuchaba los secretos que las paredes de la mansión Herrera absorbían. Pero hoy, esa sombra iba a convertirse en una tormenta.
Empujé las pesadas puertas de roble con una fuerza que no sabía que tenía. El estruendo interrumpió la melodía sacra. El aire olía a incienso y a flores caras, nardos y alcatraces, los mismos que a mi hermana Soledad tanto le gustaban. La ironía me quemaba la garganta.
Avancé por el pasillo central. Mis zapatos negros, gastados por el trabajo, golpeaban el mármol con un ritmo de guerra. Doscientas cabezas de la élite mexicana giraron al unísono. Pude ver el horror en los ojos de las señoras de Las Lomas, abanicándose frenéticamente, y el desconcierto en los empresarios que ajustaban sus corbatas de seda.
—¡Deténganse! —grité. Mi voz salió rasposa, pero cortante como una navaja de rasurar.
En el altar, la escena se congeló. El padre Martínez levantó la vista, confundido. Donato Herrera, mi patrón, el hombre al que había visto llorar la muerte de su esposa hace tres años, se giró. Su rostro era una máscara de incredulidad. A su lado, Paloma Villareal, radiante en un vestido de encaje francés que costaba más de lo que yo ganaría en diez vidas, abrió los ojos con un shock que casi parecía genuino.
Llegué hasta las escalerillas del presbiterio en cinco zancadas. El corazón me martilleaba contra las costillas, amenazando con salirse.
—¡Esta mujer los está engañando a todos! —declaré, arrebatándole el micrófono al sacerdote antes de que pudiera reaccionar. Mi voz amplificada llenó cada rincón de la iglesia, rebotando en los santos de madera—. Paloma Villareal no ama a Donato. Lo traiciona. Y lo hace con la peor calaña posible: con su mejor amigo, Aurelio Mendoza.
El silencio que siguió fue tan denso que se podía cortar. Luego, estalló el murmullo. Un “¡Dios mío!” colectivo se alzó desde las bancas.
—¿Qué? ¿Qué está diciendo esa loca? —gritó Aurelio desde la primera fila. El padrino. El traidor. Su cara, usualmente bronceada por fines de semana en Valle de Bravo, estaba ahora roja de ira.
Donato me miraba como si fuera una extraña, aunque yo le había servido el desayuno esa misma mañana.
—Remedios… —murmuró, con la voz quebrada—. ¿Qué haces?
—Lo que debí hacer hace años, señor —respondí, y mis manos temblaban, pero no solté el micrófono—. Protegerlo de esta víbora.
Capítulo 2: La Sangre Llama
El ambiente festivo se había transformado en un circo. Paloma, recuperando su papel de víctima perfecta, se llevó una mano al pecho.
—¡Donato, por favor! —gimoteó, y vi cómo forzaba una lágrima—. Haz que se detenga. Está… está perturbada. ¡Es la edad!
—Tengo pruebas —interrumpí, sacando mi viejo celular del delantal—. Fotos, mensajes, audios. Todo.
Dos guardias de seguridad, alertados por la mirada furiosa de Aurelio, corrieron por los laterales.
—¡Sáquenla de aquí! —ordenó Aurelio, señalándome como si fuera un perro rabioso—. ¡La pobre está desequilibrada mentalmente!
Pero cuando las manos pesadas de los guardias estuvieron a punto de tocarme, la voz de Donato resonó, firme y autoritaria, esa voz que usaba en la sala de juntas.
—¡Esperen!
Los guardias se congelaron. Donato bajó los escalones, acercándose a mí. Había dolor en sus ojos, pero también una chispa de curiosidad desesperada.
—Quince años, Remedios —dijo en voz baja, aunque el micrófono captó cada sílaba—. Nunca me has mentido. Ni una sola vez. ¿Por qué ahora?
—No soy solo una empleada, Donato —dije, y sentí cómo las lágrimas finalmente me quemaban los ojos—. Soy Remedios Castillo. Mi hermana… mi hermana era Soledad. Su esposa.
El jadeo de la congregación fue unísono. Era el secreto mejor guardado.
—¿Soledad? —Donato retrocedió, como si le hubiera dado una bofetada—. Pero tu apellido…
—No lo cambié. Ella me pidió que cuidara de ustedes si algo le pasaba. Me pidió que me mantuviera cerca, pero invisible.
Desde la tercera fila, una figura se puso de pie. Jimena, mi niña, mi sobrina. Con su vestido azul marino, se veía tan idéntica a su madre que me dolió el alma.
—¿Tía Remedios? —su voz era un hilo—. Siempre supe… siempre supe que había algo que no me decían.
—Sí, mi amor —le dije, mirándola solo a ella—. Soy tu tía. Y estoy aquí para decirles la verdad sobre cómo murió tu mamá.
—¡Basta! —gritó Paloma, y esta vez sus rodillas cedieron. Se desmayó teatralmente en los brazos de Aurelio, quien la sostuvo con una familiaridad que no pasó desapercibida para nadie—. ¡Llamen a un médico!
—No necesitan un médico —dije, levantando el celular y mostrando la pantalla hacia Donato. La imagen era clara: Paloma y Aurelio, besándose apasionadamente en el estacionamiento del Hotel Mirador, con fecha y hora de hace apenas tres días—. Necesitan un abogado.
Donato tomó el teléfono. Sus ojos escanearon la imagen. Cuando levantó la vista, ya no miraba a su amigo. Miraba a un monstruo.
PARTE 2: LA CAÍDA DE LA CASA HERRERA
Capítulo 3: El Regreso al Infierno
El viaje de regreso desde la parroquia de San Miguel hasta la mansión en Las Lomas fue un ejercicio de tortura psicológica. Nadie hablaba. El silencio dentro de la camioneta blindada pesaba más que el concreto. Donato manejaba con los nudillos blancos sobre el volante, la mandíbula tensa, con la mirada perdida en un punto lejano de la carretera que no existía. A su lado, en el asiento del copiloto, iba yo, Remedios, todavía con el micrófono de la iglesia apretado en mi mano, como si fuera mi única arma contra el mundo.
Atrás, Jimena sollozaba en silencio, abrazada a sí misma, y Paloma… Paloma miraba por la ventana con una frialdad que me helaba la sangre. No lloraba. No pedía perdón. Calculaba. Podía ver los engranajes de su mente viperina girando, buscando una salida, una coartada, una nueva mentira para salvar su pellejo.
Cuando la reja de hierro forjado de la mansión se abrió, el cielo de la Ciudad de México, gris y contaminado, comenzó a retumbar. Se avecinaba una tormenta, de esas que inundan las calles y ahogan los gritos.
—Todos a la sala. Ahora —ordenó Donato al apagar el motor. Su voz no era la del hombre amable que me pedía el café por las mañanas; era la voz de un extraño al borde del abismo.
Entramos a la casa. Lo que debería haber sido el escenario de una fiesta de bodas —con los arreglos florales de orquídeas blancas importadas y las mesas de banquete listas en el jardín— parecía ahora un mausoleo. El personal de servicio, contratado extra para el evento, nos miraba con ojos desorbitados, cuchicheando en las esquinas. Seguramente el video de mi interrupción en la iglesia ya era viral en TikTok.
—Largo —les dijo Donato a los meseros—. Váyanse todos. Quiero esta casa vacía en cinco minutos.
—Pero señor, la comida… —intentó decir el jefe de meseros.
—¡Que se larguen! —bramó Donato, tirando un jarrón de cristal Ming contra la pared. El estruendo del vidrio rompiéndose fue el inicio del fin.
Nos quedamos solos. Los cuatro. Las paredes de la mansión, testigos de tantos secretos durante tres años, parecían cerrarse sobre nosotros.
—Siéntate, Paloma —dijo Donato, señalando el sofá Chesterfield de cuero.
Paloma se mantuvo de pie, alisándose el vestido de novia, que ahora lucía grotesco, manchado de polvo y ridículo en medio de la tragedia.
—Donato, mi amor, estás cometiendo un error terrible —comenzó ella, usando ese tono suave y meloso que había perfeccionado—. Estás escuchando a una sirvienta esquizofrénica. El estrés de la boda te ha afectado…
—¡Cállate! —Donato se acercó a ella, invadiendo su espacio personal por primera vez con amenaza y no con afecto—. Remedios no es una sirvienta. Es la hermana de Soledad. Y si ella dice que tiene pruebas, yo le creo. Porque en quince años, la única persona que nunca me pidió nada en esta casa fue ella. Tú, en cambio, en seis meses me has pedido las escrituras, las claves de las cuentas y cambiar mi testamento.
Paloma palideció, pero su arrogancia seguía intacta. Cruzó los brazos, desafiante.
—¿Y qué pruebas tiene? ¿Una foto borrosa? Aurelio es como mi hermano, me estaba consolando porque estaba nerviosa por la boda.
—¿Consolando con la lengua en tu garganta en el estacionamiento de un motel de paso? —intervine yo, dando un paso al frente. Sentía el fantasma de mi hermana Soledad a mi lado, dándome la fuerza que nunca tuve—. No insultes nuestra inteligencia, Paloma. O como sea que te llames realmente.
—Remedios —dijo Donato sin mirarme—, dijiste que había más. Dijiste que había documentos financieros. ¿Dónde están?
—En el servidor seguro de la casa —respondí—. Soledad era paranoica con la seguridad digital, gracias a Dios. Antes de morir, creó una partición oculta en el servidor doméstico. Nadie, ni siquiera Aurelio con sus conocimientos informáticos, sabía que existía. Ella la programó para que solo se abriera con una combinación de huellas dactilares: la suya… o la de su sangre.
Miré a Jimena. La niña levantó la vista, con los ojos hinchados.
—¿La mía? —preguntó Jimena con un hilo de voz.
—Sí, mi niña. Tu mamá sabía que eras el futuro. Vamos al estudio.
Paloma intentó bloquearnos el paso hacia el pasillo.
—Esto es ridículo. Voy a llamar a mi abogado. Esto es secuestro.
—Llama a quien quieras —dijo Donato, empujándola suavemente hacia un lado—. Pero de esta casa no sales hasta que yo sepa la verdad.
Caminamos hacia el estudio de Donato, ese santuario de caoba y cuero donde Aurelio solía pasar horas “arreglando las cuentas”. Ahora, me daba cuenta de que cada minuto que Aurelio pasaba allí, estaba cavando la tumba financiera de mi cuñado.
Jimena se sentó frente a la computadora principal. Le indiqué cómo acceder al sistema de respaldo de emergencia que Soledad me había enseñado en secreto una semana antes del accidente.
—Pon tu dedo en el lector, mi amor —le susurré.
Jimena obedeció. El sistema pitó una vez. Luego, una luz verde parpadeó en la pantalla.
ACCESO CONCEDIDO: PROTOCOLO SOLEDAD ACTIVO.
Carpeta tras carpeta comenzaron a desplegarse en la pantalla gigante. No eran solo números. Eran correos electrónicos interceptados, grabaciones de llamadas telefónicas, fotos de documentos falsificados. Y en el centro de todo, un archivo de video titulado: “Para Donato, por si no sobrevivo”.
Donato se desplomó en la silla de visitas. Paloma, que se había quedado en el marco de la puerta, se puso blanca como el papel. Sabía que su juego había terminado, pero no sabíamos que su maldad tenía un plan B.
Capítulo 4: La Sombra de la Viuda Negra
Donato dio click al video. La imagen de Soledad llenó la pantalla. Llevaba la misma blusa azul que tenía el día que murió. Se veía cansada, ojerosa, pero sus ojos brillaban con esa inteligencia feroz que siempre la caracterizó.
“Hola, mi amor,” comenzó la voz de Soledad desde el más allá. Donato sollozó, cubriéndose la boca con la mano. Jimena se abrazó a mi cintura.
“Si estás viendo esto, significa que Aurelio ganó. Significa que estoy muerta. Y lo más probable es que te hayan dicho que fue un accidente. No lo fue, Donato. Aurelio Mendoza me va a matar.”
En el video, Soledad levantaba un fajo de papeles.
“Descubrí que Aurelio ha estado desviando fondos de la constructora hacia una empresa llamada ‘Inversiones Fénix’. Investigué la empresa. No construye nada. Es una lavadora de dinero vinculada a un grupo delictivo en Sinaloa. Pero eso no es lo peor. Lo peor es Paloma.”
En la pantalla, Soledad mostraba una foto impresa de una mujer más joven, con el cabello rubio, pero inconfundiblemente Paloma.
“Su nombre real es Vanessa Corrales. Es una estafadora profesional buscada en Guadalajara y Monterrey. Su modus operandi es siempre el mismo: Aurelio se hace amigo de la víctima, el empresario viudo o vulnerable. Luego, introduce a Vanessa como la mujer perfecta, la salvadora. Se casan, y seis meses después, el empresario muere de un infarto o un accidente doméstico. Se quedan con todo.”
Donato se giró lentamente hacia Paloma. La ira en sus ojos era algo que nunca había visto. Era una furia fría, asesina.
—¿Vanessa? —preguntó Donato en un susurro mortal.
Paloma, o Vanessa, dejó caer la fachada. Su postura cambió. Ya no era la novia llorosa. Enderezó la espalda, y una sonrisa cínica, torcida, apareció en sus labios pintados de rojo.
—Vanessa era un nombre feo —dijo ella, con una voz que destilaba veneno—. Paloma me queda mejor, ¿no crees? Vuela alto y se caga en todo el mundo.
—¡Asesina! —gritó Jimena, lanzándose hacia ella. Yo tuve que retenerla.
—No fui yo quien cortó los frenos del auto de tu mami, querida —dijo Paloma, mirándose las uñas—. Eso es trabajo sucio. Aurelio se encarga de la mecánica. Yo me encargo de la psicología. Y debo decir, Donato, que fuiste el más fácil de todos. Tan necesitado de amor, tan desesperado por una madre para tu hija… Patético.
—¿Por qué? —preguntó Donato—. Te di todo. Te di mi casa, mi confianza…
—Porque el dinero se acaba, querido. Y Aurelio y yo tenemos gustos caros.
En ese momento, las luces de la mansión parpadearon y se apagaron. La tormenta afuera había recrudecido, pero esto no era la tormenta.
—Ah, parece que llegó la caballería —dijo Paloma, sonriendo hacia la oscuridad.
—¿Qué hiciste? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.
—Les envié un mensaje de texto hace diez minutos, mientras ustedes lloraban viendo películas caseras. “Código Rojo”. Significa: entra y mata a todos. No dejes testigos.
El sonido de un vidrio rompiéndose en la planta baja nos heló la sangre. No era un jarrón. Era una ventana. Y no era el viento. Eran pasos. Pesados. Múltiples.
—Corran —susurré—. ¡Al ático! ¡Ahora!
Donato reaccionó. Agarró a Jimena del brazo. Paloma intentó bloquear la puerta del estudio para encerrarnos, sacando de su liga una navaja pequeña pero afilada que llevaba escondida.
—Nadie sale de aquí —siseó ella, lanzando un tajo al aire.
Yo no lo pensé. Quince años de fregar pisos me habían dado brazos fuertes. Agarré una estatua de bronce pesado del escritorio de Donato —un premio de arquitectura— y la descargué con toda mi furia contra la mano de Paloma.
El crujido de huesos fue audible. Paloma gritó, soltando la navaja y cayendo de rodillas, acunando su mano destrozada.
—¡Maldita gata! —aulló de dolor.
—Vamos —empujé a Donato y a Jimena al pasillo oscuro.
La casa estaba en tinieblas. Abajo, las linternas de los invasores barrían la sala. Escuché la voz de Aurelio, distorsionada por el eco de la escalera.
—¡Paloma! ¿Dónde estás? ¡Asegura las salidas! ¡Que no escapen las ratas!
No podíamos salir. Estábamos atrapados en nuestra propia casa con los asesinos de Soledad.
Capítulo 5: La Cacería en la Oscuridad
Subimos las escaleras hacia el tercer piso en silencio absoluto, guiados solo por los relámpagos que iluminaban intermitentemente los pasillos. El ático tenía una puerta reforzada; Soledad la había instalado para guardar archivos sensibles, pero nunca pensé que la usaríamos como búnker.
—Papá, tengo miedo —susurró Jimena, temblando violentamente.
—Shh, mi amor. Todo va a estar bien —le mintió Donato. Estaba sudando frío. Su mundo, su realidad, acababa de ser destruida. El hombre que consideraba su hermano venía a ejecutarlo.
Nos encerramos en el ático. Donato empujó un viejo armario de roble contra la puerta para bloquearla. El cuarto estaba lleno de polvo, cajas de adornos de Navidad y viejos juguetes de Jimena. Era el cementerio de la infancia feliz que ella ya no tendría.
—Necesitamos llamar a la policía —dijo Donato, sacando su celular.
—No hay señal —dije, mirando el mío—. Aurelio trajo un inhibidor. Sabía que haríamos eso. Son profesionales, Donato. Han hecho esto antes.
—El teléfono satelital —recordó Donato—. Soledad compró uno para cuando íbamos a la casa de campo en la sierra. Debe estar en la caja fuerte de aquí.
Donato corrió hacia una pequeña caja fuerte empotrada en la pared, oculta tras un cuadro. Giró la perilla. Click. Abrió la puerta y sacó el teléfono negro y grueso.
—Batería muerta —dijo, lanzándolo contra el suelo con frustración—. ¡Maldita sea!
Abajo, los ruidos se acercaban. Escuchamos disparos. Dos secos, silenciados.
—Los guardias… —susurró Jimena.
—Estaban comprados o están muertos —dije yo—. Aurelio no deja cabos sueltos.
De repente, la voz de Aurelio resonó a través del sistema de intercomunicación de la casa, que, por alguna razón —quizás tenía batería de respaldo—, seguía funcionando.
“Donato, hermano… Sé que estás arriba. No hagas esto difícil. Baja, firma unos papeles cediéndome los derechos de la empresa y las propiedades, y te prometo que Jimena no sufrirá. Será rápido. Un disparo limpio. Mucho mejor que lo que le pasó a Soledad… ella sufrió, Donato. Gritó tu nombre mientras el auto ardía.”
Jimena se tapó los oídos, sollozando. Donato se puso rojo de ira, las venas de su cuello a punto de estallar.
—Voy a matarlo —dijo Donato, buscando algún arma. Agarró un viejo palo de golf de una bolsa abandonada—. Voy a bajar y le voy a romper la cabeza.
—No —lo detuve, agarrándolo del brazo—. Eso es lo que él quiere. Que bajes enojado y cometas un error. Tiene armas de fuego, Donato. Tú tienes un palo de hierro. Piensa. Soledad tenía un plan. Ella siempre tenía un plan.
Miré alrededor del ático frenéticamente. Mis ojos se posaron en la ventana del tragaluz. Daba al techo. Y desde el techo, se podía saltar al balcón de la casa del vecino, los Martínez. Era arriesgado, con la lluvia y la altura, pero era nuestra única opción.
—Tenemos que salir por el techo —dije.
—Es una locura, Remedios. Jimena podría resbalar —dijo Donato.
—Quedarnos aquí es muerte segura. Aurelio va a quemar la casa con nosotros dentro si no bajamos. Es su modus operandi, ¿recuerdas? “Fuga de gas”.
En ese momento, el olor a gasolina comenzó a filtrarse por debajo de la puerta del ático. Tenía razón. No iban a subir por nosotros. Nos iban a ahumar como a ratas.
—¡Están rociando gasolina en el pasillo! —gritó Donato.
—¡Ayúdenme a abrir el tragaluz!
Entre Donato y yo empujamos el pesado marco de vidrio oxidado. La lluvia fría nos golpeó la cara instantáneamente. El viento aullaba.
—Jimena, tú primero —ordené.
—No puedo, tía, está muy alto…
—¡Sube! —le grité, cargándola.
Jimena trepó al techo mojado. Donato subió después. Yo iba a subir al final, pero entonces, la puerta del ático comenzó a sacudirse violentamente.
BAM. BAM. BAM.
—¡Abran! —era la voz de uno de los matones.
El armario que bloqueaba la entrada comenzó a ceder.
—¡Remedios, dame la mano! —gritó Donato desde el techo, extendiendo su brazo bajo la lluvia.
Salté, agarrando su mano justo cuando la puerta del ático reventó y un hombre armado entró disparando. Una bala astilló la madera donde mi cabeza había estado un segundo antes.
Resbalé en las tejas mojadas, raspándome las rodillas y las manos, pero Donato me jaló con fuerza sobrehumana. Estábamos en el techo. Abajo, a tres pisos de altura, el jardín era un abismo oscuro.
—¡Hacia la casa de los Martínez! —gritó Donato sobre el rugido del viento.
Corrimos —o más bien gateamos— por el tejado inclinado. Las tejas estaban resbaladizas como jabón. Escuché gritos detrás de nosotros. Aurelio y sus hombres también estaban subiendo al techo. La cacería se había trasladado a las alturas.
Capítulo 6: Secretos en la Lluvia
Llegamos al borde del techo. Había una brecha de dos metros entre nuestra mansión y la casa vecina. Abajo, un callejón de concreto. Un salto fallido y sería el fin.
—Yo no puedo saltar, papá —lloraba Jimena, paralizada por el terror.
—Sí puedes. Tienes que hacerlo —Donato la miraba con desesperación—. Yo salto primero y te atrapo. ¿Confías en mí?
—Sí…
Donato tomó impulso y saltó. Aterrizó pesadamente en el otro lado, rodando para amortiguar el golpe. Se levantó rápido y extendió los brazos.
—¡Salta, Jimena! ¡Ahora!
Jimena dudó. Miró hacia atrás. Aurelio apareció por el tragaluz, con una pistola en la mano. La lluvia empapaba su ropa y su cabello, dándole un aspecto demoníaco.
—¡Jimena, no lo hagas! —gritó Aurelio—. ¡Ven con tu tío Aurelio! ¡Tu papá no te puede proteger!
—¡Salta! —grité yo, empujándola suavemente.
Jimena cerró los ojos y saltó. Fue un salto torpe. Sus pies resbalaron en el borde del otro techo, y por un segundo horroroso, pareció que iba a caer al vacío. Pero Donato la agarró por la cintura y la jaló hacia la seguridad del balcón vecino.
Yo me preparé para saltar, pero un disparo resonó. Sentí un ardor súbito en mi pierna derecha, como si me hubieran quemado con un cigarro gigante. Caí sobre las tejas.
—¡Remedios! —gritó Donato.
—¡Vayanse! —les grité—. ¡Llamen a la policía desde la casa de los vecinos!
—¡No te voy a dejar! —Donato hizo ademán de volver a saltar hacia mi lado.
—¡Vete! ¡Cuida a la niña! —le ordené con una voz que no admitía réplica.
Donato me miró con una angustia infinita, asintió una vez, agarró a Jimena y rompieron la ventana del balcón de los vecinos para entrar y buscar ayuda.
Me quedé sola en el techo, sangrando, con la lluvia lavando la herida de mi pierna. Aurelio caminaba hacia mí con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Detrás de él, Paloma apareció también, con la mano envuelta en un trozo de tela ensangrentada, y una mirada de odio puro.
—Vaya, vaya —dijo Aurelio, apuntándome a la cabeza—. La sirvienta fiel hasta el final. Qué desperdicio.
—Se acabó, Aurelio —dije, tratando de arrastrarme hacia atrás—. Donato ya está llamando a la policía. Los federales estarán aquí en minutos.
—Minutos es todo lo que necesito para acabar contigo y luego ir por ellos —Aurelio sonrió—. ¿Sabes? Siempre me caíste mal. Eras demasiado observadora. Demasiado… presente. Como tu hermana.
—Ella te amaba al principio, ¿sabes? —le dije, buscando ganar tiempo, buscando distraerlo.
Aurelio se detuvo.
—¿Qué?
—Soledad. Ella pensaba que eras un buen hombre. Antes de descubrir lo que eras. Ella… ella guardaba un secreto tuyo.
Aurelio bajó el arma ligeramente, la curiosidad pudo más que su instinto asesino.
—¿Qué secreto?
—El de Jimena —solté la bomba.
Paloma miró a Aurelio, confundida.
—¿De qué habla esta imbécil?
—Jimena no es hija biológica de Donato —dije, mirando a Aurelio directamente a los ojos bajo la lluvia—. Es tuya, Aurelio.
El silencio en el techo fue más fuerte que el trueno. Aurelio se quedó petrificado.
—Mientes —susurró—. Soledad nunca… nosotros solo estuvimos juntos una noche. Una noche de borrachera antes de que ella empezara a salir con Donato en serio.
—Una noche fue suficiente. Haz las cuentas. Las fechas no mienten. Soledad falsificó el acta de nacimiento con ayuda de tu primo, el doctor, para proteger a la niña de ti. Sabía que eras tóxico, aunque no sabía que eras un asesino todavía.
Aurelio retrocedió un paso, tambaleándose como si lo hubieran golpeado.
—¿Tengo… una hija? —su voz tembló. Por primera vez, vi una grieta en su armadura de psicópata—. ¿Esa niña… la que acabo de intentar matar… es mi sangre?
—Sí. Y acabas de intentar quemarla viva.
Paloma, viendo que perdía el control sobre Aurelio, intervino furiosa.
—¡Te está mintiendo, Aurelio! ¡Es una táctica para distraerte! ¡Mátala ya y vámonos! ¡Tenemos que sacar el dinero de la caja fuerte y huir!
—Es mi hija… —murmuró Aurelio, mirando hacia el balcón donde Jimena había desaparecido.
—¡Aurelio! ¡Reacciona! —Paloma le gritó y le dio una bofetada—. ¡Olvídate de la mocosa! ¡El dinero! ¡Si no nos vamos ya, nos pudrimos en la cárcel!
La bofetada pareció despertar a Aurelio, pero no de la manera que Paloma esperaba. Él se giró lentamente hacia ella. La miró como si fuera un insecto.
—Cállate —dijo Aurelio en voz baja.
—¿Qué dijiste? —Paloma lo miró desafiante.
—Dije que te calles. Tú… tú me dijiste que quemáramos la casa. Tú me dijiste que no importaba si la niña moría. ¡Es mi hija, maldita sea!
—¡Tú no sabías que era tu hija! ¡Y ahora no te hagas el padre del año, eres un asesino, Aurelio! ¡Igual que yo!
En ese momento de distracción, vi mi oportunidad. Me arrastré hacia el borde del tragaluz abierto y busqué con la mano. Encontré lo que buscaba: un trozo suelto de teja, pesado y afilado.
Pero no fue necesario que yo hiciera nada.
Las sirenas sonaron abajo. No una, ni dos. Decenas. Luces azules y rojas iluminaron el callejón y rebotaron en las paredes de la mansión. Ricardo Vázquez había llegado, y no venía solo. Traía a la Guardia Nacional.
—¡ARRIBA LAS MANOS! ¡ESTÁN RODEADOS! —la voz amplificada por un megáfono retumbó desde abajo.
Paloma corrió hacia el borde opuesto del techo, buscando una salida. Aurelio se quedó inmóvil, mirando la pistola en su mano y luego mirando hacia donde había huido Jimena.
Capítulo 7: Fuego y Redención
Aurelio dejó caer el arma. El metal resonó contra las tejas. Se arrodilló bajo la lluvia, derrotado no por la policía, sino por la verdad.
Paloma, sin embargo, no se rendiría tan fácil. Al ver que no tenía escapatoria por el otro lado, regresó corriendo hacia mí, con la navaja que había recuperado en su mano sana.
—¡Si yo caigo, tú te vienes conmigo! —gritó, lanzándose sobre mí.
Rodamos por el techo mojado. Ella era más joven y rápida, pero yo estaba luchando por mi familia. Me clavó la navaja en el hombro, grité de dolor, pero logré agarrarla del cabello y golpear su cabeza contra las tejas.
Estábamos peligrosamente cerca del borde. Podía ver el suelo de concreto esperándonos abajo.
—¡Suéltame, vieja bruja! —chillaba Paloma, arañándome la cara.
—¡Nadie toca a mi familia! —le grité y, con un último esfuerzo, la empujé hacia un lado, lejos de mí.
Paloma resbaló. Sus tacones de novia no encontraron agarre en la superficie mojada. Trató de aferrarse al canalón de lluvia, pero el metal viejo cedió.
Hubo un grito largo y agudo que se cortó de golpe con un sonido seco y brutal.
Me asomé al borde, jadeando, con la lluvia mezclándose con la sangre en mi cara. Paloma yacía abajo, en el patio de servicio, inmóvil, en una postura antinatural sobre los adoquines. Su vestido blanco se estaba tiñendo lentamente de rojo bajo la lluvia.
Me dejé caer de espaldas sobre el techo, mirando el cielo tormentoso.
—Remedios… —escuché la voz de Donato.
Él había vuelto. Había saltado de regreso desde el balcón de los vecinos en cuanto vio llegar a la policía. Se arrastró hacia mí y levantó mi cabeza.
—Ya pasó —le dije, sonriendo entre lágrimas—. Ya pasó, Donato.
Aurelio seguía arrodillado a unos metros, con las manos en la nuca, mientras un equipo táctico subía por escaleras desde el jardín para arrestarlo. No opuso resistencia. Solo miraba al vacío, murmurando algo que sonaba como “mi hija, mi hija”.
Capítulo 8: El Amanecer de los Herrera
La escena del crimen fue un caos controlado. Paramédicos atendiéndome en la ambulancia (la herida de bala en la pierna fue limpia, entrada y salida, nada grave; la puñalada en el hombro requirió doce puntos). Policías tomando declaraciones. Periodistas agolpados en la reja exterior como buitres.
Paloma sobrevivió a la caída, irónicamente. Quedó paralítica de la cintura para abajo. La justicia divina tiene un sentido del humor muy negro: la mujer que corría de un hombre a otro destruyendo vidas, nunca volvería a caminar. Pasaría el resto de sus días en una silla de ruedas dentro de una celda de máxima seguridad.
Aurelio confesó todo esa misma noche. No pidió abogado. Entregó las cuentas, los nombres de sus socios en el cartel, las ubicaciones de las fosas clandestinas donde había enterrado sus secretos anteriores. Lo hizo todo con una condición: que le permitieran ver a Jimena una vez más.
Donato, demostrando ser el hombre más noble que he conocido, se lo permitió, pero bajo sus propios términos. Fue en la sala de interrogatorios, detrás de un vidrio blindado.
Jimena entró, acompañada por Donato. Yo miraba desde la sala contigua.
—Jimena —dijo Aurelio a través del interfón. Se veía viejo, acabado—. Yo… no sabía.
Jimena lo miró. Ya no era la niña asustada de la boda. Había crecido diez años en una noche.
—Saberlo no habría cambiado nada, Aurelio —dijo ella con firmeza—. Tú eres un depredador. Si hubieras sabido que era tu hija, probablemente me habrías usado como moneda de cambio o me habrías manipulado para ser como tú.
—Soy tu padre —susurró él.
Jimena negó con la cabeza y tomó la mano de Donato, apretándola fuerte.
—Tú eres un donante de esperma, Aurelio. Mi padre es el hombre que me enseñó a andar en bicicleta, el que me cuidó cuando tuve fiebre, el que saltó de un techo bajo la lluvia para salvarme la vida. Él es mi papá. Tú no eres nada.
Aurelio bajó la cabeza y lloró. Fue la última vez que lo vimos.
…
Seis meses después.
La mansión Herrera ya no se sentía como un mausoleo. Habíamos redecorado. Fuera las cortinas pesadas, fuera los muebles oscuros que le gustaban a Aurelio. Entró la luz.
Yo ya no usaba uniforme. Donato me había nombrado administradora oficial de sus propiedades y socia minoritaria en la nueva constructora, ahora libre de lavado de dinero y corrupción. Vivía en la casa, sí, pero en una suite de invitados en el ala este, no en el cuarto de servicio.
Era 2 de noviembre. Día de Muertos.
Habíamos montado un altar monumental en la sala principal. Cempasúchil, papel picado, pan de muerto, calaveritas de azúcar. Y en el centro, la foto más hermosa de Soledad, rodeada de velas.
Donato entró con una bandeja de chocolate caliente. Jimena estaba poniendo los toques finales al altar.
—¿Creen que le guste? —preguntó Jimena.
—Le encanta —dije yo, encendiendo el copal. El aroma dulce y místico llenó la habitación.
Nos sentamos los tres frente al altar, como una verdadera familia.
—Gracias, Remedios —dijo Donato de repente, mirándome a los ojos—. Por salvarnos. Por ser valiente cuando yo estaba ciego.
—Era mi misión, Donato. Soledad me lo encargó.
—No —intervino Jimena—. Tú no lo hiciste solo por mamá. Lo hiciste porque nos amas. Y nosotros te amamos a ti, tía.
Sentí un nudo en la garganta. Por primera vez en mi vida, no me sentía como “la otra”, la hermana pobre, la empleada. Me sentía en casa.
De repente, una mariposa monarca entró por la ventana abierta del jardín. Era extraño ver una sola a esas horas, y más extraño aún que entrara con tanta confianza. La mariposa revoloteó alrededor de la foto de Soledad, luego voló hacia Jimena, rozó la mejilla de Donato y finalmente se posó en mi mano.
Sus alas anaranjadas y negras vibraban suavemente. Sentí un calorcito en la palma de mi mano, como un beso.
—Hola, hermana —susurré.
La mariposa alzó el vuelo, dio una última vuelta sobre nosotros y salió hacia el jardín, donde el sol del atardecer pintaba el cielo de colores imposibles.
La pesadilla había terminado. Los monstruos estaban encerrados. Y nosotros, los sobrevivientes, habíamos aprendido que la sangre te hace pariente, pero la lealtad te hace familia.
Miré a Donato y a Jimena, riendo mientras comían pan de muerto, y supe que todo, absolutamente todo —los gritos en la iglesia, el miedo en el techo, el dolor de las heridas— había valido la pena.
Porque la verdad, aunque duela, siempre, siempre nos hará libres.
