
(Parte 1 de 4)
CAPÍTULO 1: EL PRECIO DE LA SOBERBIA
Siempre creí que la Ciudad de México estaba a mis pies. Desde mi oficina en el piso cuarenta de una torre en Santa Fe, los autos parecían hormigas y las personas, simples estadísticas. Yo soy Luis Miguel Sandoval, pero en el mundo de los tiburones inmobiliarios, todos me conocen como “El Micky”. A mis treinta y dos años, lo tenía todo: la cuenta bancaria en Suiza, el penthouse con vista a Chapultepec y la certeza absoluta de que no había nada en este mundo que no pudiera comprar.
Mi vida era una sucesión de victorias vacías. Ganaba en la bolsa, ganaba en las licitaciones y ganaba con las mujeres. O al menos, eso me decía a mí mismo cada vez que me despertaba con una modelo distinta que apenas sabía mi segundo nombre. La competencia era mi gasolina. No sabía vivir sin el subidón de adrenalina de aplastar a alguien más.
Pero esa noche, la noche que marcó el inicio de mi fin, el aire en el Rooftop de Polanco estaba más denso de lo normal. El humo de los puros cubanos se mezclaba con el perfume caro de la élite chilanga.
Javier, mi “amigo” y socio ocasional, me miraba desde el otro lado de la mesa de mármol. Javier era ese tipo de amigo que te sonríe mientras busca el punto exacto donde clavarte el cuchillo. Estaba aburrido, y un Javier aburrido era peligroso.
—Estás muy cómodo, Micky —dijo, girando el hielo en su vaso de whisky—. Todo te sale bien. Es hasta… predecible.
Solté una carcajada, ajustándome los gemelos de oro. —Se llama talento, Javi. Algo que tú todavía estás intentando comprar.
Él sonrió, esa sonrisa torcida que precedía a las malas ideas. Sacó su celular y lo deslizó sobre la mesa hacia mí. —Hagamos esto interesante. Una apuesta. Sé que te encantan. —Depende —dije, sin mirar aún el teléfono—. ¿De cuánto estamos hablando? —Un millón de dólares.
Levanté una ceja. Un millón no me haría más rico ni más pobre, pero era suficiente para llamar mi atención. Bajé la vista a la pantalla. Esperaba ver una propiedad, un auto de colección, quizás una acción volátil. Pero no. Era una foto. Una foto borrosa, sacada de algún perfil de Facebook privado.
—¿Quién es? —pregunté, frunciendo el ceño.
La mujer de la foto no se parecía en nada a las mujeres que solían acompañarme. No era delgada, no tenía operaciones visibles, no vestía ropa de marca. Tenía el cabello oscuro, recogido en una coleta simple, y una sonrisa tímida, casi triste. Era una mujer… normal. Una mujer que, en mi mundo de plástico y apariencias, era invisible.
—Se llama Camila Reyes —dijo Javier, disfrutando mi confusión—. Es asistente administrativa en una de las empresas que acabamos de absorber. Vive en la colonia Roma Sur, toma el metro, come en fondas. Es… “robusta”, “llenita”, como quieras llamarle. Definitivamente no es tu tipo, Micky.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que la despida? —No, imbécil. Quiero ver si tienes los huevos para casarte con ella.
El silencio en la mesa fue total. Mis otros dos acompañantes dejaron sus bebidas. —¿Estás loco? —solté, incrédulo.
—La apuesta es simple —continuó Javier, inclinándose hacia adelante, sus ojos brillando con malicia—. Tienes que enamorarla, casarte con ella y mantener el matrimonio por seis meses. Sin trampas. Tienes que vivir con ella. Si aguantas seis meses con una mujer que no encaja en tu mundo perfecto de portadas de revista, te pago el millón. Si no… tú me das el millón y, lo más importante, admites frente a todos que hay algo que Luis Miguel Sandoval no puede hacer.
Sentí la sangre subirme a la cabeza. No era el dinero. Era el reto a mi ego. Javier estaba insinuando que yo era superficial, que no podía manejar algo “real”. Me estaba insultando.
Miré la foto de nuevo. Camila Reyes. Se veía inofensiva. Una pieza fácil en mi tablero de ajedrez. —¿Seis meses? —pregunté, devolviéndole el celular con desdén—. Podría hacerlo con los ojos cerrados.
—¿Es un sí? Extendí mi mano, sellando mi destino con un apretón firme. —Trato hecho. Prepara la chequera, Javi. Te va a salir muy caro subestimarme.
Lo que no sabía, mientras brindábamos con champaña de diez mil pesos la botella, era que esa mujer “inofensiva” estaba a punto de convertirse en la tormenta más grande de mi vida.
CAPÍTULO 2: LA DAMA DE HIERRO
Tres días después, tenía un dossier completo sobre Camila Reyes sobre mi escritorio de caoba. Leí los detalles con la frialdad de quien analiza una adquisición hostil. Veintiocho años. Soltera. Vivía con su madre enferma. Trabajadora, responsable, pero con deudas médicas considerables. Perfecto. La necesidad económica sería mi entrada.
Decidí que el primer encuentro tenía que ser en mi terreno. Le pedí a mi secretaria que organizara una “cena de negocios” en el Pujol. Quería intimidarla, quería que se sintiera pequeña ante mi mundo desde el primer segundo.
Llegué cinco minutos tarde a propósito. Es una vieja táctica de poder: hacer esperar a la gente para que entiendan que tu tiempo vale más que el suyo. Entré al restaurante caminando como si fuera el dueño, saludando a los meseros que ya conocían mis caprichos.
Y entonces la vi.
Estaba sentada en la mejor mesa, la que está cerca del ventanal privado. Pero no se veía pequeña. No se veía asustada. Llevaba un vestido sencillo, color azul marino, que no pretendía ocultar sus curvas, sino que las vestía con dignidad. No estaba mirando el teléfono nerviosa, ni jugueteando con la servilleta. Estaba mirando el menú con una calma que me desconcertó.
Cuando me acerqué, levantó la vista. Sus ojos eran oscuros, profundos, y carecían totalmente de ese brillo de admiración servil al que yo estaba acostumbrado. —Debes ser Luis Miguel —dijo. No preguntó. Afirmó. Y no se levantó para saludarme.
—Y tú debes ser Camila —respondí, desplegando mi mejor sonrisa de tiburón, esa que había cerrado tratos millonarios—. Un placer. Lamento la demora, el tráfico en Reforma es un asco.
—No te preocupes —dijo ella, cerrando el menú—. Sé que tu tiempo es muy valioso. El mío también, así que agradecería que no volvamos a jugar a llegar tarde.
Me senté, un poco aturdido. ¿Me estaba regañando? ¿A mí? —Directa. Me gusta —mentí, sintiendo una punzada de irritación—. Bueno, Camila, supongo que te preguntarás por qué un hombre como yo quiere cenar con una empleada de una filial…
Ella soltó una risa suave, seca, carente de humor. —No nos hagamos los tontos, Luis. Sé por qué estamos aquí. Me congelé. ¿Sabía lo de la apuesta? Imposible. Javier era un idiota, pero no un soplón. —¿Ah, sí? —pregunté, tratando de recuperar el control de la conversación—. Ilumíname.
Ella entrelazó sus manos sobre la mesa. Manos trabajadoras, sin manicura francesa, pero firmes. —Sé que esto es un juego para ti. No sé los detalles exactos, quizás una apuesta con tus amigos ricos, quizás un requisito para heredar alguna fortuna, o simplemente estás aburrido. Pero sé que no estás aquí por mis “lindos ojos”.
Tragué saliva. Era más lista de lo que parecía. —Eres perspicaz —dije, bajando la voz—. Digamos que… necesito casarme. Es un asunto de negocios. Temporal. Seis meses. Y tú… bueno, tú encajas en el perfil de alguien que no me dará problemas. A cambio, tus deudas desaparecen. La casa de tu madre queda pagada. Y te llevas una suma considerable al final.
Esperaba que se ofendiera. O que se emocionara por el dinero. Esperaba cualquier reacción humana estándar. Pero Camila simplemente me miró, analizándome como si yo fuera un insecto interesante bajo un microscopio.
—Tengo condiciones —dijo finalmente. —¿Disculpa? —casi me atraganto con el agua. —Si acepto este circo, tengo condiciones. Uno: Cero contacto físico. Dormimos en habitaciones separadas. No me tocas, no me besas, a menos que sea estrictamente necesario para la “foto” en público. —De acuerdo —dije rápido. Eso me facilitaba las cosas. —Dos: Sigo trabajando. No voy a convertirme en tu adorno de casa. —Como quieras. —Y tres… —aquí su voz se endureció, y por un segundo vi un destello de fuego en sus ojos que me dio un escalofrío—: Durante estos seis meses, me vas a respetar. No me vas a tratar como a tus empleados ni como a tus conquistas. Me vas a tratar como a una igual.
Casi me río en su cara. ¿Iguales? Ella y yo no éramos iguales ni en sueños. Pero necesitaba ganar la apuesta. Necesitaba callarle la boca a Javier. —Trato hecho, Camila. Seis meses. Respeto. Dinero. —Bien —dijo ella, tomando su copa de agua—. Entonces, ¿cuándo es la boda?
La cena transcurrió en una extraña tensión. Yo intentaba impresionarla pidiendo los vinos más caros, hablando de mis viajes a Dubái y París. Ella escuchaba, asentía, y luego hacía preguntas incómodas. “¿Y eras feliz ahí?”, “¿Qué se siente no tener que preocuparse por el precio de la leche?”. No eran preguntas con envidia, eran preguntas antropológicas. Me hacía sentir observado, juzgado.
Al salir del restaurante, el valet trajo mi Ferrari. Esperé ver su cara de asombro. A todas les encantaba el Ferrari. Camila lo miró y luego me miró a mí. —Es muy… ruidoso, ¿no? —comentó. —Es potente —corregí, molesto. —Si tú lo dices. Buenas noches, Luis. Te veo en el registro civil.
Se dio la vuelta y caminó hacia la parada del Uber. No me dejó llevarla. Me quedé ahí parado, junto a mi auto de cinco millones de pesos, sintiéndome estúpidamente solo. Esa mujer no tenía ni idea de con quién se estaba metiendo. O tal vez, el que no tenía idea era yo.
La boda fue un trámite rápido en un juzgado gris. Javier fue mi testigo, aguantándose la risa todo el tiempo. Camila no llevó a nadie. Firmó con pulso firme, sin temblar. Cuando el juez dijo “pueden besarse”, ella me ofreció la mejilla, fría y distante. —Empiezan los seis meses, socio —me susurró al oído.
Esa misma noche, la llevé a mi penthouse. —Bienvenida a tu nuevo hogar —dije, abriendo los brazos para mostrar la sala de doble altura, los muebles de diseñador, la vista panorámica de la CDMX iluminada. Camila entró con su maleta pequeña y desgastada. Recorrió el lugar con la vista. —Es frío —sentenció. —Es minimalista —repliqué, ya cansado de sus críticas. —Es vacío. Como tú.
Me giré, furioso. —Mira, Camila, te estoy dando la vida que cualquier mujer mataría por tener. Un poco de gratitud no vendría mal. Ella dejó su maleta en el suelo y se acercó a mí. A pesar de que yo era más alto, sentí que ella me miraba desde arriba. —No confundas gratitud con sumisión, Luis. Acepté tu trato, no tu estilo de vida. ¿Cuál es mi habitación?
Le señalé el cuarto de huéspedes al final del pasillo. Ella asintió y se marchó sin decir buenas noches. Escuché el sonido del cerrojo al cerrarse. Un sonido seco, definitivo. Me serví un whisky doble y me quedé mirando la ciudad. —Esto va a ser más difícil de lo que pensé —murmuré.
Durante las primeras semanas, intenté quebrarla con lujo. Le compraba joyas que dejaba, sin abrir, sobre la mesa de la cocina. Le mandaba vestidos de marca que devolvía a la tienda. Intenté llevarla a eventos de caridad para presumirla como mi “obra de caridad”, pero ella se desenvolvía con una inteligencia que dejaba en ridículo a las esposas trofeo de mis socios. Hablaba de economía, de política, de arte. La gente empezaba a preguntarme: “¿De dónde sacaste a esta mujer tan interesante, Micky?”. Y yo no sabía qué responder.
Me estaba volviendo loco. No podía controlarla. No podía comprarla. Y lo que más me aterraba… empezaba a admirarla. Pero la guerra apenas comenzaba. Una noche, llegué a casa frustrado por un negocio fallido y la encontré en la cocina, preparándose un té. —¿Qué quieres de mí, Camila? —exploté—. Tienes todo. Dinero, casa, estatus. ¿Por qué sigues mirándome como si fuera el enemigo?
Ella se giró despacio, con esa calma que me desarmaba. —Porque el dinero no compra la decencia, Luis. Crees que eres el dueño del mundo, pero solo eres un niño con juguetes caros. Y pronto… pronto vas a aprender que los juguetes se rompen.
No entendí sus palabras esa noche. Pensé que era solo su orgullo hablando. No sabía que ella estaba tejiendo una red invisible alrededor de mí, una red hecha de mis propios errores pasados. Camila Reyes no era una víctima. Era el karma que había venido a tocar a mi puerta, y yo, imbécil de mí, le había dado la llave de mi casa.
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CAPÍTULO 3: LA JAULA DE ORO Y LA REINA DE HIELO
Los días en el penthouse se convirtieron en una guerra silenciosa. Yo, Luis Miguel Sandoval, acostumbrado a que mi sola presencia hiciera temblar a juntas directivas enteras, me encontraba totalmente impotente ante una mujer que compraba su ropa en el mercado y viajaba en metro.
Mi estrategia cambió. Si no podía impresionarla con dinero, la obligaría a someterse a mi estilo de vida por asfixia. Empecé a jugar sucio.
—No necesitas trabajar, Camila —le solté una mañana mientras ella se terminaba su café negro, fuerte, tal como le gustaba—. Eres la esposa de un Sandoval. Es ridículo que sigas yendo a esa oficina de cuarta en la colonia Doctores. ¿Qué van a pensar mis socios?
Ella ni siquiera levantó la vista de su celular. —Tus socios pueden pensar lo que quieran. A mí me gusta mi trabajo. Me gano mi dinero. Es mío. No te debo nada por él. —Te pago el triple de tu sueldo para que te quedes en casa y organices la cena de beneficencia del próximo mes. —No.
Ese “no” simple, llano y sin excusas, me sacaba de quicio. Así que decidí apretar las tuercas. Compré, a través de una de mis empresas fantasma, el edificio donde ella trabajaba. Hice que el administrador del edificio “casualmente” cerrara los elevadores por mantenimiento y cortara el aire acondicionado en su piso. Quería verla llegar a casa sudada, cansada, derrotada, rogándome que la sacara de esa miseria.
Pero Camila llegaba cada noche con la frente en alto. Cansada, sí, pero con una satisfacción en los ojos que yo no conocía. —¿Día duro? —le preguntaba yo, sirviéndome un cognac, esperando su queja. —Productivo —respondía ella—. Subir cinco pisos por las escaleras es buen cardio. Gracias por preguntar.
Mi frustración se transformó en una necesidad tóxica de exhibirla, de ponerla en situaciones donde se sintiera menos. Donde mi mundo la aplastara.
Llegó la gala anual de la Fundación Telmex. La creme de la creme de México estaría ahí. Políticos, empresarios, actrices. Le dije a Camila que era obligatorio asistir. Pensé: “Aquí se va a romper. Cuando vea a las mujeres operadas, con vestidos de cien mil pesos y joyas que valen más que su casa, se sentirá una cucaracha”.
Pero Camila bajó las escaleras del penthouse con un vestido color esmeralda. No era de diseñador, probablemente lo había mandado a ajustar con alguna costurera de su barrio, pero le quedaba como un guante. Tenía porte. Tenía esa elegancia natural que no se opera.
Al llegar al evento, las miradas fueron cuchillos. Escuché los murmullos de las esposas de mis “amigos”. —¿Esa es la nueva de Micky? —Ay, pobrecita, se equivocó de fiesta. —Dicen que es una apuesta, ¿no? Qué valor tiene él para sacarla a pasear.
Javier se acercó, con esa sonrisa de hiena. —Vaya, Micky. Cumpliendo el reto al pie de la letra. Aunque debo decir que tu esposa desentona un poco con la decoración, ¿no crees? Esperaba que Camila bajara la cabeza. Esperaba que se escondiera detrás de mí.
En cambio, Camila tomó una copa de champaña, miró a Javier a los ojos y sonrió con una frialdad que heló el ambiente. —La decoración es bonita, Javier —dijo con voz clara—. Pero lo que realmente desentona aquí es la falta de educación. Se nota que el dinero compra trajes italianos, pero no compra clase. Por cierto, escuché que tus acciones en la constructora bajaron un 15% hoy. Quizás deberías preocuparte más por tu cartera que por mi vestido.
Javier se quedó mudo. Yo me quedé mudo. Camila se dio la vuelta y se mezcló entre la gente, charlando con un inversionista alemán en un inglés perfecto. Esa noche, mientras volvíamos a casa en silencio, sentí algo nuevo. No era enojo. Era… respeto. Y eso me asustaba más que nada.
CAPÍTULO 4: EL VACÍO DEL REY
Pasaron dos meses. La apuesta seguía en pie, pero yo empezaba a perder el norte. Mi vida de soltero de oro me parecía, de repente, ridícula. Mis amigos me parecían vacíos. Las fiestas me aburrían. Llegaba temprano a casa no para controlar a Camila, sino porque… quería verla. Quería descifrarla.
Ella se había convertido en un fantasma en mi propia casa. Mantenía su promesa: cero contacto, habitaciones separadas. Pero su presencia llenaba cada rincón. Su olor a vainilla y libros viejos se estaba impregnando en mis muebles de cuero italiano.
Una noche, la encontré en la terraza. Estaba lloviendo sobre la ciudad, una de esas tormentas eléctricas que hacen que el cielo de la CDMX parezca que se va a caer. Me acerqué con dos copas de vino. —Toma —le ofrecí. Ella dudó, pero aceptó la copa. —Gracias.
Nos quedamos mirando las luces de Reforma bajo la lluvia. —No te entiendo, Camila —confesé, y por primera vez en mi vida, no estaba actuando—. Cualquier otra mujer estaría aprovechando esta situación. Viajes, tarjetas, conexiones. Pero tú… tú actúas como si todo esto fuera basura. ¿Qué es lo que realmente quieres?
Ella bebió un sorbo de vino y me miró. Sus ojos reflejaban los relámpagos. —¿De verdad quieres saberlo, Luis? —Sí. —Quiero dignidad. Solté una risa nerviosa. —La dignidad no paga la renta, Camila. —Ese es tu problema —dijo ella, girándose hacia mí completamente—. Crees que todo tiene un precio. Crees que porque tienes este penthouse y ese auto, eres mejor que los demás. Pero te veo, Luis. Te veo cuando crees que nadie te mira. Eres un hombre solo. Estás rodeado de gente que solo te quiere por lo que tienes, no por lo que eres. Y lo peor es que tú tampoco sabes quién eres sin tu tarjeta negra.
Sus palabras me golpearon como un puñetazo en el estómago. —Cuidado, Camila. No olvides con quién estás hablando. —No lo olvido —respondió ella, dando un paso hacia mí, invadiendo mi espacio personal—. Estoy hablando con un hombre que tuvo que apostar dinero para conseguir una esposa porque ninguna mujer real lo aguantaría por más de una noche si no fuera por su cuenta bancaria.
Sentí la ira subir por mi garganta. Quise gritarle, echarla, recordarle que yo era el dueño de todo. Pero me quedé paralizado. Porque en el fondo, en ese lugar oscuro que nunca visitaba, sabía que ella tenía razón.
—Seis meses, Luis —susurró ella, dejando la copa en la barandilla—. Faltan cuatro. Y te aseguro una cosa: cuando esto termine, yo saldré por esa puerta siendo la misma mujer íntegra que entró. Pero tú… tú te vas a quedar aquí, con todo tu oro, y te vas a dar cuenta de lo pobre que eres.
Se fue a su habitación. Esa noche no pude dormir. Me quedé en la sala, con la botella de vino, mirando el reflejo de mi cara en el ventanal. Me veía igual que siempre, pero me sentía… agrietado.
Empecé a obsesionarme con ella. Dejé de ver a otras mujeres. Dejé de salir con Javier. Empecé a cancelar reuniones para cenar en casa, aunque ella apenas me hablara. Empecé a dejarle pequeños detalles que no fueran caros, porque sabía que los rechazaría. Le compraba sus dulces favoritos del mercado, le dejaba libros que sabía que le gustaban.
Estaba intentando comprar su afecto, no con dinero, sino con atención. Pero ella era un muro. Lo que yo no sabía, mientras jugaba a la casita y me engañaba pensando que la estaba conquistando, es que ella estaba moviendo sus propias piezas.
Una tarde, regresé antes de tiempo porque me sentía mal, una gripe fuerte me había tumbado. Entré en silencio. Escuché a Camila al teléfono en la cocina. Su voz no era la voz tranquila y firme que usaba conmigo. Era una voz afilada, calculadora.
—Sí… él no sospecha nada —decía—. Sigue creyendo que tiene el control. El balance de la empresa está listo. No, no te preocupes. Cuando caiga, va a caer desde muy alto. Sí, papá… lo estoy haciendo por ti.
Colgó rápido al escuchar mis pasos. Entré a la cocina, con el corazón latiéndome a mil por hora, fingiendo que acababa de llegar. Ella me miró, guardó el celular en su bolsillo y me puso esa máscara de indiferencia. —¿Llegaste temprano? —preguntó. —Me siento mal —murmuré, tratando de leer su rostro. ¿Con quién hablaba? ¿”Papá”? Su padre estaba muerto, según el expediente que yo había leído. ¿O no?
—Tienes fiebre —dijo ella, tocándome la frente con un gesto casi maternal que me confundió aún más—. Ve a la cama. Te haré un té.
Me fui a la habitación, mareado por la fiebre y por la paranoia. Camila Reyes no era solo una mujer digna. Camila Reyes era un Caballo de Troya. Y yo acababa de meter al enemigo en mi cama. La duda me carcomía. ¿Quién era realmente? ¿Y qué tenía que ver su “papá” en todo esto?
Estaba perdiendo el juego. Y lo peor es que ya no me importaba el millón de dólares. Me importaba ella. Y el terror de saber que, cuando ella diera el jaque mate, yo iba a perder mucho más que una apuesta.
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CAPÍTULO 5: DURMIENDO CON EL ENEMIGO
La fiebre de esa noche bajó, pero el frío en mi espina dorsal se quedó. Esa llamada… “Papá, lo estoy haciendo por ti”. Esas palabras rebotaban en mi cabeza mientras conducía hacia Santa Fe a la mañana siguiente. Según el expediente que mi gente había investigado, el padre de Camila había muerto hacía tres años. Suicidio. Un caso triste de deudas impagables. Entonces, ¿con quién demonios hablaba?
Me volví paranoico. Contraté a un investigador privado, uno de esos tipos ex-policiales que no hacen preguntas y cobran en efectivo. —Quiero saber todo —le dije, deslizando un sobre manila sobre la mesa de una cafetería en Coyoacán—. Dónde va, con quién habla, qué come. Si respira diferente, quiero saberlo.
Mientras tanto, en casa, decidí jugar mi mejor carta: la seducción inversa. Si ella estaba tramando algo, yo tenía que estar más cerca que nunca. Tenía que hacerla dudar. Tenía que hacer que se enamorara de la víctima antes de ejecutar su golpe.
Empecé a llegar temprano. Me quité el traje de “Micky Sandoval, el tiburón” y empecé a usar jeans y camisetas en casa. Empecé a cocinar. Yo, que no sabía ni hervir agua, busqué tutoriales en YouTube para hacer chilaquiles.
Una noche, Camila llegó del trabajo. Se veía agotada. Dejó las llaves en la entrada y se quedó paralizada al ver la mesa puesta. No había velas románticas ni cubiertos de plata. Solo dos platos de pasta casera (que honestamente, se veía un poco pegajosa) y dos cervezas frías.
—¿Qué es esto? —preguntó, con esa guardia alta que nunca bajaba. —Cena —dije, encogiéndome de hombros, fingiendo indiferencia—. Tenía hambre. Sobró un poco. Si quieres, siéntate. Si no, tíralo.
Ella me miró con sospecha, buscando la trampa. Buscando la cámara oculta o la burla. Pero al no encontrar nada, se sentó. Comió en silencio. —Le falta sal —dijo después del tercer bocado. —Lo sé —admití—. Soy un asco en esto.
Por primera vez en tres meses, vi una sombra de sonrisa en sus labios. No fue una sonrisa completa, fue apenas una grieta en su armadura. —Sí, eres un asco —concedió ella—. Pero… gracias.
Esa noche hablamos. No de negocios, no de la apuesta. Hablamos de música. Resultó que a los dos nos gustaba el rock clásico en español. Caifanes, Soda Stereo. Fue una conversación banal, pero para mí, fue como descubrir un continente nuevo. Me di cuenta de que me gustaba su voz. Me gustaba cómo sus ojos se iluminaban cuando hablaba de algo que le apasionaba.
Durante las siguientes semanas, caí en mi propia trampa. Dejé de fingir. Empecé a preocuparme realmente por ella. Le compraba peonías, no porque fueran caras, sino porque descubrí que eran las flores que tenía en su fondo de pantalla del celular. Le preparaba café por las mañanas.
Pero mientras yo me ablandaba, mi mundo exterior se desmoronaba. Empezó con pequeños errores. Un contrato importante con el gobierno se perdió porque faltaba una firma en un documento que yo sabía que había firmado. Luego, rumores. Rumores sobre la solvencia de mi empresa. Mis socios empezaron a mirarme raro.
—Micky, se filtró el presupuesto del Proyecto Reforma —me dijo Javier una tarde, pálido—. La competencia ofertó un 5% menos que nosotros. Exactos. Alguien les pasó los números. —Imposible —rugí, golpeando el escritorio—. Solo tú y yo tenemos esos números.
Javier me miró y luego miró hacia la foto de mi boda que tenía (por obligación de la apuesta) en mi escritorio. —Tú, yo… y la persona que duerme en tu casa, ¿no?
Sentí un nudo en el estómago. —Ella no sabe nada de esto, Javier. No seas idiota. Ella es asistente administrativa, no hacker. —Es una mujer despechada a la que trataste como basura al principio, Micky. Y tiene acceso a tu laptop cuando te vas a bañar. Piénsalo.
Esa noche llegué a casa con el corazón en un puño. Quería creer que Javier estaba loco. Quería creer que la conexión que estaba sintiendo con Camila era real. La encontré en la sala, leyendo. Se veía tan pacífica, tan ajena a mi caos.
Me senté a su lado. Necesitaba saber. —Camila —dije, tratando de que mi voz no temblara—, ¿alguna vez has sentido que todo lo que construiste está a punto de caerse? Ella cerró el libro despacio. Me miró a los ojos, y juro que vi un destello de dolor, o tal vez de culpa, antes de que volviera a su frialdad habitual.
—Todo el tiempo, Luis. Mi vida se cayó a pedazos hace tres años. Sé exactamente qué se siente ver cómo te quitan el suelo bajo los pies. —¿Qué pasó hace tres años? —insistí, acercándome un poco más—. Nunca hablas de tu pasado. De tu padre.
Se tensó. Fue un movimiento imperceptible, pero yo estaba tan obsesionado con ella que lo noté. —Mi padre era un buen hombre —dijo con voz dura—. Un hombre honesto que confió en las personas equivocadas. Y pagó el precio máximo por esa confianza. —¿Quiénes eran esas personas?
Ella se levantó de golpe. —Gente como tú, Luis. Gente que cree que el mundo es un juego de Monopoly. Se fue a su cuarto y cerró la puerta. Me quedé ahí, con la sospecha convertida en certeza. Ella sabía algo. Ella estaba haciendo algo. Y lo peor de todo es que, a pesar de saber que ella podía ser mi verdugo, yo ya no quería que se fuera.
CAPÍTULO 6: EL DERRUMBE
El golpe final llegó un martes lluvioso. Entré a la oficina y el silencio era sepulcral. Mi secretaria estaba llorando. Los teléfonos no paraban de sonar, pero nadie contestaba. —¿Qué pasa? —pregunté, sintiendo el pánico subir por mi garganta.
Javier salió de su oficina, deshecho. —Se acabó, Micky. La Comisión Nacional Bancaria nos congeló las cuentas. —¿Qué? ¿Por qué? —Lavado de dinero. Alguien envió una denuncia anónima con pruebas. Pruebas falsas, Micky, pero muy bien fabricadas. Transferencias a paraísos fiscales que nosotros nunca hicimos, pero que aparecen con tu firma digital.
Me dejé caer en mi silla de cuero de cien mil pesos. Estaba ocurriendo. Mi imperio de cristal se estaba rompiendo en mil pedazos. —¿Quién? —susurré, aunque ya sabía la respuesta.
Mi celular sonó. Era el investigador privado. —Señor Sandoval, tengo lo que pidió. Y no le va a gustar. —Habla —ladré. —El padre de su esposa… no era un desconocido. Se llamaba Ricardo Núñez. ¿Le suena?
El nombre me golpeó como un tren de carga. Ricardo Núñez. “Constructora Núñez”. Hace tres años, yo quería un terreno en la colonia Juárez para construir un centro comercial. Núñez se negó a vender. Era el patrimonio de su familia. Así que hice lo que mejor sabía hacer: lo destruí. Bloqueé sus permisos, compré sus deudas, asfixié su flujo de caja hasta que no tuvo opción. Recuerdo haber leído en el periódico, meses después, que el dueño se había quitado la vida. Ni siquiera me detuve a leer la nota completa. Para mí, fue solo un daño colateral. Negocios.
—Su esposa es Camila Núñez —continuó el detective—. Se cambió el apellido a Reyes, el de su madre, hace dos años. Señor… ella ha estado planeando esto desde el día que su padre murió.
Colgué el teléfono. El mundo se volvió gris. No sentí rabia. Sentí… vacío. Salí de la oficina dejando a Javier gritando órdenes. Subí a mi auto y conduje hasta el penthouse. No sabía qué iba a hacer. ¿Matarla? ¿Denunciarla? ¿Rogarle?
Entré al departamento. Estaba oscuro. Camila estaba de pie frente al ventanal, mirando la ciudad, tal como yo lo hacía cuando me creía el rey del mundo. Tenía una maleta a su lado. Ella sabía que yo sabía.
—Ricardo Núñez —dije desde la entrada. Mi voz sonaba muerta. Ella no se giró. —Era mi héroe —dijo ella, con una voz tan cargada de dolor que me hizo daño escucharla—. Me enseñó a andar en bicicleta en el Parque México. Me enseñó que la palabra de una persona vale más que un contrato. Y tú… tú lo hiciste sentir tan pequeño, tan desesperado, que pensó que la única forma de salvarnos de la vergüenza era dejando de existir.
Me acerqué a ella despacio. —Camila… yo no sabía… —¡No mientas! —gritó, girándose de golpe. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, pero no de tristeza, sino de furia pura—. ¡Sabías! ¡Sabías que estabas destruyendo una empresa familiar! ¡Sabías que había gente detrás de esos números! Pero no te importó. Nunca te importa.
—Era un negocio… —intenté justificarme, pero las palabras sonaron a ceniza en mi boca. —¡Era mi vida! —me interrumpió, dando un paso hacia mí, golpeándome el pecho con su dedo índice—. Y ahora… ahora sabes lo que se siente. ¿Te congelaron las cuentas, Luis? ¿Tus socios te dieron la espalda? ¿Sientes ese frío en el estómago de no saber si vas a tener futuro mañana? Bienvenida a mi mundo hace tres años.
La miré. Estaba hermosa en su ira. Estaba rota y era letal. —¿Todo fue mentira? —pregunté, y esa fue la pregunta que más me dolió—. ¿Esas noches hablando de música? ¿El café? ¿Todo fue parte de tu plan?
Ella dudó. Por un segundo, vi la duda en sus ojos. Vi cómo bajaba la guardia. —Al principio sí —admitió, bajando la voz—. Al principio solo eras un objetivo. Un monstruo. —¿Y ahora?
Ella desvió la mirada. Respiró hondo, temblando. —Ahora… ahora me doy cuenta de que eres un monstruo triste. Y eso… eso lo hace más difícil. Pero no cambia nada, Luis. Lo que hiciste tiene consecuencias. Tomó su maleta. —La apuesta se acabó. No llegamos a los seis meses. Tú pierdes el dinero. Tú pierdes tu empresa. Y yo… yo recupero mi paz.
Caminó hacia la puerta. —¡Camila, espera! —grité, desesperado. No me importaba la empresa. Me di cuenta en ese segundo de terror absoluto que no me importaba el dinero. Me importaba que ella se fuera. Me importaba quedarme solo de nuevo en ese penthouse frío. —¡Te amo! —solté. Las palabras salieron sin filtro, crudas, reales.
Ella se detuvo con la mano en el picaporte. Se quedó quieta unos segundos eternos. Yo contuve la respiración, esperando un milagro. Esperando que se diera la vuelta y me dijera que ella también sentía lo mismo, que podíamos arreglarlo.
Pero Camila no se dio la vuelta. —El amor no borra el pasado, Luis —dijo con voz quebrada—. Y tú tienes demasiadas deudas que pagar.
Abrió la puerta y salió. El sonido del cerrojo al cerrarse fue el sonido más fuerte que había escuchado en mi vida. Me quedé solo. Completamente solo. Sin dinero, sin prestigio y sin la única mujer que había logrado ver quién era yo realmente. Caí de rodillas en la sala. Y por primera vez desde que era un niño, lloré.
Pero esto no era el final. Camila pensó que había ganado, que su venganza estaba completa. Pero ella cometió un error de cálculo. No contó con una cosa: yo ya no era el mismo hombre. Ella me había roto, sí. Pero al romperme, me había quitado el miedo. Y yo no iba a dejarla ir tan fácil. No ahora que sabía la verdad.
(Parte 4 de 4)
CAPÍTULO 7: EL PURGATORIO DE UN HOMBRE COMÚN
Me quedé sentado en el suelo de ese penthouse vacío durante horas. Cuando amaneció, ya no era “El Micky”. Era solo Luis.
La caída fue brutal y rápida, tal como Camila lo había predicho. En cuestión de días, los abogados, los bancos y los “amigos” me despojaron de todo. Me embargaron el Ferrari, el departamento, las cuentas. Javier fue el primero en darme la espalda, riéndose mientras firmaba mi carta de renuncia forzada. —Negocios son negocios, socio —me dijo, usando mi propia frase favorita en mi contra.
Por primera vez en mi vida, no peleé. Dejé que se lo llevaran todo. Me lo merecía. Era el precio de mi entrada al infierno.
Con lo poco que me quedó en efectivo, renté un cuarto minúsculo en una vecindad en la colonia Santa María la Ribera. Lejos de Santa Fe, lejos de los lujos. Conseguí trabajo en un taller mecánico. Yo, que nunca me había ensuciado las manos de grasa, ahora terminaba el día con las uñas negras y la espalda rota.
Pero algo extraño pasaba. Mientras tallaba motores y cambiaba aceites, mi mente se aclaraba. El silencio de mi soledad me obligó a escuchar lo que Camila me había gritado. No bastaba con pedir perdón. Tenía que reparar.
Empecé a investigar. Busqué la lista de todas las personas a las que había aplastado en mi carrera. Pequeños empresarios, familias desalojadas. Con mi sueldo de mecánico, que apenas me alcanzaba para comer, empecé a hacer depósitos anónimos. Cien pesos aquí, doscientos allá. No era nada comparado con lo que les robé, pero era un inicio.
Pasaron cuatro meses. Cuatro meses sin saber de ella. La buscaba en cada rostro en el metro, en cada mujer que caminaba por la Alameda. La extrañaba con un dolor físico, un hueco en el pecho que ninguna cantidad de alcohol barato podía llenar.
Un domingo, decidí que era hora de enfrentar al fantasma más grande. Fui a la dirección que había encontrado en los viejos archivos de Ricardo Núñez. La casa de la madre de Camila. Era una casa sencilla en Coyoacán, con bugambilias en la entrada. Me quedé parado en la banqueta, temblando como un niño.
La puerta se abrió. No salió su madre. Salió Camila. Se veía diferente. Más tranquila, pero con una tristeza en los ojos que no se le iba. Llevaba ropa sencilla y el cabello suelto. Al verme, se detuvo en seco. Dejó caer la bolsa del mandado. Naranjas rodaron por la banqueta hasta mis pies.
Me agaché a recogerlas. —Hola, Camila —dije, extendiéndole una naranja. Mis manos estaban callosas, con cicatrices de quemaduras del taller. Mis zapatos estaban gastados. Ya no había rastro del tiburón de Santa Fe.
Ella tomó la naranja, rozando mis dedos. Miró mis manos, luego mi ropa, y finalmente mis ojos. —Te ves… terrible —dijo, pero no hubo burla en su voz. —Me siento mejor que nunca —admití—. He estado trabajando. De verdad. —¿Ah, sí? ¿En qué estafa estás ahora? —Soy mecánico. Gano el salario mínimo. Y vivo en un cuarto de cuatro por cuatro.
Ella soltó una risa incrédula. —¿El gran Luis Miguel Sandoval cambiando bujías? No te creo. —Créelo. Es lo único que sé hacer ahora. Y… estoy pagando mis deudas. No las del banco. Las otras. Saqué de mi bolsillo un sobre arrugado. No tenía dinero. Tenía papeles. Eran los recibos de los pequeños pagos que había estado haciendo a las familias afectadas, incluyendo una donación mensual a nombre de Ricardo Núñez para una fundación de salud mental.
—No vine a pedirte que vuelvas —dije rápido, antes de que ella pudiera correrme—. Sé que no tengo derecho. Vine a traerte esto. Es lo último que me quedaba de valor. Le entregué una llave vieja. —¿Qué es esto? —preguntó ella, confundida. —Recuperé el reloj de tu padre. Estaba en una casa de empeño donde terminó después de la quiebra. Me costó vender mi último traje y trabajar turnos dobles tres meses, pero lo saqué.
Ella abrió mucho los ojos. Sus manos temblaron al tomar la llave de la caja de seguridad donde lo había guardado. —Luis… —Él no merecía lo que le hice. Y tú tampoco. Solo quería que lo tuvieras de vuelta.
Me di la vuelta para irme. No quería verla llorar, porque si la veía llorar, me iba a romper y le iba a rogar que me perdonara, y prometí no hacerlo. Prometí respetar su libertad. Caminé hacia la esquina, sintiendo que dejaba mi corazón en esa banqueta de Coyoacán.
—¡Espera! —su grito rompió el aire de la tarde. Me detuve. Escuché sus pasos corriendo hacia mí.
CAPÍTULO 8: EL VERDADERO CONTRATO
Me giré justo a tiempo para verla detenerse a un metro de mí. Estaba respirando agitada. —¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué haces esto ahora? Ya no hay apuesta. Ya no hay nadie mirando. Javier ya ganó. Tú perdiste. ¿Qué ganas con esto?
La miré a los ojos, esos ojos oscuros que me habían perseguido en mis sueños. —Gano poder dormir por las noches, Camila. Gano saber que, aunque sea por un segundo, fui el hombre que tú creías que podía ser esa noche en la terraza. Me enamoré de ti, Camila. Y el amor… el amor te cambia, aunque no quieras.
Ella bajó la mirada, luchando contra sus propias barreras. —Me hiciste mucho daño, Luis. No solo a mi padre. A mí. Me hiciste creer que podíamos ser felices mientras vivíamos en una mentira. —Lo sé. Y viviré con eso siempre. —Estoy embarazada.
El mundo se detuvo. Los autos, el viento, los ruidos de la calle. Todo desapareció. Solo quedó esa frase flotando entre nosotros. —¿Qué? —susurré, sintiendo que las piernas me fallaban. —Me enteré dos semanas después de irme —dijo ella, tocándose instintivamente el vientre—. Iba a decírtelo. Iba a llamarte. Pero luego vi en las noticias que estabas en la ruina, que habías desaparecido… pensé que te habías fugado. Pensé que no te importaría.
Di un paso hacia ella, con lágrimas en los ojos. —¿Cómo puedes pensar eso? —pregunté con la voz rota—. Camila, yo… un hijo. —Es un niño —dijo ella, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla.
Caí de rodillas ahí mismo, en medio de la calle. No me importó quién miraba. Abracé sus piernas, escondiendo mi cara en su vestido. Lloré como no había llorado ni cuando perdí mi fortuna. Lloré de miedo, de alegría, de un agradecimiento infinito a un Dios en el que había dejado de creer. —Perdóname —sollocé—. Por favor, déjame arreglarlo. No tengo dinero, Camila. No tengo nada que ofrecerte más que estas manos sucias y estas ganas de ser un padre decente. Pero te juro, por la memoria de tu padre, que nunca les faltará amor. Nunca.
Sentí su mano en mi cabello. Acariciándome. Suavemente. —Levántate, Luis —dijo ella con voz dulce. Me puse de pie, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano sucia de grasa. —No necesito tu dinero —dijo ella, tomando mi cara entre sus manos—. Nunca lo necesité. Solo necesitaba que fueras real. Y este hombre… este mecánico llorón que está frente a mí… este hombre sí me gusta.
—¿Significa que…? —no me atreví a terminar la frase. —Significa que tenemos mucho trabajo que hacer. Significa que vas a tener que ganarte a mi madre, lo cual será más difícil que recuperar tu empresa. Y significa que vas a ser papá.
La besé. Fue un beso salado por las lágrimas, en una calle cualquiera, sin fotógrafos, sin trajes caros, sin apuestas. Fue el primer beso real de mi vida.
EPÍLOGO: LA MEJOR APUESTA
Pasaron dos años. No recuperé mi imperio. Ni me interesa. Ahora tengo un pequeño taller de restauración de autos clásicos. Me va bien. Ganamos lo suficiente para vivir tranquilos en una casa pequeña pero propia, con un jardín donde mi hijo, Ricardo (en honor a su abuelo), corretea persiguiendo al perro.
Camila abrió su propia consultoría. Trabajamos duro, nos cansamos, discutimos por quién lava los platos. Es una vida común. Y es perfecta.
A veces, veo a Javier en las revistas de negocios. Sigue igual: rico, solo, con una sonrisa falsa. Dicen que está siendo investigado por fraude. Pobre diablo. Él ganó la apuesta del millón de dólares, sí. Pero yo me llevé el premio gordo.
Aprendí que la vida te da lecciones a golpes. Aprendí que puedes construir un castillo sobre mentiras, pero se caerá con el primer viento. Y aprendí que, a veces, perderlo todo es la única manera de encontrar lo que realmente vale la pena.
Esta mañana, mientras desayunábamos chilaquiles (que ahora sí me quedan buenos), Camila me miró y sonrió. —¿En qué piensas? —me preguntó. Miré a mi hijo jugando, miré a la mujer que me salvó de mí mismo. —En que aposté un millón a que no podía amarte —le respondí, tomándole la mano—. Y perdí. Afortunadamente, perdí.