¡HORROR EN LAS VÍAS! ENCONTRÉ A UNA MILLONARIA ATADA AL TREN POR SUS PROPIOS HIJOS Y SU VENGANZA FUE ÉPICA

CAPÍTULO 1: LA COSECHA DE LA DESESPERACIÓN

El sol de Villa Esperanza no calienta, quema. Es un sol rabioso que parece tener algo personal contra nosotros, los pobres. Me llamo Elena, y si me hubieran dicho esa mañana que mi vida iba a dar un giro de ciento ochenta grados, me hubiera reído en su cara. La única preocupación que tenía al despertar era qué diablos le iba a dar de comer a mi Sofía.

—Mamá, tengo hambre —me dijo mi niña, tallándose los ojos apenas se levantó de nuestro catre compartido.

Se me hizo un nudo en la garganta. Abrí la alacena y lo único que me devolvió la mirada fue un frasco con un puñito de arroz y media bolsa de frijoles secos. Mi esposo, Roberto, ya se había ido al campo. Salió de madrugada, con el estómago vacío y la esperanza de que algún patrón le diera “chamba” por el día, aunque fuera por unos cuantos pesos. Llevábamos tres años de sequía. La tierra estaba tan agrietada que parecía la piel de un anciano, y nuestros ahorros se habían evaporado igual que el agua de los pozos.

—Ahorita vemos qué hacemos, mi amor. Vístete que vamos a ir a buscar leña —le dije, tratando de sonar animada.

El aire afuera estaba pesado. Las chicharras cantaban ese zumbido ensordecedor que te taladra el cerebro y te avisa que el calor va a estar insoportable. Agarré mi viejo cesto de mimbre y tomé a Sofía de la mano. Decidí ir hacia los límites de nuestra parcelita, allá donde el terreno se pone feo y colinda con las vías del tren.

Esas vías son tierra de nadie. Solo pasa el tren de carga una vez a la semana, un monstruo de metal que hace temblar el suelo. Siempre le prohibí a Sofía acercarse, pero la necesidad es mala consejera y ahí siempre hay matorrales secos que sirven para prender el fogón.

Caminábamos en silencio. Yo iba haciendo cuentas mentales: la luz, el agua, la comida. Todo restaba, nada sumaba. Sofía, con esa inocencia que Dios les regala a los niños para que no sufran tanto, iba saltando entre las piedras, tarareando una canción de la escuela, ajena a que su madre se estaba quebrando por dentro.

El terreno se volvió irregular, lleno de espinas que se me enganchaban en la falda. —Mami, me duelen los pies —se quejó Sofía. —Ya casi, mi vida. Juntamos un bulto y nos regresamos —le prometí.

Levanté la vista hacia el horizonte. Las líneas de acero brillaban bajo el sol como cuchillos de plata. Estábamos solas. Completamente solas en medio de la nada. O eso creía yo.

De repente, me detuve. —Shhh… quieta, Sofía. —¿Qué pasa, mami? —Escucha.

Al principio pensé que era algún animal herido, tal vez un coyote o un perro abandonado. Era un sonido bajo, ahogado. Un gemido. Mmmmm… aayyy…

El instinto me gritaba “¡Vete, Elena! ¡Agarra a tu hija y corre!”. En estos montes, encontrarse con extraños nunca es buena señal. Pero mi corazón, ese corazón de pollo que Roberto siempre dice que tengo, no me dejó. El sonido se repitió, más humano, más doloroso. —Quédate detrás de mí —le ordené a Sofía, y avancé hacia la curva que hacían las vías detrás de unos robles viejos.

Lo que vi me detuvo el corazón de golpe. Me llevé las manos a la boca para ahogar un grito. Ahí, sobre los durmientes de madera, bajo el sol calcinante, había una persona.

CAPÍTULO 2: LAZOS DE SANGRE Y CUERDAS

No era un bulto de ropa. Era una mujer. Una anciana. Estaba atada de pies y manos, crucificada sobre los metales hirvientes. Su cabello blanco estaba revuelto y lleno de tierra, y su cara… Dios mío, su cara estaba roja, quemada por el sol, bañada en lágrimas y mocos.

—¡Mami! ¡Es una abuelita! —gritó Sofía, señalando con su dedito tembloroso.

No lo pensé. Solté el cesto y corrí como loca. Mis huaraches golpeaban las piedras y sentía que el aire me faltaba, pero no por el esfuerzo, sino por el horror. ¿Quién demonios hace algo así?

Me tiré de rodillas junto a ella. El metal de la vía estaba tan caliente que sentí cómo quemaba a través de mi ropa. —¡Señora! ¡Señora, me escucha! ¡Soy Elena, la voy a sacar de aquí!

La anciana abrió los ojos. Eran grises, nublados por el terror y la deshidratación. Me miró como si estuviera viendo a un ángel o a un fantasma. Intentó hablar, pero tenía los labios partidos y la lengua seca. —A… ayú… —fue todo lo que pudo decir.

Mis manos volaron a las cuerdas. Eran gruesas, de esas amarillas de plástico duro. Estaban atadas con una fuerza brutal, con nudos dobles y triples. El que hizo esto quería asegurarse de que no hubiera escapatoria. Jalé con todas mis fuerzas, metí los dedos, me rompí una uña hasta la carne viva, pero los nudos no cedían.

Y entonces, el sonido que más temía. Puuuuuuuu…

El silbato del tren. Lejano, pero inconfundible. El suelo bajo mis rodillas empezó a vibrar muy levemente. El pánico me invadió. La anciana lo escuchó también y empezó a sacudirse, gimiendo de desesperación. —¡No, no, no! —lloraba ella. —¡Sofía! ¡Busca una piedra! ¡Una que tenga filo, rápido! —le grité a mi hija.

Sofía, bendita sea, no se paralizó. Buscó entre el balasto y me trajo un pedazo de roca afilada. Agarré la piedra y empecé a aserrar la cuerda. Mis manos temblaban. El sudor me entraba en los ojos y me ardía. Puuuuuuuu… El silbato sonó más cerca. La vibración aumentó.

—¡Aguante, madre, aguante! —le gritaba yo, rasgando la fibra plástica. La cuerda empezó a ceder, hilo por hilo. —¡Ya viene, mamá! —gritó Sofía, tapándose los oídos.

Vi la máquina aparecer a lo lejos, un punto negro que crecía rápido, levantando polvo. Era el tren de carga y esos no frenan. Con un grito de furia y adrenalina, di un último jalón brutal. La cuerda se rompió. —¡Vámonos!

Agarré a la anciana por debajo de los brazos y jalé con una fuerza que no sabía que tenía. Sofía me ayudó jalándole los pies. Nos tiramos hacia el matorral, rodando por la tierra seca, justo cuando el monstruo de acero pasó rugiendo a nuestro lado. El viento que levantó nos golpeó la cara, y el ruido de las ruedas de metal contra la vía fue ensordecedor. Clac-clac, clac-clac, clac-clac.

Nos quedamos ahí, tiradas en la tierra, tosiendo polvo, abrazadas las tres. La anciana temblaba violentamente, aferrada a mi blusa como si yo fuera su tabla de salvación en medio del mar.

—Ya pasó… ya pasó… está a salvo —le susurraba, acariciándole el pelo sucio.

Cuando el tren se alejó y el silencio volvió al campo, solo roto por las chicharras, la ayudé a sentarse. Le di agua de la cantimplora de Sofía. Bebió con desesperación. Ahí pude verla bien. Su ropa, aunque hecha jirones, era de tela fina. Lino, seda tal vez. En su dedo anular había una marca blanca, como si le hubieran arrancado un anillo a la fuerza.

—Gracias… gracias… —repetía llorando. —Señora, tenemos que irnos. Mi casa está cerca. ¿Quién le hizo esto? ¿Fueron coyotes? ¿Ladrones?

Ella negó con la cabeza lentamente, cerrando los ojos con dolor. —No, hija. Ojalá hubieran sido ladrones. Ellos solo quieren tu dinero y se van. Abrió los ojos y me clavó esa mirada gris, llena de una decepción tan profunda que me dolió el alma. —Fueron mis hijos. Carlos y Fernando.

Me quedé helada. —¿Sus hijos? —Querían mi herencia. Se cansaron de esperar a que me muriera de vieja. Me trajeron aquí con engaños… me dijeron que íbamos a un día de campo.

La ira me subió por el cuerpo. Miré a mi pequeña Sofía, que le limpiaba la tierra de la mejilla a la señora con ternura, y no pude concebir tanta maldad. —No se preocupe, Doña… ¿cómo se llama? —Matilde. Doña Matilde de la Vega. —Doña Matilde, usted ya no está sola. Vamos a casa.

La cargué casi todo el camino. Pesaba poquito, como un pajarito herido. Al llegar a mi casa de madera y lámina, la senté en el sofá viejo. Cuando Roberto llegó del campo y vio a la mujer ahí, y escuchó la historia, se puso pálido, pero luego, rojo de coraje. —En esta casa donde comen tres, comen cuatro —dijo mi viejo, quitándose el sombrero con respeto—. Nadie la va a tocar aquí, señora.

Pero no sabíamos en lo que nos metíamos. Esa noche, Matilde nos confesó que sus hijos eran poderosos, influyentes y que, seguramente, ya la estaban buscando para terminar el trabajo. Estábamos en la boca del lobo, y la noche apenas comenzaba.

PARTE 2

CAPÍTULO 3: LA LLAMADA Y LA MENTIRA PERFECTA

Esa noche casi no dormimos. Roberto se quedó vigilando la puerta con el machete a un lado, y yo me acosté abrazada a Sofía, mientras Doña Matilde ocupaba la cama de mi hija. A la mañana siguiente, el canto del gallo nos despertó, pero el ambiente no sentía la paz de siempre. Había un peso en el aire, esa sensación de que algo grande y malo se nos venía encima.

Matilde se levantó con dificultad. El cuerpo le dolía, pero sus ojos ya no tenían esa niebla de terror del día anterior. Ahora tenían un brillo duro, como de acero templado. —Buenos días, Elena —me dijo, aceptando el café de olla que le serví—. No puedo quedarme aquí de brazos cruzados. Mis hijos creen que estoy muerta, y en cuanto se den cuenta de que mi cuerpo no aparece, van a empezar a buscar. Necesito hablar con mi abogado.

Roberto, que entraba sacudiéndose el polvo de las botas, asintió. —Aquí en el rancho no hay señal, señora. Y si usa un celular, igual y lo rastrean esos diablos. Tenemos que ir al pueblo, a la caseta telefónica de la gasolinera vieja. Esa línea es análoga, de las de antes.

El plan era arriesgado. Si los hijos de Matilde andaban cerca, nos podían ver. Pero no teníamos opción. Le busqué a Matilde una ropa vieja mía, un vestido de flores deslavado y un rebozo para que se tapara la cabeza y ese cabello blanco tan distinguido que tenía. —Perdone las fachas, Doña Matilde —le dije mientras le acomodaba el rebozo. Ella me sonrió, una sonrisa triste. —Hija, esta ropa tiene más dignidad que los trajes de seda que usan mis hijos.

Nos subimos a la camioneta de Roberto, una Ford setenta y tantos que tose más que camina, y nos fuimos al pueblo. Sofía se quedó con la vecina, Doña Chuy, por si acaso. El camino de terracería se me hizo eterno. Yo iba mirando por los espejos, sintiendo que en cualquier momento aparecería una camioneta negra detrás de nosotros.

Llegamos a la gasolinera. Estaba tranquila, solo un par de traileros echando diésel. Roberto se quedó en la camioneta con el motor encendido, listo para arrancar, y yo acompañé a Matilde al teléfono público. Sus manos, finas y manchadas por la edad, temblaban al meter las monedas.

Marcó el número de memoria. Esperó. Uno, dos, tres timbrazos. —¿Licenciado Morales? Soy yo… Matilde.

Pegue la oreja al auricular para escuchar. Hubo un silencio sepulcral del otro lado. —¿Doña Matilde? ¡Santo Dios! —la voz del hombre sonaba a puro espanto—. ¡Señora, sus hijos reportaron su desaparición ayer! ¡La policía la está buscando por todos lados! Dijeron que usted se salió de la casa en un ataque de demencia senil, que no sabe quién es ni dónde está.

Matilde apretó el teléfono con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. —¡Malditos! —susurró con rabia—. Rodrigo, escúchame bien. No estoy loca. Estoy lúcida. Carlos y Fernando intentaron matarme. Me ataron a las vías del tren para que pareciera un accidente o un suicidio.

Del otro lado se escuchó un grito ahogado. —¡No puede ser! Señora, tienen todo armado. Presentaron informes médicos falsos diciendo que su salud mental se deterioró. Si usted aparece ahora, van a decir que sus acusaciones son delirios de una anciana enferma. Quieren incapacitarla legalmente para tomar el control de las cuentas ya.

—Pues no se les va a hacer —dijo Matilde, y por primera vez la vi como la patrona que debió ser antes—. Prepara los papeles, Rodrigo. Voy a revocarles los poderes. Voy a desheredarlos. Quiero dejarlos en la calle, tal como ellos me dejaron a mí en esas vías. No le digas a nadie que estoy viva, ni a la policía, porque seguro ya los compraron.

—Entendido, Doña Matilde. Necesito un par de días para blindar el fideicomiso. Escóndase. No deje que la encuentren.

Colgó. Matilde se quedó mirando el aparato unos segundos, respirando agitada. Se volvió hacia mí y vi una lágrima solitaria correr por su mejilla, perdiéndose en las arrugas de su cara. —Me declararon loca, Elena. Mi propia sangre dice que estoy loca para justificar mi muerte. La abracé ahí mismo, sin importarme que los traileros nos miraran. —Pues estarán muy cuerdos ellos, pero tienen el alma podrida. Vámonos, señora. Aquí ya no es seguro.

El regreso fue tenso. Matilde iba callada, mirando los campos secos por la ventana. Yo sabía que estaba pensando en su vida, en cómo todo el lujo y el dinero no le habían servido para comprar lo único que importa: amor verdadero. Al llegar a la casa, Sofía corrió a abrazarla. —¡Abuela Matilde! Mira, te encontré una flor. Le dio una florecita amarilla, de esas hierbas tercas que crecen aunque no llueva. Matilde la tomó como si fuera un diamante y se la llevó al pecho. —Gracias, mi niña. Tú eres mi única riqueza ahora.

Los días pasaron en una calma mentirosa. Matilde se integró a nuestra rutina. Nos ayudaba a desgranar maíz, aunque sus manos no sabían trabajar. Le enseñaba a Sofía a leer mejor y nos contaba historias de sus viajes a Europa, que para nosotros sonaban como cuentos de hadas. Pero el miedo seguía ahí, agazapado. Roberto no soltaba la escopeta vieja que usaba para cazar conejos. “El diablo no duerme, Elena”, me decía. Y tenía razón.

Tres días después de la llamada, estábamos en la cocina preparando unas gorditas de nata cuando escuchamos algo que nos heló la sangre. No era el tractor del vecino, ni la carcacha de Roberto. Era el ronroneo suave y potente de un motor fino. Un motor de ciudad.

Me asomé por la cortina de encaje. Una camioneta negra, enorme, con vidrios polarizados, venía subiendo por el camino de tierra, levantando una nube de polvo. Se veía fuera de lugar entre nuestros corrales de madera podrida. —¡Son ellos! —dijo Matilde. Su cara se puso blanca como el papel—. Es la camioneta de Fernando.

El corazón se me subió a la garganta. —¡Rápido! —grité—. ¡Al sótano! En realidad no era un sótano, era una despensa subterránea, un agujero fresco donde guardábamos las conservas para que no se echaran a perder con el calor. Levanté la alfombra vieja y abrí la trampilla de madera. —¡Métase, Doña Matilde! ¡Sofía, vete con ella y no hagan ni un ruido, ni respiren fuerte!

Las dos bajaron apresuradas. Cerré la tapa, acomodé la alfombra y puse la mesa encima justo cuando escuché el golpe seco de una puerta de auto cerrándose afuera. Me alisé el delantal, me persigné rápido y respiré hondo. Tenía que actuar. Tenía que ser la mejor actriz del mundo, o nos mataban a todos.

CAPÍTULO 4: LOBOS CON PIEL DE OVEJA

Los golpes en la puerta sonaron autoritarios. Pum, pum, pum. No era el toque de un vecino que viene a pedir azúcar. Era el toque de alguien que se cree dueño del mundo.

Fui a abrir despacio. Al otro lado de la tela mosquitera, el calor del mediodía golpeaba fuerte, pero los dos hombres que estaban ahí vestían trajes impecables, aunque se notaba que estaban sudando la gota gorda. Uno era alto, con cara de pocos amigos. El otro tenía una sonrisa falsa, de esas que enseñan muchos dientes pero los ojos siguen fríos, como de tiburón. Eran Carlos y Fernando.

—Buenas tardes, señora —dijo el de la sonrisa, que debía ser Carlos—. Disculpe la molestia en su… humilde morada. Hablaba con ese tonito cantadito de la gente rica de la capital, marcando las distancias.

—Buenas —respondí secamente, secándome las manos en el delantal—. ¿Qué se les ofrece? Aquí no vendemos nada. —No venimos a comprar, venimos a buscar —intervino Fernando, el más joven, mirando por encima de mi hombro hacia adentro de la casa. Sus ojos escaneaban todo: los muebles viejos, las paredes despintadas, buscando algo fuera de lugar—. Buscamos a nuestra madre. Es una señora mayor, de pelo blanco. Sufre de demencia, pobrecita. Se nos escapó hace unos días y nos dijeron en el pueblo que vieron una camioneta vieja por estos rumbos con alguien parecido.

La mentira les salía tan natural que daba asco. Estaban “pescando”, viendo si algún campesino menso había encontrado el cuerpo o a la vieja loca.

Me recargué en el marco de la puerta, poniendo mi mejor cara de “no entiendo nada”. —Pues fíjese que no, joven. Aquí no ha venido nadie. Como ve, vivimos en el fin del mundo. Nomás estamos mi hija y yo. Mi marido anda en la labor. —¿Segura? —insistió Fernando, dando un paso adelante, invadiendo mi espacio—. Es una mujer muy rica. Ofrecemos una recompensa muy generosa. Mucha lana, señora. Algo que le cambiaría la vida a alguien… en su situación.

Sacó un fajo de billetes del bolsillo interior del saco. Billetes de quinientos, nuevecitos. El olor a dinero se mezcló con el olor a tierra seca. Era una trampa. Si aceptaba saber algo, seguro “desaparecíamos” nosotros también. Si negaba, sospecharían.

—Mire, señor —dije, bajando la voz como si me diera vergüenza—, el dinero siempre hace falta, pa’ qué le miento. Pero no puedo venderle lo que no tengo. Si veo a alguna viejita perdida, le aviso al comisario ejidal. Aquí somos gente derecha.

Al mencionar al comisario, Carlos hizo una mueca de disgusto. No querían autoridades locales husmeando. —Bueno, gracias por su tiempo —dijo Carlos, jalando a su hermano del brazo—. Vámonos, Fernando. Aquí no hay nada. Huele a pura miseria.

Dijo eso último en voz baja, pero lo escuché clarito. Me hirvió la sangre, pero me aguanté. Se dieron la vuelta y caminaron hacia su camioneta de lujo, sacudiéndose el polvo de los zapatos caros con asco. Cerré la puerta y puse el cerrojo. Me pegué a la madera, escuchando. El motor arrancó y las llantas rechinaron sobre la tierra suelta. Esperé. Un minuto. Dos minutos. Hasta que el silencio volvió al rancho.

Corrí a mover la mesa y levantar la alfombra. —¿Ya se fueron? —preguntó Sofía desde la oscuridad, temblando. Matilde subió, pálida como un fantasma, pero con los ojos llenos de lágrimas de impotencia. —Los escuché… escuché sus voces. Hablan de mí como si fuera un perro perdido. Y te insultaron, Elena. —A mí sus insultos no me hacen nada, Doña Matilde. Lo que me preocupa es que no se tragaron el cuento del todo. —¿Por qué lo dices? —Por los ojos de ese tal Fernando. No dejaba de mirar hacia el granero. Saben que mentí. Volverán.

Roberto llegó media hora después. Venía corriendo desde el campo, con el machete en la mano. Había visto la camioneta negra salir de nuestra propiedad. —¡Elena! ¿Están bien? —gritó entrando a la casa. Le contamos todo. Roberto se sentó en la silla, se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo sudado. —Esto se va a poner feo —dijo con voz grave—. Esos tipos no son de los que se rinden. Vinieron a tantear el terreno. Ahora van a venir a limpiar.

—Me tengo que ir —dijo Matilde, poniéndose de pie—. Los estoy poniendo en peligro a todos. Ustedes son gente buena, no merecen esto. Si me voy al monte, tal vez los distraiga y… —¡Ni se le ocurra! —la cortó Roberto, golpeando la mesa—. Si sale, la matan en dos minutos. Usted ya es familia, Doña Matilde. Y en esta casa, a la familia se le defiende a capa y espada. —Pero Roberto… —Pero nada. Esta noche nadie duerme. Voy a preparar la escopeta y vamos a atrancar las puertas.

La tarde cayó pesada, gris. El cielo se nubló, pero no de lluvia, sino de humo. A lo lejos, se veían quemas agrícolas, pero el viento traía un olor diferente. Hicimos una cena rápida. Nadie tenía hambre, pero había que comer. Sofía estaba muy callada, abrazada a su muñeca de trapo. Matilde escribió una carta. “Es un testamento hológrafo”, nos explicó. “Por si no llego a mañana, quiero que un juez sepa la verdad y que todo lo que tengo sea para ustedes”. —No diga eso —le reproché, aunque por dentro sentía el mismo miedo.

Eran las tres de la madrugada cuando los perros empezaron a ladrar como locos. No ladraban a un conejo. Ladraban con rabia, con miedo. Roberto saltó de la silla donde dormitaba y agarró la escopeta. —Ya están aquí —susurró.

Me asomé por la rendija de la ventana trasera. No vi la camioneta negra. Vi sombras. Figuras moviéndose entre los árboles secos. Y luego, una luz naranja, brillante y terrible, iluminó la noche. —¡Fuego! —gritó Roberto—. ¡Prendieron el granero!

Las llamas subían rápido, lamiendo la madera seca del granero que estaba a solo unos metros de la casa. El calor nos golpeó de inmediato. El plan era claro: querían hacernos salir. Querían que saliéramos corriendo como ratas para cazarnos afuera, o que nos quemáramos vivos adentro y que pareciera un accidente provocado por la sequía.

—¡Elena, agarra a la niña! ¡Matilde, al suelo! —ordenó Roberto. —¡No podemos salir, nos están esperando! —grité yo, abrazando a Sofía que lloraba aterrorizada. —Si nos quedamos, nos asamos. Si salimos, nos disparan —dijo Matilde con una frialdad escalofriante—. Es el crimen perfecto.

El humo empezó a colarse por debajo de la puerta. Los ojos nos picaban. Fue entonces cuando Roberto nos miró con una determinación que nunca le había visto. —No vamos a salir por la puerta —dijo, corriendo hacia la cocina—. ¿Se acuerdan del viejo túnel de desagüe? —¡Roberto, eso está lleno de ratas y lodo! ¡Hace años que no se usa! —le dije. —Pues hoy se usa. Es la única salida. El túnel sale hasta el arroyo seco, detrás de la loma. Si logramos llegar ahí sin que nos vean, tenemos una oportunidad.

Abrió la trampilla de la despensa otra vez. El humo ya estaba llenando la sala. Se escuchó un disparo afuera, y una ventana de la casa estalló en mil pedazos. —¡Adentro! ¡Rápido! —gritó Roberto. Nos metimos al agujero negro, tosiendo, llorando, mientras arriba escuchábamos cómo pateaban la puerta principal. La cacería había comenzado, y nosotros éramos la presa.

PARTE 3

CAPÍTULO 5: ENTRE EL LODO Y EL FUEGO

El túnel olía a muerte. Era una mezcla de humedad podrida, tierra vieja y el hedor inconfundible de animales muertos. “No se detengan”, susurraba Roberto desde atrás, empujándonos. Yo iba adelante, arrastrándome sobre los codos, jalando a Sofía que lloraba en silencio. Detrás de ella venía Matilde, una mujer de setenta años que jamás en su vida había tocado el suelo sucio, y ahora se arrastraba por un desagüe lleno de telarañas para salvar el pellejo.

Arriba, el sonido era aterrador. Crac, crac, pfff. La madera de nuestra casa tronaba al ser devorada por el fuego. Se oían pasos pesados sobre las tablas del piso, justo encima de nuestras cabezas.

—¡No están aquí! —escuché la voz de Carlos, amortiguada por la tierra—. ¡Busquen por todas partes! ¡Tienen que haber salido al patio!

El corazón me latía en la garganta. Si miraban hacia abajo, si encontraban la trampilla antes de que saliéramos… estábamos fritos. —Mami, tengo miedo, hay bichos —sollozó Sofía. —Sigue, mi amor, sigue gateando. Ya vemos la luz —le mentí, porque estaba todo negro como boca de lobo.

Avanzamos unos cincuenta metros que se sintieron como cincuenta kilómetros. El lodo se nos metía en las uñas, en la boca. Mis rodillas sangraban al rasparse contra las piedras del fondo. Finalmente, sentí una brisa fresca en la cara. La salida. Estaba cubierta por una maraña de zarzas y hierba seca.

Empujé con fuerza, ignorando las espinas que me arañaban los brazos. Salimos rodando hacia el lecho del arroyo seco, tosiendo y escupiendo tierra. —¡Abajo! —ordenó Roberto, saliendo el último con la escopeta llena de barro.

Nos agazapamos entre los juncos. Desde ahí, la vista era una pesadilla. Nuestra casa, nuestro hogar, ese que habíamos levantado tabla por tabla con tanto sacrificio, era una antorcha gigante bajo la noche. Las llamas se alzaban al cielo, furiosas, iluminando los rostros de unos hombres armados que rodeaban el perímetro.

Vi a Matilde mirar el fuego. No lloraba. Su cara estaba cubierta de tizne y lodo, pero sus ojos reflejaban las llamas con una ira que daba miedo. —Están quemando su casa… por mi culpa —susurró con voz rota. —No, señora. Están quemando su propia tumba —dijo Roberto, cargando el arma—. Vámonos. Tenemos que llegar a la carretera antes de que se den cuenta de que no estamos adentro.

Caminamos por la orilla del arroyo, agachados, aprovechando las sombras. Sofía iba cargada en la espalda de su papá. Yo ayudaba a Matilde, que apenas podía mover las piernas. Cada paso era un triunfo. Llegamos al cerco de alambre que daba a la carretera vecinal. Estábamos agotados, sucios, y sin nada más que la ropa puesta.

De repente, luces. Faros potentes cortaron la oscuridad. Un coche venía a toda velocidad por el camino. —¡Al suelo! —siseó Roberto.

Nos tiramos en la zanja. El coche frenó en seco frente a la entrada de nuestro rancho, a unos cien metros de donde estábamos. Bajó un hombre corriendo. Luego otro. Y entonces, vimos las luces azules y rojas. Sirenas.

—¡Es la policía! —dijo Matilde, incorporándose—. ¡Y ese coche… es Rodrigo! ¡Es mi abogado!

No eran los policías municipales, esos que se venden por un refresco. Eran patrullas de la Estatal. Rodrigo no había confiado en los locales; había traído a la caballería pesada desde la ciudad.

—¡Aquí! ¡Estamos aquí! —gritó Roberto, saliendo de la zanja y agitando los brazos.

Los oficiales desenfundaron al vernos salir de la maleza como espantos, llenos de barro. —¡No disparen! —gritó el licenciado Rodrigo, corriendo hacia nosotros—. ¡Es ella! ¡Es Doña Matilde!

Lo que siguió fue un caos bendito. Los policías corrieron hacia la casa en llamas, armas en mano. Escuchamos gritos, órdenes de “¡Suelo, suelo!”, y maldiciones. Desde la seguridad de la carretera, vimos cómo sacaban a dos hombres esposados, con las caras manchadas de hollín y la soberbia rota. Carlos y Fernando.

Los trajeron hacia las patrullas. Cuando pasaron cerca de nosotros, Fernando levantó la vista. Vio a su madre, viva, de pie, sucia pero entera, rodeada por nosotros, sus “sirvientes”. Se puso a llorar. Un llanto de cobarde, de niño malcriado que lo cacharon en la travesura. Carlos, en cambio, nos miraba con puro odio. —¡Esto no se va a quedar así! —gritó Carlos—. ¡Esa vieja está loca! ¡Ustedes la secuestraron!

Matilde se soltó de mi brazo. Caminó dos pasos hacia ellos. Se veía majestuosa, a pesar de los harapos. Se acercó a la ventanilla de la patrulla donde habían metido a Fernando. —Ustedes quemaron mi amor igual que quemaron esa casa —les dijo con una voz tranquila, que cortaba más que un cuchillo—. Ya no tengo hijos. Solo tengo verdugos. Y los verdugos van a la cárcel.

El oficial cerró la puerta. Se los llevaron. Nos quedamos ahí, viendo cómo los bomberos intentaban apagar lo que quedaba de nuestro ranchito. Ya no había nada que salvar. Solo cenizas humeantes y vigas negras.

El licenciado Rodrigo se acercó, apenado. —Perdónenme. Llegué lo más rápido que pude, pero… —miró las ruinas. —No se preocupe, licenciado —dijo Roberto, abrazándome a mí y a Sofía—. Las casas se levantan. Los muertos no. Y hoy, gracias a Dios, estamos todos vivos.

Esa noche no dormimos en casa. Dormimos en un motel de paso en el pueblo vecino, los cuatro en una sola habitación con dos camas matrimoniales. El abogado pagó la noche. Me metí a bañar para quitarme el olor a humo y miedo. Mientras el agua negra de tierra se iba por el desagüe, lloré. Lloré por mi cocina, por las fotos de Sofía de bebé que se quemaron, por mi vestido de novia que guardaba en el ropero. Pero cuando salí y vi a Sofía dormida, abrazada a Doña Matilde, supe que habíamos ganado la primera batalla. Pero la guerra… la guerra apenas empezaba.

CAPÍTULO 6: LA JAULA DE ORO Y EL INFIERNO MEDIÁTICO

La mañana siguiente nos golpeó con la realidad. No teníamos ropa, ni casa, ni herramientas. Roberto salió temprano a buscar qué comer con unos pesos que le prestó el abogado. Matilde estaba devastada. Se sentía culpable. —Les voy a devolver cada ladrillo, Elena. Se los juro por la memoria de mi esposo —me decía mientras desayunábamos unos tamales que nos regaló la señora de la limpieza del motel, que se había enterado del chisme.

Porque eso fue lo siguiente: el chisme. La noticia corrió como pólvora. “Millonaria encontrada en rancho quemado”. Pero la versión que contaban no era la nuestra. Al mediodía, cuando quisimos salir a la farmacia porque Matilde tenía mucha tos por el humo, nos topamos con un muro de cámaras.

—¡Señora Elena! ¿Es cierto que usted pedía rescate? —¡Señor Roberto! ¿Usted provocó el incendio para cobrar un seguro? —¡Doña Matilde! ¿Sus hijos dicen que usted sufre de Alzheimer, qué tiene que decir?

Nos quedamos paralizados. Los reporteros nos empujaban, nos ponían los micrófonos en la cara. Sofía se asustó y se puso a llorar. Roberto, con la mandíbula apretada, nos cubrió con su cuerpo y nos metió de vuelta a la habitación. —¡Buitres! —gritó Roberto, cerrando la puerta y corriendo las cortinas.

Prendimos la tele vieja del cuarto. Ahí estaba. En las noticias locales. Un abogado de traje caro, peinado hacia atrás, hablando frente a las cámaras afuera de la comisaría. Era la defensa de Carlos y Fernando. “Mis clientes son víctimas de una conspiración”, decía el tipo con cara de ser muy listo. “Su madre, la respetable Doña Matilde, sufre una demencia severa. Esos campesinos se aprovecharon de su estado, la secuestraron y le lavaron el cerebro para que cambiara el testamento. Mis clientes fueron a rescatarla y fueron atacados. El incendio fue un accidente provocado por las condiciones inseguras de ese lugar miserable”.

Sentí que se me caía el mundo. —¡Mentirosos! —grité a la pantalla—. ¡Nosotros le salvamos la vida!

Matilde estaba temblando de furia. —Están usando mi dinero… el dinero que yo les di… para pagar a esos abogados mentirosos y destruirnos. Han congelado mis cuentas, Elena. Rodrigo me acaba de avisar. El juez bloqueó todo hasta que se determine mi “capacidad mental”. Eso significaba una cosa: no teníamos ni un centavo. Estábamos viviendo de fiado en un motel barato, mientras los criminales tenían los mejores abogados del país pagados con la fortuna de su víctima.

La estrategia de ellos era clara: asfixiarnos. Si no teníamos dinero, no podíamos defendernos. Si nos destruían en la prensa, nadie nos ayudaría. Querían que nos rindiéramos, que Roberto y yo aceptáramos un trato y dijéramos que sí, que la secuestramos, a cambio de no ir a la cárcel. —Nos quieren cansar, Roberto —dijo Matilde—. Quieren que me declare loca para anular mi testimonio.

Roberto se sentó en la orilla de la cama, mirando sus manos callosas. —Pues se van a topar con pared. Yo soy pobre, pero no soy ratero ni secuestrador. Vamos a pelear.

La prueba de fuego llegó una semana después. El juez ordenó una evaluación psiquiátrica forense para Matilde. De eso dependía todo. Si el psiquiatra decía que tenía demencia, sus hijos salían libres, tomaban el dinero y a nosotros nos metían al bote por secuestro. Ese día, vestí a Matilde con la mejor ropa que pudimos conseguir en un bazar de segunda mano. Le arreglé el cabello. —Usted es una reina, Doña Matilde. No deje que la vean dudar —le dije. —No estoy loca, hija. Solo estuve ciega de amor por mis hijos mucho tiempo. Pero ya abrí los ojos.

La evaluación duró cuatro horas. Nosotros esperamos afuera, rezando el rosario con Sofía. Cada minuto era una eternidad. Veía pasar a los abogados de la contraparte, riéndose, seguros de su victoria. Pensaban que una anciana de 75 años se iba a quebrar bajo presión.

Cuando Matilde salió, se veía agotada, pálida. Me acerqué corriendo. —¿Cómo le fue? Ella levantó la vista y, por primera vez en días, sonrió. —Les dije hasta el color de los calcetines que traía Fernando el día que me ató. Les recité mis cuentas bancarias de memoria y les expliqué por qué el precio del dólar afecta mis inversiones. El doctor se quedó con la boca abierta.

El dictamen llegó dos días después: Doña Matilde de la Vega está en pleno uso de sus facultades mentales. Fue nuestra primera gran victoria legal. Sus hijos no saldrían bajo fianza. La denuncia por intento de homicidio seguía en pie.

Pero la victoria legal no trajo pan a la mesa. Las cuentas seguían congeladas por el litigio civil. El acoso de la prensa era insoportable; ya no podíamos salir ni a comprar tortillas sin que nos gritaran “secuestradores”. Roberto tomó una decisión. —No podemos seguir aquí. Sofía tiene pesadillas. Nos vamos. —¿A dónde? —pregunté—. No tenemos casa. —Un primo lejano tiene una cabaña de caza abandonada en la sierra, a tres horas de aquí. No hay luz, no hay agua corriente, pero hay paz. Nos vamos al monte hasta que baje la marea.

Empacamos nuestras pocas cosas en bolsas de plástico. Matilde, lejos de quejarse, parecía aliviada. —Vámonos —dijo—. Prefiero vivir en una cueva con ustedes que en un palacio rodeada de víboras.

Nos adentramos en el bosque, dejando atrás el ruido, las mentiras y la civilización. Nos convertimos en fugitivos, no de la ley, sino de la injusticia. Pero lo que no sabíamos era que en esa cabaña, en medio de la nada, encontraríamos la fuerza para el contraataque final.

PARTE 4

CAPÍTULO 7: LA VERDAD BAJO LA LUZ

La vida en la cabaña fue nuestra cura. Sin luz eléctrica, nos alumbrábamos con velas y cocinábamos con leña. Ahí, en medio del silencio del bosque, Doña Matilde cambió. La mujer de sociedad que no sabía hacerse un café, aprendió a disfrutar el canto de los grillos y el sabor de los duraznos silvestres que Sofía encontraba.

—Me perdí la vida persiguiendo billetes, Elena —me dijo una noche frente a la fogata, mientras asábamos bombones baratos—. Creí que dándoles todo a mis hijos, los estaba amando. Pero solo crie buitres. Ustedes, sin tener nada, lo tienen todo.

Esas semanas nos volvimos una roca. Pero sabíamos que no podíamos escondernos para siempre. Rodrigo, el abogado, subió un día con noticias. —Ya tenemos fecha para el juicio. Y tengo algo más. Una sorpresa.

Resulta que la policía estatal no se había quedado quieta. Habían revisado las cámaras de seguridad de una gasolinera abandonada a kilómetros de las vías, una que los hijos de Matilde creyeron que no funcionaba. —Es hora de bajar, familia. Es hora de ganar —dijo Rodrigo.

Regresamos al pueblo con la frente en alto. Nos instalamos de nuevo en el motel, pero esta vez, cuando la prensa se acercó, Matilde no se escondió. Se paró frente a los micrófonos, flanqueada por Roberto y por mí. —Me llamaron loca. Me llamaron senil. Pero la única locura aquí fue la avaricia de mi propia sangre. Estos “campesinos”, como los llaman con desprecio, son mi verdadera familia.

El día del juicio, el tribunal estaba a reventar. Carlos y Fernando estaban sentados en el banquillo, impecables, con esa arrogancia de quien cree que el dinero compra la inocencia. Cuando vieron entrar a su madre, apoyada en mi brazo, ni siquiera parpadearon.

El fiscal fue implacable, pero la defensa era sucia. Intentaron decir que Matilde se había autosecuestrado para llamar la atención. Que Roberto la había golpeado para simular las marcas de las cuerdas. Yo sentía que me iba a explotar el pecho de la rabia.

—Señora de la Vega —preguntó el abogado defensor, con una sonrisa burlona—, ¿puede asegurar que no olvidó cómo llegó a las vías? A su edad, la mente juega trucos. Matilde se ajustó los lentes y lo miró fijamente. —Señor abogado, puedo olvidar dónde dejé mis llaves, pero nunca olvidaré la cara de mi hijo Fernando mientras apretaba los nudos y me decía: “Muérete rápido, vieja, que nos urge la lana”.

Un murmullo recorrió la sala. Pero el golpe final fue el video. Rodrigo presentó la grabación de la gasolinera. Era granulada, en blanco y negro, pero clara. Se veía el coche de Fernando yendo hacia las vías a las 9:00 AM. Se veía a Matilde en el asiento del copiloto. Y se veía el mismo coche regresando a las 10:30 AM. Sin Matilde.

—Si ella se fue caminando por demencia, como dicen ustedes… ¿por qué el coche regresó vacío? —preguntó el fiscal. El silencio en la sala fue sepulcral. Los rostros de Carlos y Fernando palidecieron. Se habían acorralado ellos mismos en su propia mentira.

El veredicto llegó tres días después. Sofía nos esperaba afuera con Roberto. Yo estaba dentro con Matilde, tomándola de la mano. Sus manos estaban heladas. —Jurado, ¿tienen un veredicto? —Sí, su señoría. En el cargo de intento de homicidio calificado, secuestro e incendio provocado… encontramos a los acusados CULPABLES.

Matilde soltó el aire que tenía guardado. No sonrió. No celebró. Simplemente cerró los ojos y lloró en silencio. Lloró la muerte de sus hijos, no porque hubieran muerto, sino porque para ella, ese día dejaron de existir. Mientras los alguaciles se llevaban a Carlos, él gritaba maldiciones. Fernando, en cambio, se derrumbó. —¡Perdóname, mamá! ¡Fue idea de Carlos! —gritaba mientras lo arrastraban.

Al salir del juzgado, la gente aplaudía. Pero Matilde solo quería irse. —Llévenme a casa, Roberto. A nuestra casa, aunque esté quemada.

CAPÍTULO 8: LA COSECHA DE LA ESPERANZA

Con los hijos en la cárcel y la sentencia dictada, las cuentas de Matilde se liberaron. Y lo primero que hizo no fue comprarse joyas ni ropa. Nos citó en las ruinas de nuestro rancho. —Roberto, Elena… extiendan este mapa.

Sacó un plano enorme de la región. —No vamos a reconstruir la granja —dijo, y mi corazón se detuvo un segundo—. Vamos a construir un imperio. Matilde compró las tierras vecinas, esas que estaban abandonadas por la sequía. Trajo ingenieros, perforaron pozos profundos con tecnología que nadie había visto por aquí. Nació la “Hacienda de la Esperanza”.

No era solo un negocio. Era una cooperativa. Matilde puso a Roberto de gerente general. —Tú conoces la tierra, hijo. Yo solo pongo el capital. Haz que florezca. Y vaya que floreció. En un año, donde hubo cenizas, había campos verdes de maíz, trigo y hortalizas. Le dimos trabajo a medio pueblo. Construimos casas dignas para los trabajadores, una escuela pequeña donde Sofía estudiaba y ayudaba a los más chiquitos.

Los años pasaron volando, como pasa el tiempo cuando uno es feliz y trabaja duro. Sofía creció. Se convirtió en una mujer hermosa, inteligente, que estudió agronomía en la capital para regresar y mejorar las tierras. Matilde, aunque ya caminaba despacio y usaba bastón, seguía siendo la patrona, la abuela de todos.

Pero el tiempo no perdona. Una tarde de invierno, diez años después de aquel día en las vías, Matilde no bajó a comer. Subí a su cuarto, ese que le habíamos construido con un ventanal enorme hacia el jardín de rosas. Estaba en su cama, pequeñita bajo las cobijas. —Elena… —me llamó con un hilo de voz. —Aquí estoy, madre —le dije. Porque eso era ella para mí.

Me entregó una llavecita vieja. —Es de la caja fuerte. Ábrela cuando yo me vaya. Ahí está todo. Los papeles de la fundación, las escrituras… todo es de ustedes. De Sofía. —No hable así, todavía nos falta la cosecha de este año. Ella sonrió y me apretó la mano con una fuerza sorprendente. —Ya coseché lo que quería, hija. Coseché amor. Me voy llena.

Esa noche, Doña Matilde de la Vega cerró los ojos para siempre. Se fue en paz, rodeada de la gente que la amó por quien era, no por lo que tenía. El funeral fue el más grande que se haya visto en Villa Esperanza. No vinieron ricos de la ciudad. Vinieron campesinos, vinieron los niños de la escuela, vinieron las mujeres a las que ella ayudó. La enterramos bajo el viejo roble que sobrevivió al incendio, junto al lugar reservado para Roberto y para mí.

Al día siguiente, abrimos la caja fuerte. Había una carta para cada uno. Y en la de Sofía, decía: “Mi niña, tú me encontraste cuando yo estaba perdida. Nunca dejes que el dinero te endurezca el corazón. Recuerda que la verdadera riqueza es tener a quién abrazar cuando el tren de la vida se pone difícil”.

También encontramos una sorpresa. Una carta de Fernando, enviada desde la cárcel años atrás, que Matilde nunca nos mostró. En ella, pedía perdón real, diciendo que el encierro le había enseñado lo que su madre siempre quiso enseñarle. Matilde había muerto sabiendo que, al menos uno de sus hijos, había recuperado el alma.

Hoy, la Hacienda de la Esperanza es un modelo en todo el país. Sofía se casó con un buen muchacho veterinario y tienen dos hijos que corren por los mismos campos donde una vez hubo fuego. Y yo… yo a veces voy a las vías. Ya no pasa el tren por ahí; clausuraron la línea hace tiempo. Las vías están oxidadas, cubiertas de flores silvestres. Me siento en la piedra donde corté las cuerdas aquel día.

Cierro los ojos y todavía puedo sentir el calor, el miedo, el ruido de la máquina acercándose. Pero luego, siento la brisa y veo lo que construimos. Si alguna vez piensas que todo está perdido, que la vida te tiene atado a las vías y que el tren ya viene… no te rindas. A veces, la ayuda llega de la mano más humilde. A veces, Dios te manda un ángel con huaraches y un cesto de leña.

Y recuerda: el que obra bien, le va bien. Y el amor, mi gente, el amor siempre rompe todas las cadenas.

FIN

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