PARTE 1
Capítulo 1: La duda que mata
La lluvia en la Ciudad de México tiene una forma particular de poner melancólica a la gente, pero para Diego Almazán, esa noche la lluvia sonaba a advertencia. Estaba sentado en su despacho de caoba, en el segundo piso de su imponente mansión en Lomas de Chapultepec. Desde ahí, podía ver las luces de la ciudad que tanto le había dado y, al mismo tiempo, sentía que lo estaba perdiendo todo.
Diego era un hombre de 45 años, de esos mexicanos de la “vieja escuela” en los negocios: palabra firme, apretón de manos fuerte y una ética de trabajo incansable. Había levantado su empresa de logística desde cero, pasando de tener una sola camioneta de reparto a una flotilla que cruzaba todo el país. Tenía el respeto, el poder y la fortuna. Pero esa noche, mirando su reflejo en el ventanal, solo veía a un hombre lleno de dudas.
—¿De verdad me ama? —se preguntó en voz alta.
Mónica, su esposa, era diez años menor que él. Una ex reina de belleza de Guadalajara con una sonrisa que desarmaba a cualquiera. Cuando se casaron, hace siete años, Diego se sintió el hombre más afortunado del mundo. Ignoró las advertencias de su madre, ignoró los chismes en las revistas de sociales y se entregó por completo.
—Te amo por quien eres, Diego, no por lo que tienes —le había dicho ella en su luna de miel en Tulum.
Pero las palabras se las lleva el viento, y las acciones pesan como losa. En los últimos meses, el matrimonio se había enfriado. Mónica pasaba más tiempo en el club deportivo o “de compras” con sus amigas que en casa. Las conversaciones se habían vuelto monosílabos. Y la tarjeta de crédito Centurion de Diego no paraba de echar humo.
El martes pasado, la duda se convirtió en miedo. Diego había regresado a casa a las 3:00 PM por un dolor de cabeza terrible. Entró en silencio. Mónica estaba en la sala principal, recostada en el sofá italiano, hablando por teléfono.
—Ay, güey, ya bájale —decía Mónica entre risas. Era una risa coqueta, una que Diego no escuchaba dirigida a él desde hacía años—. Te juro que ya no lo aguanto. Es súper aburrido. Puro trabajo, puro estrés. “Cuida el dinero, Mónica”, “No gastes tanto, Mónica”. ¡Qué hueva!
Diego se quedó petrificado detrás de una columna de cantera.
—A veces me pregunto qué sigo haciendo aquí —continuó ella, suspirando—. Necesito emoción, necesito vida. Él ya… él ya huele a viejo, ¿sabes?
Diego sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago. Salió de la casa sigilosamente, se subió a su auto, dio una vuelta a la manzana y regresó tocando el claxon y azotando la puerta.
Cuando entró, Mónica corrió a recibirlo. —¡Mi amor! ¡Qué sorpresa! —le dio un beso en la mejilla—. ¿Cómo te fue? Te ves cansado, pobrecito.
Era una actuación digna de un Oscar. Y esa noche, Diego durmió con un ojo abierto, dándose cuenta de que dormía con una desconocida.
Capítulo 2: El mensaje y el plan
Tres días después, la situación pasó de triste a peligrosa. Era jueves por la mañana. Mónica se estaba probando outfits para un brunch en Las Lomas. Dejó su iPhone desbloqueado sobre la isla de mármol de la cocina mientras iba por un bolso.
Diego estaba sirviéndose café. No era un hombre celoso por naturaleza, pero la intuición le gritaba que mirara. Y miró.
La pantalla se iluminó con un mensaje de WhatsApp. El contacto era solo una letra: “E”.
El mensaje decía: “Ya falta poco, hermosa. Una vez que él no esté, todo será nuestro. Solo ten paciencia”.
Diego sintió que el suelo se abría bajo sus pies. “Una vez que él no esté”. No decía “una vez que te divorcies”. No decía “una vez que lo dejes”. Decía “cuando él no esté”.
—¿Dónde dejé mi cel? —la voz de Mónica venía del pasillo.
Diego soltó el teléfono como si quemara y se dio la vuelta. —Aquí está, amor —dijo, con la voz más calmada que pudo fingir.
Ese mismo día, Diego citó a su hermana Graciela en un café discreto en Coyoacán, lejos de su círculo social. Graciela era abogada penalista, una mujer dura, inteligente y protectora.
—Te lo dije —dijo Graciela, golpeando la mesa con el puño—. Esa mujer es una víbora. “Una vez que él no esté”… Diego, esto es una amenaza de muerte velada. O te quieren matar, o están esperando que te mueras.
—No quiero creerlo, Chela. Es mi esposa.
—Es una desconocida que quiere tu fortuna —Graciela lo miró a los ojos—. Tienes que saber la verdad. Y solo hay una forma de saberlo con certeza.
—¿Cómo?
—Tienes que morir —dijo ella, con una seriedad que asustó a Diego—. Fingir tu muerte. Desaparecer del mapa. Deja que ella crea que ganó. Deja que crea que ya no estás. Solo así se quitará la máscara.
Diego negó con la cabeza. —Eso es una locura. Tengo una empresa, tengo responsabilidades…
—Tienes una esposa que posiblemente esté planeando tu asesinato con un amante —interrumpió Graciela—. ¿Prefieres esperar a que te pongan algo en la comida o te corten los frenos del auto?
La mención de los frenos hizo que Diego recordara algo. Mónica le había insistido mucho últimamente en que usara el auto deportivo para sus viajes a Toluca, alegando que “se veía más sexy”.
—Está bien —dijo Diego, sintiendo un peso enorme en los hombros—. ¿Cómo lo hacemos?
Llamaron al Dr. Pablo Torres, amigo de la infancia de Diego y forense respetado. Entre los tres, armaron el plan perfecto. Diego tenía un viaje de negocios programado a Guadalajara. Iría en auto. En un tramo solitario de la carretera, simularían un accidente. Un incendio controlado. Pablo se encargaría de los papeles médicos.
—Voy a instalar cámaras —dijo Diego—. En toda la casa. Quiero ver qué hace cuando reciba la noticia.
—Prepárate, hermano —le advirtió Graciela, tomándole la mano—. Porque lo que vas a ver, probablemente te va a destruir el corazón.
—Prefiero un corazón roto que estar muerto —respondió Diego.
Y así, la Operación Lázaro comenzó. Diego Almazán estaba a punto de convertirse en un fantasma en su propia vida.
PARTE 2
Capítulo 3: El accidente perfecto
La mañana de su “muerte”, Diego se despertó con un nudo en la garganta. Miró a Mónica dormir. Se veía tan pacífica, tan inocente con su antifaz de seda. Le dio un beso en la frente, quizás el último.
—Que te vaya bien, amor —murmuró ella medio dormida, dándose la vuelta—. Me traes algo bonito.
“Te voy a traer la verdad”, pensó Diego mientras salía de la habitación.
Manejó su BMW negro hacia la salida a carretera. Don Jacinto, su chofer de confianza, no iba con él hoy. Diego le había dado el día libre bajo órdenes estrictas. Todo tenía que parecer normal.
Al llegar al kilómetro 45, en una zona de curvas peligrosas y poca señal, vio la camioneta del Dr. Pablo esperándolo en un camino de terracería oculto.
—¿Listo? —preguntó Pablo. Se le veía nervioso.
—Listo —dijo Diego, aunque le temblaban las manos.
Empujaron el auto hacia un barranco poco profundo. Con ayuda de un acelerante químico que Pablo había traído, iniciaron el fuego. No era un incendio total, pero sí suficiente para dejar el vehículo irreconocible y justificar que el cuerpo se hubiera “consumido” o salido disparado hacia el río cercano (parte de la coartada para no presentar un cadáver inmediatamente).
Diego dejó su reloj Rolex y su anillo de matrimonio dentro del auto, cerca del asiento del conductor.
—Vámonos —dijo Pablo—. La policía de caminos pasará en cualquier momento.
Diego subió a la camioneta de su amigo, escondiéndose en la parte trasera bajo una manta. Mientras se alejaban, vio el humo negro subir hacia el cielo azul. Diego Almazán había dejado de existir oficialmente.
Lo llevaron a un departamento modesto en la colonia Narvarte, un lugar que Diego había comprado años atrás como inversión y que Mónica desconocía. Estaba equipado con monitores de alta resolución.
—Aquí tienes todo —le dijo Pablo—. Comida para dos semanas, internet seguro y la conexión directa a las cámaras de tu casa. Nadie sabe que estás aquí. Ni siquiera Graciela sabe la ubicación exacta, por seguridad.
—Gracias, hermano.
Pablo se fue para “recibir la noticia” y actuar su parte. Diego se sentó frente a las pantallas. Eran las 2:00 PM. El teléfono de la casa sonó. Diego vio en la pantalla de la sala cómo la empleada doméstica contestaba y luego soltó el teléfono gritando. Mónica bajó las escaleras corriendo, en bata.
—¿Qué pasa? ¿Por qué esos gritos? —preguntó Mónica, molesta.
La empleada, entre sollozos, le dijo: —Señora… el Señor Diego. Hubo un accidente. Dicen que… dicen que no sobrevivió.
Diego contuvo la respiración. Este era el momento.
Mónica se llevó las manos a la boca. Se tambaleó. Se dejó caer en el sofá. Parecía devastada. Diego sintió una punzada de culpa. “¿Y si me equivoqué? ¿Y si realmente me ama?”, pensó.
Pero entonces, la empleada fue a la cocina por un vaso de agua. En cuanto Mónica se quedó sola en la sala, su postura cambió. Se enderezó. Miró hacia la puerta de la cocina para asegurarse de que nadie la veía. Y luego… sacó su celular.
Diego subió el volumen de sus audífonos al máximo.
Mónica marcó un número. —Contesta, contesta… —murmuraba impaciente.
—¿Bueno? —contestó una voz masculina.
—¡Lo logramos, mi amor! —susurró Mónica, con una sonrisa que a Diego le heló la sangre—. ¡Se murió! ¡El accidente pasó tal como dijimos!
Diego sintió que el mundo se le venía encima. No solo no estaba triste. Estaba celebrando. Y lo peor: “Tal como dijimos”.
Capítulo 4: La viuda alegre
Las siguientes 48 horas fueron una tortura china para Diego. Estaba encerrado en ese pequeño departamento, viendo en tiempo real cómo su esposa destruía su memoria.
Vio llegar a Graciela a la casa para consolarla. Mónica lloraba lágrimas de cocodrilo, abrazando a su cuñada. —¡No sé qué voy a hacer sin él, Chela! ¡Era mi vida entera! —sollozaba Mónica.
Pero en cuanto Graciela se iba, Mónica corría al bar, se servía una copa de champagne Dom Pérignon (de la reserva especial de Diego) y ponía música.
—Por fin libre de ese aburrido —la escuchó decir mientras brindaba con su reflejo en el espejo de la sala—. Y millonaria.
Pero lo más impactante ocurrió la noche después del funeral. Un funeral al que Diego “asistió” viendo el live stream que Graciela había organizado discretamente. Había visto a sus socios llorar, a sus empleados devastados. Y a Mónica, vestida de negro riguroso, aceptando condolencias.
Esa noche, el timbre de la mansión sonó a las 10:00 PM. Mónica corrió a abrir.
Entró un hombre joven, de unos 30 años, vestido con ropa de diseñador demasiado llamativa. Tenía el aspecto de un “mirrey”, un junior fanfarrón.
—¡Elías! —gritó Mónica y saltó a sus brazos. Se besaron apasionadamente en el recibidor, justo debajo del retrato al óleo de Diego.
—¿Se fue la hermana metiche? —preguntó Elías, separándose de ella.
—Sí, ya se fue. Tenemos la casa sola, bebé. Toda para nosotros.
Elías caminó por la sala, tocando los muebles, evaluando todo como si fuera un tasador. —Oye, la casa está increíble. ¿Cuánto crees que nos den por ella?
—Mínimo unos 40 millones de pesos, más los muebles —dijo Mónica, sirviéndole una copa—. Pero lo fuerte son las cuentas bancarias y la empresa.
—¿Y el testamento? —preguntó Elías.
—Diego era un estúpido romántico. Me dejó todo a mí. Soy la heredera universal —rio ella—. Mañana mismo hablo con los abogados para empezar a liquidar todo. Quiero vender la empresa rápido.
—¿Vender la empresa de su vida? —preguntó Elías con una sonrisa burlona.
—Me vale madres su legado. Quiero el efectivo. Nos vamos a ir a Europa, bebé. Mónaco, París… lejos de este país de nacos.
Diego apretó los puños tan fuerte que se clavó las uñas en las palmas. “Vender la empresa”. El trabajo de 20 años. El sustento de 500 familias. Lo quería rematar para irse de fiesta con ese parásito.
Pero entonces, Elías dijo algo que confirmó las peores sospechas de Diego.
—Oye, ¿y el mecánico? ¿Es de confianza?
—Totalmente —respondió Mónica—. Le pagué 50 mil pesos extra para que cerrara la boca. Nadie va a saber que a ese coche le fallaron los frenos “casualmente”. Fue un trabajo limpio.
Diego se quedó paralizado. No había sido un accidente fortuito lo que esperaban. Ellos habían pagado para sabotear su auto. Si Diego no hubiera fingido su muerte en ese tramo, y hubiera seguido manejando… realmente habría muerto unos kilómetros más adelante al fallar los frenos en las curvas de la Marquesa.
—Intentaron asesinarme —susurró Diego en la oscuridad de su escondite. Las lágrimas de tristeza se secaron al instante, reemplazadas por una furia fría y calculadora.
Ya no se trataba solo de una infidelidad. Era un intento de homicidio. Y Diego tenía la grabación.
Capítulo 5: La paciencia del cazador
Pasaron los días. Según la ley y los trámites burocráticos que Graciela (siguiendo instrucciones secretas de Diego) había complicado a propósito, Mónica no podía tocar el dinero todavía. El testamento tenía una cláusula de “periodo de duelo” de 30 días antes de liberar los fondos, una mentira legal que Graciela inventó para ganar tiempo.
Mónica estaba furiosa. Diego la veía discutir con los abogados por teléfono.
—¡Es mi dinero! ¡Mi marido está muerto! —gritaba ella—. ¡Necesito liquidez!
Elías, el amante, empezaba a mostrar su verdadero rostro. —Mónica, necesito pagar unas deudas de juego —le dijo una noche, mientras cenaban sushi en la mesa que Diego había traído de Italia—. Dijiste que tendríamos dinero rápido.
—¡Espérate, inútil! Es culpa de la maldita hermana de Diego. Pero no te preocupes, ya estoy organizando algo.
—¿Qué cosa?
—Una fiesta —dijo Mónica con una sonrisa maliciosa—. Oficialmente será una “Misa de recuerdo” al mes del fallecimiento. Pero en realidad, vamos a anunciar nuestro compromiso.
—¿Estás loca? —dijo Elías—. Apenas lleva un mes muerto.
—Ay, por favor. La gente olvida rápido. Diré que la vida es corta y que encontré consuelo en tu amistad. Además, necesito presentar a mi “futuro esposo” para que los socios de la empresa vean que hay un hombre a cargo y acepten la venta más rápido.
Diego, escuchando todo, sonrió por primera vez en semanas. Una fiesta. Con todos sus amigos, socios y familiares presentes. Era el escenario perfecto.
Llamó a Graciela. —Chela, prepárate. El día de la “Misa de recuerdo” voy a resucitar.
—¿Estás seguro, Diego? Tenemos suficiente para meterlos a la cárcel ya.
—No —dijo Diego con voz firme—. Quiero ver sus caras. Quiero que todos sepan quién es ella antes de que la policía se la lleve. Ella quería un espectáculo, ¿no? Le voy a dar el espectáculo de su vida.
Capítulo 6: La fiesta de la traición
La noche de la fiesta llegó. La mansión Almazán estaba decorada con flores blancas, pero el ambiente no era de luto, era de celebración disimulada. Había música suave, meseros sirviendo canapés caros y champagne corriendo como agua.
Mónica vestía un vestido negro, pero era un negro brillante, ajustado, con un escote provocativo que gritaba “estoy disponible”. Elías estaba a su lado, jugando el papel de “amigo solidario”, pero su mano bajaba demasiado a la cintura de Mónica cuando creían que nadie veía.
Diego estaba en un auto polarizado a una cuadra de su propia casa, junto con el Dr. Pablo y dos agentes de la policía judicial a los que Graciela había contactado con la evidencia en mano.
—Es hora —dijo Diego. Se ajustó el saco. Se veía más delgado, más pálido, pero sus ojos ardían con fuego.
Dentro de la casa, Mónica pidió silencio. Golpeó su copa con una cuchara.
—Amigos, familia —empezó a decir, fingiendo voz quebrada—. Ha sido un mes muy difícil sin mi Diego. Pero sé que él querría que yo fuera feliz. Que no me quedara sola.
Hubo murmullos en la sala.
—Por eso —continuó, y tomó la mano de Elías—, quiero agradecer a Elías. Él ha sido mi roca. Y aunque sé que parece pronto, el amor no conoce de tiempos. Diego me bendeciría desde el cielo si supiera que…
—¡Yo no estaría tan seguro de eso! —una voz potente retumbó desde la entrada principal.
El silencio que siguió fue sepulcral. Las cabezas giraron lentamente hacia la puerta.
Ahí, de pie, bajo el marco de la entrada, estaba Diego Almazán.
Mónica soltó la copa. El cristal se rompió contra el suelo, pero nadie reaccionó al ruido. Estaban viendo a un fantasma.
—¡Diego! —gritó alguien.
Mónica se puso blanca como el papel. Empezó a temblar violentamente. —No… no puede ser… tú estás muerto…
Diego caminó lentamente hacia el centro de la sala. La gente se apartaba, algunos persignándose, otros con la boca abierta.
—¿Muerto? —dijo Diego, parándose frente a su esposa y su amante—. No, querida. Solo estaba viendo el espectáculo desde primera fila.
Elías intentó retroceder, buscando una salida, pero chocó con un mesero. —¿Quién eres tú? —tartamudeó Elías—. ¡Esto es una broma!
Diego sacó un control remoto de su bolsillo. —La broma es lo que ustedes hicieron con mi vida. Graciela, por favor.
Graciela, que estaba cerca de la pantalla gigante que Mónica había puesto para pasar fotos del difunto, conectó su laptop.
En la pantalla gigante apareció el video de la cocina. Se veía a Mónica y Elías riéndose. El audio retumbó en la sala: “Le pagué 50 mil pesos extra al mecánico… Nadie sabrá que le fallaron los frenos”.
El jadeo colectivo de los invitados absorbió todo el aire de la habitación.
—¡Es mentira! ¡Es inteligencia artificial! —gritó Mónica, desesperada, con los ojos desorbitados.
Diego cambió el video. Ahora se veía a Mónica hablando por teléfono el día del “accidente”: “¡Lo logramos! ¡Se murió! ¡Soy millonaria!”.
—¿Eso también es mentira, Mónica? —preguntó Diego con una calma aterradora.
Los socios de Diego miraban a Mónica con asco. Sus amigas se alejaban de ella.
—Me engañaste con este imbécil —dijo Diego señalando a Elías—, planearon robarme todo, y lo peor: intentaron matarme. Sabotearon mi coche. Si yo no hubiera fingido mi muerte, estaría muerto de verdad.
—Diego, por favor… —Mónica intentó acercarse, llorando, pero esta vez las lágrimas eran de terror puro—. Déjame explicarte… Él me obligó, yo no quería…
—¡Mentirosa! —gritó Elías—. ¡Fue idea tuya! ¡Tú contactaste al mecánico!
Comenzaron a gritarse e insultarse frente a todos, revelando aún más su culpabilidad.
—Suficiente —dijo Diego. Hizo una seña hacia la puerta.
Los agentes de policía entraron.
—Mónica de la Fuente y Elías Mondragón —dijo el oficial—. Quedan detenidos por intento de homicidio calificado, conspiración y fraude.
Cuando le pusieron las esposas a Mónica, ella miró a Diego con una mezcla de odio y súplica. —Te amaba… al principio te amaba —sollozó.
—Y yo te amé hasta el final —respondió Diego—. Pero el final fue hace mucho tiempo, solo que yo no me había dado cuenta.
Capítulo 7: La limpieza
Ver cómo se llevaban a su esposa en una patrulla, con las luces rojas y azules iluminando la fachada de su casa, fue el momento más triste y liberador de la vida de Diego.
Los invitados se fueron rápido, pidiendo disculpas, avergonzados de haber sido testigos de tal bajeza. Solo quedaron Graciela, el Dr. Pablo y Diego.
Se sentaron en los escalones de la entrada, agotados.
—¿Estás bien? —preguntó Pablo, pasándole una botella de agua.
—No —dijo Diego sinceramente—. Me siento como si me hubieran atropellado. Pero estoy vivo.
En las semanas siguientes, el escándalo fue noticia nacional. “El muerto que revivió para encarcelar a su viuda negra”. Diego tuvo que declarar, presentar pruebas y revivir el dolor una y otra vez.
El mecánico confesó todo a cambio de una reducción de pena, hundiendo a Mónica y a Elías definitivamente. Les dieron 25 años de prisión a cada uno.
Diego vendió la mansión. No podía vivir ahí. Demasiados fantasmas, demasiadas mentiras impregnadas en las paredes.
Compró un departamento bonito, amplio pero más sencillo, en Polanco. Recuperó el control de su empresa y se dedicó a trabajar, pero esta vez, con horarios más humanos.
Capítulo 8: Un nuevo comienzo
Un año después.
Diego estaba sentado en una terraza en la Roma, tomando un café. Ya no tenía esa mirada triste. Se veía más joven, más ligero.
Graciela llegó y se sentó frente a él. —Te traje los papeles finales del divorcio —dijo ella, poniendo una carpeta sobre la mesa—. Ya eres oficialmente un hombre libre, en todos los sentidos.
Diego tocó la carpeta. —Gracias, hermana. Por todo. Me salvaste la vida.
—Tú te salvaste solo, Diego. Tuviste el valor de enfrentar la verdad, por más dolorosa que fuera.
Diego sonrió. Había conocido a alguien hacía poco. Una arquitecta, mujer trabajadora, sencilla, que no sabía quién era él cuando se conocieron en una librería. No le importaba su dinero, le importaban sus libros favoritos. Iban lento, con calma. Sin prisas.
—¿Sabes qué aprendí de todo esto? —dijo Diego, mirando a la gente pasar por la calle.
—¿Qué?
—Que el dinero puede comprar una cama muy cara, pero no te deja dormir tranquilo. Y que la lealtad… la lealtad es el único lujo que realmente vale la pena tener.
Diego pagó la cuenta, tomó sus lentes de sol y caminó hacia su nueva vida. El hombre que “murió” en aquel accidente se quedó en el pasado. El Diego que caminaba ahora, sabía exactamente lo que valía, y nadie volvería a engañarlo jamás.
FIN.
LADO B: LA CAZA DE LA SOMBRA
Los Archivos Secretos de Graciela Almazán
Capítulo 1: El peso del luto falso
El olor a crisantemos y cera derretida me revolvía el estómago. Estaba parada frente al ataúd vacío de mi hermano, vestida de negro riguroso, aceptando los abrazos de gente que apenas conocía.
—Lo siento mucho, Graciela. Diego era un gran hombre —me dijo un socio de la empresa, con los ojos llorosos.
—Gracias —respondí con la voz quebrada, bajando la cabeza para ocultar no mis lágrimas, sino mi rabia.
A unos metros de distancia, Mónica, mi cuñada, estaba dando la actuación de su vida. Se secaba los ojos con un pañuelo de encaje, se dejaba caer dramáticamente en los brazos de sus amigas y sollozaba con un volumen perfecto: lo suficientemente alto para ser notada, lo suficientemente bajo para parecer “elegante”.
Yo sabía la verdad. Sabía que ese ataúd contenía sacos de arena para simular el peso. Sabía que mi hermano no estaba en el cielo, sino encerrado en un departamento de la colonia Narvarte comiendo atún de lata y vigilando monitores de seguridad.
Pero lo que más me dolía no era la mentira, sino el miedo. Porque hasta ese momento, Diego y yo pensábamos que Mónica solo era una cazafortunas. Una mujer superficial que quería el dinero del seguro. Pero esa mañana, antes del funeral, Diego me había llamado desde su línea encriptada. Su voz sonaba diferente. Muerta en vida.
—Chela —me dijo, y el uso de mi apodo de la infancia me heló la sangre—, no fue un accidente.
—¿De qué hablas? —susurré, encerrada en mi coche antes de entrar a la funeraria.
—La escuché en las cámaras. Estaba hablando con ese tipo, Elías. Mencionaron a un mecánico. Dijeron que los frenos fallaron “justo como estaba planeado”. Chela… pagaron para que fallaran. Intentaron matarme de verdad.
Esa revelación cambió todo. Ya no estábamos jugando a “atrapar a la infiel”. Estábamos cazando a un asesino.
Mientras veía a Mónica recibir el pésame, juré por la memoria de nuestros padres que no descansaría hasta verla tras las rejas. Ella creía que era la protagonista de esta historia, la viuda alegre que se quedaría con el reino. No sabía que yo, la hermana abogada, la que siempre fue “demasiado seria” y “demasiado protectora”, estaba a punto de convertirme en su peor pesadilla.
Capítulo 2: El rastro de grasa
Dos días después del funeral, mientras Mónica estaba ocupada vaciando el closet de Diego y planeando su fiesta de compromiso, yo estaba en mi despacho jurídico, rodeada de tazas de café y humo de cigarro (un vicio que había retomado por el estrés).
Diego me había dado un nombre que Mónica susurró en una llamada: “El taller de Tony”. Y una ubicación vaga: la colonia Doctores.
La Doctores no es lugar para ir a pasear si no sabes a qué vas. Es un laberinto de refaccionarias, talleres mecánicos y negocios grises donde se desmantelan coches robados en cuestión de horas. Pero yo no tenía miedo. Tenía la furia de una hermana mayor.
Usé mis contactos en la fiscalía (favores que me debían de casos antiguos) para rastrear talleres registrados a nombre de “Antonio” o “Tony” que tuvieran antecedentes de trabajos ilegales. La lista se redujo a tres.
El primero era un negocio legítimo. El segundo estaba cerrado. El tercero, “Mecánica Automotriz Miller”, tenía denuncias por compraventa de autopartes dudosas y estaba ubicado en una calle mal iluminada cerca de la Avenida Cuauhtémoc.
Eran las 8:00 de la noche. Llovía, esa lluvia sucia de la Ciudad de México que deja todo pegajoso. Me quité el traje de abogada, me puse unos jeans, una chamarra de cuero y guardé una grabadora digital en mi bolsillo interior. También llevé un gas pimienta, por si acaso.
Llegué al taller. La cortina metálica estaba a medio cerrar. Se escuchaba música de banda a todo volumen y el sonido de herramientas golpeando metal.
Me agaché y entré. El olor a grasa vieja y gasolina era penetrante. Había un hombre trabajando debajo de un Honda Civic desmantelado. Solo se le veían las botas sucias.
—¿Tony? —pregunté, con voz firme.
El hombre salió de debajo del coche en un carrito deslizador. Tenía unos 40 años, tatuajes en los brazos y las manos negras de aceite. Me miró con desconfianza, limpiándose las manos con una estopa.
—¿Quién busca? Ya cerramos, güerita.
—Busco a Tony Miller. Vengo de parte de la señora Mónica Almazán.
La reacción fue instantánea. El hombre se tensó. Sus ojos se movieron rápidamente hacia la puerta, como buscando una salida. Esa microexpresión fue toda la confirmación que necesitaba.
—Yo soy Tony —dijo, poniéndose de pie. Era alto y corpulento—. ¿Qué quiere la señora? Ya le dije que no me mande gente aquí. El trato está cerrado.
—El trato ha cambiado —mentí, dando un paso adelante. Mi corazón latía a mil por hora, pero mi cara era una máscara de hielo—. Hubo un problema con el auto. La policía encontró algo.
Tony palideció bajo la capa de grasa. —¿Qué? Eso es imposible. El fuego debió borrar todo. Las líneas de los frenos se derriten… ese era el plan.
Ahí estaba. La confesión.
Saqué mi celular, fingiendo revisar un mensaje, pero en realidad asegurándome de que la grabadora en mi bolsillo estuviera captando cada sílaba.
—Al parecer no se quemó todo, Tony. Y la policía está haciendo preguntas. Mónica está nerviosa. Dice que si caen, ella no va a caer sola. Dice que tú fuiste el autor intelectual.
Era un blofeo clásico de abogado: poner a los criminales uno contra el otro.
—¡Esa vieja está loca! —gritó Tony, tirando la estopa al suelo—. ¡Ella me buscó a mí! ¡Ella y su noviecito, el tal Elías! Me ofrecieron 50 mil varos. Yo solo hice el corte en la línea. ¡Ellos querían que se matara!
—Necesito pruebas, Tony. Si quieres que te proteja antes de que Mónica te eche la culpa de todo, necesito saber exactamente qué hiciste.
Tony, presa del pánico, empezó a hablar. Me contó cómo Elías le llevó el coche plateado de Diego dos semanas antes. Cómo le instruyeron hacer un corte parcial en la manguera del líquido de frenos, calculado para resistir la presión de la ciudad pero reventar bajo la presión constante de la carretera a alta velocidad. Me dio fechas. Me dio montos.
—Tengo los mensajes —dijo Tony, sacando un celular viejo y roto de un cajón de herramientas—. Nunca los borré, por si me querían jugar chueco. Aquí está la orden.
Le pedí que me mostrara los mensajes. Saqué fotos de la pantalla con mi propio celular. Eran explícitos. Mónica preguntando: “¿Ya está listo el regalito para la carretera?”.
—Tony —le dije, guardando mi celular—, voy a ser honesta contigo. No vengo de parte de Mónica. Soy la hermana de Diego Almazán.
El hombre dio un paso atrás, agarrando una llave inglesa de la mesa de trabajo. El ambiente se puso denso, peligroso.
—Tranquilo —alcé las manos, mostrando las palmas—. No soy policía. Soy abogada. Y tengo una oferta para ti. Tienes dos opciones. Opción A: Me atacas, sales huyendo y te conviertes en un fugitivo buscado por homicidio calificado. Te encontrarán y te refundirán 40 años en el Reclusorio Norte.
Hice una pausa, mirándolo a los ojos.
—Opción B: Te conviertes en mi testigo protegido. Entregas ese teléfono, firmas una declaración y testificas que Mónica y Elías te contrataron. A cambio, le diré al fiscal que cooperaste. Te bajarán la sentencia a complicidad. Tres, tal vez cuatro años. Y sales limpio.
Tony miraba la llave inglesa, luego a mí. Podía ver los engranajes de su cerebro girando. Sabía que estaba acorralado.
—¿Me garantiza que no me van a clavar los 40 años? —preguntó con voz temblorosa.
—Te doy mi palabra de Almazán. Y te conseguiré al mejor abogado defensor para el acuerdo. Pero necesito ese teléfono ahora.
Tony soltó la llave inglesa. Cayó al suelo con un ruido metálico que resonó como una campana de victoria. Me entregó el teléfono viejo.
—Tenga. Esa vieja me dio mala espina desde el principio.
Salí del taller 20 minutos después, con el celular en una bolsa de evidencia improvisada y el corazón a punto de explotarme. Me subí a mi coche, puse los seguros y manejé hasta que estuve a tres colonias de distancia antes de permitirme respirar. Me estacioné y rompí a llorar. No de tristeza, sino de la liberación de la adrenalina. Teníamos el arma humeante.
Capítulo 3: La visita al fantasma
Esa misma noche fui al departamento de seguridad. Toqué la puerta con el código rítmico que habíamos acordado: tres golpes rápidos, uno lento, dos rápidos.
Diego abrió. Se veía terrible. Había perdido peso, tenía ojeras profundas y la barba crecida. El encierro y la traición lo estaban consumiendo. El departamento estaba oscuro, iluminado solo por el resplandor azul de los monitores que mostraban la mansión vacía (Mónica había salido a cenar con Elías).
—¿Lo tienes? —preguntó Diego, sin siquiera saludar.
Saqué el teléfono de Tony y puse la grabación de audio que hice en el taller.
La voz del mecánico llenó la pequeña sala: “¡Ella me buscó a mí! ¡Ella y su noviecito… Me ofrecieron 50 mil varos. Yo solo hice el corte en la línea!”
Diego se sentó en el sofá, hundiendo la cara entre las manos. Escuchar la confirmación absoluta, dicha por el hombre que manipuló su auto, fue el golpe final a la poca esperanza que le quedaba de que todo fuera un malentendido.
—Cincuenta mil pesos —murmuró Diego—. Eso vale mi vida para ella. Cincuenta mil pesos. Le regalé una camioneta de dos millones el año pasado, Graciela. Y ella pagó cincuenta mil para matarme.
Me senté a su lado y lo abracé. Sentí cómo temblaba. Mi hermano, el hombre fuerte, el pilar de la familia, se estaba desmoronando.
—Ya los tenemos, Diego. Con esto, más los videos de las cámaras, se van a pudrir en la cárcel. Podemos ir a la policía mañana mismo. Se acabó el juego.
Diego levantó la cabeza. Sus ojos estaban rojos, pero había algo nuevo en ellos. Una dureza que no había visto antes.
—No —dijo—. Todavía no.
—¿Qué? Diego, es peligroso. Ya sabemos todo. ¿Qué más quieres?
—Quiero que lo confiesen ellos. Quiero verlos a la cara cuando crean que ganaron.
Se puso de pie y caminó hacia los monitores. En la pantalla, se veía llegar el auto de Mónica a la mansión. Ella bajó, riendo, del brazo de Elías. Entraron a la casa que mis padres construyeron, la casa donde Diego y yo crecimos antes de que él la remodelara para ella.
—Van a hacer una fiesta —dijo Diego, señalando la pantalla—. Escuché a Mónica organizándolo. En dos semanas. Una fiesta de “recuerdo” que en realidad es para anunciar su compromiso.
—Es repugnante —escupí.
—Es perfecto —corrigió Diego—. Ahí es donde terminará esto. Voy a entrar por esa puerta, Graciela. Y voy a destruir su mundo de fantasía frente a todos los que importan.
—Es arriesgado. Si Elías está armado… si intentan algo…
—Por eso te necesito a ti —Diego se giró hacia mí—. Tú vas a blindar ese lugar. Quiero policía afuera, quiero abogados adentro, quiero que cuando yo termine de hablar, ellos no tengan ni un milímetro para escapar. Tú conseguiste al mecánico, hermana. Ahora ayúdame a conseguir mi justicia.
Lo miré. Vi al niño con el que jugaba en el jardín, vi al hombre que trabajó 18 horas diarias para darnos una buena vida, vi a la víctima que se negaba a ser víctima.
—Está bien —dije, sintiendo una determinación fría—. Voy a preparar el acta. Voy a hablar con el fiscal para coordinar el arresto en flagrancia durante la fiesta. Pero prométeme algo.
—Lo que sea.
—Cuando esto termine, cuando se la lleven esposada… vas a volver a vivir. No quiero que te mueras con ella en esa cárcel de amargura.
Diego asintió lentamente. —Te lo prometo. El Diego que amaba a Mónica ya murió en esa carretera. El que va a salir de esa fiesta será alguien nuevo.
Capítulo 4: La antesala del juicio final
Las siguientes dos semanas fueron frenéticas. Mientras Diego memorizaba los horarios de Mónica y recopilaba los clips de video más incriminatorios, yo tejía la red legal.
Me reuní con el fiscal en secreto. Le presenté el teléfono de Tony, la declaración jurada del mecánico (a quien escondí en un motel barato pagado en efectivo para que Elías no lo encontrara y lo “silenciara”) y las primeras grabaciones de la casa.
El fiscal, un hombre que había visto de todo, se quedó boquiabierto. —Abogada, esto es material de película. ¿Está segura de que su hermano quiere hacer el “show” en la fiesta? Es riesgoso.
—Es necesario —respondí—. Él necesita cerrar el ciclo. Y ustedes necesitan el arresto mediático. Imagínelo: la viuda negra arrestada en su propia fiesta de compromiso. Es la victoria de relaciones públicas que la fiscalía necesita este año.
El fiscal sonrió. Sabía que tenía razón. —Tendré unidades encubiertas a dos cuadras. Esperaremos su señal.
La noche de la fiesta, llegué temprano a la mansión. Mónica me recibió con esa sonrisa falsa que ya me provocaba náuseas.
—Graciela, qué bueno que viniste. Sé que es difícil, pero tenemos que seguir adelante —me dijo, tomándome las manos. Sus manos estaban frías.
—Sí, Mónica —le respondí, mirándola fijamente a los ojos—. Esta noche marca un antes y un después. No tienes idea de cuánto vamos a avanzar hoy.
Ella no notó el doble sentido. Estaba demasiado ocupada admirando su anillo de compromiso, pagado con el dinero que había empezado a desviar de las cuentas de la casa.
Me retiré a un rincón, saqué mi celular y envié un mensaje simple a dos destinatarios: a Diego y al comandante de policía que esperaba afuera.
El mensaje decía: “El escenario está listo. Que empiece la función”.
Vi a Mónica subir al pequeño escenario improvisado, radiante, victoriosa, creyéndose la dueña del mundo. Vi a Elías a su lado, arrogante. Y sentí una paz extraña.
Porque yo sabía lo que estaba a punto de pasar por esa puerta. Sabía que el “fantasma” venía en camino. Y sabía que, gracias a mi viaje a ese taller sucio en la Doctores, no solo venía con palabras, venía con las cadenas que los atarían por los próximos veinte años.
Bebí un sorbo de mi copa, sonreí por primera vez en cuarenta días y esperé el sonido del timbre.
La caza había terminado. La ejecución estaba por comenzar.
