Capítulo 1: La Última Voluntad
El sonido de mis propios latidos era lo único que rompía el silencio de la celda. Faltaban menos de cuatro horas para mi ejecución. Había contado cada minuto de los últimos siete años esperando un milagro que nunca llegó, y ahora, el final estaba aquí.
Fue entonces cuando el Sr. Torres, el director del penal, apareció en la puerta de barrotes. Era un hombre de cabello gris, con el rostro cansado y los párpados pesados; un hombre que había visto demasiadas muertes en su carrera y cargaba con el peso de todas ellas. Me miró no con odio, sino con una resignación triste.
—Carlos —dijo con voz grave—, es hora de pedir tu última voluntad. ¿Qué quieres? ¿Una cena especial? ¿Llamar a alguien?
Respondí sin dudarlo, como si hubiera guardado esa respuesta en mi garganta durante años.
—Quiero ver a Rex. Quiero ver a mi Pastor Alemán una última vez.
El director Torres levantó una ceja. Claramente estaba sorprendido. En este lugar, la gente pide alcohol, cigarrillos, o hablar con su madre. Que yo no pidiera nada para mí, sino ver a un animal, lo desconcertó. Pero era un hombre de palabra. Asintió lentamente y prometió arreglar el encuentro.
Cuarenta minutos después, los guardias me esposaron y me sacaron al patio principal del penal. Era un espacio de concreto gris, rodeado de muros inmensos coronados con alambre de púas que parecían rasgar el cielo nublado. El viento frío de la mañana soplaba a través de mi uniforme naranja, y no pude evitar estremecerme, no solo por el frío, sino al ver esas puertas masivas de metal. Sabía que esa sería la última vez que sentiría el aire fresco.
Mi mente viajó al pasado, a la imagen de mi esposa, Elena. Siete años sin ella. Siete años pagando por un crimen que me arrancó el alma, encerrado con asesinos reales mientras el verdadero culpable seguía libre, riéndose de mí. Yo solo era un ingeniero, un hombre común. ¿Cómo había terminado aquí?
Capítulo 2: El Encuentro y la Furia
Al salir al patio, algo desentonaba completamente con la miseria del lugar. Estacionada cerca de la entrada, había una camioneta SUV negra, impecable, con vidrios polarizados; un vehículo costoso y blindado que gritaba poder y corrupción.
Un hombre con un traje oscuro de diseñador estaba recargado casualmente contra el cofre. Incluso a la distancia, sentí una punzada de bilis en la garganta. Reconocí al Fiscal Juan Pablo Herrera. El mismo hombre que había asegurado mi sentencia de muerte siete años atrás, hablando en la corte con tanta furia y convicción como si yo le hubiera robado algo personalmente a él.
Su presencia allí, en el día de mi ejecución, no debería haberme sorprendido. Herrera siempre fue un hombre al que le gustaba ver sus casos hasta el final, asegurarse de que la “justicia”, tal como él la entendía, se cumpliera. O quizás, simplemente quería asegurarse de que su secreto muriera conmigo.
El chirrido de la puerta de metal me hizo girar. Un guardia, Don Chuy, traía a un perro grande con una correa.
—¡Rex! —susurré, y la voz se me quebró.
Rex había envejecido considerablemente. Su pelaje, que antes era de un negro y rojo brillante, estaba opaco. Su hocico estaba cubierto de canas y su andar delataba una cojera en la pata trasera, el legado doloroso de aquella terrible noche en que encontré a mi esposa muerta. Pero sus ojos… esos ojos marrones inteligentes seguían siendo los mismos.
Caí de rodillas al suelo de concreto, abriendo mis brazos, sintiendo que mi corazón se rompía en mil pedazos. Esta era nuestra despedida final.
Pero Rex no corrió hacia mí con un ladrido alegre como solía hacerlo. Se detuvo en seco a tres metros de distancia.
El aire cambió de repente. El pelo en el cuello de Rex se erizó lentamente, transformándolo en una bestia diferente. Un gruñido bajo, profundo y gutural brotó de su garganta. Era un sonido que solo le había escuchado hacer dos veces en toda su vida, y siempre fue cuando sentía un peligro genuino y mortal.
Lo más aterrador fue que Rex no me estaba mirando a mí. Su mirada estaba fija, clavada con una intensidad asesina en la reja donde estaba parado el Fiscal Herrera. Había una furia genuina en esa mirada canina.
Me puse de pie, confundido. No entendía qué pasaba. Rex siempre había sido un perro tranquilo, equilibrado, bien entrenado y nunca agresivo con extraños sin una buena razón.
Don Chuy, el guardia que sostenía la correa, se movió nerviosamente, sintiendo la tensión que emanaba del animal. Mientras tanto, Herrera se enderezó junto al cofre de su camioneta y comenzó a caminar lentamente hacia nosotros, con esa sonrisa petulante y burlona en su rostro.
A medida que el fiscal se acercaba, escuché su voz llena de desprecio:
—Bueno, ¿ya te despediste de tu perro? Terminemos con este circo y pongan a dormir a esa bestia rabiosa también.
Fue como si hubiera activado un detonador. En ese mismo instante, al escuchar su voz, Rex explotó. Se lanzó hacia adelante con tal fuerza que la correa se resbaló de las manos sudorosas del guardia. Un segundo después, mi perro estaba derribando a Herrera al suelo, clavando sus dientes en la manga de su costoso traje.
El fiscal gritó, una mezcla de dolor y terror. Los guardias corrieron a ayudar, y el sonido de tela rasgándose llenó el patio.
Apartaron a Rex a la fuerza, y Herrera se levantó del suelo, con el rostro distorsionado por la ira y el miedo. La manga de su saco estaba destrozada, la camisa desgarrada, y en su antebrazo expuesto, todos pudimos ver algo que me detuvo el corazón.
Una cicatriz larga y fea, blanqueada por el tiempo pero inconfundible. La marca reveladora de una mordida profunda de un animal grande.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. De repente, recordé esa terrible noche hace siete años… Rex había llegado herido, cubierto de sangre, con retazos de ropa ajena en sus dientes. La policía dijo que era sangre de mi esposa. Pero ahora, viendo esa cicatriz en el brazo del fiscal, todo encajaba.
Rex no había atacado a mi esposa. Rex la había defendido. Y la marca del asesino estaba ahí, frente a todos nosotros.
Capítulo 3: La Marca de la Bestia
Mi voz cortó el silencio helado del patio de la prisión como un cuchillo. La adrenalina borraba el miedo a la inminente inyección letal; ahora solo existía la verdad que tenía frente a mis ojos.
—¡Rex llegó a casa cubierto de sangre la noche que mataron a mi esposa! —grité, señalando al fiscal con mi dedo tembloroso—. ¡Estaba herido, cojeando, y traía pedazos de ropa ajena atorados en los dientes! ¡Esa cicatriz es su marca!
Los guardias miraban atónitos, alternando la vista entre el perro, que seguía gruñendo con una ferocidad contenida, y el hombre más poderoso del sistema judicial del estado.
—¡Es la marca de mi perro en la mano del verdadero asesino! —sentencié, sintiendo que por primera vez en siete años, alguien me escuchaba.
El Fiscal Herrera reaccionó como si le hubieran dado una bofetada. Retrocedió un paso, pálido, y comenzó a jalar frenéticamente los restos de la manga de su camisa y su saco, tratando desesperadamente de cubrir la vieja cicatriz. Su compostura arrogante se estaba desmoronando.
—¡Esto es absurdo! —bramó Herrera, aunque su voz sonó demasiado aguda, demasiado fuerte, delatando su nerviosismo—. ¡Me mordió un perro callejero hace tres años en mi casa de campo! ¡Esto no tiene nada que ver con este caso!
El director Torres dio un paso adelante. Ya no miraba al fiscal con deferencia, sino con la mirada analítica de un hombre que huele una mentira. Sus ojos estaban fijos en el antebrazo expuesto del abogado.
El ambiente en el patio se volvió eléctrico. Los guardias en las torres de vigilancia se inclinaban para ver mejor. Nadie se movía. La excusa de Herrera sonaba plausible para cualquiera que no conociera los detalles, pero el destino tenía preparada una última carta.
Capítulo 4: El Testigo Silencioso
Don Chuy, el guardia veterano que sostenía la correa de Rex y que siempre me había tratado con una compasión silenciosa durante mis años en el corredor de la muerte, se aclaró la garganta. Dio un paso al frente, poniéndose al lado del director.
—Señor Fiscal… acabo de recordar algo —dijo Don Chuy lentamente, con ese tono respetuoso pero firme de la gente de campo—. Hace siete años, justo después del asesinato de la señora Elena, usted pidió incapacidad por dos semanas. Dijo que se había caído de la bicicleta y se rompió el brazo. Yo trabajaba en los juzgados entonces y lo vi con vendas.
El color desapareció por completo del rostro de Herrera. Gotas de sudor empezaron a perlar su frente.
El director Torres no perdió ni un segundo. Sacó su celular del bolsillo y marcó un número rápidamente. Su voz sonó autoritaria:
—Necesito el historial médico de Juan Pablo Herrera de los últimos diez años. Es urgente. Solicitud directa del director del penal estatal.
Los siguientes diez minutos fueron los más largos de mi vida. Se sentían más eternos que los siete años que pasé en esa celda de 2×3 metros. Herrera estaba allí parado, incapaz de moverse, como si Rex, que seguía sujeto con la correa corta pero sin quitarle la vista de encima, lo tuviera hipnotizado con su gruñido suave y constante.
Yo no podía moverme. Solo sentía el latido frenético de mi propio corazón golpeando contra mis costillas.
Finalmente, el teléfono de Torres sonó. Lo puso en altavoz para que todos escucharan. La voz de la administradora del hospital resonó clara y nítida en el patio silencioso:
—Sr. Torres, el registro médico del Sr. Herrera muestra un incidente de hace siete años. Diagnóstico: múltiples laceraciones profundas en el antebrazo derecho. El patrón de la herida es consistente con mordeduras de un perro grande. Se recomendaron antibióticos. El paciente se negó a presentar un reporte policial por ataque animal.
Torres bajó el teléfono lentamente y clavó su mirada en Herrera.
Di un paso adelante, con las lágrimas quemándome los ojos y la voz temblando de rabia:
—Si fue un perro callejero en tu casa de campo, ¿por qué no lo reportaste a la policía? ¿Por qué escondiste las heridas y mentiste diciendo que te caíste de la bici? —le grité—. ¡Porque fue MI perro! ¡Estaba protegiendo a mi esposa de ti!
Capítulo 5: El Secreto en la Cajuela
Herrera abrió la boca para intentar decir algo, para tejer otra de sus mentiras legales, pero Rex no le dio tiempo.
Esta vez, el perro no se lanzó contra el fiscal. En un movimiento que nadie esperaba, Rex giró y se abalanzó contra la camioneta SUV negra estacionada junto a la puerta.
El guardia de seguridad del fiscal no reaccionó a tiempo. Rex llegó al vehículo primero. El animal comenzó a arañar furiosamente la puerta de la cajuela, ladrando con una insistencia desesperada. Mordía la defensa trasera, arañaba la pintura costosa, como si tratara de atravesar el metal para llegar a algo que estaba adentro.
Una iluminación repentina cruzó mi mente.
—¡Hay algo ahí! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Revisen el auto! ¡Encontró algo!
Herrera se puso morado. Se lanzó hacia la camioneta gritando:
—¡Es propiedad privada! ¡No tienen derecho! —aullaba, perdiendo totalmente los estribos.
Pero el director Torres ya estaba caminando a zancadas hacia el auto, desenfundando su arma de servicio con una calma aterradora.
—Esto es propiedad de la prisión y yo soy la ley aquí —dijo Torres con voz de acero—. Abra la cajuela ahora mismo o haré que la fuercen.
Las manos de Herrera temblaban incontrolablemente mientras presionaba el botón del control remoto. La tapa de la cajuela se levantó lentamente con un zumbido eléctrico.
El interior no estaba vacío. Había dos maletas de piel grandes y bolsas de viaje llenas a reventar, como si el fiscal estuviera a punto de irse en un viaje muy largo, un viaje sin retorno.
Don Chuy murmuró:
—Señor Fiscal… ¿iba a algún lado?
Herrera intentó recuperar la compostura, aunque su voz sonaba estrangulada:
—Planeaba tomar unas vacaciones cuando este caso terminara. Vuelo a Europa esta noche. Son mis cosas personales, nada más.
Capítulo 6: La Prueba de Plata
Rex no escuchaba explicaciones. En cuanto la cajuela estuvo abierta, saltó dentro. Olfateaba las maletas con una insistencia febril. De repente, hundió sus dientes en el bolsillo lateral de una de las bolsas de viaje de cuero, rasgando el material costoso sin piedad.
—¡Quiten a ese maldito perro! —gritó Herrera, lanzándose hacia adelante, pero dos guardias lo interceptaron y lo sujetaron de los brazos.
Rex sacó algo pequeño y brillante del bolsillo roto. Sacudió la cabeza y el objeto salió volando de su hocico, golpeando el pavimento a los pies del director Torres con un sonido metálico.
El director se inclinó y lo recogió. Era un relicario de plata con una cadena fina. Una pieza de joyería antigua, ligeramente oscurecida por el paso de los años, pero que yo reconocería en cualquier parte del mundo.
Torres abrió la tapa y vi cómo su expresión cambiaba de la sospecha al horror absoluto.
—Adentro hay una fotografía pequeña —dijo Torres, mirando la imagen descolorida pero legible—. Es tu esposa, sonriendo.
Sentí que las rodillas me fallaban. Conocía ese relicario mejor que la palma de mi mano. Se lo había regalado a Elena por nuestro aniversario de bodas. Había desaparecido la noche del asesinato. La policía nunca pudo encontrarlo y asumieron que el “ladrón” lo había vendido.
Torres se giró lentamente hacia Herrera, sosteniendo el relicario en su palma abierta como si fuera una brasa ardiente. Su voz era fría como el hielo:
—Señor Fiscal, durante la investigación usted afirmó que el ladrón se llevó todos los objetos de valor y los empeñó. Usted personalmente manejó ese aspecto del caso —dijo Torres, acercándose a él—. Explique cómo el relicario personal de la víctima terminó en su equipaje siete años después. ¿Por qué lo guardó? ¿Y por qué decidió llevárselo hoy, precisamente el día de la ejecución?
Capítulo 7: La Confesión del Monstruo
Vi cómo Juan Pablo Herrera se rompía delante de mis ojos. Fue como ver un edificio colapsar. Sus hombros se hundieron, sus brazos cayeron flácidos a los costados. Cuando levantó la cabeza, ya no había arrogancia ni confianza en sus ojos. Solo había una mezcla extraña de odio, desesperación y alivio.
Parecía un hombre cansado de cargar una mentira pesada durante demasiados años.
—¡Ella no se merecía a un perdedor como tú! —su voz se quebró en un grito histérico, resonando en el patio—. ¡La amé desde la universidad! ¡Le ofrecí todo lo que tenía! ¡Mi carrera, mi dinero, mi posición!
Su confesión brotaba como vómito, incontrolable.
—¡Y ella te eligió a ti! —me escupió las palabras con veneno—. ¡A un ingeniero ordinario con un sueldo mediocre! Se rio de mí… dijo que nunca había pasado nada entre nosotros, ¡que le daba asco!
Herrera se detuvo, respirando con dificultad, como si se estuviera ahogando. Luego continuó, más bajo, como si hablara consigo mismo:
—Fui a verla esa noche cuando no estabas. Quería hablar con ella una última vez, convencerla de que me diera una oportunidad. Pero me rechazó otra vez. Dijo que nunca me amó y nunca lo haría. Quería que la dejara en paz.
Las lágrimas corrían por mi rostro, pero no las sentía. Solo escuchaba al monstruo describir el fin de mi mundo.
—No recuerdo exactamente cómo pasó… solo recuerdo agarrar el cuchillo de la mesa de la cocina en un ataque de furia… cómo gritaba ella y trataba de correr…
Herrera miró su brazo, donde estaba la cicatriz.
—Y entonces apareció ese maldito perro —murmuró con odio—. Me atacó, me mordió el brazo. Apenas pude quitármelo de encima. Agarré algo pesado y lo golpeé. Pensé que lo había matado, pero escapó por la ventana. Estaba seguro de que moriría desangrado en el bosque.
En ese momento, la realidad cayó sobre todos nosotros. Dos guardias agarraron a Herrera y lo esposaron con fuerza, doblándole los brazos tras la espalda, mientras Torres ya estaba al teléfono con la policía y la fiscalía general, exigiendo una revisión inmediata de mi caso y reportando la confesión.
Capítulo 8: Libertad y Lealtad
Todo sucedió tan rápido que me tomó un momento darme cuenta de que esto era real. No era uno de los sueños febriles que había tenido en mi celda durante años.
Rex se acercó a mí. Ya no gruñía. Estaba finalmente tranquilo. Enterró su hocico gris en la palma de mi mano y su cola comenzó a moverse lentamente de un lado a otro. Me arrodillé justo en medio del patio y abracé a mi perro, hundiendo mi cara en su pelaje caliente y áspero. Solo entonces sentí el llanto real, un llanto de alivio, de alegría y de una gratitud infinita hacia esta criatura fiel que recordó todo y esperó su momento durante siete largos años.
Tres horas más tarde, en lugar de estar en una camilla recibiendo la inyección letal, estaba parado en las puertas del penal como un hombre libre.
Una orden judicial de emergencia, basada en la evidencia del relicario y la confesión grabada de Herrera, anuló la sentencia. Me liberaron con rehabilitación completa inmediata.
El director Torres me acompañó personalmente hasta la salida. Me pidió perdón por los años que perdí tras las rejas y prometió ayudarme a buscar la compensación que el estado me debía.
Las inmensas puertas de metal crujieron al abrirse. Di mi primer paso hacia la libertad, sintiendo el asfalto caliente de la calle bajo mis pies y el sol en mi cara.
Rex caminaba a mi lado. Cojeaba un poco, sí, pero mantenía la cabeza alta y orgullosa.
Subimos a un taxi que el amable Don Chuy nos había pedido. Le di al conductor la única dirección que importaba en ese momento: el cementerio de la ciudad.
Veinte minutos después, estábamos frente a la tumba de mi esposa. Una piedra gris simple con su nombre y las fechas. Coloque un ramo de rosas blancas que compramos en el camino sobre la lápida.
—Ganamos, mi amor —dije en voz baja, con la garganta cerrada—. Rex encontró a tu asesino y se hizo justicia. Perdón por tardar tanto, pero no nos rendimos y no te olvidamos.
Rex se sentó a mi lado en el pasto húmedo, apoyando su hocico canoso en mi rodilla. Nos quedamos en silencio, dos supervivientes, dos seres que la amaban con todo el corazón.
El viento frío del otoño movía las hojas de los árboles del cementerio, pero yo ya no sentía frío. Era libre, mi nombre estaba limpio, y mi amigo más leal estaba a mi lado.
La lealtad no se mide en años o distancia; la verdadera lealtad vive en el corazón, recuerda olores y rostros, espera su momento y nunca se rinde. Y ese día, la devoción de un perro viejo con el hocico gris me salvó la vida, probando una verdad simple: la justicia no siempre viene de un tribunal; a veces viene de un corazón fiel que recuerda la verdad.
La Sombra del Fiscal: Los Días Después de la Libertad
Capítulo 1: El Peso del Silencio
La euforia de la libertad es un sentimiento engañoso. Cuando salimos del cementerio, dejando atrás la tumba de Elena, pensé que la batalla había terminado. Pero mientras el taxi conducido por Don Chuy se alejaba por las calles de la ciudad, la realidad comenzó a asentarse con el peso de una losa de concreto.
El mundo había cambiado en siete años. Los edificios eran más altos, el tráfico más denso, y yo, un hombre de cuarenta años, me sentía como un niño perdido en un mapa que ya no reconocía. Pero lo que más me preocupaba no era mi desadaptación, sino el jadeo pesado que provenía del asiento trasero.
Rex no estaba bien.
La explosión de energía en el patio de la prisión, ese salto heroico contra Herrera y el frenesí por abrir la cajuela, habían cobrado un precio alto en su cuerpo envejecido. Ahora que la adrenalina se había disipado, el pastor alemán temblaba. Su respiración era ronca y sus ojos, antes fijos en el objetivo con una intensidad letal, ahora estaban nublados por el agotamiento.
—No podemos ir a un hotel todavía —le dije a Don Chuy, mi voz ronca por el llanto—. Necesita un veterinario. Urgente.
Don Chuy me miró por el retrovisor. Ya no llevaba su uniforme de guardia; vestía una guayabera sencilla. Había pedido el día libre tras el incidente, arriesgando su propio trabajo para asegurarse de que llegáramos a salvo.
—Conozco a alguien, Carlos. No es una clínica elegante, pero el Dr. Armenta es de confianza. No hará preguntas. Porque créeme, después de lo que pasó hoy, la prensa va a estar buscándote como buitres.
Tenía razón. Al encender la radio del taxi, las noticias locales ya estaban narrando el “Milagro en el Penal Estatal”. Hablaban de un “perro detective”, del arresto del poderoso Fiscal Herrera y de mi liberación. Pero también escuché algo que me heló la sangre: el abogado defensor de Herrera ya estaba dando declaraciones, alegando que su cliente había sido drogado, coaccionado y atacado por una “bestia salvaje” instigada por guardias corruptos.
La guerra no había terminado. Apenas comenzaba.
Capítulo 2: Diagnóstico Reservado
La clínica del Dr. Armenta estaba en un barrio antiguo, con olor a antiséptico y croquetas baratas. El veterinario, un hombre bajo y calvo con manos gentiles, examinó a Rex en silencio durante veinte minutos eternos. Escuchó su corazón, palpó sus articulaciones y revisó sus encías pálidas.
—Es un milagro que este perro siga en pie —dijo finalmente, quitándose el estetoscopio—. Tiene artritis severa en la cadera, cataratas avanzadas y un soplo cardíaco. Lo que hizo hoy… ese ataque… usó cada reserva de energía que le quedaba. Su corazón está muy débil, Carlos.
Acaricié la cabeza de Rex. Él lamió mi mano débilmente, como pidiendo perdón por estar cansado.
—¿Se va a morir? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta. No podía perderlo. No el mismo día que lo recuperé.
—No hoy —respondió Armenta—. Pero necesita reposo absoluto, medicamentos caros y, sobre todo, paz. Nada de estrés. Si su ritmo cardíaco sube de nuevo como hoy, podría sufrir un infarto fulminante.
Paz. Eso era lo único que no tenía.
En ese momento, mi teléfono —un aparato desechable que el Director Torres me había dado al salir— sonó. Era un número desconocido.
—¿Bueno?
—Carlos, soy Sofía Méndez —dijo una voz femenina, rápida y profesional—. Soy abogada penalista. El Director Torres me contactó. Tienes que salir de donde estés. Ahora mismo.
—¿Por qué? —pregunté, alarmado.
—Porque la gente de Herrera no está quieta. Han emitido una orden de restricción contra el perro. Quieren confiscarlo como “evidencia peligrosa” para que le hagan la eutanasia antes de que puedan analizar sus dientes y compararlos con la cicatriz de Herrera. Saben que el ADN en la mordida es la prueba física que corrobora tu historia. Si matan al perro e incineran el cuerpo, la defensa de Herrera puede alegar que la cicatriz fue cualquier cosa.
Sentí una oleada de terror frío. No iban por mí. Iban por Rex.
—¿Qué hago?
—Don Chuy sabe dónde vivo. Vengan a mi casa. Es una fortaleza. Y Carlos… no confíes en nadie más. La policía todavía tiene amigos de Herrera en la nómina.
Capítulo 3: El Intruso en la Noche
La casa de Sofía estaba en una zona segura, rodeada de muros altos. Ella era una mujer joven, de mirada afilada, que había seguido mi caso desde la universidad. Nos instaló en una habitación de huéspedes en la planta baja para que Rex no tuviera que subir escaleras.
Esa noche, mientras Rex dormía bajo el efecto de los analgésicos, Sofía y yo nos sentamos en la cocina con Don Chuy. Sobre la mesa había expedientes y una laptop abierta.
—La situación es crítica —explicó Sofía—. Herrera confesó en el patio, sí. Pero ahora que está en custodia, se retractó. Dice que el perro lo atacó y que él dijo cualquier cosa para que detuvieran el ataque. El relicario es una prueba fuerte, pero sus abogados dirán que tú o Torres lo plantaron en su maleta.
—¡Eso es ridículo! —exclamé, golpeando la mesa—. ¡Estaba en mi celda!
—Lo sé, pero necesitamos algo más. Algo que vincule a Herrera con la escena del crimen hace siete años, más allá de la mordida y el relicario. Necesitamos demoler su coartada falsa de la “caída en bicicleta”.
Fue Don Chuy quien rompió el silencio, sacando una libreta pequeña y desgastada de su bolsillo.
—Quizás esto sirva —dijo el ex guardia—. Nunca lo entregué porque… bueno, porque tenía miedo. Herrera era el diablo.
Abrió la libreta. Eran registros escritos a mano. Fechas, horas, placas de autos.
—Yo trabajaba en la garita de seguridad de tu colonia privada hace siete años, Carlos. Antes de ser guardia de prisión —reveló Don Chuy—. La noche del asesinato, el sistema de cámaras “casualmente” se apagó. Pero yo soy de la vieja escuela. Anotaba las placas de los visitantes que no eran residentes.
Sofía tomó la libreta con manos temblorosas.
—Esa noche… —Don Chuy señaló una línea con tinta azul—. A las 8:15 PM. Entró un sedán gris. Placas oficiales. No se registró nombre, pero anoté que el conductor tenía una calcomanía de la Universidad de Leyes en el vidrio trasero. Y salió a las 8:45 PM, conduciendo muy rápido.
—Herrera —susurré.
—Hay más —continuó Don Chuy—. Tres días después, un hombre vino a la caseta. Se identificó como el Comandante Varela. Me pidió la bitácora de visitas. Le di el libro oficial, pero esta es mi libreta personal. Varela arrancó las hojas del libro oficial frente a mí y me dijo que si valoraba mi vida, me buscara otro trabajo. Por eso terminé en el penal. Para esconderme.
Sofía sonrió por primera vez. Una sonrisa depredadora.
—Esto coloca a un vehículo oficial en la escena. Y si logramos vincular a Varela como cómplice de encubrimiento… el castillo de naipes de Herrera se cae.
Pero nuestra celebración fue interrumpida. Un estruendo de vidrios rotos resonó en la sala principal. Rex comenzó a ladrar débilmente desde la habitación.
—¡Al suelo! —gritó Don Chuy, sacando un arma que llevaba oculta en la cintura.
Alguien había lanzado un ladrillo a través del ventanal. Atado al ladrillo había una nota: “El perro muere esta noche. Entréguenlo y tú vives.”
Capítulo 4: La Cacería Inversa
El miedo se transformó en una ira fría. Habían localizado la casa de seguridad en menos de cuatro horas. Eso significaba que nos estaban vigilando electrónicamente o que nos siguieron.
—No vamos a esperar a que vengan —dije, mirando a Rex, que intentaba levantarse a pesar del dolor—. Sofía, ¿tienes contacto con la prensa? No con los locales, sino con los nacionales.
—Sí, tengo un contacto en la cadena más grande de la capital.
—Llámalo. Vamos a hacer esto público. Pero no aquí. Vamos a ir al único lugar donde Herrera no puede esconderse.
—¿A dónde? —preguntó ella.
—A su casa de campo. Donde dijo que lo mordió el “perro callejero”.
Era una locura. Era arriesgado. Pero si Don Chuy tenía razón sobre Varela, el comandante corrupto intentaría limpiar cualquier rastro que quedara en esa propiedad que pudiera contradecir la historia de la bicicleta.
Salimos en el auto de Sofía, dejando el taxi de Don Chuy como señuelo frente a la casa. Rex iba en mi regazo en el asiento trasero, su cabeza pesada sobre mi pecho.
—Aguanta, amigo —le susurré—. Una última misión.
Llegamos a la propiedad de Herrera en las afueras de la ciudad cerca de la medianoche. Era una finca lujosa, oscura y silenciosa. Pero al acercarnos, vimos luz de linternas en el jardín trasero.
Nos bajamos del auto a una distancia prudente. Don Chuy iba adelante. Nos deslizamos entre los arbustos hasta tener visual.
Ahí estaba. Un hombre alto y corpulento, cavando frenéticamente cerca de un cobertizo de herramientas. A su lado había una patrulla sin rotular. Era el Comandante Varela.
—¿Qué está haciendo? —susurró Sofía.
Observamos en silencio. Varela sacó una bolsa de plástico negra enterrada hace años. La abrió y sacó lo que parecía ser una camisa ensangrentada y un cuchillo oxidado.
—¡Dios mío! —jadeó Sofía—. Herrera no destruyó el arma homicida. La enterró en su propia casa por arrogancia, o como un trofeo retorcido. Y ahora Varela la está desenterrando para destruirla antes de que cateen la casa.
Rex se tensó en mis brazos. Su olfato, aunque viejo, reconoció el olor. El olor a sangre seca. El olor de la noche que mataron a Elena.
Un gruñido bajo comenzó a vibrar en su pecho. No pude detenerlo. Rex soltó un ladrido ronco, profundo, que resonó en la noche.
Varela giró en seco, desenfundando su arma y apuntando hacia la oscuridad.
—¡Quién anda ahí!
Don Chuy no dudó. Salió de las sombras con su propia arma en alto.
—¡Policía Judicial! —mintió Don Chuy con voz de mando—. ¡Suelte el arma, Varela! ¡Está siendo transmitido en vivo!
Sofía salió detrás de él, con su celular en alto, transmitiendo en vivo a sus redes sociales donde miles de personas ya estaban conectadas tras la noticia de la tarde.
—¡Comandante Varela! —gritó ella—. ¡Estamos en vivo para todo México! ¿Esa es el arma que mató a Elena Torres? ¿La que usted ayudó a ocultar?
Varela quedó paralizado. La luz del celular lo iluminaba, con el cuchillo en una mano y la pistola en la otra. Estaba atrapado. Si disparaba, lo verían miles. Si no lo hacía, estaba acabado.
Rex, ignorando su dolor, se soltó de mi agarre. No corrió, no podía. Pero caminó hacia la luz, cojeando, y se plantó frente a Varela. Se sentó y ladró una vez, seco y final. Como un juez dictando sentencia.
Las sirenas comenzaron a sonar a lo lejos. El Director Torres había movilizado a la Guardia Nacional, la única fuerza en la que confiaba.
Capítulo 5: El Adiós del Guerrero
Dos semanas después.
El escándalo había sacudido los cimientos del sistema judicial del país. El video de Varela desenterrando el cuchillo con el ADN de Elena y las huellas de Herrera se volvió viral mundialmente. La “coartada de la bicicleta” fue demolida por la bitácora de Don Chuy. Herrera no solo enfrentaba cargos por asesinato, sino por corrupción, fraude y obstrucción de la justicia. Iba a pasar el resto de sus días en la misma celda oscura donde yo estuve siete años.
Pero yo estaba lejos de los tribunales.
Estaba en una casa pequeña que renté cerca de la playa, lejos del ruido, usando el primer pago de la indemnización que el estado adelantó para evitar más vergüenza pública.
El sol de la tarde entraba por la ventana abierta, trayendo el olor a mar. Rex estaba acostado en su cama ortopédica, la más suave que el dinero podía comprar.
El Dr. Armenta había sido claro. El corazón de Rex estaba fallando. Ya no comía. Apenas bebía agua. Pero no parecía sufrir. Solo estaba… cansado.
Me senté en el suelo junto a él, acariciando su pelaje gris.
—Lo hiciste bien, chico —le susurré, con las lágrimas cayendo libremente sobre su lomo—. Lo hiciste todo bien. Salvaste mi vida. Limpiaste mi nombre. Hiciste justicia por mamá.
Rex abrió un ojo y me miró. Esa mirada inteligente y profunda estaba tranquila. Ya no había furia, ni miedo, ni tensión. Solo amor.
Levantó su cabeza con un esfuerzo titánico y lamió una lágrima de mi mejilla. Luego, dejó escapar un suspiro largo, profundo, como quien suelta una carga pesada después de un viaje interminable.
Su pecho bajó y no volvió a subir.
El silencio en la habitación no era vacío. Era un silencio lleno de paz.
Enterré a Rex en una colina mirando al mar, bajo un árbol de sombra. No puse una lápida con su nombre. Puse una placa que decía:
“Aquí yace el verdadero héroe de esta historia. La lealtad tiene cuatro patas y un corazón que nunca olvida. Gracias, Rex.”
Regresé a la casa, solo por primera vez en semanas, pero no me sentía solo. Sentía que una parte de él, esa fuerza indomable y fiel, se había quedado conmigo para siempre. Herrera me había quitado siete años, pero Rex me había devuelto el futuro. Y prometí vivir cada día de ese futuro en honor a los dos seres que me amaron incondicionalmente: Elena y su guardián.
FIN
