PARTE 1: EL FANTASMA EN EL PASILLO
CAPÍTULO 1: El Rostro en el Marco Dorado
—Dios mío… esa soy yo.
Las palabras salieron de mi boca como un susurro ahogado, arañando mi garganta. Mis manos, envueltas en los guantes blancos de algodón barato que la agencia de catering nos obligaba a usar para “no manchar la experiencia de los invitados”, empezaron a temblar violentamente. La bandeja de cristal que sostenía tintineó peligrosamente; las copas de champaña chocaron entre sí, amenazando con derramar el líquido burbujeante sobre el piso de mármol de Carrara que costaba más que la casa entera donde yo rentaba un cuarto.
Ahí estaba. Colgada en el pasillo privado de la mansión Buenaventura, justo entre un cuadro abstracto que parecía un manchón de pintura y una escultura de bronce pretenciosa. Enmarcada en oro macizo, iluminada por una luz tenue y dirigida, como si fuera una reliquia sagrada de la familia real mexicana.
Era una foto mía.
No había error. Tenía cuatro años en la imagen. La misma sonrisa tímida que siempre odié porque mostraba mis dientes torcidos de leche, los mismos rizos rebeldes color azabache que mi madre —o quien yo creía que era mi madre en mis recuerdos borrosos— intentaba peinar con agua y limón. Llevaba ese vestidito rosa con encaje en el cuello que vagamente recordaba haber usado en un cumpleaños, con el Lago de Chapultepec desenfocado al fondo.
Sentí un vértigo brutal. El aire acondicionado de la mansión en Las Lomas de Chapultepec estaba helado, pero yo empecé a sudar frío.
¿Cómo demonios mi foto de la infancia terminó decorando la pared prohibida de una de las familias más poderosas, ricas y corruptas de la Ciudad de México?
Me llamo Jazmín Montes. Tengo 24 años y mi vida se resume en servir a los demás. He servido canapés de salmón y bebidas importadas a la “gente bien” en docenas de eventos de la alta sociedad, desde los áticos de Polanco hasta las residencias amuralladas de Bosques. Soy experta en ser invisible. Para ellos, las personas como yo no tenemos rostro, ni historia; somos mobiliario que respira, extensiones de la bandeja que cargamos.
Crecí rebotando en el sistema de orfanatos del Estado de México. Fui una niña “del sistema”. Las trabajadoras sociales siempre me daban explicaciones que sonaban a guion de telenovela mal escrita: “circunstancias difíciles”, “papeles perdidos en una inundación”, “nadie te reclamó, mija”. Siempre supe que mi historia tenía agujeros negros, vacíos que dolían en las noches de lluvia. Pero nunca, ni en mis peores pesadillas, imaginé que la pieza faltante del rompecabezas estaría colgada en la pared de Ricardo Buenaventura.
Sí, ese Ricardo Buenaventura. El magnate de la construcción, el dueño de medio horizonte de la ciudad, el hombre que media hora antes había pasado a mi lado en el vestíbulo empujándome con el hombro sin siquiera pedir perdón, ni voltear a verme, como si yo fuera un estorbo invisible en su camino a la grandeza.
Me acerqué a la foto, hipnotizada. Mis dedos querían tocar el cristal. Abajo, en el marco, había una pequeña placa grabada en metal: “Mi princesa, 1999”.
Princesa. A mí me habían llamado muchas cosas en la vida: huérfana, arrimada, muerta de hambre. Pero nunca princesa.
—¡Ey, tú! ¿Qué chingados haces aquí?
La voz rasposa y agresiva me sacó del trance de golpe. Me giré, con el corazón golpeándome las costillas como un tambor de guerra. Un guarura de traje negro, con el auricular en la oreja y cara de pocos amigos, avanzaba hacia mí por el pasillo.
—El servicio no tiene permitido estar en las alas privadas. ¿No entendiste las instrucciones o te haces pendeja? —ladró, poniéndose a centímetros de mi cara. Olía a tabaco y mentas baratas—. ¡Vete a la cocina o te saco a patadas a la calle!
El miedo me invadió, ese miedo condicionado de quien sabe que no tiene poder. —Perdón, señor. Me… me perdí buscando el baño de servicio para limpiar una copa —mentí, forzando esa sonrisa sumisa y estúpida que aprendes para sobrevivir en este trabajo. Bajé la cabeza, ocultando el temblor de mis manos.
—El baño de los gatos está abajo, junto a la cochera. Lárgate.
Asentí rápidamente y di media vuelta. Pero antes de cruzar el umbral hacia el bullicio de la fiesta, grabé esa imagen en mi mente. La niña del vestido rosa. La fecha. Y el hecho de que estaba en la casa del hombre más intimidante de la ciudad.
CAPÍTULO 2: La Hipocresía del Filántropo
De vuelta en el salón principal, el ruido de las risas y el tintineo de las joyas me golpeó como una bofetada. Bajo un candelabro de cristal que costaba más que toda la cuadra de mi colonia en Iztapalapa, mis ojos buscaron automáticamente a Ricardo Buenaventura.
Ahí estaba. El rey de la fiesta. Impecable en su esmoquin hecho a medida en Italia, sosteniendo una copa de coñac como si fuera el cetro de su reino, rodeado de señoras de las Lomas operadas y empresarios de Santa Fe que le reían todas las gracias.
Estaba a punto de dar su discurso. El motivo de la gala: recaudar fondos para su “Fundación Angelitos”, una organización dedicada, supuestamente, a ayudar a niños huérfanos y desfavorecidos.
Qué ironía tan cruel, tan sangrienta.
Me pegué a una columna de mármol, tratando de controlar las náuseas y la adrenalina que me quemaba la sangre. Observé cada gesto de Ricardo. Su sonrisa calculada, esa forma arrogante de levantar la barbilla, esa seguridad del que sabe que el mundo le pertenece porque lo compró.
El hombre subió al pequeño escenario improvisado. Las luces bajaron y un reflector lo iluminó. Los aplausos fueron estruendosos.
—Amigos, gracias por estar aquí —comenzó Ricardo, su voz profunda y carismática llenando la sala—. Hoy no estamos aquí solo para beber y celebrar. Estamos aquí por los que no tienen voz. Por los niños que México ha olvidado.
La gente suspiró conmovida. Vi a una señora secarse una lágrima imaginaria con un pañuelo de seda.
—Ustedes saben… —Ricardo hizo una pausa dramática, bajando la mirada— que este tema es personal para mí. Muy personal.
El silencio en la sala era sepulcral. Yo apreté la bandeja con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos bajo los guantes.
—La vida a veces nos obliga a enfrentar tragedias que ningún padre debería vivir —continuó, y su voz se quebró con una emoción tan perfectamente ensayada que merecía un premio Ariel—. Perder a una hija cambia a un hombre para siempre. Te rompe. Pero decidí que esa pérdida no sería en vano. El dolor de mi pasado es el motor de mi presente. Por eso creé esta fundación. Para darles a otros niños el futuro que… que mi pequeña no pudo tener.
Sentí que la sangre se me helaba en las venas, convirtiéndose en hielo puro.
¿Perder? ¿Tragedia?
Yo no estaba muerta. Yo no era un fantasma. Yo estaba ahí, a diez metros de él, respirando, sintiendo, sosteniendo una bandeja de champaña tibia mientras me dolían los pies.
Él no me había perdido. Él sabía perfectamente dónde estaba esa foto. Si yo era su hija, ¿por qué crecí durmiendo en catres con chinches? ¿Por qué tuve que pelear por un plato de comida?
Miré a la multitud. Todos lo miraban con adoración. “Qué hombre tan noble”, susurró una mujer a mi lado. “Qué fortaleza”.
Nadie veía la verdad. Nadie veía la mentira grotesca que se escondía detrás de ese traje caro. Ricardo Buenaventura estaba usando mi supuesta “muerte”, mi ausencia, para lavar su imagen, para ganar prestigio y, seguramente, para evadir impuestos con su fundación.
—Perder a una hija… —repitió él, mirando al techo como si buscara una respuesta divina.
“No me perdiste, cabrón”, pensé, y la ira empezó a reemplazar al miedo. “Me desechaste”.
En ese momento, mientras veía al hombre que probablemente era mi padre biológico recibir ovaciones por su “valentía”, algo fundamental se rompió dentro de mí. Pero no fue mi corazón. Fue mi miedo. Fue mi sumisión.
Jazmín, la mesera tímida que agachaba la cabeza, murió en ese instante bajo las luces de la mansión.
Una nueva Jazmín nació. Una con hielo en el estómago y fuego en la cabeza.
Tomé una decisión que cambiaría el destino de todos en esa sala lujosa. Iba a descubrir la verdad completa. Iba a averiguar por qué tenía mi foto, qué pasó realmente con mi madre (de la cual no tenía ni un recuerdo claro, solo sensaciones), y por qué él seguía vivo y rico mientras yo había sobrevivido de milagro.
Y cuando tuviera las pruebas, Ricardo Buenaventura iba a pagar. No con dinero, porque eso le sobraba. Iba a pagar con lo único que realmente le importaba: su reputación, su libertad y su ego.
Nadie notó la sonrisa que se formó en mi rostro mientras me retiraba hacia las sombras de la cocina. No era la sonrisa de una hija encontrando a su padre perdido. Era la sonrisa de un depredador que acababa de encontrar el punto débil de su presa.
Ricardo creía que estaba celebrando su mejor año. No sabía que acababa de invitar a su propia ejecución a su fiesta. Y la verdugo traía puesto un uniforme de mesera.
PARTE 2: LA VERDAD BAJO TIERRA
CAPÍTULO 3: Secretos de Cantina y Sangre
Pasaron tres días desde la gala, pero para mí, el tiempo se había detenido en ese pasillo.
No podía sacarme esa foto de la cabeza. Cada vez que cerraba los ojos en mi cuarto húmedo de Iztapalapa, veía la sonrisa inocente de la niña que alguna vez fui, colgada como decoración en la casa del hombre que debió protegerme. Esa imagen quemaba. Ardía más que el hambre, más que el cansancio de doblar turnos.
Necesitaba respuestas. Pero, ¿por dónde carajos empieza una mesera a investigar a un tiburón como Ricardo Buenaventura? El tipo era intocable. CEO de “Constructora Buenaventura”, consejero en tres universidades privadas y, para colmo, el “santo patrono” de los orfanatos del estado.
El hombre había construido un imperio sobre los cimientos de su propia hipocresía.
Entonces recordé a Marcos.
Marcos era un barman veterano, un señor de unos cincuenta y tantos años con manos callosas y ojos que habían visto demasiadas cosas que la gente rica prefiere esconder bajo la alfombra. Trabajaba en todos los eventos de élite de la ciudad. Si alguien conocía los trapos sucios de esa gente, era él. Los ricos cometen un error fatal: creen que porque servimos los tragos, somos sordos.
Lo encontré en una cantina cerca del metro Balderas, donde los meseros nos reuníamos a veces después de la chamba para quejarnos de las propinas miserables.
—¿Buenaventura? —Marcos casi se ahoga con su cerveza cuando solté el nombre. Bajó el vaso con un golpe seco en la mesa de metal—. Hija, tú no quieres meterte con ese señor. Ese tipo no tiene amigos, tiene cómplices. Y tiene tentáculos en todos lados, desde la policía hasta el gobierno.
—¿Por qué lo dices así? —pregunté, tratando de sonar casual mientras jugaba con la servilleta, aunque el corazón me latía en la garganta—. Solo me dio curiosidad. Se ve muy… generoso.
Marcos soltó una risa amarga y miró a su alrededor, asegurándose de que nadie nos escuchara. El lugar estaba lleno de humo y ruido, pero él bajó la voz a un susurro conspirativo.
—Hay rumores, mija. Rumores viejos, de antes de que tú nacieras. Dicen que tuvo una hija que simplemente… desapareció del mapa.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. —¿Desapareció?
—Sí. Hace unos veinte años. Su primera esposa, una tal Elena, murió en un accidente muy raro en la carretera a Cuernavaca. Dicen que los frenos fallaron. La niña iba con ella, o eso dijeron. Tenía como cuatro años.
Cuatro años. La edad de la foto. Mis manos empezaron a sudar frío.
—Lo curioso —continuó Marcos, inclinándose hacia mí— es que después del accidente, Buenaventura no se veía muy triste. Al contrario. De la noche a la mañana, su pequeña constructora se volvió un monstruo. Heredó una fortuna astronómica del seguro de vida de la esposa. Y la niña… nunca se encontró el cuerpo, pero la dieron por muerta. Fue como si se hubiera evaporado.
—Pero él habla todo el tiempo de ayudar a los niños huérfanos —repliqué, tratando de conectar los puntos.
—¡Claro que sí! —Marcos golpeó la mesa con el dedo índice—. Nada mejor para limpiar una conciencia sucia y lavar dinero que una fundación benéfica con su nombre estampado en letras de oro. Ese hombre convirtió la tragedia en su marca personal. “El viudo doliente que ayuda al mundo”. Pura basura.
Esa noche no dormí. Me senté en mi cama, con la luz azul de mi celular iluminando mi cara, y empecé a escarbar. Creé perfiles falsos en redes sociales y me puse a investigar como si mi vida dependiera de ello. Porque, de hecho, dependía de ello.
Descubrí que Ricardo se había casado tres veces más después de la muerte de su primera esposa. Siempre con mujeres mucho más jóvenes, modelos o socialités, que firmaban acuerdos prenupciales blindados. Ninguno de sus matrimonios duraba más de dos años. Era un depredador en serie.
Pero lo más interesante fue lo que encontré en la hemeroteca digital de un periódico viejo. Encontré artículos sobre Elena Buenaventura, mi madre biológica.
Al leer sobre ella, sentí un dolor agudo en el pecho, una nostalgia de algo que me robaron. Elena no era una socialité. Era una activista. Luchaba por los derechos de los niños y buscaba reformar el sistema de adopción en México, que estaba podrido de corrupción.
El último artículo sobre ella tenía una fecha escalofriante: dos semanas antes de su “accidente”. El titular decía: “Activista investiga irregularidades en agencias de adopción privadas”.
Qué conveniente.
Imprimí todo en un cibercafé y pegué las hojas en la pared de mi cuarto, uniéndolas con hilo rojo como en las películas. La línea de tiempo era clara y aterradora:
-
Elena descubre algo sucio sobre las agencias de adopción.
-
Dos semanas después, muere en un “accidente” de carretera.
-
Su hija (yo) desaparece y es dada por muerta.
-
Ricardo cobra el seguro, hereda todo y se vuelve millonario.
-
Ricardo abre una fundación para huérfanos.
Me tapé la boca para no gritar. Mi madre había descubierto algo comprometedor. Y él… él la había quitado de en medio. Y a mí me había desechado como basura para cobrar un cheque.
Necesitaba más que recortes de periódico. Necesitaba pruebas reales. Y sabía exactamente a quién acudir.
CAPÍTULO 4: El Precio de la Verdad
A la mañana siguiente, con las ojeras marcadas y la rabia como combustible, fui al pequeño café en la colonia Roma donde trabajaba por las mañanas. No fui a trabajar. Fui a buscar a una clienta.
Doña Margarita Santos.
Margarita era una mujer de unos 65 años, con el cabello gris corto, mirada de halcón y una actitud que gritaba “no me jodas”. Siempre se sentaba en la misma mesa de la esquina, pedía un café negro sin azúcar y leía el periódico con una lupa, refunfuñando sobre la inseguridad del país. Sabía, por los chismes del dueño, que era una investigadora privada retirada. Una de las viejas, de las que trabajaron cuando la policía judicial era la ley de la selva.
Le serví su café antes de que lo pidiera, pero esta vez me senté frente a ella.
—Doña Mago, necesito un favor —dije, sin rodeos.
Ella bajó el periódico lentamente y me miró por encima de sus lentes. —Mija, son las 8 de la mañana. Si no es para rellenarme la taza, estás en mi espacio personal.
—No es sobre café. Necesito información sobre alguien. Alguien pesado.
Margarita estudió mi cara por un largo momento. A sus años, había desarrollado un instinto casi sobrenatural para oler la desesperación y la verdad. Suspiró y dejó el periódico a un lado.
—Por el tono de tu voz y esas ojeras de mapache, supongo que no es para saber si tu novio te pone el cuerno. ¿De quién hablamos?
—Ricardo Buenaventura.
Margarita soltó una risotada seca. —Niña, tú apuntas alto. Ese hombre desayuna gente como tú y la escupe antes del almuerzo. ¿Cuánto puedes pagar? Mis honorarios no son baratos, y mi jubilación no alcanza.
—No tengo dinero —admití, poniendo mis manos sobre la mesa—. Pero puedo trabajar para usted. Limpiar su casa, hacer sus mandados, organizarle los archivos, cocinarle… lo que necesite por el resto del año. Soy muy trabajadora, Doña Mago. Usted lo sabe.
—Interesante… —Margarita sonrió levemente, mostrando un diente de oro—. Hace mucho que no tengo un caso real. Me aburro viendo telenovelas. Cuéntamelo todo. Y no te saltes ni una coma.
Le conté todo. Desde la foto en el pasillo hasta la conversación con Marcos y los artículos sobre mi madre. Mientras hablaba, Margarita sacó una libreta desgastada de cuero y empezó a tomar notas con una pluma fuente. Su expresión pasó de la indiferencia a la seriedad absoluta.
Cuando terminé, la investigadora me miró con un respeto nuevo. Ya no me veía como la mesera que le servía el café.
—Cariño —dijo, cerrando la libreta con un golpe suave—, tú no estás buscando a tu papá perdido. Estás cazando a un depredador. Y si lo que dices es cierto, ese hombre no solo es un ladrón… es un asesino. Puede que haya matado a tu madre.
Sentí un nudo en la garganta, pero asentí. —Lo sé. Por eso necesito su ayuda.
Durante los siguientes días, Margarita desempolvó sus viejos contactos. Hizo llamadas desde teléfonos públicos, habló con “fantasmas” de los archivos de la policía y movió hilos que yo ni sabía que existían.
Lo que descubrió fue peor de lo que habíamos imaginado en nuestra peor pesadilla.
Nos reunimos tres noches después en su departamento, un lugar lleno de humo de cigarro y carpetas apiladas.
—Siéntate y tómate un tequila, lo vas a necesitar —dijo Margarita, empujando una carpeta hacia mí.
La abrí con manos temblorosas. —Ricardo no solo te abandonó, Jazmín. Él te borró legalmente de la faz de la tierra.
—¿Qué quiere decir?
—Mira esto. —Margarita señaló un documento amarillento. Era un acta de defunción. Mi acta de defunción. Fechada el mismo día del accidente de mi madre—. “Causa de muerte: Politraumatismo severo e incineración en accidente vehicular”. Dice que tu cuerpo quedó irreconocible.
Sentí náuseas. Estaba leyendo mi propia muerte.
—Él falsificó esto —susurré.
—Y cobró por ello —añadió Margarita con asco—. Tu padre recibió medio millón de dólares del seguro de vida por ti también. Cobró por la esposa y por la hija. Usó tu “muerte” para financiar su primer gran proyecto inmobiliario.
—Maldito… —Las lágrimas de rabia empezaron a correr por mis mejillas. Me había vendido. Mi vida valía medio millón de dólares para él.
—Espera, hay más. —Margarita pasó la página—. Esto es lo que realmente me preocupa. Encontré el reporte policial original del accidente. El que “se perdió” en los archivos oficiales pero que un viejo amigo mío guardó copia.
Me incliné sobre el papel, intentando descifrar la letra mecanografiada.
—Tu madre, Elena… no murió en el impacto. Sobrevivió al choque.
El mundo se detuvo. —¿Qué?
—Murió dos horas después en el hospital. Estaba consciente, Jazmín. Y antes de morir, le dijo algo a una enfermera. La enfermera declaró que Elena estaba histérica, gritando que no dejaran que “el monstruo” se llevara a la niña. Que él había cortado los frenos.
Me tapé la boca, ahogando un sollozo. Mi madre murió sabiendo que él la había matado, y su último pensamiento fue protegerme.
—La enfermera murió en un asalto dos semanas después —dijo Margarita secamente—. Demasiadas coincidencias, ¿no crees?
—Él las mató a las dos. A mi madre y a la testigo.
—Y pensó que te habías muerto tú también o se deshizo de ti en el sistema de orfanatos para no mancharse las manos directamente con sangre de una niña —concluyó Margarita—. Fue un genio cruel. No solo se deshizo de una esposa incómoda que iba a exponer sus negocios sucios y de una hija que no quería, sino que convirtió ese doble crimen en capital social y financiero. Creó la fundación sobre sus tumbas.
Me levanté de la silla, caminando de un lado a otro del pequeño departamento. La tristeza había desaparecido. Ahora solo quedaba un odio frío, calculador, quirúrgico.
—Margarita, entrégame todo —dije, limpiándome la cara con el dorso de la mano—. Voy a destruir a ese hombre.
—Jazmín, escúchame bien —Margarita me tomó del brazo con fuerza—. Este hombre es peligroso. Si mató a tu madre por dinero, ¿qué crees que te hará a ti si descubre que estás viva y husmeando? Te va a aplastar como a una cucaracha.
La miré a los ojos. Por primera vez en mi vida, no sentí miedo.
—No me va a hacer nada, Doña Mago.
—¿Por qué estás tan segura?
Sonreí, y fue una sonrisa que asustó incluso a la vieja detective.
—Porque él no sabe que existo. Él cree que soy un fantasma, o una estadística muerta hace 20 años. Y esa va a ser mi mayor ventaja. Los muertos no hablan, pero cuando regresan… regresan para cobrar.
Margarita soltó mi brazo y suspiró, negando con la cabeza pero con una chispa de admiración en los ojos. —Estás loca, niña. Pero me gustas. ¿Cuál es el plan?
—La próxima semana es la “Gala Anual de los Huérfanos” en el Hotel St. Regis. Va a estar toda la prensa, todos sus socios, toda la alta sociedad.
—¿Y?
—Y yo voy a estar ahí. No sirviendo champaña. Voy a ir a presentarle a su hija.
Ricardo Buenaventura seguía con su vida de filántropo mentiroso, durmiendo tranquilo en sus sábanas de seda, creyendo que sus secretos estaban enterrados bajo tres metros de tierra. No tenía idea de que la tierra se estaba abriendo.
Jazmín Montes había muerto en ese departamento. Jazmín Elena Buenaventura acababa de despertar. Y tenía una cuenta muy grande que cobrar.
La pregunta flotaba en el aire denso de la habitación: ¿Qué pasa cuando un hombre que construyó su imperio sobre la tumba de su hija descubre que ella tiene la pala en la mano?
La respuesta llegaría pronto. Y sería más devastadora que un terremoto.
CAPÍTULO 5: La Calma Antes de la Tormenta
La semana antes de la gala fue una eternidad comprimida en siete días de insomnio y adrenalina pura. Mi pequeño cuarto en Iztapalapa se convirtió en el cuartel general de lo que Margarita bautizó como “Operación Lázaro”. Porque yo iba a levantarme de entre los muertos, y a Ricardo no le iba a gustar el milagro.
El plan era arriesgado. Suicida, dirían algunos. Pero no teníamos opción. Ricardo Buenaventura era dueño de la narrativa. Si yo iba a la policía con unos papeles viejos, esos papeles desaparecerían antes de llegar al escritorio del Ministerio Público. Si iba a un periódico, Ricardo compraría la editorial antes de que la tinta se secara.
Necesitábamos un escenario en vivo. Un lugar donde no pudiera editar la realidad. Un lugar lleno de cámaras, testigos y egos. La Gala del Hotel St. Regis era perfecta.
—Tienes que entender una cosa, niña —me dijo Margarita la noche antes del evento, mientras revisábamos por enésima vez la carpeta de pruebas—. Una vez que subas a ese escenario, no hay vuelta atrás. Te vas a convertir en un blanco.
—Ya soy un blanco, Doña Mago. Solo que ahora voy a disparar primero.
Margarita asintió, pasándome un USB metálico. —Aquí está la bala de plata.
Esa memoria USB contenía el trabajo de toda una vida de mi madre y la astucia de Margarita. No solo estaban los reportes de la autopsia real de Elena (que mostraban rastros de veneno, no solo golpes del choque), sino algo mucho más dañino: grabaciones.
Resulta que el abogado personal de Ricardo en aquella época, un tipo paranoico que terminó en la cárcel por fraude fiscal, grababa todas sus reuniones “por seguridad”. Margarita, con sus viejos contactos en el reclusorio, había conseguido esas cintas a cambio de unos cartones de cigarros y una tarjeta telefónica. Eran baratas para el valor que tenían.
Escucharlas fue la tortura más grande de mi vida.
Oír la voz de mi padre, veinte años más joven, diciendo con una frialdad espeluznante: “Elena se está volviendo un problema. No deja de preguntar por las agencias. Necesito que se acabe el problema. Y la niña… la niña es un cabo suelto. No quiero cargar con ella si Elena no está”.
Esa frase se repetía en mi cabeza como un mantra de odio. “Un cabo suelto”. Eso era yo para él. No una hija, no sangre de su sangre. Un hilo suelto en su traje perfecto que necesitaba ser cortado.
—Marcos ya tiene todo listo dentro del hotel —dijo Margarita, sacándome de mis pensamientos—. Él va a estar en la barra principal. Te consiguió el uniforme de la agencia de catering que va a servir el evento. Vas a entrar como lo que él cree que eres: una simple sirvienta.
—El Caballo de Troya —murmuré.
—Exacto. Pero en lugar de soldados griegos, llevas la verdad. Y Jazmín… —Margarita me tomó la mano. Sus dedos estaban fríos—. He programado un envío masivo de correos electrónicos. A las 9:15 PM, justo cuando él esté dando su discurso, toda esta información va a llegar a las bandejas de entrada de los principales noticieros, periodistas de investigación y blogs de chismes de la ciudad. CNN, Reforma, El Universal, hasta los youtubers de farándula. Todos lo tendrán.
—¿Por qué a esa hora?
—Porque es el momento en que tú vas a tomar el micrófono. Quiero que cuando él intente negarlo, los celulares de todos los periodistas en la sala empiecen a vibrar con las pruebas. Quiero ver su cara cuando se dé cuenta de que no puede comprar el silencio esta vez.
Esa noche, antes de intentar dormir, fui al cementerio donde supuestamente estaban enterradas mi madre y yo. Era un panteón privado, lujoso, con pasto inglés y lápidas de mármol negro. Salté la reja con cuidado, sintiéndome como una criminal visitando mi propia tumba.
Ahí estaba. Una lápida doble, elegante y fría. “Elena Buenaventura y su amada hija Jazmín. Descansen en paz”.
Toqué la piedra fría. Estaba vacía. Abajo de esa tierra no había nada más que mentiras. Mi madre probablemente fue cremada en secreto para ocultar el veneno, y yo… yo estaba ahí, parada, con el corazón latiendo tan fuerte que dolía.
—Perdón por tardar tanto, mamá —susurré al viento nocturno—. Perdón por haber creído que me abandonaste. Pero te juro por lo más sagrado que mañana se acaba esto. Mañana él va a desear estar en esta tumba en lugar de ti.
Dejé una rosa blanca sobre la piedra. No era una ofrenda de paz. Era una promesa de guerra.
Regresé a casa, planché mi uniforme de mesera con una precisión militar y me miré al espejo. Ya no veía a la chica asustada del orfanato. Veía a la hija de Elena. Y estaba lista para incendiar el mundo de Ricardo Buenaventura.
CAPÍTULO 6: La Gala de la Mentira
El salón de baile del St. Regis olía a dinero viejo y perfumes caros. Las arañas de cristal brillaban tanto que lastimaban la vista, y las mesas estaban decoradas con arreglos florales que costaban más de lo que una familia promedio gasta en comida en un mes.
Yo estaba ahí, mezclada entre el ejército de meseros vestidos de negro, con la bandeja en la mano y el auricular en la oreja. Marcos me guiñó un ojo desde la barra. Estaba pálido, pero firme. Sabía que si esto salía mal, él perdería su trabajo y probablemente su jubilación, pero ahí estaba, leal hasta el hueso.
—Tranquila, mija —me susurró al pasar junto a mí para rellenar hielos—. Todo va a salir bien. Solo espera la señal.
Ricardo Buenaventura llegó a las 8:30 PM. Entró como un emperador romano, saludando de mano a senadores, actrices y empresarios. Se veía pletórico, intocable. Llevaba un traje azul medianoche y esa sonrisa de depredador que yo conocía tan bien.
Me pegué a la pared, ajustándome los guantes. Mi corazón iba a mil por hora. Sentía que todos podían escuchar mis latidos, que el sonido retumbaba sobre la música suave de jazz que tocaba la orquesta en vivo.
Serví champaña. Recogí servilletas usadas. Fui invisible. Tal como él me había enseñado a ser.
Pasé cerca de él una vez. Ricardo estaba riendo con un grupo de inversionistas. —…y por eso la Fundación va a expandirse este año —decía, con una copa en la mano—. Los niños son el futuro, señores. Y nosotros somos sus guardianes.
Tuve que morderme la lengua para no gritarle ahí mismo. “Guardianes”. El cinismo de este hombre no tenía límites.
A las 9:00 PM, las luces bajaron. El momento había llegado.
El presentador, un famoso conductor de televisión, subió al escenario. —Damas y caballeros, por favor, recibamos con un fuerte aplauso al hombre del año, el corazón detrás de esta noble causa: ¡El señor Ricardo Buenaventura!
La ovación fue ensordecedora. Ricardo subió los escalones con falsa humildad, saludando a la multitud. Se ajustó el micrófono y miró a su audiencia con ojos brillantes.
—Gracias, gracias de verdad —comenzó, su voz suave y paternal—. Ver este salón lleno me llena de esperanza. Como saben, esta noche es para ellos. Para los huérfanos. Para esos pequeños ángeles que perdieron a sus padres y se enfrentan a un mundo frío y cruel.
Respiré hondo. Era ahora o nunca.
—Yo conozco ese dolor —continuó Ricardo, poniendo su mano en el pecho—. Cuando perdí a mi esposa y a mi hija hace veinte años… sentí que mi vida terminaba.
Empecé a caminar hacia el escenario. No corría, caminaba. Con paso firme, con la bandeja todavía en la mano izquierda. Los invitados empezaron a murmurar al ver a una mesera rompiendo el protocolo, caminando por el pasillo central directo hacia el foco de atención.
—¡Ey! ¿A dónde vas? —susurró un jefe de meseros, intentando agarrarme del brazo. Me zafé con un movimiento brusco, tirando la bandeja al suelo. El sonido del cristal rompiéndose cortó el aire como un disparo.
El silencio cayó sobre el salón. La música se detuvo. Ricardo dejó de hablar y me miró, frunciendo el ceño, molesto por la interrupción.
—Señorita —dijo por el micrófono, su tono condescendiente resonando en las bocinas—, creo que se le cayó algo. El personal de limpieza se encargará. Por favor, retírese, está interrumpiendo un momento importante.
Seguí caminando hasta llegar al borde del escenario. Subí los tres escalones. Ahora estaba a su altura. Frente a frente.
—Disculpe, Señor Buenaventura —dije. Mi voz temblaba al principio, pero luego se endureció como el acero—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
Ricardo me miró con una mezcla de confusión y asco. —¿Quién es usted? Seguridad, por favor…
—Solo una pregunta rápida —interrumpí, acercándome al atril. Le arrebaté el micrófono de la mano con una rapidez que lo dejó pasmado. El sonido del forcejeo retumbó en los altavoces—. Como hija de huérfanos, su discurso me llegó al alma. Especialmente esa parte donde dijo que perdió a una hija.
Ricardo intentó recuperar el micrófono, pero yo di un paso atrás, encarando a la audiencia. Los flashazos de las cámaras empezaron a dispararse. Los periodistas olían la sangre.
—¿Puede contarnos más sobre eso, Ricardo? —pregunté, usando su nombre de pila, sin respeto, sin miedo—. ¿Cómo exactamente “perdió” a su hija?
—Esto es inaudito —balbuceó Ricardo, su cara poniéndose roja de ira—. ¡Saquen a esta loca de aquí!
—Es una pena que no quiera hablar de detalles —dije, mi voz llenando el salón—, porque yo tengo unos detalles muy interesantes sobre su hija perdida.
Ricardo se congeló. Sus ojos se entrecerraron, estudiándome. Realmente mirándome por primera vez en su vida. Vio los rizos. Vio los ojos. Y vi el momento exacto en que el reconocimiento lo golpeó como un tren de carga. El color se le fue del rostro.
—Primero —dije, levantando un dedo—, ella no murió en un accidente. Segundo, usted la abandonó después de matar a su madre para quedarse con la herencia.
El salón estalló en jadeos. “¡Oh, Dios mío!”, gritó alguien.
—Y tercero —sonreí, y fue la sonrisa más triste y victoriosa del mundo—, ella está parada justo frente a usted. Y tiene algunas preguntas para papá.
El silencio que siguió fue absoluto, pesado, mortal.
—Tú… —susurró Ricardo, el micrófono captando su voz temblorosa—. Tú estás muerta. Yo tengo el certificado.
—Ah, sí. El certificado que compraste por cinco mil pesos —respondí, sacando el sobre amarillo que llevaba escondido en mi delantal—. Damas y caballeros, ¿qué les parece si conocemos al verdadero Ricardo Buenaventura?
Lancé el sobre al aire. Las copias de las actas falsas, las fotos de la autopsia real y los estados de cuenta bancarios de sus pagos al sicario cayeron como lluvia sobre el escenario.
—¡No puedes ser Jazmín! —gritó él, perdiendo la compostura, su máscara de filántropo cayéndose a pedazos—. ¡Jazmín murió! ¡Yo me aseguré de…!
Se calló de golpe. Se dio cuenta de lo que acababa de decir. Pero ya era tarde.
—¿De qué te aseguraste, papá? —pregunté suavemente—. ¿Te aseguraste de que muriera? ¿O te aseguraste de cobrar el seguro?
En ese instante, cientos de teléfonos en la sala empezaron a vibrar y sonar al unísono. El correo de Margarita había llegado.
Miré a la prensa. Los periodistas revisaban sus celulares con los ojos desorbitados. Uno de ellos, el corresponsal principal del noticiero nocturno, levantó la mirada y apuntó su cámara directamente a la cara de Ricardo.
—Se acabó, Ricardo —dije, sintiendo cómo las lágrimas finalmente brotaban de mis ojos, no de tristeza, sino de liberación—. Veinte años, papá. Veinte años crecí pensando que era basura. Que nadie me quería. Mientras tú usabas nuestra tragedia para que te aplaudieran.
Ricardo retrocedió, tropezando con sus propios pies. Miró a la multitud buscando apoyo, pero solo encontró miradas de horror y celulares grabando su caída. Sus amigos, sus socios, sus cómplices… todos estaban retrocediendo, alejándose de él como si tuviera la peste.
—¡Es mentira! —chilló, pero su voz sonaba hueca, desesperada—. ¡Es una impostora! ¡Quiere mi dinero!
Señalé la pantalla gigante detrás de nosotros, donde se suponía que proyectarían fotos de niños felices. Pero gracias a Marcos, que había sobornado al técnico de video, apareció otra imagen.
La foto. La foto de la niña en el vestido rosa. Y al lado, una foto actual mía, tomada esa misma mañana. Los mismos ojos. La misma cicatriz pequeña en la barbilla. La misma alma.
—Explícame entonces, Ricardo —dije, mi voz rompiéndose—. ¿Por qué tienes mi foto colgada en tu oficina privada si estoy muerta? ¿Por qué guardaste el trofeo de tu crimen?
Ricardo Buenaventura, el gigante de la construcción, el hombre de acero, cayó de rodillas. No por arrepentimiento. Sino por el peso aplastante de la verdad.
Y mientras las sirenas de la policía empezaban a aullar a lo lejos, acercándose al hotel, supe que Margarita había llamado a los federales hace diez minutos.
El espectáculo había terminado. La justicia apenas comenzaba.
PARTE 3: EL LEGADO DE SANGRE Y LUZ
CAPÍTULO 7: El Desmoronamiento de un Imperio
Las sirenas no solo sonaban afuera; parecían retumbar dentro del pecho de Ricardo. El sonido de la policía acercándose rompió el hechizo de incredulidad que paralizaba el salón.
—¡Esto es una trampa! —bramó Ricardo, con los ojos inyectados en sangre, intentando abalanzarse sobre mí.
Pero antes de que pudiera dar dos pasos, tres agentes de la Fiscalía General de Justicia, vestidos con chalecos tácticos, irrumpieron por las puertas laterales del salón. Margarita no había llamado a la policía local; había ido directo a la federal, a su antiguo contacto en la unidad de delitos financieros y homicidios. No le dimos tiempo a Ricardo de hacer sus llamadas, de sobornar a nadie.
—¡Ricardo Buenaventura! —gritó el comandante a cargo, un hombre robusto que no se dejaba intimidar por esmóquines caros—. ¡Queda detenido por fraude fiscal, lavado de dinero y como sospechoso principal en el homicidio de Elena Montes!
El salón se convirtió en un caos. Las señoras de sociedad gritaban, los empresarios intentaban esconder sus caras de las cámaras, y los meseros —mis compañeros— miraban la escena con una mezcla de terror y fascinación absoluta. Marcos, desde la barra, levantó una copa en mi dirección con una sonrisa de “misión cumplida”.
Dos agentes sujetaron a Ricardo. Él pataleaba, gritando incoherencias sobre sus abogados y sus influencias políticas.
—¡Suéltenme! ¡No saben quién soy! ¡Soy Ricardo Buenaventura!
Me acerqué a él mientras le ponían las esposas. El metal hizo un clic seco, definitivo. El sonido más hermoso que había escuchado en mi vida.
Ricardo levantó la vista. Ya no había arrogancia. Solo miedo puro y duro. El miedo de un animal acorralado que sabe que el matadero es su próximo destino.
—Tú… —susurró, con la voz rota—. Tú planeaste todo esto. Tú, una simple…
—¿Una simple qué, papá? —le interrumpí, inclinándome para que solo él me escuchara—. ¿Una simple mesera? ¿Una huérfana?
Sonreí, y vi cómo él se encogía ante mi mirada.
—Me enseñaste bien, Ricardo. Me enseñaste que en este mundo se sobrevive siendo despiadado. Pero cometiste un error de cálculo.
—¿Cuál? —preguntó, casi hipnotizado por su propia derrota.
—Pensaste que al enterrarme me habías destruido. Pero no sabías que yo era una semilla.
Los agentes lo levantaron a la fuerza.
—¡Jazmín! —gritó mientras lo arrastraban hacia la salida, pasando frente a las cámaras que disparaban flashes como ametralladoras—. ¡Soy tu padre! ¡Podemos arreglar esto! ¡Tengo dinero! ¡Te puedo dar la mitad!
Me quedé parada en el centro del escenario, sola, bajo el foco de luz. —El dinero te lo puedes quedar para pagar tus cigarros en el reclusorio —dije en voz alta, aunque él ya no podía oírme.
La prensa se abalanzó sobre mí. Micrófonos de todas las cadenas de televisión me rodearon. —¿Señorita, es verdad lo del asesinato? —¿Cómo sobrevivió todo este tiempo? —¿Qué siente al ver a su padre arrestado?
Tomé el micrófono del atril una última vez.
—Lo que siento —dije, mirando directo a la cámara principal, sabiendo que todo México estaba viendo esto en vivo— es que por fin se hizo justicia. Ricardo Buenaventura construyó un imperio sobre cadáveres. Hoy, ese imperio se derrumba. Y a todos los niños que él usó para lavar su imagen, les prometo una cosa: esta fundación va a cambiar. Se acabaron las mentiras.
Bajé del escenario. No como la mesera que subió temblando, sino como la mujer que acababa de derribar a un gigante.
Afuera, vi cómo subían a Ricardo a una patrulla blindada. Nuestras miradas se cruzaron por última vez a través del cristal reforzado. Él lloraba. Yo no. Yo ya había llorado todo lo que tenía que llorar en los últimos veinte años.
Margarita me esperaba junto a la salida de servicio, fumando un cigarro con una satisfacción zen.
—Buen trabajo, niña —dijo, soltando el humo hacia el cielo nocturno de la Ciudad de México—. Te dije que iba a ser un espectáculo.
—¿Crees que se quede adentro? —pregunté, sintiendo cómo la adrenalina empezaba a bajar, dejándome exhausta.
—Con las pruebas que les dimos, y con el escándalo mediático que acabas de armar… ese hombre no vuelve a ver la luz del sol sin rejas de por medio. Sus amigos poderosos ya lo están borrando de sus agendas. Nadie quiere salir en la foto con un asesino de esposas.
Esa noche, dormí por primera vez en años sin pesadillas. Ricardo Buenaventura estaba en una celda fría de concreto. Y yo, Jazmín Elena Buenaventura, estaba despierta.
CAPÍTULO 8: El Renacer de las Cenizas
Seis meses después.
El sol entraba por los ventanales de piso a techo de la oficina principal de la Torre Buenaventura. Desde aquí, la Ciudad de México parecía una maqueta brillante y ordenada, una mentira hermosa vista desde las alturas.
Me senté en el sillón de cuero italiano que antes pertenecía al hombre que intentó borrarme. La placa en el escritorio ya no decía “Ricardo Buenaventura”. Ahora decía: “Jazmín Montes – Directora Ejecutiva”.
Mantuve mi apellido adoptivo. “Buenaventura” estaba demasiado manchado de sangre.
La Fiscalía había congelado todas las cuentas personales de Ricardo, pero, en un giro irónico del destino y gracias a una batalla legal brillante liderada por los abogados que Margarita consiguió, logré tomar el control de la Fundación. Resultó que, legalmente, al demostrar mi identidad, yo era la única heredera y beneficiaria de los fideicomisos que él había creado para “proteger” el dinero.
—Jazmín, aquí están los reportes del mes —dijo una voz cálida desde la puerta.
Levanté la vista y sonreí. Era Sara.
Durante la investigación posterior al arresto, descubrí que mi madre no estaba sola en el mundo. Tenía una hermana. Mi tía Sara había buscado a Elena y a mí durante años, pero Ricardo le había hecho creer que ambas morimos calcinadas. Cuando me vio en las noticias, casi le da un infarto.
El reencuentro fue en la fiscalía. No hubo palabras al principio, solo un abrazo que duró diez minutos y que sanó partes de mi alma que no sabía que estaban rotas. “Tienes sus ojos”, me dijo llorando. Ahora, Sara trabajaba conmigo. Era mi mano derecha, mi familia, mi ancla.
—¿Cómo vamos? —pregunté, tomando la carpeta.
—Increíble. —Sara se sentó frente a mí—. Desde que asumiste el cargo y abrimos los libros contables al público, las donaciones reales se han triplicado. La gente confía en ti. Saben que tú no eres él.
Revisé los números. No eran solo cifras; eran vidas. Donde Ricardo gastaba el 80% en “gastos administrativos” (cenas, viajes, joyas para sus amantes) y solo el 20% en los niños, nosotros habíamos invertido la ecuación.
—Ya se aprobaron las becas para los 50 chicos del orfanato de Ecatepec —dije, firmando el cheque con una satisfacción que me llenaba el pecho—. Van a ir a la universidad.
—Y la remodelación del albergue en Iztapalapa empieza el lunes —añadió Sara—. Por cierto, llegó otra carta de él.
El ambiente se enfrió un poco. Ricardo estaba en el Reclusorio Norte, cumpliendo el primer año de una sentencia de cuarenta. Sus “amigos” lo habían abandonado. Sus ex esposas estaban escribiendo libros sobre “Vivir con el Monstruo” y ganando millones. Él estaba solo, arruinado y olvidado.
—Tírala —dije sin mirar el sobre—. No tengo nada que decirle.
—Dice que está enfermo. Que quiere perdón.
Me levanté y caminé hacia la ventana. —El perdón es un lujo que los asesinos no merecen, Sara. Él no quiere perdón, quiere atención. Quiere manipularme una última vez. Pero ese poder ya no lo tiene.
Mi celular vibró. Era un mensaje de Marcos, quien ahora era el jefe de logística de nuestros eventos benéficos (eventos reales, sin hipocresía). “Jefa, todo listo para la inauguración del Centro Elena”.
Ese era mi mayor orgullo. Habíamos convertido una de las mansiones confiscadas a Ricardo en un centro integral para madres solteras y niños en situación de calle. Lo bautizamos con el nombre de mi madre.
Esa tarde, antes de ir a la inauguración, hice una parada obligatoria.
El Panteón Francés estaba tranquilo. Caminé por los senderos de piedra hasta llegar a la tumba. Ya no era la lápida fría y mentirosa que Ricardo había puesto.
Habíamos exhumado los restos reales de mi madre (que Ricardo había ocultado en una fosa común bajo un nombre falso, otro secreto que Margarita arrancó de los archivos). Ahora, Elena descansaba de verdad, bajo una lápida de mármol rosa, rodeada de flores frescas.
La inscripción decía: Elena Montes. Madre, Guerrera, Verdad. Su lucha floreció en su hija.
Me arrodillé y toqué la tierra. —Lo hicimos, mamá —susurré—. Ya nadie te va a olvidar. Y él… él se va a pudrir sabiendo que tú ganaste.
Sentí una brisa suave mover mis rizos. No sé si creo en fantasmas, pero en ese momento, sentí una paz absoluta. Una ligereza que no había sentido en 24 años.
El viaje de regreso a la ciudad fue diferente. Miré por la ventana del auto. Ya no veía una ciudad hostil que quería comerme viva. Veía una ciudad llena de oportunidades, llena de niños que necesitaban a alguien que peleara por ellos como mi madre peleó por mí.
Llegué al evento. Las cámaras estaban ahí, pero ya no me asustaban. Eran herramientas para difundir el mensaje.
Un periodista de CNN se acercó con el micrófono. —Jazmín, hace seis meses eras una mesera invisible. Hoy eres una de las mujeres más influyentes de México. ¿Qué le dirías a la gente que busca venganza contra quienes les hicieron daño?
Pensé en Ricardo, solo en su celda, comiendo rancho frío. Pensé en el odio que me había mantenido viva. Pero luego miré a los niños jugando en el patio del nuevo centro, riendo, seguros, alimentados.
Miré a la cámara y sonreí. Una sonrisa genuina.
—La venganza está sobrevalorada —dije—. Ver a tu enemigo caer es satisfactorio, no lo voy a negar. Pero la verdadera victoria no es destruir al otro. La verdadera victoria es construir algo hermoso sobre las ruinas que ellos dejaron.
Hice una pausa, recordando la foto en el pasillo.
—Ricardo Buenaventura trató de borrarme. Trató de convertirme en una víctima, en un fantasma. Pero cometió el error de darme una página en blanco. Y yo decidí escribir mi propia historia.
—¿Y cuál es esa historia? —preguntó el reportero.
—Que no importa de dónde vengas, ni quién te haya dicho que no vales nada. Tu origen no es tu destino. A veces, tienes que morir un poco para renacer más fuerte.
Esa noche, en el balcón de mi departamento, brindé con una copa de champaña. Pero esta vez, yo no la servía. Yo la bebía. Y sabía a gloria.
Jazmín, la niña de la foto, por fin podía descansar. Jazmín, la mujer, tenía mucho trabajo por hacer.
Y esto, amigos míos, es solo el comienzo.
FIN
