ENTRÉ A CASA Y DESCUBRÍ A MI SUEGRA Y CUÑADA TIRANDO MIS COSAS A LA BASURA: “AQUÍ NO TE QUEREMOS, INTERESADA”

PARTE 1

Capítulo 1: El Príncipe Azul y la Realidad en Obra Negra

Déjenme presentarme, soy Lucía. Regia, de buen diente, terca como una mula cuando se me mete algo en la cabeza y, lamentablemente, protagonista de la telenovela más bizarra que se puedan imaginar. Necesito contarles esto porque lo he traído atorado en el pecho por años. Es una historia sobre traición, drama familiar del bueno y de cómo la gente que jura amarte puede convertirse en tu peor pesadilla. Pero aguanten vara, porque el final… nadie lo vio venir. Ni siquiera yo.

Todo empezó cuando tenía 21 años. Estaba estudiando Mercadotecnia en la Ciudad de México, lejos de mi familia y de la comodidad de San Pedro, en Monterrey. Quería demostrarme a mí misma que podía armarla sola, sin el apellido ni la cartera de mis papás. Ahí fue donde conocí a Diego.

Diego era chilango, alto, moreno, con esa labia que solo tienen los de la capital. Tenía una sonrisa que te desarmaba y una facilidad de palabra que te hacía sentir la única mujer en el mundo. Entre todas las chavas de la facultad que le tiraban la onda, por alguna razón, me eligió a mí. Empezamos a salir en segundo semestre y, no les voy a mentir, al principio todo fue miel sobre hojuelas. Diego me dejaba notitas en mis cuadernos, íbamos por esquites a Coyoacán, caminábamos por Reforma los domingos. Me enamoré hasta los huesos, compadres. Perdida total.

Pero, como dicen por ahí, no todo lo que brilla es oro. Diego tenía un defecto: se cerraba como ostra cuando las cosas se ponían serias. Si yo sacaba el tema de conocer a su familia o hablar del futuro, él cambiaba la plática o hacía un chiste bobo. Me contó que su papá había fallecido hacía años y que vivía con su mamá, Doña Magdalena, y su hermana menor, Angélica, en una colonia popular por el norte de la ciudad. También tenía una hermana mayor, Cristina, pero vivía aparte con sus hijos. Siempre que hablaba de ellas, se le notaba un nerviosismo en la voz, como si tuviera miedo de invocar al diablo.

Debí haber preguntado más. Debí haber sido más “metiche”, pero estaba chava y pensaba que nuestro amor podía con todo. Pasaron los años, terminamos la carrera y nos convertimos en ese par de inseparables que todos envidiaban. Pero entonces llegó la graduación y la realidad nos pegó un cachetadón guajolotero. Éramos dos licenciados desempleados, con muchos sueños y las carteras vacías.

Fue en ese momento de incertidumbre financiera cuando a Diego se le ocurrió hacer algo que debió ser romántico, pero que a mí me prendió todas las alarmas de pánico.

Imagínense la escena: estamos en nuestro depa compartido, rodeados de cajas de mudanza, comiendo pizza fría, y de repente, este hombre se hinca con un anillo que estoy segura compró a 24 meses sin intereses en Coppel.

—Lucía —dijo, con los ojos brillosos—, te amo más que a nada. Cásate conmigo.

Mi corazón latía a mil, pero no de emoción, sino de terror financiero. —Diego —le dije, tratando de no sonar como mi mamá—, bebé, te amo, neta te amo. Pero, ¿cuál es el plan? No tenemos chamba, güey. No tenemos ni un peso partido por la mitad. ¿Estás proponiéndome matrimonio o suicidio económico?

Se le borró la sonrisa. —Pensé que podíamos pedir un préstamo… ya sabes, para la boda y eso.

—¿Estás loco? —se me salió lo norteña—. Diego, ya tienes deudas de la universidad. ¿Quieres empezar el matrimonio debiendo hasta la camisa? Eso no es amor, eso es ser irresponsable.

Le tomé las manos y lo miré a los ojos. —Vamos a hacer las cosas bien. Primero conseguimos chamba, ahorramos y luego nos casamos como Dios manda. Nada de endeudarnos.

Y así lo hicimos. Yo me puse las pilas. Como siempre me gustó escribir, empecé a buscarle por el lado del copywriting y la creación de contenido. Tuve la suerte de agarrar unos clientes extranjeros que pagaban en dólares. Para cuando acordé, ya estaba ganando bastante bien. Diego, por otro lado, agarró lo primero que encontró: supervisor en una bodega de logística. Era una chamba física, pesada, mal pagada y llegaba a la casa molido todos los días.

Aquí es donde la cosa se pone interesante. Yo ganaba casi el triple que él. Pero como fui educada a la antigua en ciertas cosas, no quise hacerlo sentir menos. Nunca le presumí mi dinero. Volví a vivir con roomies para ahorrar, comíamos tacos de canasta y cuidábamos cada centavo. Cada peso que ahorrábamos para la “Boda” era una victoria en equipo.

Después de un año de fletarnos, por fin teníamos un guardadito decente. Fue entonces cuando decidí que era hora de conocer a las familias. Yo fui estratega: quería conocer a los suyos primero. Sabía que si mis papás se enteraban, mi papá iba a querer pagar todo y poner la casa por la ventana, y yo quería que Diego y yo pagáramos nuestra propia boda para que nadie pudiera opinar.

Planeamos ir un fin de semana a su casa. Yo estaba nerviosa, pero emocionada. Pensé que iba a conocer a la gente que crió al hombre que amaba, mi segunda familia. ¡Pobre ilusa! No sabía que estaba a punto de entrar a la boca del lobo.

Capítulo 2: La Cenicienta Regia y la Suegra del Infierno

El viaje en Uber hacia la casa de su mamá fue eterno. Diego me iba contando historias de su barrio, de sus amigos de la cuadra, tratando de sonar animado, pero yo notaba cómo se iba tensando conforme nos acercábamos. Pasamos de las zonas “fresas” a avenidas llenas de baches, puestos de lámina y cables de luz enmarañados. No me asustaba el barrio, me asustaba el silencio de Diego.

Llegamos a una casa de dos pisos, pintada de un color melón descarapelado. “Aquí es”, dijo él, tragando saliva.

En cuanto cruzamos la puerta, supe que algo andaba mal. La casa estaba limpia, impecable, pero se sentía fría, como un consultorio dental barato. En la sala estaba sentada Doña Magdalena, una señora bajita, de mirada penetrante y brazos cruzados. A su lado, Angélica, la hermana menor, ni siquiera levantó la vista de su celular.

—Así que tú eres la famosa Lucía —dijo Magdalena sin levantarse, barriéndome con la mirada—. Diego nos ha contado de ti.

Angélica soltó un soplido, como si mi presencia le quitara oxígeno. —Bienvenida a nuestra humilde casa —siguió la madre con un tono que decía todo lo contrario—. Espero que no te moleste ayudar mientras estás aquí. En esta familia todos jalamos parejo, no nos gustan las inútiles.

Yo, intentando ser la nuera perfecta, sonreí con todos mis dientes. —Claro que sí, señora. Vengo a ponerme a sus órdenes.

Ese fue el inicio de mi servicio militar. Desde que solté la maleta, Magdalena me trajo en chinga. “Ponte a picar la verdura”, “Barre la banqueta”, “Lava el baño que a Diego le gusta limpio”. Y yo, mensa, obedecía todo para ganármela. Pero no era suficiente. Nada era suficiente.

Si picaba la cebolla, lo hacía “muy grueso”. Si barría, “levantaba mucho polvo”. Si lavaba los trastes, “gastaba mucha agua”. Pero lo peor no eran las tareas, era el interrogatorio tipo KGB.

—¿Y tus papás qué hacen? —preguntó mientras movía un caldo de pollo que olía a puro comino. —Mi papá trabaja en la construcción y mi mamá es maestra —respondí.

—¿Construcción? —intervino Angélica desde la sala, con una risita burlona—. O sea, ¿es albañil o maestro de obra? —Maneja proyectos grandes —dije, tratando de ser modesta. No les iba a decir: “Es dueño de Grupo Constructora del Norte”, porque no quería sonar presumida.

—Mmmh —zumbó Magdalena—. Y tú, ¿dices que trabajas desde tu casa? —Sí, soy redactora de contenido para empresas. —¿O sea que estás todo el día en la computadora? —atacó Angélica—. ¿Y eso deja dinero? Porque suena a que te la pasas en Facebook.

Sentí cómo se me calentaban las orejas. —Es un trabajo real. Me va bastante bien. —¿Qué tan bien? —preguntó la suegra sin pelos en la lengua. Me quedé helada. ¿Quién pregunta eso a los cinco minutos de conocerte? —Lo suficiente para aportar —dije seca.

—Porque Diego se mata trabajando en la bodega —soltó Angélica, levantándose por fin—. Llega con la espalda desecha. Espero que no estés esperando que él te mantenga a ti y a tus gustitos de niña fresa.

Busqué a Diego con la mirada para que me defendiera, para que les dijera: “Oigan, bájenle, ella gana más que yo”. Pero el muy cobarde se había ido a su antiguo cuarto a “descansar”. Me había dejado sola con las hienas.

La cena fue una tortura. Preguntas sobre si mis papás tenían casa propia o rentaban, si yo sabía cocinar frijoles “de verdad” y no de lata, si pensaba tener hijos luego luego para “amarrar” a Diego. —Seis años de novios es mucho tiempo —dijo Magdalena masticando con la boca abierta—. O el muchacho no está seguro, o la mercancía no convence.

Me tuve que morder la lengua para no contestarle una barbaridad. Esa noche dormí en el cuarto de visitas (que en realidad era un cuartucho lleno de tiliches), mientras Diego dormía en el sofá. Mirando las manchas de humedad en el techo, me pregunté: “¿Qué diablos hago aquí?”.

El segundo día fue peor. Me despertaron a las 6 AM un sábado. —Órale, a barrer la calle que aquí no es hotel —me gritó la suegra tocando la puerta. Me pasé el día limpiando, cocinando y aguantando las indirectas de Angélica sobre mi ropa, mi acento norteño (“hablas como golpeado”, decía) y mi supuesta flojera. Diego desaparecía por horas, diciendo que iba a ver a sus compadres del barrio.

El domingo, yo ya estaba harta. Estaba lista para mandar todo al diablo, agarrar mis cosas e irme al aeropuerto. Pero entonces, Diego decidió que era el momento perfecto para dar la noticia.

Estábamos en la sobremesa, con un silencio incómodo. Diego se aclaró la garganta. —Mamá, Angélica… tengo que decirles algo. Lucía y yo nos vamos a casar.

El silencio que siguió fue sepulcral. Se escuchaba hasta el zumbido de una mosca. Magdalena pasó del shock a la furia en dos segundos. —¿Es broma? —dijo Angélica, soltando el celular. —No es broma. Ya estamos comprometidos. —¿Y con qué dinero? —ladró Magdalena, golpeando la mesa—. Tú apenas ganas para la renta, Diego. ¿Cómo vas a mantener a una mujer? ¿O es que ella ya está embarazada y te quiere enjaretar al chamaco?

—¡No estoy embarazada! —grité, ya sin paciencia—. Y no necesito que nadie me mantenga. Hemos ahorrado. —¿Ahorrado? —se burló Angélica—. ¿De tus “proyectitos” en internet? Por favor. Seguro Diego está poniendo todo el dinero y tú nada más pones la mano. Es obvio lo que eres. Una interesada que vio a un hombre trabajador y noble, y se le pegó como garrapata para salir de pobre.

Me levanté de la mesa temblando de coraje. —Señora, con todo respeto, usted no sabe nada de mí. Mis papás quieren conocerlas, nos invitaron a Monterrey para formalizar y planear la boda. —¿A Monterrey? —Magdalena hizo una mueca de asco—. ¿A qué? ¿A ver cómo viven apretados? No gracias. Nosotros somos gente decente, no nos juntamos con cualquiera.

—Mamá, por favor —suplicó Diego—. Vengan a conocer a su familia. Es importante para mí.

Magdalena cruzó los brazos y me miró con un odio que me heló la sangre. —Iremos. Pero solo para asegurarnos de que mi hijo no esté cometiendo el peor error de su vida. No creas que te la vas a acabar tan fácil, mosquita muerta.

Ahí supe que la guerra apenas comenzaba. Aceptaron ir a Monterrey, pero no para celebrar, sino para investigar. Lo que ellas no sabían era que al llegar a mi casa, se iban a llevar la sorpresa de sus vidas. Porque pensaban que iban a humillar a la hija de un albañil, y no tenían ni idea del imperio que mi papá había construido con sus propias manos.

Y yo, ingenua, pensé que ver mi realidad las haría respetarme. Qué equivocada estaba. El dinero no compra la clase, y la envidia… la envidia tiene el sueño muy ligero.

PARTE 2

Capítulo 3: La Fortaleza de San Pedro y el Choque de Realidades

El vuelo de regreso a Monterrey se sintió eterno, aunque solo dura una hora y media. Diego venía callado, con la mirada perdida en las nubes, como perro regañado. Yo venía hirviendo por dentro, repasando cada insulto, cada mirada despectiva, cada trapo sucio que me hicieron lavar.

—Perdón —soltó Diego cuando el piloto anunció el descenso—. Ellas… ellas son así. Son de carácter fuerte, muy protectoras. No están acostumbradas a gente “diferente”.

Me volteé a verlo, incrédula. —¿Diferente? ¿A qué te refieres con diferente? ¿A gente que se baña diario o a gente que no te insulta en tu propia cara? Me trataron como basura, Diego. Y tú no dijiste ni pío.

—Lo sé, nena. Te prometo que voy a hablar con ellas. Pero dales chance, se van a impresionar cuando vean a tu familia. Solo están… asustadas de perderme.

Quise creerle. De verdad quise. Porque lo amaba y porque ya habíamos invertido seis años y muchos sueños en esto.

Llegamos a Monterrey y el aire caliente del norte me devolvió el alma al cuerpo. Mi familia vive en San Pedro Garza García. Para los que no sepan, es una de las zonas más prósperas no solo de México, sino de Latinoamérica. Pero mis papás son de los de antes: tienen lana, sí, pero son sencillos. La casa es grande, con jardín enorme y alberca, pero siempre está llena de gente, de ruido y de olor a carne asada.

Cuando entramos con el Uber (porque mi papá insistió en mandar al chofer, pero yo quise llegar discreta), Diego se quedó mudo. —¿Esta es tu casa? —preguntó, viendo el portón eléctrico de madera maciza y los muros altos de piedra. —Sí, aquí crecí.

Entramos y fue como si hubieran soltado a la jauría, pero de puro amor. Mis hermanos (tengo cuatro, dos hombres y dos mujeres) salieron a recibirnos como si hubiéramos vuelto de la guerra. —¡La flaca! ¡Llegó la flaca! —gritó mi hermano mayor, Beto, cargándome.

Mi mamá salió de la cocina secándose las manos en el delantal, con los ojos llorosos, y mi papá dejó el periódico para venir a darnos esos abrazos que te truenan la espalda. —¡Bienvenido a la familia, muchacho! —le dijo mi papá a Diego, dándole una palmada que casi le saca el aire.

En cinco minutos, Diego ya tenía una cerveza en la mano, un taco de chicharrón en la otra y estaba riéndose con mis hermanos. Se relajó. Vi al Diego del que me enamoré: simpático, amable, feliz. —Tu familia es increíble —me susurró en la oreja mientras mi mamá nos servía el tercer plato de asado de puerco—. Me siento… en casa.

—Les caes bien —le dije, apretándole la mano—. Solo sé tú mismo.

Mis papás se desvivieron. Prepararon el cuarto de huéspedes para la visita de Magdalena y Angélica. Mi mamá, Doña Carmen, mandó lavar las sábanas de hilo egipcio, compró flores frescas y planeó un menú digno de reyes: cabrito, machacado, cortes finos. —Quiero que se sientan bienvenidas —me dijo mi mamá—. Si van a ser tus suegras, hay que tratarlas con cariño.

—Mamá —le advertí—, son… complicadas. No esperes mucho. —Ay hija, nadie se resiste a la hospitalidad regia. Ya verás.

Pobre mamá. No sabía que hay gente tan amargada que el azúcar les sabe a veneno.

El día que llegaron Magdalena y Angélica, el ambiente cambió. Fui por ellas al aeropuerto con Diego en la camioneta de mi papá, una Suburban negra del año. Cuando las vi salir con sus maletas, noté sus caras largas.

—¿Y esta camionetota? —preguntó Angélica al subir, tocando los asientos de piel con desconfianza—. ¿Es rentada? —Es de mi papá —dije, tratando de ser amable. —Mmm. Pues gasta mucha gasolina, ¿no? Muy poco ecológico —soltó, arrugando la nariz.

El trayecto a la casa fue silencioso. Pero cuando llegamos a la colonia y el portón se abrió, vi sus caras por el retrovisor. No era admiración. No era alegría por el bienestar de su futura nuera. Era envidia. Una envidia verde y espesa que se les salía por los poros.

Se bajaron mirando la fachada de la casa como si fuera un crimen. —Bienvenidos —salió mi papá con los brazos abiertos—. Pasen, pasen, esta es su casa.

Magdalena le dio la mano aguada, sin mirarlo a los ojos. —Gracias. Está… grande la casa. ¿Son muchos o nada más les gusta presumir espacio?

Mi papá se rió, pensando que era un chiste. —Somos familia numerosa, señora. Y nos gusta recibir gente. Pasen, mi esposa ya tiene la cena.

Esa noche, la tensión se podía cortar con cuchillo.

Capítulo 4: La Boda “Sencilla” y la Expulsión

La cena fue un desastre a cámara lenta. Estábamos sentados en el comedor principal, bajo un candelabro que a mi mamá le encantaba encender para ocasiones especiales. La mesa estaba llena: cortes de Rib Eye, guacamole, salsas molcajeteadas, frijoles con veneno, tortillas de harina recién hechas.

Mi familia intentaba sacar plática. —¿Y qué tal el viaje, señora Magdalena? —preguntó mi mamá, sirviéndole vino. —Largo. Y el avión muy apretado. No estamos acostumbrados a esos lujos de viajar —respondió seca, empujando el plato de carne—. Nosotros comemos más humilde. Esto es mucha grasa.

Angélica no se quedó atrás. Se la pasó criticando la decoración con la mirada. —Oye Diego —dijo de repente, interrumpiendo una anécdota de mi hermano—, ¿y tú te sientes cómodo aquí? Digo, esto no es lo tuyo. Tú eres de barrio, de gente real. Esto parece… museo.

Diego se puso rojo. —Estoy bien, Angélica. La familia de Lucía es muy amable. —Demasiado amable —murmuró Magdalena—. Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía.

Mis hermanos intercambiaron miradas. Mi papá, que tiene la paciencia de un santo pero el carácter de un toro cuando lo provocan, se aclaró la garganta. —Bueno, dejemos las penas y hablemos de lo bonito. La boda. Estamos muy emocionados. Queremos que sea una fiesta inolvidable.

—¿Inolvidable o cara? —atacó Magdalena. —Pues las dos cosas —sonrió mi papá—. Queremos tirar la casa por la ventana. Ya estuvimos viendo salones en San Pedro, o tal vez en un viñedo en Parras…

—¡Un momento! —interrumpió Magdalena, soltando el tenedor—. ¿Y quién va a pagar todo ese circo? Porque mi hijo trabaja honradamente, pero no es millonario para andar pagando caprichos de princesas.

Se hizo un silencio sepulcral. Yo sentí que el estómago se me iba a los pies. Ellas seguían creyendo que Diego iba a pagar todo. —Señora —dije suavemente—, mis papás nos quieren regalar la fiesta. Es tradición aquí en el norte. Y Diego y yo también hemos ahorrado…

—¿Ahorrado? —se rió Angélica, una risa fea y chillona—. Por favor, Lucía. Deja de fingir. Es obvio lo que está pasando aquí. Tú viste a mi hermano, trabajador, noble, y lo engatusaste. Lo trajiste a ver todo este lujo para apantallarlo, pero la realidad es que lo quieres exprimir.

—¿Perdón? —dijo mi hermana mayor, poniéndose de pie. —Lo que oyeron —siguió Angélica, envalentonada—. Ustedes quieren una boda de ricos para presumir con sus amistades hipócritas, y quieren que mi hermano se endeude de por vida para mantener el nivel de vida de su hijita inútil. Porque seamos honestos, esa niña no sabe trabajar.

—Angélica, cállate —susurró Diego, pero sin fuerza.

—¡No me callo! —gritó ella—. Alguien tiene que decirlo. Esa boda es una farsa. Nosotros queremos algo sencillo. Una comida en el patio, un vestido rentado. Algo que Diego pueda pagar sin vender su alma. No vamos a permitir que lo humillen haciéndolo sentir menos con todo este dinero mal habido.

—¿Mal habido? —Mi papá se levantó despacio. Dejó de ser el anfitrión amable y se convirtió en el hombre que levantó una empresa desde cero. Su voz fue baja, pero retumbó en las paredes—. Señora, señorita. En esta mesa se respeta. Yo me he partido el lomo cuarenta años para darle esto a mis hijos. Nadie, y escúchenme bien, nadie viene a mi casa a insultar a mi hija ni a cuestionar mi honestidad.

—Solo decimos la verdad —dijo Magdalena, levantándose también, con la barbilla en alto—. Mi hijo no se va a casar con una mujer que necesita papi y mami para todo. Él necesita una mujer de verdad, que sepa sufrir con él.

—¡Nadie tiene por qué sufrir! —explotó mi mamá—. ¡El matrimonio es para construir, no para sufrir!

—Diego —dijo Magdalena, ignorando a mi mamá—, vámonos. Esta gente no es como nosotros. Son unos presumidos y unos materialistas. Vámonos ahorita mismo.

Todos miramos a Diego. Era su momento. Era el momento de decir: “Mamá, estás loca, yo me quedo”. Pero Diego… Diego bajó la cabeza. —Mamá, no podemos irnos así, no hay vuelos hasta mañana…

—Nos vamos en camión si es necesario —sentenció la madre—. Pero no paso ni un minuto más respirando este aire de grandeza falsa. Y tú, Diego, decides. O vienes con tu madre y tu hermana que te han dado todo, o te quedas con esta… gente.

Diego me miró. Tenía los ojos llenos de pánico. —Lucía… tal vez sea mejor que las acompañe al hotel… para calmar las cosas.

Sentí como si me hubieran dado una cachetada. —Si te vas con ellas después de lo que acaban de decirnos, Diego… —empecé a decir, con la voz quebrada.

—¡Lárguense! —tronó mi papá—. ¡Los tres! Si no tienes los pantalones para defender a tu futura esposa en su propia casa, no mereces estar aquí. ¡Fuera!

Magdalena sonrió victoriosa. Agarró su bolsa corriente y caminó hacia la puerta como si fuera la reina de Inglaterra. Angélica me miró al pasar y me susurró: —Te dije que no ibas a ganar. Él siempre va a ser nuestro.

Diego intentó tocarme el hombro antes de salir. —Te llamo al rato, te lo juro, solo voy a que se calmen. Me quité su mano de encima con asco. —Vete, Diego. Vete con tu mamá.

Salieron de la casa. Escuché el portón cerrarse y luego el silencio. Mi mamá se soltó a llorar y me abrazó. Mi papá estaba rojo de coraje, sirviéndose un tequila doble para el susto. —Ese muchacho no vale la pena, hija —me dijo—. Es un agachón.

Yo me quedé ahí parada, viendo la puerta cerrada. Con el corazón roto, sí, pero con una certeza creciendo en mi pecho: esto no se iba a quedar así. Ellas creyeron que habían ganado la batalla, que me habían humillado. Pero lo único que hicieron fue despertar a la bestia.

No sabía si la boda seguía en pie. No sabía si Diego iba a tener los tamaños para volver. Pero esa noche, mientras lloraba en mi antigua cama rodeada de mis peluches, me prometí una cosa: si me caso con él, esas brujas jamás volverán a pisar mi casa. Jamás.

Lo que no sabía era que Diego iba a volver arrastrándose al día siguiente, y que yo, por estúpida y enamorada, lo iba a perdonar. Y ese… ese fue el verdadero comienzo del infierno.

Capítulo 5: Vestida de Blanco y Rodeada de Cuervos

Diego regresó al día siguiente. No venía con la cola entre las patas, venía arrastrándose. Lloró, me suplicó, me juró por la Virgen que nunca más dejaría que su familia me humillara. Y yo, porque el amor a veces nos deja ciegos y sordos, le creí. Pensé: “Pobrecito, es una víctima de esas arpías”. Qué equivocada estaba; él no era víctima, era cómplice por omisión. Pero decidimos seguir con la boda.

Si creían que Magdalena y Angélica eran malas, esperen a conocer a Cristina, la hermana mayor. Ella vivía en el Estado de México y no había ido a Monterrey, pero decidió caer a la boda en San Pedro tres días antes “para ayudar”. Ayudar a amargarme la existencia, claro.

Cristina era una versión recargada de su madre. Llegó con sus dos hijos, unos niños malcriados que corrían por mi casa rompiendo cosas, y ella ni se inmutaba. Desde el primer momento me marcó su territorio.

—Así que tú eres la que nos está robando al bebé de la casa —me dijo mientras se servía un tequila de la botella de mi papá sin pedir permiso—. Espero que sepas cocinar, porque a Diego le gustan las tortillas hechas a mano, no esas porquerías de paquete que comen ustedes los del norte.

Los días previos a la boda fueron un infierno psicológico. Las tres brujas (Magdalena, Angélica y Cristina) hicieron un frente común. Criticaban todo. Las flores eran “un gasto estúpido”, el salón era “demasiado pretencioso”, y la comida… bueno, según ellas, “nadie se llena con platillos gourmet”.

Pero la gota que derramó el vaso fue mi vestido. Era un diseño exclusivo, corte sirena, con encaje francés. Me sentía una diosa cuando me lo probé. —Se ve… vulgar —dijo Magdalena, torciendo la boca—. Parece vestido de… ya sabes, de esas mujeres de la vida galante. ¿No te da vergüenza entrar así a la iglesia? —Es un vestido de novia, mamá —intervino Diego, tímidamente. —Es un vestido para enseñar, Diego. Para vender el producto. Pero bueno, cada quien sabe lo que ofrece —remató Angélica con una sonrisa venenosa.

Me encerré en el baño a llorar. Me sentía sola, a pesar de estar en mi propia casa. Mi mamá quería correrlas, pero yo le pedí que no hiciera un escándalo. Quería paz. Quería casarme.

El día de la boda llegó. Fue una ceremonia preciosa en la iglesia de Fátima. Cuando caminé hacia el altar y vi a Diego con su esmoquin, llorando al verme, sentí que todo valía la pena. Nos dimos el “sí”, prometimos amarnos y respetarnos. Por un momento, el mundo desapareció y solo éramos él y yo.

Pero la burbuja reventó en la fiesta. La recepción fue un estudio de contrastes. De un lado, mi familia: alegres, bailando, brindando, gente de negocios y amigos de toda la vida celebrando el amor. Del otro lado, la mesa de la familia de Diego: parecían estar en un velorio. Vestidos de colores oscuros, con caras largas, criticando a los meseros y rechazando los canapés como si tuvieran veneno.

Nadie de ellos se paró a bailar. Nadie brindó. Cuando llegó el momento del baile madre e hijo, Magdalena se levantó como si fuera al patíbulo. Bailó con Diego treinta segundos, con cara de mártir, y se fue a sentar dejándolo solo en la pista. Fue humillante.

Pero lo peor vino cuando fui al baño a retocarme el maquillaje. Cristina me siguió. Me acorraló junto a los lavabos, donde el ruido de la música se oía lejano. —Disfruta tu fiesta, princesita —me susurró al oído, invadiendo mi espacio personal—. Pero que te quede claro una cosa: los papeles firmados no cambian la sangre. Diego es un “mamitis” de clóset. Siempre va a elegir a su madre y a sus hermanas antes que a ti. —Hoy es mi boda, Cristina. ¿No puedes tener un poco de decencia? —le respondí, temblando. —Solo te estoy diciendo la verdad. Eres la intrusa. Eres la competencia. Y en esta familia, nosotras nunca perdemos.

Salí del baño con el rímel corrido. Diego me vio y corrió hacia mí. —¿Qué pasó? ¿Estás bien? Le conté lo que me dijo su hermana. Vi cómo se le tensaba la mandíbula. Por primera vez en toda nuestra relación, vi fuego en sus ojos. —¡Ya basta! —dijo. Caminó hacia la mesa de su familia, me tomó de la mano y, frente a todos, le dijo a Cristina: —Si vuelves a faltarle al respeto a mi esposa, te vas. Lucía es mi familia ahora. Ella es mi prioridad. Si no les gusta, ahí está la puerta.

Se quedaron mudas. Nadie se movió. Cristina solo soltó una risa nerviosa y miró hacia otro lado. Esa noche, Diego me defendió. Esa noche, sentí que habíamos ganado. Nos fuimos de luna de miel a Cancún, dos semanas de paraíso, bloqueando los números de su familia. Creí que el amor había triunfado.

Pobre ilusa. No sabía que el enemigo no descansa, solo espera el momento perfecto para atacar cuando estás más vulnerable. Y mi momento de vulnerabilidad estaba a la vuelta de la esquina.

Capítulo 6: El Video Prohibido y la Traición en la Reunión

Los primeros meses de casados fueron buenos. Regresamos a vivir a la Ciudad de México por el trabajo de Diego (sí, cedí y nos mudamos), pero rentamos un depa bonito en la Del Valle, lejos de su familia. Yo seguía facturando súper bien con mi negocio de copywriting, que ya estaba creciendo a agencia digital. Diego consiguió un ascenso. Éramos felices.

Mantuvimos a su familia a raya. Llamadas cortas, visitas casi nulas. Parecía que habían entendido el mensaje. Pero entonces, decidimos buscar un bebé.

Nadie te prepara para el dolor de la infertilidad o las pérdidas. Quedé embarazada rápido, pero a las 8 semanas, lo perdí. Fue devastador. Sentí que mi cuerpo me había fallado. Diego fue un amor, me cuidó, me traía tés, me abrazaba mientras lloraba. Acordamos no decirle a nadie, mucho menos a su familia, porque sabía que usarían mi dolor en mi contra.

Cuatro meses después, sucedió de nuevo. Otro embarazo, otra pérdida a las 10 semanas. Esta vez me rompí. Caí en una depresión fuerte. No quería salir, no quería trabajar, me sentía incompleta. La presión y la tristeza empezaron a afectar nuestro matrimonio. Diego no sabía qué hacer con tanto dolor.

—Necesito aire, Lucía —me dijo un día—. Necesito ir a ver a mi mamá un fin de semana. Solo para despejarme. Me dolió que buscara consuelo allá y no conmigo, pero lo dejé ir. “Vete”, le dije. “Quizás te sirva”.

Se suponía que volvería el domingo. Pero el domingo se convirtió en lunes, y luego en martes. Me llamó el miércoles. —Oye, este fin de semana es la reunión de la prepa del barrio. Todos van a ir. ¿Por qué no te vienes? Me haría bien que estuvieras aquí.

Mi instinto me gritaba “¡NO VAYAS!”, pero extrañaba a mi esposo y pensé que quizás, en un ambiente de fiesta con sus amigos, las cosas estarían mejor. Agarré un vuelo y llegué a la CDMX.

La reunión era en un salón de eventos por el rumbo de Lindavista. Había música de banda, alcohol y mucha gente ruidosa que conocía a Diego “desde que andaba en pañales”. Me arreglé muchísimo: vestido negro entallado, tacones altos, maquillaje impecable. Quería que vieran que la esposa de Diego era una mujerona.

Llegamos y todo iba “bien”. Diego me presentaba orgulloso. Pero entonces la vi. Lucero. Era la típica ex-novia de la prepa que nunca superó sus años de gloria. Rubia teñida, escote pronunciado, risa escandalosa. Estaba en una mesa cercana y no le quitaba los ojos de encima a mi esposo.

—¿Quién es ella? —le pregunté a Diego. —Ah, es Lucero. Íbamos juntos en el salón. Solo amigos —dijo él, restándole importancia, pero noté que se puso nervioso.

La noche avanzó y el alcohol empezó a fluir. Angélica, mi cuñada favorita (sarcasmo), apareció de la nada. Se sentó en nuestra mesa con esa sonrisita que presagiaba desgracia. —¿Te estás divirtiendo, cuñis? —me preguntó, ignorando que yo tenía una copa de agua porque seguía tomando medicamentos post-legrado. —Todo bien —dije seca.

—Mira nada más a Lucero —dijo Angélica, señalando con la cabeza—. Sigue igualita de guapa, ¿no? Siempre pensé que ella y Diego terminarían juntos. Eran la pareja del año. —Pues no terminaron juntos. Me casé yo con él —respondí, marcando territorio.

—Ay, sí, claro. Pero el primer amor nunca se olvida. Míralos. Volteé. Diego se había levantado para ir a la barra y Lucero lo había interceptado. Estaban hablando muy cerca. Demasiado cerca. Ella le tocaba el brazo, se reía echando la cabeza hacia atrás, le susurraba cosas. Y Diego… Diego sonreía como bobo.

Sentí una punzada de celos horrible. —No te preocupes —dijo Angélica, sacando su celular—. Diego es hombre. Y los hombres tienen necesidades. A veces, lo que tienen en casa se vuelve… aburrido. O defectuoso.

Esa palabra. “Defectuoso”. Sabía que se refería a mis bebés perdidos. Me heló la sangre. ¿Cómo sabía? ¿Diego les había contado? —¿Qué quieres decir? —le espeté.

—Nada, nada. Solo recordaba viejos tiempos. Mira, te voy a enseñar algo divertido. De cuando Diego era feliz y libre. Me puso el celular en la cara. Era un video viejo, granulado, de hace años. Parecía una fiesta en una casa. Había reggaetón a todo volumen. En el video, Diego estaba sentado en una silla, con la camisa desabotonada, y una chica le estaba haciendo un “baile privado”. Un perreo intenso, vulgar, restregándose contra él mientras todos gritaban “¡Eso, Diego!”. Él se veía disfrutándolo, nalgueándola, riéndose.

La chica del video era Lucero.

—Esa fue la fiesta de graduación —dijo Angélica, disfrutando cada segundo de mi shock—. Se veían tan bien juntos, ¿no? Pura química. Esa noche… bueno, digamos que no durmieron solos. Y por como la mira ahorita en la barra, yo creo que está recordando viejos tiempos.

Me quedé paralizada viendo la pantalla y luego viendo a la barra. Lucero ahora tenía una mano en el pecho de Diego. Él no la apartaba. Sentí náuseas. Sentí que todo el salón me daba vueltas. Entre el dolor de mis pérdidas recientes, la inseguridad y la veneno de Angélica, no pude más.

Me levanté de golpe, agarré mi bolsa y salí corriendo del salón hacia el estacionamiento. Necesitaba aire. Necesitaba gritar. Me recargué en un coche cualquiera y me solté a llorar como niña chiquita. Lloraba por mis bebés, lloraba por mi matrimonio, lloraba porque sentía que Angélica tenía razón: yo era la defectuosa y él estaba buscando consuelo en brazos de su pasado.

—Oye… ¿estás bien? Levanté la vista. No era Diego. Era Lucero.

Se había salido detrás de mí. Me limpié las lágrimas rápido, poniéndome a la defensiva. —¿Qué quieres? ¿Vienes a burlarte también? Vete con él, ya vi que se mueren de ganas.

Lucero me miró confundida y luego se le suavizó la expresión. Se recargó en el coche de al lado y sacó un cigarro. —No sé qué te dijo la víbora de Angélica, pero te aseguro que es mentira. —Me enseñó el video —escupí—. El de la graduación. Y vi cómo te le estabas ofreciendo en la barra.

Lucero soltó una carcajada seca. —¿El video del perreo? Güey, teníamos 18 años y estábamos hasta las chanclas de borrachos. ¿Y sabes qué pasó después de eso? Nada. Diego me vomitó los zapatos y se quedó dormido. Me quedé callada, procesando la información.

—Y allá adentro en la barra —continuó ella, dando una calada al cigarro—, le estaba dando el pésame. —¿El pésame? —Sí. Me contó lo de sus bebés. Estaba llorando, Lucía. Se estaba aguantando las ganas de llorar ahí en medio de la fiesta. Me dijo que te ama como un loco y que se siente inútil porque no sabe cómo quitarte el dolor. Me dijo que eres la mujer más fuerte que conoce y que tiene miedo de perderte.

Sentí como si me cayera un balde de agua fría. —¿Él… te dijo eso? —Sí. Yo solo le toqué el brazo para consolarlo. Angélica estaba ahí cerca, seguro vio todo y corrió a inventarte una telenovela. Esa vieja está loca, Lucía. Siempre ha estado obsesionada con Diego. Odia a cualquiera que lo haga feliz. No dejes que te gane.

En ese momento, la puerta del salón se abrió de golpe y salió Diego, pálido, buscándome con la mirada desesperada. —¡Lucía! ¡Lucía!

Lucero tiró el cigarro y lo pisó. —Ahí viene tu Romeo. Neta, no seas mensa. Ese hombre te adora. No le des el gusto a su hermana de separarlos.

Lucero se dio la media vuelta y entró al salón, dejándome sola con la verdad y con mi esposo que corría hacia mí. Esa noche, en ese estacionamiento mugroso de Lindavista, entendí que el enemigo no era la ex-novia “buenota”. El enemigo dormía en la casa de mi suegra y estaba dispuesta a todo, incluso a usar mis tragedias más dolorosas, para destruirme.

Pero esa noche también decidí algo: se acabó la niña buena. Si Angélica quería guerra sucia, guerra sucia iba a tener.

PARTE 3

Capítulo 7: La Calma Antes de la Tormenta y la Pregunta Prohibida

Después de la escena en el estacionamiento, Diego y yo tuvimos la plática más honesta de nuestras vidas. Sentados en la banqueta, con la música de banda retumbando a lo lejos, le conté todo. Le conté de los videos que me enseñó Angélica, de sus insinuaciones venenosas y de cómo me hizo sentir menos mujer por mis pérdidas.

Diego lloró. Lloró de rabia y de impotencia. —Perdóname, flaca. Te lo juro que no sabía que Angélica podía caer tan bajo. Siempre pensé que eran “bromas pesadas”, pero esto es maldad pura. —No son bromas, Diego. Me odian. Y si no pones un alto, nos van a destruir. Tú eres mi familia ahora. Ellas son tus parientes, pero yo soy tu esposa. Tienes que elegir.

Esa noche, Diego eligió. Entró al salón, sacó a Angélica de la pista de baile y le dijo algo al oído que la dejó pálida. No sé qué fue, pero al día siguiente nos regresamos a la Ciudad de México y Diego dejó de contestarles el teléfono por un buen rato.

La paz duró unos meses. Fue una época bonita, de reconexión. Y entonces, sucedió el milagro: me volví a embarazar. Esta vez, el miedo era paralizante. No le dijimos a nadie. Ni a mis papás en Monterrey, ni a sus amigos. Vivíamos con el Jesús en la boca, contando las semanas, rezando en cada ultrasonido.

Cuando llegamos a la semana 20 y el doctor nos dijo: “Es un niño y viene fuertísimo”, soltamos el aire que habíamos estado conteniendo por meses. Decidí llamarlo Marcos, en honor a mi hermano mayor, el que siempre me defendía.

A los seis meses de embarazo, cometí el error de sentirme generosa. Pensé: “Bueno, va a ser su primer nieto varón. Quizás un bebé ablande el corazón de piedra de Doña Magdalena”. Convencí a Diego de llamarles para darles la noticia. Mala idea. Pésima idea.

Diego puso el teléfono en altavoz. —Mamá, te tenemos una noticia. Vas a ser abuela. Lucía está embarazada de un niño.

Hubo un silencio largo al otro lado de la línea. Yo esperaba un grito de alegría, un “felicidades”, algo humano. —Ah, mira —dijo Magdalena con voz seca—. ¿Y ya se hicieron la prueba? —¿Qué prueba? —preguntó Diego, confundido. —Pues la de ADN, hijo. Sentí que se me helaba la sangre. Diego se quedó mudo. —¿Cómo que de ADN, mamá? Es mi esposa. —Pues sí, mijito, pero tú trabajas mucho, pasas muchas horas fuera. Y esa mujer se la pasa “trabajando” en su casa, sola. Uno nunca sabe. Además, con lo rápido que se embarazó… ¿estás seguro que no te quieren clavar un gol?

Diego se puso rojo de la furia. Por primera vez, no titubeó. —¡No te permito que hables así de mi mujer! Lucía es una dama. Y si vas a empezar con tus venenos, olvídate de conocer a tu nieto. —Ay, qué delicado. Solo digo que hay que ser precavidos. Las de dinero son las peores, hijo. Son mañosas.

Diego le colgó el teléfono en la cara. Me abrazó mientras yo lloraba de coraje. —No les hagas caso —me dijo—. Están locas.

El resto del embarazo fue tranquilo porque las bloqueamos de todos lados. Marcos nació sano, hermoso, con los ojos de Diego y mi barbilla. Fue el día más feliz de mi vida. Pero la sangre llama. Y a las dos semanas de nacido, Diego empezó con la culpa. —Es mi mamá, Lucía. Se va a morir sin conocerlo. ¿Crees que… crees que podamos intentarlo una última vez? Solo una visita. Si se portan mal, las corremos.

Yo, con las hormonas del posparto y el corazón blandito de ver a mi bebé, acepté. Dije: “Va. Que vengan a conocerlo. Pero a la primera grosería, se van”. Si hubiera sabido lo que iba a pasar, mejor les hubiera puesto una orden de restricción.

Capítulo 8: La Visita del Infierno y el Gran Destape

Para ese entonces, nos habíamos mudado. Gracias a que mi agencia de marketing digital había explotado (ya tenía contratos con marcas grandes de Estados Unidos), compré una casa preciosa en la Colonia Del Valle. Una casa de tres pisos, con jardín, acabados de lujo y mucha luz. La puse a mi nombre, claro, pero era nuestro hogar. Diego seguía en su trabajo de logística; le iba bien, pero ganaba en pesos lo que yo ganaba en dólares en una semana. Y no me importaba. Él era un gran papá y un gran esposo.

Cuando Magdalena y Angélica llegaron a la nueva casa, se les cayeron los calzones. Entraron mirando los techos altos, los muebles de diseñador, la pantalla de 80 pulgadas. —Vaya… —dijo Angélica, sin poder disimular la envidia—. Sí que te ha ido bien en la bodega, hermanito. Esta casa cuesta una fortuna.

Diego iba a aclarar las cosas, pero Magdalena lo interrumpió. —Pues claro que le va bien, es un hombre trabajador. Pero hijo, ¿no crees que te estás excediendo? Mantener todo esto… te vas a matar trabajando para darle gustos a esta mujer. Me mordí la lengua. “Respira, Lucía, hazlo por Diego”, me repetía.

Les presenté a Marcos. Estaba dormidito en su bambineto. Magdalena se asomó como si estuviera inspeccionando fruta en el mercado. —Está muy… blanco —dijo, torciendo la boca—. En nuestra familia somos de piel canela. Este niño salió muy desteñido. —Sacó a mi familia, suegra —dije, tratando de sonar amable—. Mi papá es muy blanco. —Mmmh. Pues a ver si con el tiempo agarra color. Ojalá.

El fin de semana fue una tortura psicológica. Todo lo criticaban. Si pedíamos comida, era un “desperdicio”. Si yo me sentaba a descansar mientras Diego cambiaba un pañal, Angélica soltaba comentarios tipo: “Ay, pobre Diego, llega de trabajar y todavía lo pones de chacha. En mis tiempos las mujeres atendían a sus maridos”.

Pero el domingo por la mañana, la bomba estalló. Yo estaba bajando las escaleras con Marcos en brazos, con cuidado de no hacer ruido. Ellas estaban en la cocina, tomando café. La acústica de la casa hacía que las voces retumbaran, y ellas, pensando que yo seguía dormida, estaban hablando a todo pulmón.

—Te lo digo, mamá —decía Angélica con la boca llena—. Esto no es normal. Esta casa, los coches, la ropa… Diego no gana para tanto. Seguro se endeudó hasta el cuello. —Pobre de mi hijo —suspiró Magdalena—. Esa vieja lo tiene embrujado. Lo está sangrando. Es una vividora, Angélica. Una clásica trepadora social que busca un hombre bueno para que la mantenga como reina.

Me quedé helada en el escalón. ¿Yo? ¿Mantenida? ¿Trepadora? —Y lo del niño… —siguió Angélica, bajando la voz pero no lo suficiente—. Yo sigo pensando que no es de Diego. Está muy güero. Capaz que es del jefe de Lucía o de algún “cliente” de esos de internet. Ya sabes que esas que trabajan en la computadora hacen cosas raras. —Lo mismo digo. Esa mujer aseguró su futuro con ese chamaco. Es su póliza de seguro para quedarse con la mitad de todo lo que Diego construya. Es una lagartona. Deberíamos convencer a Diego de que le haga la prueba y, si no es suyo, que la deje en la calle, que es donde pertenece.

Sentí un fuego subirme desde los pies hasta la cabeza. No era tristeza. No era miedo. Era una furia pura, norteña y devastadora. Le di a Marcos a la nana que nos ayudaba los fines de semana (que iba pasando por el pasillo) y le dije: “Llévatelo al cuarto y no salgas”.

Bajé los escalones que faltaban haciendo ruido, taconeando fuerte. Entré a la cocina. Las dos se quedaron calladas de golpe, con la taza de café a medio camino. —Buenos días —dije, con una sonrisa que daba miedo. —Ay, Lucía, nos asustaste —dijo Magdalena, fingiendo demencia.

—Escuché todo —dije, recargándome en la isla de granito—. Escuché que creen que soy una vividora. Que creen que estoy sangrando a Diego. Y lo peor, escuché que se atreven a dudar de la paternidad de mi hijo en mi propia casa.

—Nosotras no… —empezó Angélica. —¡Cállate el hocico! —grité, golpeando la mesa. Las dos saltaron—. ¡Se callan y me escuchan! Llevo años aguantando sus humillaciones. Años dejando que me traten como basura porque “son la familia”. Pero se acabó. Hoy van a saber la verdad, par de ignorantes.

En ese momento entró Diego corriendo a la cocina, asustado por los gritos. —¿Qué pasa? ¿Por qué gritan?

Me giré hacia él, pero señalándolas a ellas. —Tu mamá y tu hermana acaban de decir que soy una prostituta que te engañó con otro para amarrarte, y que te estoy robando tu dinero. Diego se puso pálido. —Mamá… ¿es cierto? —Solo estamos preocupadas por ti, hijo —se defendió Magdalena, haciéndose la víctima—. Vives en una casa que no puedes pagar, te vas a infartar del estrés…

Solté una carcajada seca, sin humor. —¿Que él no puede pagar? —Miré a Magdalena a los ojos—. Señora, siéntese porque le va a dar el soponcio. Diego no paga esta casa. —¿Cómo? —preguntó Angélica, confundida.

—Esta casa la compré yo. De contado. —Saqué mi celular y abrí la aplicación del banco—. ¿Ven esto? —Les mostré el saldo. Los ojos se les iban a salir de las órbitas—. Yo gano en un mes lo que Diego gana en un año. Yo pagué la boda. Yo pagué la luna de miel. Yo pagué la camioneta en la que llegaron. Y yo pago hasta los calzones que trae puestos su hijo.

El silencio en la cocina fue absoluto. Magdalena miraba a Diego, esperando que él lo negara. Diego bajó la cabeza, avergonzado pero asintiendo. —Es verdad, mamá. Lucía es la que nos ha sacado adelante. Ella es la empresaria. Yo solo… yo solo aporto lo que puedo.

—Así que, si alguien es el “mantenido” aquí, técnicamente sería su hijo —dije, siendo cruel porque se lo merecían—. Pero a diferencia de ustedes, yo no mido a la gente por su dinero. Yo amo a Diego por quien es, no por lo que tiene. Pero ustedes… ustedes son unas interesadas que solo ven signos de pesos. Pensaron que yo era una pobretona queriendo robarle a su “príncipe”, cuando la realidad es que su príncipe vive en mi castillo.

Magdalena estaba roja, boqueando como pez fuera del agua. Su narrativa de “pobre hijo explotado” se acababa de derrumbar. —Y sobre mi hijo… —me acerqué a Magdalena hasta que pude oler su miedo—. Si vuelven a insinuar que Marcos no es de Diego, les juro por Dios que las demando por difamación y me encargo de que no vuelvan a ver la luz del sol.

—Diego… —chilló Angélica—, ¿vas a dejar que nos hable así?

Diego levantó la vista. Ya no era el niño asustado. Era un hombre. —Lucía tiene razón. En todo. Ustedes la han tratado horrible desde el día uno por pura envidia. Y hoy, en nuestra casa, insultaron a mi esposa y a mi hijo. Caminó hacia la puerta principal y la abrió de par en par. —Lárguense. —¿Qué? —dijo Magdalena. —Que se larguen. Ahorita. Tienen 10 minutos para hacer sus maletas y pedir un Uber. Y no quiero que vuelvan a llamar, ni a escribir, ni a buscarme. Se acabó.

—¡Soy tu madre! —gritó Magdalena, llorando lágrimas de cocodrilo. —Y ella es mi esposa y la madre de mi hijo. Y ella me da el respeto que tú nunca me diste. ¡Fuera!

Verlas salir de mi casa con sus maletas baratas, arrastrándolas por la banqueta mientras esperaban el taxi en la calle, fue el momento más satisfactorio de mi vida. No voltearon atrás. Cerré la puerta, me recargué en ella y me solté a llorar. Pero esta vez no era de tristeza. Era de alivio. El cáncer había sido extirpado.

Diego se acercó y me abrazó fuerte. —Perdóname por tardar tanto —me dijo al oído—. Pero te prometo que nunca más van a volver a lastimarte. Y esa vez, sí le creí.

Pensamos que ahí acababa todo. Que el final feliz había llegado. Pero la vida da muchas vueltas, y la gente mala… la gente mala siempre encuentra la manera de regresar, especialmente cuando huelen dinero. Y ahora que sabían que yo tenía dinero, el juego iba a cambiar drásticamente.

Related Posts

Our Privacy policy

https://topnewsaz.com - © 2025 News