
PARTE 1: LA SOMBRA EN EL PASILLO
CAPÍTULO 1: MOBILIARIO ANTIGUO
El Hospital General nunca duerme, pero a las 3:15 de la madrugada, alucina. Las luces de neón parpadean con un zumbido eléctrico que se te mete en los dientes. El aire es una mezcla espesa de cloro industrial, sudor rancio y ese olor inconfundible a desesperación que se pega a la ropa barata.
Un carrito de metal traquetea por el pasillo. Una rueda está chueca y chilla con cada vuelta. Chic, chic, chic.
Ese es mi sonido.
Soy Margarita Lozano. Tengo 72 años. Mi cabello es una nube de plata estirada hacia atrás en un chongo tan apretado que me duele la cabeza. Mis lentes de armazón dorado, comprados en un tianguis hace una década, se resbalan constantemente por el puente de mi nariz. Mi uniforme azul pálido me queda dos tallas grande; parezco una niña jugando a disfrazarse con la ropa de su papá.
Llevo seis horas en turno. No haciendo triaje. No salvando vidas. Estoy en “intendencia auxiliar”.
Es el trabajo que nadie quiere. Limpiar los carritos. Contar las gasas. Rellenar los frascos de alcohol. Soy invisible.
Paso frente a la estación de enfermeras. Jessica Torres está ahí, recargada sobre el mostrador de granito falso, haciendo scroll infinito en TikTok. Tiene 29 años, uñas de acrílico perfectas y una actitud que grita que este hospital le queda chico.
—Solo digo que si ya no puede ni cargar una caja de solución salina, debería irse a su casa a tejer chambritas —dice Jessica. Su voz es aguda, corta el aire viciado.
El Dr. Aarón Peralta, residente de tercer año, ni siquiera levanta la vista de su expediente. Tiene 34 años y el alma gris de alguien que no ha dormido en tres días.
—Lleva aquí más tiempo que los cimientos del edificio, Jess. El sindicato no la va a soltar. Es inamovible. Como una mancha de humedad.
Jessica resopla y le da un sorbo ruidoso a su café helado.
—Pues es un peligro. La semana pasada le temblaban tanto las manos que no pudo canalizar a un borracho en la sala de espera. Tuve que ir yo.
Paso detrás de ellos empujando mi carrito. Chic, chic, chic.
Ninguno se calla. Ninguno se detiene. Para ellos, soy sorda o estúpida. O ambas.
No reacciono. Mi cara es una máscara de arrugas y sumisión. Sigo caminando hacia el cuarto de suministros.
Abro la puerta y entro. La oscuridad huele a cartón y medicina.
Cierro la puerta. Y en ese instante, Margarita la anciana desaparece.
Mis hombros se relajan y caen en una posición de combate natural. Mi respiración cambia: inhalo en cuatro tiempos, exhalo en cuatro tiempos. Táctica.
Miro el estante superior. Cajas de lidocaína. Pesadas.
Me estiro. No hay temblor. Mis manos son firmes como raíces de ahuehuete. Bajo la caja con un movimiento fluido y silencioso, amortiguando el peso con mis rodillas. La coloco en el carrito sin hacer un solo ruido.
La puerta se abre de golpe. Es Jessica.
—Ay, Mago, deja eso —dice, con esa voz condescendiente que se usa para hablarle a los niños o a los perros—. No te vayas a lastimar la cadera. Le diré a uno de los camilleros que lo baje.
Me encojo de hombros y le regalo una sonrisa desdentada y tímida.
—Gracias, mijita. Eres muy amable.
—Sí, sí. Apúrate con eso, necesitamos el pasillo despejado.
Ella sale. Su perfume barato se queda flotando en el aire.
Termino de reabastecer el carro en 40 segundos exactos. Cronometrados en mi cabeza. Eficiencia letal.
Salgo al pasillo y me dirijo a la Sala de Choque 3. Hay un paciente en observación. Un chico de 31 años, repartidor de Uber Eats. Moto contra Camioneta. Esplenectomía hace cuatro horas. Sedado. Intubado.
Me acerco al monitor. Ritmo cardíaco 94. Presión 118/72. Saturación 97%.
Todo parece normal. Pero mis ojos se quedan fijos en la forma de la onda en la pantalla. Hay un micro-retraso en el segmento ST. Casi imperceptible.
Sin que nadie me vea, deslizo mi mano bajo su hombro y ajusto la posición del tubo del ventilador tres milímetros a la izquierda. Su pecho se expande mejor. El ritmo se estabiliza instantáneamente.
Nadie lo vio. Nadie lo sabrá.
Empujo mi carrito de vuelta al pasillo. Me detengo un segundo. Mi mano derecha busca mi muñeca izquierda. Mis dedos trazan la cicatriz oculta bajo la manga de mi uniforme. Una línea blanca y vieja, un recuerdo de una sierra en Michoacán, de una noche sin luna y de hombres malos que no esperaban que una mujer pequeña fuera su verdugo.
Suspiro y sigo caminando. Soy un fantasma en mi propia casa.
CAPÍTULO 2: CÓDIGO ROJO
A las 3:19 AM, la paz se rompe con el sonido de cristales rotos y sirenas que aullan justo en la entrada de ambulancias.
Las puertas automáticas se abren de par en par, silbando.
Entra una camilla golpeando las paredes.
—¡CÓDIGO ROJO! ¡CÓDIGO ROJO! —grita el paramédico. Es un hombre robusto, suda a chorros.
Detrás de él, el caos.
La paciente es una mujer, unos 45 años. Su piel tiene el color del cemento fresco. Hay toallas de cocina empapadas en sangre negra presionadas contra su abdomen.
—¡Herida de bala en cuadrante inferior izquierdo! ¡Sin orificio de salida! —brama el paramédico sobre el ruido—. ¡Entró en paro dos veces en el traslado! ¡La trajimos de vuelta, pero se nos va!
El Dr. Peralta se pone los guantes, sus ojos abiertos como platos. El miedo huele agrio en él.
—¡A la mesa, rápido! ¡Jessica, consígueme una vía central, ahora! ¡Necesito dos unidades de O negativo!
La sala explota. Voces que se pisan unas a otras.
—¡No tengo presión! —¡Está fibrilando!
Yo me quedo en la esquina, pegada a la pared, abrazando una bandeja de suministros sucios. Fuera del camino. Olvidada.
Pero mis ojos no parpadean.
Escaneo a la mujer. No miro el monitor, miro su cuerpo.
Veo cómo sus dedos tienen espasmos rítmicos. Veo el micro-temblor en su diafragma. Veo el ángulo de su mandíbula trabada.
Algo cambia dentro de mí. Es como si alguien hubiera encendido un interruptor en un cuarto oscuro.
De repente, ya no estoy en la Ciudad de México. El olor a cloro se convierte en olor a pólvora y tierra mojada.
Flashback. Una carretera de terracería. Noche cerrada. Faros de una camioneta cortando el polvo. Una voz masculina, grave, tranquila: “Teniente, hábleme. ¿Es viable?” Mis manos, jóvenes y fuertes, presionando una gasa dentro de una herida abierta. La cara de una mujer indígena, ojos a medio abrir. “Está en shock, Comandante. El pulso es un hilo. Si no nos movemos ya, la perdemos.”
Parpadeo. El recuerdo se disuelve, pero la sensación de urgencia se queda. Es eléctrica.
—¡Maldita sea! —grita Jessica—. ¡Las venas se le colapsan! ¡No puedo meter la aguja!
—¡Prepara el ultrasonido! —grita Peralta—. ¡Hay líquido libre en el abdomen! ¡Se está desangrando hacia adentro! ¿Dónde está el equipo de cirugía?
Una enfermera asoma la cabeza desde el pasillo. —¡Están terminando una cesárea de emergencia! ¡Llegan en 5 minutos!
Peralta golpea la mesa con el puño. —¡No tiene 5 minutos!
El monitor empieza a chillar. Un pitido continuo, agónico. Ritmo cardíaco 158. Presión 62/38. Cayendo.
Dejo la bandeja de suministros sobre una mesa auxiliar. No hace ruido.
Mis pies se mueven solos. Paso firme. Silencioso. Depredador.
Llego junto a Peralta. Él ni siquiera voltea.
—Necesita empaquetar la herida y ponerla en vasopresores ahora —digo. Mi voz no tiembla. Es grave, rasposa, autoritaria.
Peralta se gira, furioso, con la cara roja. —¡Margarita! ¡Lárgate de aquí! ¡Esto no es lugar para…!
—No es protocolo, doctor. Es triaje de guerra —le corto en seco. Mis ojos se clavan en los suyos. Por primera vez, él ve algo ahí que lo asusta más que la muerte de la paciente—. No llegará a quirófano sin soporte de presión. Hágalo.
Jessica se queda con la boca abierta, la aguja en la mano, goteando sangre.
Peralta duda. Un segundo. Dos segundos. Mira el monitor. Mira a la mujer moribunda. Mira mis ojos. Asiente, seco.
—Bien. Norepinefrina. Empieza a 0.1 micros.
Yo ya me estoy moviendo antes de que termine la frase.
Me deslizo hacia el carro de paro. Abro el cajón de seguridad con una mano mientras con la otra ya estoy rompiendo la ampolleta. Cargo la dosis. No miro la jeringa. Siento el líquido entrar. Purgar el aire. Sin dudar. Sin segunda opinión.
Mis manos son un borrón. Eficiencia pura.
15 segundos.
Conecto la línea al puerto intravenoso que Jessica no había podido asegurar bien. Lo aseguro yo con un giro de muñeca que haría llorar a un cirujano plástico.
—Infundiendo —anuncio.
El monitor tartamudea. Bip… Bip… Luego, el ritmo cambia. Se vuelve más fuerte. Presión 74/42. 81/48. 88/52.
Peralta mira la pantalla como si fuera un milagro religioso. Luego me mira a mí, completamente desconcertado. —¿Cómo sabías la dosis exacta…? ¿Fue suerte?
Doy un paso atrás. Vuelvo a encorvarme. Me ajusto los lentes. —Solo vi que lo hacían en la tele, doctor —miento, con mi voz de viejita otra vez.
Regreso a mi rincón.
El equipo de cirugía entra corriendo, empujando las puertas. Se llevan a la paciente. Está estable. Está viva.
La sala de trauma se queda vacía, excepto por el eco de la adrenalina.
Me quedo sola en el pasillo. Cierro los ojos. Mi mano izquierda toca mi muñeca derecha. Suspiro. Diez… Nueve… Ocho…
Desde el otro lado del cristal de la sala de espera, alguien me observa.
Es Carlos Hernández, el jefe de seguridad del turno nocturno. Un hombre de 40 años, ancho como un ropero, con tatuajes que le suben por el cuello. Ex-Marina. Lo llaman “El Jaguar”.
Está de brazos cruzados. Sus ojos oscuros no me quitan la vista de encima.
Él ha visto ese movimiento antes. Ha visto esa frialdad. Sabe que lo que acaba de pasar no fue suerte. Y sabe que las abuelas de 72 años no cargan norepinefrina como si estuvieran bajo fuego de mortero.
Me doy la vuelta para irme, pero siento su mirada quemándome la nuca. El secreto empieza a grietarse. Y esta noche apenas comienza.
PARTE 2: EL FANTASMA DE LA SIERRA
CAPÍTULO 3: VETERANO RECONOCE A VETERANO
En la sala de descanso, el Dr. Peralta se sirve otra taza de café que parece petróleo. Sus manos todavía tiemblan ligeramente por la adrenalina del código rojo anterior.
Jessica está sentada frente a Carlos “El Jaguar” Hernández, el jefe de seguridad. Él no está tomando café. Está sentado con esa quietud inquietante que solo tienen los hombres que han pasado demasiado tiempo vigilando el horizonte esperando un ataque.
—Te digo que fue rarísimo —dice Jessica, bajando la voz—. Simplemente… lo sabía. Como si lo hubiera hecho mil veces. No dudó ni un segundo con la dosis de norepinefrina.
Carlos le da un sorbo a su botella de agua. Sus ojos oscuros, enmarcados por ojeras profundas, no muestran emoción. —Quizás lo ha hecho.
—Por favor, Carlos. Es Margarita. Es una viejita voluntaria. Cambia sábanas y rellena frascos de alcohol. A veces se le olvida dónde dejó las llaves del baño.
Carlos no responde de inmediato. Se reclina en la silla de plástico, que cruje bajo su peso. —Esa “viejita” se mueve como un operador táctico.
Jessica se ríe, nerviosa. —¿De qué hablas?
—Hablo de economía de movimiento, Jessica. No hizo ni un gesto innecesario. Entró, evaluó, ejecutó y salió. Eso no se aprende en la escuela de enfermería. Eso se aprende cuando tienes lodo hasta las rodillas y balas zumbando sobre tu cabeza.
Jessica niega con la cabeza, incrédula. —Estás viendo muchas películas de acción.
Mientras tanto, Margarita camina hacia el cuarto de suministros del ala norte. Abre un cajón oculto detrás de las cajas de guantes de látex. Saca una pequeña libreta, desgastada, con las pastas de cuero rotas y manchadas de algo oscuro que podría ser aceite… o sangre seca.
La abre.
La caligrafía es impecable, minúscula. Fechas y lugares que a la mayoría de los mexicanos solo les suenan por las noticias de nota roja de los años 90 y 2000. Tierra Caliente, 1998. Sierra de Guerrero, 2005. Operativo Conjunto Michoacán, 2009.
Debajo de cada lugar, una lista de nombres. Cabo Ramírez – Salvado. Sargento Osorio – Salvado. Teniente Vega – Cruz (Fallecido).
Margarita mira la página durante cinco segundos. Sus ojos se humedecen, pero no llora. Cierra la libreta de golpe, la guarda y cierra el cajón con llave.
Al salir al pasillo, se encuentra con una pared humana. Es Carlos.
El Jaguar está parado en medio del pasillo, bloqueándole el paso. Mide 1.90. Margarita mide 1.55.
—Margarita —dice él. Su voz es grave, resuena en el pecho.
Ella se detiene. No se encoge. No mira al suelo. —Buenas noches, hijo. ¿Necesitas que limpie algo en la entrada?
—Deja el teatro —dice Carlos, bajando la voz para que nadie más escuche—. Lo que hiciste allá adentro… eso fue de manual. Respuesta de campo.
—Llevo muchos años en hospitales. Se aprenden cosas.
—No. Llevas años en la guerra.
El silencio se estira entre ellos, tenso como una cuerda de violín.
Margarita ladea la cabeza ligeramente. Su expresión de abuela inofensiva se desvanece por un milisegundo, revelando una mirada gélida. —No sé de qué me hablas.
—Te vi tocarte la muñeca. Ese gesto… es para calmar el pulso. Lo hacemos los tiradores antes de jalar el gatillo. ¿Dónde serviste? ¿Marina? ¿Ejército? ¿GAFE?
—Soy una señora de limpieza, Carlos. Déjame pasar.
—Mientes.
Margarita aprieta la mandíbula. Da un paso hacia él, invadiendo su espacio personal sin miedo. —Tengo trabajo que hacer. Quítate.
Carlos la observa. Ve la postura. Ve cómo distribuye su peso en los pies, lista para moverse en cualquier dirección. Se hace a un lado. —Como ordene, señora.
Margarita pasa de largo, con el chirrido de su carrito (chic, chic, chic) como única despedida.
Carlos saca su celular. Marca un número que no tiene guardado con nombre, solo un código. Suena dos veces. —¿Bueno? —contesta una voz rasposa al otro lado. —Comandante Dávila, soy Hernández. Son las 4 de la mañana, perdón por la hora. —Más te vale que sea importante, Jaguar. —Necesito que busques un nombre. Archivos muertos. Quizás clasificados de los 80 o 90. —Habla. —Margarita Lozano. O tal vez “Mago”. Podría ser enfermera naval, o médico de combate adjunto. —¿Por qué preguntas? —Porque acabo de verla tratar un trauma de tórax como si estuviera en una trinchera en Apatzingán.
Hay un silencio largo al otro lado de la línea. —¿Dónde estás? —Hospital General San Mercy, CDMX. —Voy a hacer unas llamadas. No te muevas.
La línea se corta.
Margarita llega a su coche en el estacionamiento oscuro. No arranca el motor. Pone las manos sobre el volante y respira. Sabe que la han descubierto. Sabe que “El Jaguar” no es un guardia de seguridad cualquiera. Reconoce a los suyos. El olor a pólvora no se quita nunca, no importa cuánto cloro uses.
Cierra los ojos y empieza su cuenta regresiva. Diez… Nueve… Ocho… Al llegar a cero, abre los ojos. El hospital brilla en la oscuridad como una bestia hambrienta. Sabe que debería irse. Huir. Desaparecer como lo ha hecho otras veces. Pero no puede. No todavía. Porque la noche no ha terminado.
CAPÍTULO 4: 90 SEGUNDOS PARA EL INFIERNO
A las 4:13 AM, el infierno toca la puerta otra vez. Pero esta vez no entra caminando; entra arrastrándose.
Las puertas automáticas se abren de golpe, pero no hay sirenas. Solo gritos ahogados.
Una camioneta pickup se detiene derrapando frente a urgencias. Tres hombres bajan a tropezones. Son campesinos, trabajadores de algún vivero o campo cercano a las afueras de la ciudad.
El primero cae de rodillas en el asfalto, vomitando espuma blanca. El segundo se agarra la garganta, sus ojos desorbitados, la piel de un tono grisáceo. El tercero, un hombre mayor, ya viene inconsciente, cargado por un policía que pasaba por ahí.
—¡Ayuda! —grita el policía—. ¡Dicen que se reventó un tanque en la carretera! ¡No pueden respirar!
Jessica corre hacia la entrada. —¡Traigan camillas! ¡Rápido!
El Dr. Peralta llega ajustándose la bata. —¿Qué pasó? ¿Qué es eso?
El olor golpea primero. No es alcohol. No es sangre. Es un olor dulce, químico, punzante. Como ajo podrido y almendras amargas.
—¡Estaban transportando químicos! —grita uno de los hombres antes de colapsar y empezar a convulsionar violentamente en el suelo del lobby.
El caos se desata.
—¡Métanlos a las bahías de trauma! —ordena Peralta, pero su voz tiembla—. ¡Aislamiento respiratorio! ¡Parece intoxicación masiva!
Los suben a las camillas. Paciente 1 (El joven): Jadeando, labios azules. Se agarra el pecho. Paciente 2 (La mujer que venía atrás): Convulsiones tónico-clónicas. No responde. Paciente 3 (El anciano): Bradicardia extrema. Casi no respira.
Los monitores empiezan a gritar al unísono. Una sinfonía de muerte. —¡Paciente 1 saturando al 81%! —grita Jessica—. ¡Ritmo cardíaco 178! —¡Paciente 3 en paro respiratorio! —grita un residente—. ¡No puedo intubar! ¡Tiene demasiadas secreciones! ¡Se está ahogando en su propia saliva!
Peralta está paralizado. —¿Qué es esto? ¿Monóxido de carbono? ¿Opioides? —¡No responde a la Naloxona! —grita Jessica.
Margarita está en el umbral de la puerta. Nadie la ve. Sus ojos barren la escena en un segundo. Pupilas puntiformes (miosis). Salivación excesiva. Convulsiones. Bradicardia en uno, taquicardia en el otro. El olor a ajo.
Su cerebro hace clic. Flashback. Selva Lacandona, 1996. Un laboratorio clandestino destruido. Vapores tóxicos. Tres de sus hombres cayendo al suelo, agarrándose la garganta. “¡GAS! ¡GAS! ¡GAS!” Ella corriendo entre el humo verde, con las jeringas listas.
Margarita sabe exactamente qué es. Organofosfatos. Intoxicación por pesticidas de alto grado o agentes nerviosos. Es una crisis colinérgica. Tienen menos de dos minutos antes de que sus pulmones se paralicen permanentemente.
Peralta está gritando órdenes inútiles. —¡Preparen epinefrina! ¡Más succión!
Margarita suelta su carrito. Ya no hay abuela. Ya no hay miedo. Entra en la sala.
Se mueve como un fantasma a través del caos. Llega al carro de paro, pero no busca lo que Peralta pidió. Busca lo que necesitan.
Sus manos vuelan. Saca tres viales específicos. Atropina. Pralidoxima. Diazepam.
Nadie en un hospital civil usa esa combinación de memoria. Es el “Cóctel de la Muerte” para revertir agentes nerviosos.
—¡Margarita, quítate! —grita Jessica, empujándola.
Margarita no se mueve. Se planta como una roca. —¡Cállate y dame vía libre! —ruge Margarita con una voz de mando que congela la sala entera.
00:10 segundos. Margarita carga la Atropina. 2 mg. Se lanza sobre el Paciente 3 (el anciano que muere). Encuentra la vena en un brazo edematizado que el residente no pudo tocar. Inyecta.
—¿Qué estás haciendo? —grita Peralta.
—Confíe en mí —dice ella sin mirarlo.
00:25 segundos. Se mueve al Paciente 1. El hombre se retuerce. Margarita le clava la rodilla en el muslo para inmovilizarlo, una técnica de sumisión militar. Inyecta Pralidoxima. 1 gramo. —¡Sosténganlo! —ordena. Dos enfermeros obedecen instintivamente, asustados por su autoridad.
00:40 segundos. Va con la Paciente 2. Sigue convulsionando. Margarita carga el Diazepam. 5 mg. No duda. No busca la vena con los dedos; la busca con el instinto. Inyecta.
00:55 segundos. Se aparta. El silencio cae sobre la sala. Solo se escuchan los pitidos erráticos de los monitores.
Peralta la mira horrorizado. —Si los mataste, vas a la cárcel, Margarita.
Ella no responde. Mira el reloj en la pared. Uno… Dos… Tres…
De repente, el monitor del Paciente 3 cambia. El ritmo sube. 52… 60… 72. El anciano da una bocanada de aire profunda, ronca, pero viva.
El Paciente 1 deja de luchar. Sus labios pasan de azul a rosa en segundos. Saturación subiendo: 85%… 90%… 96%.
La Paciente 2 deja de convulsionar. Su cuerpo se relaja.
En 90 segundos, los tres han vuelto de la orilla de la muerte.
Peralta mira los monitores, boquiabierto. Mira los frascos vacíos en la bandeja. —Crisis colinérgica… —murmura, dándose cuenta—. Organofosfatos. Atropina para secar las secreciones. Pralidoxima para reactivar la enzima. Diazepam para el cerebro.
Se gira lentamente hacia Margarita. —¿Cómo diablos sabías eso? Eso no es medicina de urgencias básica. Eso es… eso es protocolo de guerra química.
Margarita ya está en la puerta, limpiándose una gota de sangre de la mejilla con el dorso de la mano. —Suerte, doctor. Pura suerte de vieja.
Se da la vuelta para salir y se topa de frente con Carlos “El Jaguar”. Él ha estado parado en el marco de la puerta todo el tiempo. Lo vio todo. Vio la rodilla en el muslo. Vio la carga ciega de jeringas. Vio la frialdad.
Carlos no dice nada. Lentamente, lleva su mano derecha a su pecho, sobre el corazón, y hace un movimiento casi imperceptible. Un saludo militar incompleto. Respeto puro.
Margarita sostiene su mirada un segundo. Sus ojos dicen: “Si hablas, te mato”. Pero en el fondo, ambos saben que el secreto se acabó.
Ella pasa junto a él y camina hacia la oscuridad del pasillo. Su teléfono vibra en su bolsillo, pero lo ignora. Carlos saca el suyo. Tiene un mensaje de texto del Comandante Dávila.
Lo lee. Su cara palidece. Se le seca la boca.
El mensaje dice: REGISTRO ENCONTRADO. NO ES ENFERMERA. MARGARITA ANA LOZANO. ALIAS “LA PARCA”. TENIENTE DE CORBETA. FUERZAS ESPECIALES NAVALES. CONDECORADA CON LA CRUZ AL MÉRITO NAVAL DE PRIMERA CLASE. SE LE CREÍA MUERTA EN ACCIÓN DESDE 2014 EN TAMAULIPAS. JAGUAR, SI ELLA ESTÁ AHÍ, SAL DE ESE HOSPITAL AHORA. ESA MUJER ES UN ARMA DE DESTRUCCIÓN MASIVA.
Carlos baja el teléfono. Mira hacia el pasillo vacío por donde se fue la anciana que limpia los baños. —Madre de Dios —susurra—. Tenemos a una leyenda trapeando los pisos.
Margarita se sienta en su coche otra vez. Las luces azules de las patrullas empiezan a llenar el estacionamiento. Sabe que vienen por el reporte de los químicos. Pero pronto, vendrán por ella. Alguien debió haberla reconocido. La técnica fue demasiado perfecta. Suspira. Toca la cicatriz de su muñeca. —No en mi guardia —susurra para sí misma—. Nadie muere en mi guardia.
Arranca el coche, pero no pone la velocidad. Apaga el motor. Se baja. Acomoda su gafete chueco que dice “Voluntaria”. Y camina de regreso al hospital. Porque la guerra nunca termina, solo cambia de lugar.
CAPÍTULO 5: LA LISTA NEGRA DE APATZINGÁN
El amanecer en la Ciudad de México no es poético; es gris y huele a smog. A las 5:00 AM, el Hospital General entra en esa extraña hora muerta donde los vivos parecen muertos y los muertos ya fueron bajados a la morgue.
Margarita está en la Bahía de Trauma 1. El lugar está vacío ahora, limpio, silencioso. Huele a Pinol y a cloro. Ella pasa un trapo húmedo sobre el carro de paro rojo, ese mismo carro que hace una hora fue el altar de un milagro médico.
Sus movimientos son lentos otra vez. Chic, chic, chic. Pero sus manos se detienen sobre la manija de un cajón. Dentro, sabe que están los frascos de atropina vacíos. Cierra los ojos y respira. El olor del Pinol se mezcla en su memoria con el olor a selva quemada.
En el pasillo, Carlos “El Jaguar” camina hacia ella. Sus botas tácticas no hacen ruido sobre el linóleo; camina como un gato grande acechando a su presa.
—Margarita —dice.
Ella se detiene. No se gira. Sus hombros se tensan imperceptiblemente bajo el uniforme azul holgado. —El piso está mojado, hijo. Ten cuidado.
—Déjate de juegos. Ya sé quién eres.
El silencio que sigue es más pesado que el plomo. El zumbido de las lámparas fluorescentes parece intensificarse.
—Soy la señora de la limpieza —responde ella, su voz tranquila, pero sin el tono tembloroso de “abuelita”.
—No. Eres la Teniente de Corbeta Margarita Ana Lozano. Clave operativa: “La Parca”.
Margarita aprieta el trapo con tanta fuerza que sus nudillos se ponen blancos. —Esa mujer murió en 2014. En una emboscada en la frontera chica.
—Eso dice el reporte oficial —Carlos da un paso más cerca. Se queda a dos metros, respetando la distancia de seguridad. Sabe que esa anciana podría romperle la tráquea antes de que él pudiera sacar su macana—. Pero el reporte miente. Y mis ojos no.
Margarita se gira lentamente. Su rostro ya no tiene la máscara de sumisión. Sus ojos, detrás de los lentes baratos, son pozos oscuros y antiguos. —¿Qué quieres, Carlos?
—Saber la verdad.
—La verdad es peligrosa. La verdad hace que la gente desaparezca.
Carlos niega con la cabeza. Saca su celular y le muestra la pantalla apagada, usándola como espejo. —Apatzingán, Michoacán. Mayo de 2011. Operativo “Nido de Avispas”.
La respiración de Margarita se detiene un segundo. —Yo no estuve ahí.
—Sí estuviste. Yo era Sargento Segundo del Ejército. Nos emboscaron en la carretera a Aguililla. Éramos doce. Quedamos cuatro.
La cara de Margarita permanece inamovible, pero sus dedos empiezan a trazar patrones invisibles en la superficie del carrito. —Te equivocas de persona.
—No —Carlos da otro paso. Su voz se quiebra un poco, perdiendo la dureza del guardia de seguridad—. Había un médico naval adjunto a nuestro pelotón. Una mujer. Nos gritaba órdenes mientras nos disparaban con Barret calibre .50 desde los cerros.
Margarita mira hacia el pasillo vacío, como si viera fantasmas. —Ese día hacía mucho calor —susurra, casi sin querer.
—40 grados a la sombra —confirma Carlos—. Un niño, un soldado raso de 19 años, pisó una mina antipersonal. Le voló las piernas. Se estaba desangrando en el polvo. Todos gritaban que nos retiráramos, que lo dejáramos.
Margarita cierra los ojos. —Cabo Emmanuel Torres.
El nombre cae entre ellos como una sentencia.
—Sí —dice Carlos—. Torres. Tú te negaste a irte. Te quedaste en medio del fuego cruzado, arrodillada sobre él, metiendo tus manos en sus arterias femorales para detener el sangrado. Le dijiste: “No te vas a morir hoy, cabrón. No en mi guardia”.
Margarita abre los ojos. Están húmedos. —Era solo un niño. No merecía morir así.
—Le salvaste la vida. Lo subiste al helicóptero con tus propias manos mientras te disparaban. Yo lo vi. Yo te cubrí la espalda mientras corrías.
Carlos se lleva la mano al pecho, donde solía llevar sus placas de identificación. —Llevo diez años preguntándome qué pasó con esa oficial. Cuando vi el reporte de “muerta en acción”, brindé por ti. Y ahora… ahora te veo aquí, limpiando vómito y aguantando que una enfermera fresa te grite.
Margarita se endereza. Su estatura de 1.55 parece crecer hasta los dos metros. —Hago lo que tengo que hacer para sobrevivir, Sargento. La guerra terminó para mí.
—La guerra nunca termina para gente como nosotros, Teniente. Solo cambia el uniforme.
En ese momento, Jessica sale de la estación de enfermeras. Tiene los ojos rojos de tanto llorar por el estrés, pero se detiene en seco al ver la escena. Ve a Carlos, el guardia rudo, parado en posición de firmes frente a Margarita, la señora de la limpieza. Ve la tensión. Ve el respeto.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunta Jessica, con voz temblorosa.
Carlos no rompe el contacto visual con Margarita. —Nada, jefa. Solo le estoy dando las novedades a una superior.
Margarita rompe la postura. Vuelve a encorvarse, vuelve a ser la viejita. —Ya me voy, mijita. Tengo que limpiar los baños del segundo piso.
Pasa junto a Carlos. Él no se mueve, pero susurra cuando ella pasa a su lado: —Si yo lo sé, ellos lo sabrán pronto. Los de arriba.
Margarita se detiene un segundo, sin voltear. —Que vengan. Ya no tengo miedo.
Se aleja con su carrito. Chic, chic, chic.
Jessica se acerca a Carlos, confundida. —¿De qué hablaban? ¿Por qué la mirabas así? Carlos, me estás asustando.
Carlos se gira hacia ella. Saca su celular otra vez y busca una foto vieja en su galería privada. Una foto escaneada, borrosa, de un grupo de soldados y marinos en el desierto, cubiertos de polvo. —Mira esto.
Jessica mira la pantalla. Ve a hombres jóvenes, sonrientes a pesar del cansancio. Y en el centro, una mujer. Baja, fuerte, con un chaleco táctico y un fusil colgado al hombro, pero con botiquines médicos en lugar de granadas. Su cara está sucia, pero los ojos son inconfundibles.
—Esa es… —Jessica jadea—. ¿Esa es Margarita?
—Esa es la Teniente Lozano —dice Carlos—. Y el chico que tiene el brazo sobre su hombro… ¿lo reconoces?
Jessica acerca el teléfono a su cara. Entrecierra los ojos. El chico es joven, moreno, con una sonrisa amplia y estúpida. Se le corta la respiración. Se lleva la mano a la boca. —Es Manu. Es mi hermano Emmanuel.
—Sí. Es él. Antes de que perdiera las piernas.
Jessica levanta la vista, horrorizada y maravillada al mismo tiempo. —Emmanuel siempre habla de un “ángel” que lo salvó en Michoacán. Dijo que una mujer lo cargó y no dejó que se desangrara. Dijo que le debía la vida.
—Pues ahí la tienes —dice Carlos, señalando el pasillo vacío por donde se fue Margarita—. La mujer a la que has estado tratando como basura los últimos seis meses es la razón por la que tu hermano está vivo y puede ver crecer a sus hijos.
Jessica siente que el suelo se abre bajo sus pies. Las lágrimas empiezan a correr por sus mejillas, pero esta vez no son de estrés. Son de vergüenza pura. —Dios mío… ¿Qué he hecho?
—No sabías —dice Carlos, suavemente—. Nadie sabía. Pero ahora sabes. La pregunta es: ¿Qué vas a hacer ahora?
CAPÍTULO 6: LA VISITA OFICIAL
El sol finalmente rompe el horizonte de la CDMX. Los primeros rayos naranjas golpean las ventanas sucias del hospital.
El cambio de turno se acerca. Las enfermeras de la mañana empiezan a llegar con sus cafés y sus chismes. Pero hoy, el ambiente es diferente.
A las 5:45 AM, dos camionetas Suburban negras, con vidrios polarizados y placas federales, se detienen frente a la entrada principal. No son ambulancias. No es la policía local.
Se bajan cuatro hombres. Dos llevan trajes oscuros y auriculares. Los otros dos llevan el uniforme de gala de la Secretaría de Marina (SEMAR). Blanco impecable, gorras con laureles dorados. Caminan con esa autoridad que hace que la gente se aparte instintivamente.
Entran al lobby. La recepcionista, la Sra. Paty, se queda paralizada con el sándwich a medio camino de la boca. —¿En qué… en qué puedo servirles, oficiales?
El hombre al frente es un Capitán de Navío. Tiene el cabello gris cortado al ras y una cicatriz en la barbilla. Su nombre, bordado en oro: CAP. RIVERA. —Buenos días. Buscamos a Margarita Lozano.
Paty tartamudea. —¿Mago? ¿La señora de limpieza? ¿Hizo algo malo? Si se robó papel de baño, yo puedo pagarlo…
—No, señora. No hizo nada malo —dice el Capitán Rivera con una voz que no admite réplica—. Solo necesitamos hablar con ella. Sabemos que está en turno.
El Dr. Peralta, que pasaba por ahí llenando unos formularios, se detiene. —¿Capitán? Soy el Dr. Peralta, residente a cargo. ¿Hay algún problema? Margarita es… bueno, es personal vulnerable. Es una anciana.
Rivera mira a Peralta. Sus ojos son fríos. —Doctor, esa “anciana” tiene más entrenamiento en combate y medicina táctica que todo su equipo junto. ¿Dónde está?
Peralta se queda mudo. Señala hacia el pasillo de servicios. —Creo… creo que está en el cuarto de intendencia.
Los hombres avanzan. Sus botas golpean el piso con un ritmo marcial. Tac, tac, tac.
Jessica y Carlos están al final del pasillo. Ven venir a la comitiva. —Vinieron por ella —susurra Jessica, aterrorizada—. Carlos, ¿la van a arrestar? ¿Es por lo de las medicinas?
Carlos niega con la cabeza. Está sonriendo levemente. —No, Jess. Mira sus uniformes. Esos son de gala. No vienes a arrestar a alguien vestido así. Vienes a rendir honores.
Margarita sale del cuarto de intendencia empujando su carrito. Se detiene al ver el muro de uniformes blancos y trajes negros bloqueando su camino. Por un segundo, su instinto de huida se dispara. Podría correr. Conoce las salidas de emergencia. Conoce los túneles de servicio.
Pero luego ve la cara del Capitán Rivera. Y lo reconoce. Era un Teniente joven cuando ella era Comandante de pelotón médico.
Margarita suelta el carrito. Se quita los lentes baratos y los guarda en el bolsillo de su uniforme azul. Se endereza. La transformación es completa. Ya no hay abuela. Hay una guerrera.
El Capitán Rivera se detiene a tres pasos de ella. El pasillo se llena de curiosos. Enfermeras, doctores, pacientes con suero. Todos miran.
—Comandante Lozano —dice Rivera. Su voz retumba.
Margarita levanta la barbilla. —Capitán Rivera. Ha pasado mucho tiempo. Veo que consiguió sus ascensos.
—Y usted consiguió desaparecer muy bien, Comandante. La Inteligencia Naval la ha buscado por ocho años.
—No quería ser encontrada.
—Lo sabemos. Pero lo que hizo anoche… —Rivera hace un gesto hacia uno de los hombres de traje, que sostiene una tablet—. El reporte toxicológico confirmó VX residual en los pesticidas. Usted neutralizó una amenaza química de nivel militar en un hospital civil, con recursos limitados y en tiempo récord.
Margarita no parpadea. —Hice mi trabajo. Salvar vidas.
—Sí. Como siempre —Rivera da un paso adelante, rompiendo el protocolo de distancia—. El Almirantazgo se enteró. Vieron los videos de seguridad.
Margarita se tensa. —¿Y?
Rivera sonríe, una sonrisa genuina, llena de admiración. —Y dicen que es una lástima que la mejor operadora médica de la historia de la Marina esté trapeando pisos.
Rivera se cuadra. Junta los talones con un golpe seco que resuena en todo el hospital. Levanta la mano derecha en un saludo militar perfecto. —A nombre de la Secretaría de Marina y de los hombres y mujeres que usted trajo de vuelta a casa… Gracias, Teniente.
El silencio es absoluto. Uno a uno, los otros oficiales saludan. Incluso los agentes de traje inclinan la cabeza con respeto.
Carlos “El Jaguar”, al fondo del pasillo, se pone firmes y saluda también. —¡Presente! —susurra Carlos.
Margarita siente un nudo en la garganta. Durante años, pensó que su país la había olvidado. Que era un número más, una pieza rota de maquinaria desechada. Sus ojos se llenan de lágrimas. No de tristeza, sino de dignidad recuperada.
Lentamente, con una mano que ya no tiembla ni un milímetro, Margarita devuelve el saludo. —¡Firme! —dice ella, con voz de mando.
Jessica observa la escena, con las manos sobre la boca, llorando abiertamente. Su hermano vive. Y la heroína está ahí, con un uniforme de limpieza talla extra grande.
Rivera baja la mano. —No venimos a llevarla a la fuerza, Comandante. Pero el país la necesita. No para pelear. Para enseñar.
Le extiende una tarjeta negra con un escudo dorado en relieve. —Si decide dejar de esconderse… llámeme.
Margarita toma la tarjeta. Mira a Rivera, luego mira a su alrededor. Ve a Peralta boquiabierto. Ve a las enfermeras que se burlaban de ella, ahora mirándola con asombro. Ve a Jessica llorando de gratitud.
—Lo pensaré, Capitán —dice Margarita.
Rivera asiente. —Es todo lo que pido. Con su permiso. Se da la media vuelta. —¡Retirada!
La comitiva sale tan rápido como entró, dejando atrás un hospital que nunca volverá a ser el mismo.
Margarita se queda sola en el centro del pasillo. Ya no es invisible. Jessica corre hacia ella. No le importa el protocolo, no le importa la jerarquía. Se lanza y abraza a la anciana pequeña y fuerte.
—Gracias —solloza Jessica en su hombro—. Gracias por Emmanuel. Gracias por todo. Perdóname.
Margarita se queda rígida un segundo, desacostumbrada al contacto humano. Pero luego, lentamente, sus manos expertas, esas manos que han matado y curado, rodean a la joven enfermera y le dan palmaditas en la espalda.
—Ya, ya, mijita —dice Margarita, suavemente—. No llores. Se te va a correr el rímel y tienes pacientes que atender.
Jessica se separa, riendo entre lágrimas. —Sí, Jefa. Lo que usted diga.
Peralta se acerca, tímido, como un niño regañado. —Margarita… eh, Teniente… yo…
—Doctor Peralta —lo interrumpe ella, limpiándose los lentes y volviéndoselos a poner—. ¿Esos pacientes en la sala 3 ya tienen sus laboratorios post-crisis?
—Eh… no, todavía no.
Margarita levanta una ceja. —¿Y qué está esperando? ¿Una invitación por escrito? ¡Muévase!
Peralta salta como si le hubieran dado un toque eléctrico. —¡Sí! ¡Sí, voy!
Margarita sonríe levemente. Mira su carrito de limpieza. Luego mira la tarjeta del Capitán Rivera en su mano. Guarda la tarjeta en su bolsillo, junto a su corazón. Toma el mango del carrito. Pero esta vez, no lo empuja hacia el cuarto de limpieza. Lo empuja hacia un lado, fuera del camino.
Se quita el gafete que dice “Voluntaria”. Lo tira a la basura. Hoy no va a limpiar pisos. Hoy va a enseñarles a estos niños cómo se salva una vida cuando la muerte te está respirando en la nuca.
—Carlos —llama ella, sin voltear. El Jaguar se acerca rápido. —¿A la orden, Teniente?
—Consígueme un café. Y que no sea de esa agua sucia de la máquina. Quiero uno de verdad. —Enseguida.
Margarita camina hacia la estación de enfermeras. Se sienta en la silla principal, la que usa la Jefa de Piso. Nadie se atreve a decirle nada. Abre el expediente del paciente 1.
La leyenda de “La Parca” ha vuelto. Y el Hospital General acaba de ganar a su mejor elemento.
CAPÍTULO 7: LA CÁTEDRA DE LA CICATRIZ
Dos días después de la visita del Capitán Rivera, la oficina de la Directora General del hospital huele a lavanda y a aire acondicionado caro. La Dra. Villalobos, una mujer de 55 años con fama de ser más dura que el concreto, me mira desde el otro lado de su escritorio de caoba.
Yo sigo usando mi uniforme de intendencia, aunque ya nadie me pide que limpie nada.
—Señora Lozano —dice ella, entrelazando los dedos—. O debería decir Teniente.
—Margarita está bien, doctora.
—Margarita. Tengo a la Marina ofreciéndome fondos para un ala nueva de trauma si le doy un puesto. Tengo a la prensa queriendo saber quién es la “abuela maravilla”. Y tengo a mi jefe de residentes, el Dr. Peralta, aterrorizado de usted.
Sonrío levemente. —El miedo agudiza los sentidos. Le hará bien.
Villalobos se ríe, un sonido seco. —Mire, seré franca. No puedo contratarla como médico ni como enfermera. No tiene licencia civil vigente y el sindicato me comería viva. Pero puedo contratarla como “Consultora Externa de Gestión de Crisis”.
Me empuja una carpeta azul. —Es un puesto docente. Usted no toca a los pacientes a menos que sea catástrofe. Pero usted entrena a mis médicos. Les enseña a no congelarse. Les enseña lo que hizo allá abajo.
Miro la carpeta. —Soy vieja, doctora. Tengo 72 años. Mis rodillas truenan cuando llueve.
—Y su cerebro funciona más rápido que el de cualquier chamaco de 25 años que tengo en urgencias. —Villalobos se inclina hacia adelante—. No necesito sus rodillas, Margarita. Necesito su experiencia. Necesito que les enseñe a sobrevivir.
Tomo la carpeta. Pesa. Pesa como la responsabilidad.
—Acepto —digo—. Pero bajo mis condiciones.
—¿Cuáles?
—Nadie usa celulares en mi clase. Y quiero café de grano en la sala de descanso. Del bueno. De Veracruz.
Villalobos sonríe. —Hecho.
Una semana después. Aula 4B del sótano. Hay veinte residentes sentados, incluyendo a Peralta y a Jessica. Me miran con una mezcla de escepticismo y curiosidad morbosa. Para ellos sigo siendo la señora que trapeaba los pisos, ahora vestida con una bata blanca que dice M. Lozano – Instructor Táctico.
Sobre la mesa frente a mí, he puesto tres cosas: Un cronómetro, una naranja y una aguja de descompresión torácica de calibre 14.
—Tienen 30 segundos —digo, mi voz llenando el aula sin necesidad de gritar—. Paciente con neumotórax a tensión. Se está asfixiando. Si no descomprimen el pecho ya, muere.
Señalo a un residente joven, de apellido Gómez. Fresita. De los que llegaron en BMW. —Tú. Hazlo.
Gómez se levanta, nervioso. Toma la aguja. Le tiemblan las manos. Intenta clavarla en la naranja. Se le resbala. Se le cae al suelo.
—Muerto —digo secamente—. Tu paciente acaba de morir mientras tú recogías tu equipo del piso sucio. Siéntate.
El silencio en el aula es sepulcral.
—¿Creen que esto es un juego? —camino entre las filas. Mis pasos son lentos, deliberados—. En la escuela de medicina les enseñan anatomía, fisiología, farmacología. Les enseñan a curar cuerpos.
Me detengo frente a Jessica. —Pero nadie les enseña a curar bajo fuego. Nadie les enseña qué hacer cuando la luz se va, cuando no hay suministros, cuando el paciente es un niño que te agarra la mano y te pide que no lo dejes morir.
Me subo la manga de la bata. Les muestro la cicatriz en mi muñeca. Luego me desabrocho el primer botón del cuello y les muestro otra cicatriz, vieja y fea, cerca de la clavícula. Metralla.
—Estas no son medallas —digo—. Son errores. Cada cicatriz que tengo es una vez que fui demasiado lenta. Una vez que no vi venir el golpe.
Veo cómo Peralta traga saliva.
—No estoy aquí para enseñarles medicina. Ustedes saben más teoría que yo. Estoy aquí para enseñarles a controlar el pánico. Porque el pánico mata más gente que las balas.
Regreso a la mesa. Tomo la aguja. En un movimiento fluido, sin mirar, clavo la aguja en el centro exacto de la naranja. Zas.
—El miedo es una reacción. El coraje es una decisión —miro a mis alumnos—. Bienvenidos al infierno, doctores. Vamos a empezar.
CAPÍTULO 8: NO EN MI GUARDIA
Han pasado seis meses. El Hospital General ya no es el mismo. Hay un nuevo ritmo en los pasillos.
Cuando llega una ambulancia con un código rojo, ya no hay gritos histéricos. Hay órdenes cortas. Precisión. “Vía aérea despejada”. “Compresión iniciada”. “Tiempo, 2 minutos”.
Es la cadencia de Margarita.
Hoy es un día especial. En el patio central del hospital, han montado un estrado. Hay banderas de México. Hay prensa. Van a inaugurar el “Centro de Entrenamiento de Trauma Lozano”.
Yo estoy en la azotea, mirando la Ciudad de México. El smog le da al atardecer un tono violeta y naranja, casi hermoso si ignoras la contaminación. Odio las ceremonias. Odio los discursos.
La puerta de la azotea se abre. Es Carlos, “El Jaguar”. Ya no usa el uniforme de seguridad genérico. Ahora lleva un uniforme táctico azul marino, con el logo del hospital y una insignia que dice Jefe de Operaciones de Seguridad. Yo se lo conseguí.
—Te están esperando abajo, Jefa —dice él, recargándose en el barandal a mi lado.
—Que esperen. No me voy a morir si no me aplauden.
Carlos se ríe. Saca un cigarro, lo mira con nostalgia y lo vuelve a guardar. Dejó de fumar hace tres meses porque le dije que si quería correr a mi ritmo, necesitaba pulmones limpios.
—Jessica dio un discurso —dice Carlos—. Lloró. Dijo que su hermano Emmanuel va a venir a visitarla la próxima semana. Quiere verte. Quiere que conozcas a sus hijos.
Siento un calorcito en el pecho. —No sé si estoy lista para eso.
—Nunca se está listo para los fantasmas que regresan vivos, Margarita. Pero es mejor que ver a los que no regresaron.
Saco mi libretita vieja del bolsillo. Esa donde anotaba a los muertos. La abro. En la última página, ya no hay listas de bajas. Hay nombres nuevos. Dr. Peralta – Aprobado. Enfra. Jessica – Aprobado. Residente Gómez – Aprobado (apenas).
Carlos mira la libreta. —¿Sigues contando?
—Siempre. Pero ahora cuento victorias.
—Ya no tienes que cargar todo tú sola, ¿sabes? —Carlos señala hacia abajo, hacia el patio donde cientos de batas blancas esperan—. Ya tienes un ejército. Tu propio pelotón.
Miro hacia abajo. Veo a Peralta dando instrucciones a unos internos. Lo veo seguro, firme. Veo a Jessica liderando el triaje de una llegada menor de ambulancias. Se mueve rápido, sin dudar.
Carlos tiene razón. Ya no soy la única que sabe pelear contra la muerte en este edificio. He clonado mi instinto en veinte, treinta, cincuenta personas. Si yo falto mañana, ellos seguirán.
—¿Sabes qué, Jaguar? —cierro la libreta y la guardo—. Tienes razón.
—¿En qué?
—En que ya me está dando hambre. Y prometieron tamales en la inauguración.
Carlos suelta una carcajada. —Pues vámonos, Teniente. Antes de que se acaben los de verde.
Caminamos hacia la puerta. Pero antes de entrar, el sonido familiar de las sirenas corta el aire. No una. Varias. Se acercan rápido. Muy rápido.
Mi radio, que ahora llevo en el cinturón, crepita. “Atención a todas las unidades. Colapso de estructura en Línea del Metro. Múltiples víctimas. Repito: Múltiples víctimas. Código Negro.”
Me detengo. Carlos se tensa a mi lado. Es el escenario de pesadilla. Cientos de heridos. Caos total.
Miro a Carlos. Él me mira a mí. —¿Tamales luego? —pregunta él.
—Tamales luego.
Corremos hacia las escaleras. Mis rodillas truenan, pero no me duelen. Mi corazón late fuerte, pero no por miedo. Late por propósito.
Bajamos al lobby. El caos está a punto de entrar por esas puertas. Veo a Peralta palidecer al escuchar la radio. Veo a Jessica detenerse un segundo, asustada.
Me paro en medio de la sala de urgencias. Me subo a una silla para que todos me vean. Mi bata blanca ondea.
—¡Escúchenme todos! —grito. Mi voz es un trueno—. ¡Esto no es un simulacro! ¡Viene gente que nos necesita! ¡No quiero héroes, quiero profesionales!
Todos me miran. El miedo en sus caras se transforma en concentración.
—¡Peralta, toma el ala norte! ¡Jessica, triaje en la entrada! ¡Gómez, prepara el quirófano 1 y 2, que no falte sangre!
—¡Sí, Jefa! —gritan al unísono.
Las puertas se abren. El ruido de la ciudad herida entra. Pero esta vez, el hospital no tiembla. El hospital es una fortaleza. Y nosotros somos la muralla.
Carlos se pone a mi lado, listo para organizar el tráfico. —¿Lista, Teniente?
Me ajusto los lentes. Sonrío. Una sonrisa de depredador que sabe que va a ganar.
—Siempre lista. No en mi guardia, cabrones. No en mi guardia.
Y avanzo hacia el frente, hacia la batalla, donde pertenezco.
FIN.