EL PASAJERO DE LA MADRUGADA: UN TAXISTA, LA CARRETERA 57 Y EL HOMBRE QUE SABÍA DEMASIADO

CAPÍTULO 1: LA HORA DEL MUERTO

La México-Querétaro no perdona. Es una cinta de asfalto que se estira como una serpiente negra, tragándose coches, vidas y esperanzas bajo la bruma. Eran las 3:14 de la madrugada. La hora maldita. La hora en que los antros bajan la cortina, los borrachos buscan tacos y los que tenemos el alma en pena seguimos dando vueltas para no llegar a una casa vacía.

Me llamo Tomás Ramírez y mi vida cabe en la cajuela de un Tsuru modelo 2002. El coche huele a una mezcla de aromatizante de pino barato, vestiduras viejas y tabaco negro. Llevo diez años al volante, desde que el destino —o mi propia estupidez— me quitó el taller mecánico en Iztapalapa y me dejó con las manos vacías.

Esa noche, el cansancio no era normal. No era ese sueño rico que te pide cama; era un peso muerto en la nuca, como si trajera a alguien sentado en los hombros. Venía de dejar un pasaje en Tepotzotlán, una pareja de chavos que venían peleando a gritos. Me dejaron con dolor de cabeza y ochenta pesos de propina que apenas cubrían la gasolina del regreso.

Decidí volver por la libre. Error de novato, o quizás, designio de algo más grande.

La radio tosía boleros viejos en la AM. “Sabor a mí” sonaba entre la estática. Mi mano fue directo a la perilla para apagarla. Esa era la canción de Margarita.

Margarita.

El solo nombre me provocó un calambre en el estómago. Apreté el volante hasta que los nudillos se me pusieron blancos. No quería pensar en ella. No quería verla en mi memoria, llena de harina, riéndose de mis chistes malos en la cocina de nuestro depa. No quería recordar el silencio que se instaló en mi vida el día que su corazón se detuvo mientras freía chiles rellenos y yo… yo estaba “ocupado” haciéndome el importante con unos clientes, chela en mano, ignorando las llamadas.

—Maldita sea, Tomás —murmuré, golpeando el volante.

El Tsuru vibró, quejándose del bache que acababa de tragarme. El camino estaba desierto. Solo las luces ámbar de los tráileres a lo lejos rompían la oscuridad. La neblina empezaba a bajar, espesa y lechosa, lamiendo el pavimento.

Y entonces, a la altura del kilómetro 94, lo vi.

Al principio pensé que era un efecto del sueño. Una mancha de luz. Pero al acercarme, la figura tomó forma. Un hombre. Caminaba por el acotamiento, peligrosamente cerca de la línea blanca. Iba descalzo.

—¡Estás loco, cabrón! —grité dentro de mi cabina, aunque él no podía oírme.

No llevaba chamarra, ni mochila, ni nada que indicara que era un viajero o un migrante. Llevaba una túnica. Una túnica blanca, larga hasta los tobillos, de una tela que parecía no ensuciarse con el hollín de los escapes. El cabello largo y oscuro se le movía suavemente con el viento de los camiones que pasaban zumbando.

Cualquier taxista con dos dedos de frente sabe la regla de oro: No te pares en la autopista de noche. Nunca. Te pueden asaltar, te pueden secuestrar, o puede ser un gancho para quitarte la unidad.

Pero mis pies no le hicieron caso a mi cerebro.

Frené. El Tsuru se amarró con un chillido agudo de balatas gastadas. Me orillé unos metros adelante de él. Miré por el retrovisor, con la mano cerca de la llave de cruz que guardo bajo el asiento, por si las moscas.

El hombre no corrió hacia el coche. No hizo señas desesperadas. Simplemente se giró, me miró a través de la distancia y el cristal trasero, y asintió. Como si me hubiera estado esperando a mí, específicamente a mí, toda la noche.

Se acercó despacio. Cuando su mano tocó la manija, sentí una descarga eléctrica recorrer la carrocería. No fue un toque de estática. Fue algo que me erizó los pelos de la nuca.

Abrió la puerta trasera. La luz de cortesía del techo parpadeó y se encendió, iluminando su rostro.

No tenía cara de loco. No tenía los ojos inyectados de droga del que busca problemas. Tenía una mirada… terrible. Y digo terrible no porque diera miedo, sino porque era tan profunda y tan tranquila que me sentí desnudo. Como si esos ojos pudieran ver la mancha de mole en mi camisa y la mancha negra en mi conciencia al mismo tiempo.

—Gracias por detenerte —dijo.

Su voz llenó el coche. No era fuerte, pero resonó en mis huesos. Hizo que el ruido del motor pareciera insignificante.

—No es muy común ver a alguien así por aquí, jefe… —dije, tratando de sonar bravo, callejero—. ¿Se le ofrece algo? ¿A dónde va?

El hombre se acomodó la túnica y cerró la puerta con una suavidad que mi viejo coche no merecía.

—A donde tú vayas está bien —respondió.

Tragué saliva. El sabor metálico del miedo se mezcló con el del café rancio que traía en el termo.

Arrancé. El Tsuru volvió a incorporarse a la carretera, y yo, Tomás Ramírez, el hombre que huía de sus recuerdos, acababa de subir a bordo algo que no podía explicar.


CAPÍTULO 2: LA CONVERSACIÓN IMPOSIBLE

El silencio dentro del taxi se volvió denso, casi sólido. Normalmente, yo soy el que pone la barrera. Subo el volumen a la “Ke Buena” o me pongo a hablar de fútbol para que el pasaje no me cuente sus penas. Pero esta vez, mi garganta estaba seca.

Miraba por el espejo retrovisor cada tres segundos. El pasajero iba tranquilo, mirando la oscuridad pasar por la ventana, con las manos descansando sobre sus rodillas. Manos de trabajador, noté. Ásperas, pero quietas.

—¿Y… tiene nombre, patrón? —solté, porque el silencio me estaba matando. Necesitaba humanizarlo, saber que era un tipo llamado Juan o Pedro que se había escapado de una fiesta de disfraces o de un anexo.

El hombre giró la cabeza y sus ojos se encontraron con los míos en el espejo.

—Jesús —dijo.

Sentí un escalofrío que me bajó desde la coronilla hasta los talones.

Solté una risa nerviosa. En México, “Jesús” es tan común como los baches. Tengo tres primos que se llaman Jesús y un compadre al que le decimos “Chuy”. Pero la forma en que él lo dijo… sin apellidos, sin apodos. Solo Jesús. Como si esa palabra fuera suficiente para definir el universo entero.

—Buen nombre —murmuré, aferrándome al volante como si fuera un salvavidas—. Mi jefecita decía que uno no anda solo si trae ese nombre en el corazón.

El hombre sonrió. Fue una sonrisa apenas visible, pero iluminó el asiento trasero más que la luz amarilla de las farolas.

—Tu madre tenía razón. Doña Carmen era una mujer de mucha fe.

Frené de golpe.

El cinturón de seguridad me lastimó el pecho. El coche de atrás me pitó mentándome la madre con el claxon, pero no me importó. Me orillé de nuevo, con el corazón galopando como un caballo desbocado.

Me giré hacia atrás, con el brazo apoyado en el respaldo.

—A ver, a ver… —mi voz temblaba, mezcla de enojo y pánico—. ¿Usted quién es? ¿Cómo sabe el nombre de mi mamá? ¿Es usted de la judicial? ¿Me está siguiendo?

Mi madre, Carmen, había muerto hacía quince años. Nadie en mi vida actual, ni mis compañeros del sitio de taxis, sabían cómo se llamaba.

Jesús no se inmutó por mi arranque. No levantó las manos, no se asustó. Me sostuvo la mirada con esa calma irritante y sobrenatural.

—Estás cansado, Tomás —dijo, ignorando mis preguntas—. Y no hablo de la espalda, ni de las diez horas que llevas manejando. Hablo de lo otro.

—¿De qué chingados habla? —le espeté, ya sin filtro. El miedo me hacía agresivo.

—Del peso —continuó, con una suavidad que dolía más que un golpe—. Estás cansado de cargar con lo que no pudiste cambiar. Cansado de manejar huyendo de una cocina vacía.

Sentí que me faltaba el aire. Era como si el habitáculo del Tsuru se hubiera quedado sin oxígeno.

—Bájese —susurré. Luego grité—: ¡Que se baje de mi carro!

—Tu esposa se llamaba Margarita —dijo él. No fue una pregunta. Fue una afirmación absoluta—. Le gustaban los girasoles porque decían que siempre buscaban la luz, incluso en días nublados. Murió un domingo a las 2:00 de la tarde. Tú estabas a tres colonias, arreglando la camioneta de un tipo que ni siquiera te pagó bien.

Me quedé helado. Congelado en el tiempo.

Ese era el dato. El dato exacto que me torturaba. No solo que yo no estaba, sino la estupidez de por qué no estaba. Por unos pesos. Por quedar bien.

Las lágrimas me brotaron de golpe, calientes, furiosas.

—¿Quién es usted? —mi voz se rompió—. ¿Es un brujo? ¿Un espíritu?

—Estoy aquí para que dejes de cargar solo, Tomás —respondió. Se inclinó ligeramente hacia adelante—. Arranca el coche. No es seguro quedarse aquí. Tenemos que llegar.

—¿Llegar a dónde?

—Al origen.

No sé cómo, pero mis manos obedecieron. Mis pies, temblando, soltaron el embrague. El coche avanzó. Yo lloraba en silencio, limpiándome los mocos con la manga de mi camisa, sintiéndome el hombre más miserable del mundo, mientras un desconocido vestido de nazareno en el asiento de atrás parecía estar rezando o simplemente existiendo con una intensidad abrumadora.

—No eres el monstruo que te repites ser frente al espejo cada mañana —dijo Jesús después de unos kilómetros, mientras pasábamos por la zona industrial de Cuautitlán.

—Usted no sabe nada —mascullé, con la voz pastosa—. Yo la dejé morir. Mi hija… Daniela… ella ni me habla. Soy una basura.

—Has fallado, sí. Como todos —concedió—. Pero también has amado. Y has ayudado.

Solté una carcajada amarga.

—¿Yo? ¿Ayudar? Solo manejo un taxi, jefe. Cobro lo que marca el taxímetro y a veces hasta redondeo a mi favor. No soy ningún santo.

—¿Te acuerdas de la Avenida Tláhuac? —preguntó de la nada—. Hace tres años. Llovía más fuerte que hoy.

Fruncí el ceño, buscando en la maraña de mis recuerdos. Tláhuac… lluvia…

—Una mujer con un niño en brazos —siguió él, como si estuviera leyendo un libro abierto—. El niño convulsionaba. Ningún taxi se paraba porque la mujer se veía humilde, tal vez sin dinero. Tú tenías prisa. Ibas a ver el fútbol.

La imagen me golpeó. El aguacero. La mano de la señora golpeando mi cristal. Los labios morados del niño.

—Sí… —susurré—. Me paré.

—Los llevaste al Hospital General. Te pasaste tres altos. Casi chocas en el Eje 3. Cuando llegaron, ella quiso darte un billete de cincuenta pesos, todo lo que tenía. Tú le dijiste que no. Le diste tu chamarra para tapar al niño.

Yo había olvidado eso. Completamente. Para mí fue un “gaje del oficio”, una anécdota para contar en la base y ya.

—Ese niño se llama Miguel —dijo Jesús, mirando por la ventana como si viera al niño allá afuera, en la oscuridad—. Hoy tiene ocho años. Está vivo porque tú decidiste que el fútbol podía esperar. Él quiere ser doctor. No sabe por qué, pero sueña con salvar vidas porque un señor en un taxi verde le enseñó que la suya valía la pena.

Sentí un nudo en la garganta tan grande que dolía tragar.

—Eso no borra lo de Margarita —dije, con la voz quebrada.

—No, no lo borra —respondió Jesús con firmeza—. El amor no es una cuenta de banco, Tomás. No sumas puntos buenos para cancelar los malos. Pero te niegas a ver la luz que hay en ti porque estás obsesionado con tu propia oscuridad.

—¿Por qué me dice esto? —pregunté, mirándolo por el espejo. Sus ojos brillaban en la penumbra.

—Porque Margarita me lo pidió.

El volante se me resbaló de las manos por un microsegundo. El coche dio un bandazo leve.

—¿Qué?

—El amor no muere, Tomás. Solo cambia de lugar. Y ella está cansada de verte morir en vida.

El silencio volvió, pero ya no era pesado. Era un silencio cargado de electricidad, de magia, de algo sagrado. Estábamos llegando a la desviación hacia Tepotzotlán, el pueblo mágico.

—Sal aquí —ordenó Jesús.

—Pero… ya fuimos allá. Voy para la ciudad.

—Sal aquí —repitió, con una autoridad que no admitía réplica.

Giré el volante. El Tsuru enfiló hacia el pueblo. Las calles empedradas de Tepotzotlán nos recibieron. Estaba desierto, pero las luces de la iglesia principal iluminaban la fachada barroca con un tono dorado, casi celestial.

—Estaciónate frente a la iglesia —dijo.

—Está cerrada, jefe. Son las cuatro de la mañana.

—Para ti, siempre ha estado cerrada, ¿verdad? —contestó—. Desde el funeral.

Tenía razón. Yo no pisaba una iglesia desde que enterramos a mi esposa. Me peleé con Dios ese día. Le grité, lo insulté y le cerré la puerta en la cara.

—Baja —dijo Jesús, abriendo su puerta.

Bajé del taxi. El aire frío de la madrugada me golpeó la cara. El pueblo olía a leña quemada y a humedad. Jesús estaba parado frente al portón de madera inmenso de la parroquia.

—¿Qué hacemos aquí? —pregunté, sintiéndome pequeño.

—Vas a hablar con ella.

—¿Con quién? ¿Con Margarita? —mi corazón latía tan fuerte que me dolían las costillas—. Ella está muerta. Está en el panteón de San Lorenzo.

—Su cuerpo está ahí —Jesús se giró hacia mí. En la calle vacía, bajo la luz de la luna, parecía brillar—. Pero lo que ella fue, lo que ella amó, eso sigue aquí. Y tienes que pedirle perdón. No porque ella te condene, Tomás. Sino porque tú no te has perdonado a ti mismo.

Se acercó a mí y puso su mano en mi hombro. Su tacto quemaba, pero era un calor reconfortante, como el de una cobija en invierno.

—Díselo —susurró—. Sácalo todo. Aquí nadie juzga.

Me dejé caer de rodillas en el empedrado frío. Frente a esa puerta cerrada, con un extraño vestido de túnica a mi lado, sentí que la represa que había construido durante cinco años se rompía.

Y empecé a hablar.

CAPÍTULO 3: EL PERDÓN TIENE OLOR A INCIENSO

Ahí estaba yo, Tomás Ramírez, un hombre de cincuenta y tantos años, con las rodillas clavadas en las piedras frías del atrio de la iglesia de Tepotzotlán. El cielo seguía siendo un manto negro, pero el aire había cambiado. Ya no se sentía muerto; se sentía expectante, como cuando el campo espera la lluvia.

Jesús se había quedado un paso atrás, respetando mi espacio, pero su presencia era como un faro en mi espalda. Sentía su mirada, no juzgándome, sino sosteniéndome para que no me derrumbara por completo.

—Perdóname —susurré. Mi voz sonó rasposa, patética, rebotando en la madera vieja del portón cerrado.

Al principio no sabía qué decir. Es difícil hablar con alguien que ya no está, especialmente cuando te pasaste los últimos años tratando de olvidar que alguna vez estuvo. Pero luego, la imagen de Margarita vino a mi mente, no la imagen triste del ataúd, sino la de ella viva, con su delantal de flores y esa maña que tenía de tararear mientras picaba cebolla.

—Perdóname, gorda —dije, y el apodo cariñoso me dolió como una puñalada—. Por no estar. Por haberte dejado sola ese domingo. Por creer que la chamba era más urgente que verte cocinar.

Las lágrimas empezaron a caer más rápido, mojando mi camisa. Ya no me importaba si alguien me veía. El “macho mexicano” que se aguanta todo se había quedado tirado en el kilómetro 94. Aquí solo quedaba un ser humano roto.

—Me dio miedo, Marga. Eso fue. Me dio miedo verte apagada. —Hablé de mis miedos, esos que nunca le conté a nadie—. Cuando te fuiste, me sentí tan enojado con la vida que preferí encerrarme en el taller. Preferí la grasa y el ruido de los motores al silencio de la casa. Y por eso… por eso me alejé de Daniela.

Confesar eso fue lo más difícil. Admitir que había abandonado a mi hija, no físicamente, sino emocionalmente, porque ella tenía tus ojos y verte en ella me mataba.

—Soy un cobarde —sollocé, golpeando suavemente mi muslo con el puño—. La dejé sola con su dolor porque yo no podía con el mío. Perdóname por ser un fantasma en mi propia casa. Perdóname por no saber cómo ser papá sin ti.

No sé cuánto tiempo pasé ahí. Podrían haber sido diez minutos o tres horas. El tiempo en la madrugada tiene sus propias reglas. Hablé de todo: de las deudas, de la soledad, de las noches comiendo atún directo de la lata, de lo mucho que extrañaba su risa escandalosa cuando veía películas de Cantinflas.

No rezaba. No eran Padre Nuestros ni Aves Marías. Era una plática. Una plática pendiente que tenía atorada en el pecho como un hueso de durazno.

Y entonces, sucedió.

No se abrió el cielo. No bajaron ángeles tocando trompetas. Fue algo más sencillo y, a la vez, más poderoso. Sentí una brisa ligera, apenas un suspiro de viento, que me rozó la mejilla izquierda. Olía a incienso, sí, pero también olía a algo más… olía a vainilla. Al perfume barato que usaba Margarita los domingos.

Una calma extraña, líquida y tibia, empezó a llenarme el pecho. Esa piedra pesada que llevaba cargando desde hacía años, esa opresión que no me dejaba respirar hondo, de repente… se aligeró. No desapareció, porque el dolor de la ausencia siempre queda, pero dejó de ser una carga que me doblaba la espalda. Se convirtió en algo que podía llevar.

Me sequé la cara con el dorso de la mano y respiré. Respiré de verdad, llenando los pulmones hasta el fondo, y el aire de la madrugada me supo dulce.

Sentí una mano en mi hombro.

—Lo dijiste todo —murmuró Jesús. Su voz sonaba satisfecha, suave—. Ya no hay veneno dentro, Tomás. Ahora hay espacio.

—¿Espacio para qué? —pregunté, todavía con la voz mormada, poniéndome de pie con dificultad porque las rodillas me temblaban.

—Para empezar —respondió él, mirándome con esos ojos insondables—. El perdón no es para el que se fue, Tomás. Es para el que se queda. Ella ya está en paz. Faltabas tú.

Miré la iglesia. Ya no me parecía un edificio hostil y cerrado. Me parecía solo un edificio. La rabia se había ido.

—Tengo hambre —dije de pronto, y la trivialidad de la frase me sorprendió. Hacía meses que no sentía hambre de verdad, solo la necesidad mecánica de comer.

Jesús sonrió, una sonrisa amplia y humana.

—El espíritu ya comió —dijo—. Ahora le toca al cuerpo. Vamos, el mercado ya debe estar despertando.

Caminamos juntos hacia los portales. El cielo empezaba a teñirse de un azul profundo, ese azul mágico antes del amanecer. Mis pasos sonaban distintos sobre el empedrado. Ya no arrastraba los pies.


CAPÍTULO 4: EL MENSAJE DE PAPEL Y EL CAFÉ NEGRO

Tepotzotlán amanecía con esa pereza sabrosa de los pueblos. A lo lejos, se escuchaba el gallo, y el olor a leña y carbón empezaba a inundar las calles. Llegamos a la zona de los portales, donde unos puestos ambulantes comenzaban a levantar sus estructuras metálicas y a poner las ollas de tamales.

Jesús caminaba a mi lado, pero noté algo raro. La gente que pasaba —los barrenderos, los panaderos con sus canastos— no parecían notarlo. O tal vez sí, pero nadie se le quedaba viendo como a un bicho raro, a pesar de la túnica. Era como si él fluyera entre la realidad, sin perturbarla.

Nos detuvimos en un puesto pequeño, una mesa con un mantel de plástico floreado y una olla de peltre azul que humeaba con olor a café de olla con canela.

—Siéntate —me dijo Jesús—. Yo invito el café, aunque no traigo dinero —bromeó. Fue la primera vez que lo escuché bromear.

Me senté en un banco de plástico. Me sentía agotado, pero limpio. Como después de una fiebre muy alta que por fin cede.

Una muchacha joven, de unos veintitantos años, estaba de espaldas acomodando unos panes dulces. Tenía una trenza larga y negra que le caía por la espalda.

—Buenos días, señorita —dije—. ¿Nos regala dos cafés, por favor?

La muchacha se giró. Tenía ojos grandes, expresivos, y una cicatriz pequeña en la barbilla. Me miró, sonrió profesionalmente y empezó a servir el café en jarritos de barro.

Pero cuando me entregó el mío, se detuvo. Sus manos se quedaron congeladas en el aire sosteniendo el jarrito. Me miró fijamente, frunciendo el ceño, como tratando de resolver un rompecabezas.

—¿Usted es… el señor del taxi? —preguntó, titubeando.

Yo la miré confundido. Veo a miles de personas al año. Caras van, caras vienen.

—Soy taxista, sí. Pero no creo que…

—El chocolate —interrumpió ella. Sus ojos se llenaron de brillo—. Hace cinco, no, seis años. En la esquina del metro Escuadrón 201. Estaba lloviendo. Yo era una niña, tenía diecisiete años. Estaba llorando porque… porque me había escapado de mi casa. Mi padrastro… él me pegaba.

La memoria me golpeó de repente, activada por sus palabras. Recordé esa noche. Una chiquilla empapada, temblando de frío y de miedo en una esquina peligrosa.

—Usted se paró —continuó ella, y la voz se le quebró un poquito—. Yo no tenía dinero. Le dije que no podía pagarle. Usted me dijo: “Sube, hija. Nadie merece mojarse con estas lágrimas”. Me llevó a casa de mi tía en Ecatepec. Fue un viaje larguísimo. Y cuando bajé, no me cobró. Me regaló un chocolate Carlos V que traía en el tablero y me dijo: “La vida es amarga a veces, pero no dejes que te quite lo dulce”.

Me quedé mudo. Recordaba el chocolate. Lo había comprado para mí, pero al verla tan rota, se lo di. Un gesto de cinco pesos. Una tontería.

—Esa noche —dijo ella, limpiándose una lágrima rápida con el delantal—, yo pensaba en hacer una locura. Pensaba que todos los hombres eran malos. Que no valía la pena. Pero usted… usted me salvó. No solo me llevó a casa. Me devolvió la esperanza.

Tomé el café, sintiendo cómo me temblaban las manos. Jesús tenía razón. “Has ayudado a más personas de las que recuerdas”, me había dicho en el taxi. Y aquí estaba la prueba, sirviéndome café de olla en un amanecer de Tepotzotlán.

—Me alegra que estés bien, hija —logré decir, con un nudo en la garganta—. De verdad.

Ella sonrió, una sonrisa radiante.

—Estoy bien. Terminé la prepa. Ahora trabajo aquí y ayudo a mi tía. Soy feliz.

De repente, su expresión cambió. Miró hacia los lados, como buscando a alguien.

—Oiga… el señor que venía con usted…

Giré la cabeza hacia el banco de al lado.

Estaba vacío.

El corazón me dio un vuelco. Miré hacia la calle, hacia los portales, hacia la plaza. Nada. Solo gente comenzando su día. No había rastro de la túnica blanca.

—¿Se… se fue? —pregunté, sintiendo un vacío repentino en el estómago.

—Hace un momentito —dijo la chica—. Se levantó cuando yo le estaba contando la historia. Me dio esto para usted.

Metió la mano en la bolsa de su delantal y sacó un pedazo de papel doblado. Era una hoja de cuaderno, arrancada de forma irregular, tal vez de una libreta de mesero.

Lo tomé con miedo. Mis dedos reconocieron la textura del papel barato. Lo desdoblé despacio.

La letra era clara, firme, escrita con bolígrafo azul.

“La luz que das regresa cuando menos la esperas, Tomás. Gracias por no ignorarme en la carretera. No todos se detienen. No todos escuchan. Recuerda: No estoy lejos. Nunca lo estuve. Ahora ve. Tienes una llamada que hacer.”

No había firma.

Alcé la vista, buscando desesperadamente. Quería correr, gritar su nombre, preguntarle si era verdad, si realmente era Él o si yo me estaba volviendo loco. Pero el mercado seguía su ritmo indiferente.

—¿Vio hacia dónde se fue? —le pregunté a la chica, casi desesperado.

—Caminó hacia la luz —dijo ella, señalando hacia donde el sol empezaba a salir detrás de la iglesia—. Y… bueno, va a sonar loco, señor. Pero cuando caminaba… parecía que no pisaba el suelo. Se veía… borroso.

Me dejé caer en el banco, con la nota apretada en el puño contra mi pecho. El café humeaba frente a mí, olvidado.

“Tienes una llamada que hacer”.

Sabía perfectamente a qué se refería.

Saqué mi celular del bolsillo. La pantalla estaba estrellada, como mi vida hasta hace unas horas. Busqué en la lista de contactos. Tenía años sin marcar ese número, pero nunca lo había borrado. Estaba ahí, guardado como “Dany”.

Mi dedo flotó sobre el botón de llamar. El miedo volvió, ese miedo viejo y pegajoso de ser rechazado. ¿Y si no contestaba? ¿Y si me colgaba? ¿Y si ya era demasiado tarde?

Pero luego miré la nota de nuevo. “No estoy lejos”. Y recordé la mirada de la chica del café, viva y feliz gracias a un chocolate y un aventón gratis.

Si un desconocido podía perdonarme la vida en una carretera, y si yo había podido salvar a una niña sin saberlo… tal vez, solo tal vez, mi hija podría perdonar a su viejo padre.

Marqué.

El tono de llamada sonó. Uno. Dos. Tres. Cada tono era un latido de mi corazón golpeando contra mis costillas.

—¿Bueno? —respondió una voz adormilada, una voz que conocía de memoria y que al mismo tiempo me sonaba a otro mundo.

Cerré los ojos, y por primera vez en diez años, no vi oscuridad. Vi girasoles.

—Hija… soy yo. Soy papá.

El silencio al otro lado de la línea duró una eternidad, pero esta vez, yo no iba a colgar.

Esta vez, yo me iba a quedar.

CAPÍTULO 5: EL SOBRE EN LA GUANTERA

Colgué el teléfono con las manos temblando. Daniela había dicho que sí. Un “sí” bajito, temeroso, pero un “sí” al fin y al cabo. Vivía en Toluca ahora, lejos del ruido de la Ciudad de México y, supongo, lejos de los recuerdos que yo representaba.

Regresé al Tsuru. El sol ya estaba despuntando con fuerza sobre los cerros, pintando de naranja el campanario de la iglesia. El pueblo mágico empezaba a llenarse de turistas madrugadores, pero yo me sentía en otra dimensión.

Me subí al coche y cerré la puerta. El olor a mi propia soledad seguía ahí: tabaco frío y vinilo viejo. Pero algo más había cambiado. El aire se sentía ligero.

Antes de arrancar, por una costumbre tonta que tengo de revisar mis papeles, abrí la guantera. Buscaba un trapo para limpiar el polvo del tablero. Mis dedos rozaron los manuales del coche, el seguro vencido, unas multas arrugadas… y algo más.

Un sobre.

Me quedé paralizado. Mi guantera es un desastre, sí, pero yo sé exactamente qué basura traigo ahí. Ese sobre no estaba antes. Era de un papel color crema, de esos que ya no se usan, elegante, suave al tacto. No tenía timbre postal. No tenía remitente.

Solo tenía un nombre escrito al frente con tinta azul:

“Para mi Tomás”.

El aire se me atoró en la garganta. Sentí que el corazón se me detenía un segundo y luego arrancaba a mil por hora, golpeándome el pecho como un mazo.

Esa letra.

Esa “T” con la curvita arriba. Esa forma de inclinar las palabras hacia la derecha.

Era la letra de Margarita.

—No puede ser… —susurré. Miré hacia los lados, buscando una cámara escondida, una broma macabra, algo lógico. Margarita llevaba muerta años. Sus cosas estaban guardadas en cajas que yo no me atrevía a abrir.

Con los dedos torpes, sintiendo que profanaba algo sagrado, rompí el sello del sobre. Saqué la hoja. El olor… Dios mío, el papel olía a ella. A vainilla y a esa crema de manos que usaba antes de dormir.

Mis ojos se nublaron antes de poder leer la primera línea. Tuve que parpadear varias veces para enfocar las letras que bailaban.

“Amor mío,” empezaba la carta.

“Sé que no estabas cuando me fui, pero no te culpo. Nunca lo haría. Por favor, deja de torturarte. Te amé incluso en tus silencios, en tus enojos, en tus días grises. Ojalá un día entiendas que no fuiste un monstruo, ni un mal esposo; solo fuiste un hombre asustado que no supo qué hacer con tanto dolor.”

Solté un gemido que fue mitad llanto, mitad aullido. Me abracé al volante, estrujando la carta contra mi pecho, sintiendo cómo se rompía el dique que había contenido mi alma por tanto tiempo.

“No dejes que mi muerte sea tu castigo, Tomás,” continuaba la carta. “Recuerda cuando reíamos. Recuerda cuando bailábamos en la cocina aunque no hubiera música y se nos quemaban los frijoles. Eso también fuimos. Y mereces recordar eso, no solo el final. Aquí donde estoy no hay rencor. Solo hay una paz inmensa. Tú también la mereces.”

Leí cada palabra como si estuviera bebiendo agua en el desierto. Era su voz. Podía escucharla leyéndome, con esa cadencia suave que tenía para calmarme cuando llegaba estresado del taller.

Al final de la hoja, había una posdata:

“PD: Tú también mereces ser perdonado. Ve con nuestra hija. Ella te necesita tanto como tú a ella.”

No sé cuánto tiempo lloré. No fue un llanto de tristeza, sino de liberación. Fue como vomitar veneno. Lloré por los años perdidos, por la estupidez de mi orgullo, por el miedo. Pero sobre todo, lloré de gratitud.

¿Cómo había llegado esa carta ahí? ¿Fue el pasajero? ¿Fue Jesús? ¿Fue un truco de mi mente?

En ese momento, dejó de importarme la lógica. No me importaba si era un milagro certificado por el Vaticano o una alucinación por falta de sueño. Lo único que importaba era que tenía en mis manos la absolución que había buscado desesperadamente.

Me limpié la cara con la manga de la camisa. Me miré en el retrovisor. Tenía los ojos hinchados y rojos, la barba crecida y ojeras profundas. Pero por primera vez en mucho tiempo, reconocí al hombre que me devolvía la mirada.

Ya no era el viudo amargado. Era Tomás. El Tomás de Margarita.

Encendí el motor. El Tsuru rugió con fuerza, listo para el viaje.

—Voy para allá, hija —dije en voz alta.

Y pisé el acelerador, dejando atrás Tepotzotlán, con la carta guardada en el bolsillo de mi camisa, justo encima del corazón.


CAPÍTULO 6: LA RUTA HACIA EL PERDÓN (TOLUCA)

El camino hacia Toluca siempre ha sido traicionero. La carretera sube y sube hacia La Marquesa, donde el frío cala los huesos y la neblina se come el pavimento. Ese día no fue la excepción.

A medida que subía, el cielo azul de la mañana se cerró. Nubes grises, pesadas como plomo, cubrieron el horizonte. Empezó a llover. Una lluvia tupida, constante, de esas que obligan a poner los limpiaparabrisas a máxima velocidad.

En otro momento, me hubiera puesto de malas. Hubiera insultado al clima, al tráfico, a los camiones que me echaban agua sucia en el parabrisas. Pero hoy no. Hoy sentía que la lluvia estaba lavando el mundo para mí.

Cada kilómetro que avanzaba era una batalla contra mis nervios. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo se empieza una conversación con una hija a la que abandonaste emocionalmente hace cinco años?

“Hola, perdón por desaparecer mientras tú llorabas a tu madre. ¿Me das un café?”

Sonaba ridículo.

Llegué a Toluca cerca del mediodía. La ciudad estaba gris y húmeda. Daniela vivía en una colonia modesta, cerca del estadio. Me costó dar con la dirección, tuve que preguntar un par de veces porque el GPS del celular se trababa.

Finalmente, me estacioné frente a una casa pequeña de fachada verde despintada.

Apagué el motor. El silencio volvió. Mis manos sudaban sobre el volante. Toqué el bolsillo de mi camisa, asegurándome de que la carta seguía ahí. Sentir el papel crujir me dio el valor que me faltaba.

Bajé del coche y caminé hacia la puerta. Toqué el timbre. Uno, dos, tres segundos eternos.

Escuché pasos del otro lado. El cerrojo giró.

La puerta se abrió y ahí estaba ella.

Daniela.

Se parecía tanto a su madre que tuve que contenerme para no dar un paso atrás. Tenía los mismos ojos oscuros, la misma forma de pararse con los brazos cruzados. Pero se veía cansada. Tenía ojeras, como yo. Llevaba un suéter grande de lana y el cabello recogido en un chongo desordenado.

Nos miramos en silencio. Ella recargada en el marco de la puerta, yo parado bajo la lluvia ligera que caía del techo.

—Papá… —dijo. Su voz sonaba cautelosa, como si estuviera hablando con un animal herido que podría morder.

—Hola, mi niña —mi voz se quebró al instante.

Ella me escaneó de arriba abajo. Vio mi ropa arrugada, mi cara de no haber dormido. Sus ojos se suavizaron un poco, pero seguía habiendo una barrera.

—Pasa —dijo, haciéndose a un lado—. Te vas a mojar.

La casa olía a limpio y a suavizante de telas. Me senté en el sillón de la sala, sintiéndome enorme y torpe en ese espacio tan ordenado. Ella fue a la cocina.

—Te hice café —gritó desde allá.

Regresó con dos tazas humeantes. Se sentó en el sillón de enfrente, poniendo distancia entre nosotros.

Bebimos en silencio un par de minutos. El sonido de la lluvia golpeando la ventana era lo único que se oía.

—¿Por qué viniste, papá? —preguntó de repente, directa, sin rodeos. Dejó la taza en la mesa y me miró fijo—. Llevo años esperando una llamada. Años yendo a verte en Navidad y recibiendo solo monosílabos. ¿Por qué hoy?

Bajé la mirada. La vergüenza me quemaba la cara.

—Porque fui un estúpido, Dany. Porque me rompí cuando tu mamá se murió y no supe cómo juntar los pedazos.

—Yo también me rompí, papá —me interrumpió, y su voz subió de tono, cargada de reclamo—. Yo también perdí a mi mamá. Y encima, te perdí a ti el mismo día. Te volviste un fantasma en esa casa. Pasabas por mi lado sin verme.

—Lo sé —susurré—. Lo sé y no tengo perdón.

—¿Entonces a qué vienes?

Respiré hondo. Saqué la carta del bolsillo. La puse sobre la mesa de centro, entre los dos.

—No sé si me vas a creer —dije, mirando el sobre—. Pero anoche… anoche me pasó algo en la carretera. Recogí a alguien.

Le conté todo. Sin saltarme nada. Le conté del hombre descalzo en la autopista, de la túnica, de cómo sabía mi nombre y el de Margarita. Le conté de la iglesia en Tepotzotlán, de mi confesión a gritos frente a la puerta cerrada. Le conté de la muchacha del café y de la nota que apareció en la guantera.

Daniela me escuchaba con el ceño fruncido, escéptica al principio. Pero cuando le describí la voz del hombre, cuando le dije lo que la carta decía sobre los “bailes en la cocina y los frijoles quemados”, su expresión cambió.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se llevó una mano a la boca.

—Ella siempre decía eso… —murmuró Daniela con la voz rota—. Que sus bailes quemaban los frijoles.

—Lee la carta —le pedí.

Ella tomó el papel con miedo. Lo leyó despacio. Vi cómo sus hombros empezaron a temblar. Vi cómo una lágrima caía sobre el papel y corría la tinta de una palabra.

Cuando terminó, levantó la vista. Ya no había barrera. Solo había dolor compartido.

—Es su letra —dijo en un hilo de voz—. Papá… es su letra.

Me levanté del sillón. Ella también se levantó. Y entonces, sin que nadie diera la señal, nos abrazamos.

Fue un abrazo torpe, desesperado. Nos aferramos el uno al otro como náufragos. Ella lloró en mi pecho, mojándome la camisa, y yo lloré en su cabello, que olía igual al de su madre.

—Perdóname, hija —repetí una y otra vez—. Perdóname por dejarte sola.

—Ya cállate, papá viejo —me dijo entre sollozos, apretándome fuerte—. Ya estás aquí. Eso es lo que importa.

Esa tarde no arreglamos el mundo. No borramos mágicamente cinco años de ausencia. Pero hablamos. Hablamos de verdad. Le conté de mis miedos, ella me contó de su soledad, de cómo había tenido que aprender a ser adulta de golpe.

Comimos unas quesadillas que ella preparó. Me supo a gloria. Me supo a familia.

Al anochecer, la lluvia seguía cayendo afuera, pero adentro hacía calor.

—Quédate hoy —me dijo—. No manejes así de cansado. El sofá es incómodo, pero es mejor que la carretera.

—Me quedo —acepté.

Esa noche, acostado en el sofá de mi hija, tapado con una cobija de cuadros, sentí una paz que no recordaba. Cerré los ojos y, por primera vez en años, no soñé con la muerte de Margarita. Soñé con un campo de girasoles y un hombre de blanco caminando entre ellos, sonriendo.

Pero la historia no terminaba ahí. Porque al día siguiente, al volver a la ciudad, el misterio de mi pasajero iba a dar un último giro que me dejaría, ahora sí, creyendo en lo imposible.

CAPÍTULO 7: EL HOMBRE DE LAS MIL CARAS

Regresé a la Ciudad de México con el alma remendada, pero con la cabeza llena de preguntas. La paz que sentía era real, el abrazo de mi hija había sido real, la carta de Margarita en mi bolsillo era real. Pero la mente humana es terca; siempre busca explicaciones lógicas donde solo hay misterio.

¿Quién había sido realmente ese pasajero?

Al día siguiente, impulsado por una curiosidad que me quemaba, volví al kilómetro 94 de la México-Querétaro. A plena luz del día, la carretera se veía distinta: ruidosa, sucia, llena de camiones de carga echando humo negro. No había niebla, ni misticismo. Solo asfalto caliente.

Me detuve en una gasolinera cercana. Me acerqué a un despachador, un señor mayor con la piel curtida por el sol.

—Buenas, jefe —le dije mientras le echaba veinte litros al Tsuru—. Oiga, una pregunta rara… ¿Usted no ha visto por aquí a un hombre caminando? Pelo largo, túnica blanca… como un… bueno, como un Jesús.

El despachador detuvo la bomba un segundo. Me miró de reojo, escupió al suelo y se limpió el sudor de la frente.

—¿El de blanco? —preguntó con naturalidad.

Se me erizó la piel.

—Sí. ¿Lo ha visto?

—Yo no —dijo, reanudando el bombeo—. Pero los de la Guardia Nacional dicen que a veces lo ven en las cámaras de seguridad. Aparece caminando en medio de la nada y luego… ¡puf! Se borra. Dicen que es un loquito que se escapó de algún lado. Pero… —bajó la voz y se acercó a mi ventana— la señora de los tamales, la que se pone allá en la salida a Tula, dice que él se sentó a comer con ella una vez. Que no le cobró. Y que ese día vendió todo en una hora.

Pagué y me fui, con el corazón latiéndome en la garganta. No era el único.

Seguí preguntando. Me volví casi un detective. En un paradero de traileros, un chofer robusto, con tatuajes hasta en el cuello, se puso pálido cuando le describí al hombre.

—A mí se me subió hace un mes —confesó, mirando su cerveza como si buscara respuestas en la espuma—. Yo venía mal, carnal. Me había metido unas pastillas para aguantar el viaje y veía arañas en el parabrisas. Él se subió y solo me puso la mano en el hombro. Me dormí. Desperté orillado, sano y salvo. Él ya no estaba. Desde ese día no me meto nada.

Pero la confirmación final me la dio una monja.

Fui a dejar un pasaje al Hospital de Traumatología en Lomas Verdes. Mientras esperaba, vi a una monjita sentada en una banca afuera, rezando el rosario. Algo me impulsó a sentarme a su lado.

Le conté mi historia. Esperaba que me dijera que era un delirio, o que me recitara algún versículo bíblico genérico. En cambio, ella sonrió con una dulzura infinita.

—Tomás —me dijo—, hace dos semanas, un hombre así entró a la sala de cuidados paliativos. Los doctores no lo vieron, las enfermeras tampoco. Pero los enfermos sí. Se acercó a la cama de una señora que moría de cáncer y tenía mucho miedo. Le susurró algo al oído. La señora dejó de llorar, sonrió y se fue tranquila esa misma tarde.

—¿Era Él? —pregunté, con la voz temblorosa—. ¿Era Jesús, el verdadero?

La monja guardó su rosario y me miró a los ojos.

—¿Importa si era Él o si era un ángel, o simplemente un reflejo de tu propia necesidad de perdonarte? —respondió—. El milagro, hijo, no es que aparezca. El milagro es lo que haces tú después de que se va.

Me quedé sentado ahí un buen rato, viendo pasar las ambulancias. Tenía razón. Tal vez nunca sabría si había recogido al Nazareno o a un espíritu viajero. Pero entendí que la respuesta no estaba en su identidad, sino en mi cambio.

Había dejado de ser un muerto en vida. Y eso, en este mundo cínico y duro, ya era suficiente milagro.


CAPÍTULO 8: EL TAXI QUE CURA ALMAS

Los meses pasaron. La Ciudad de México seguía siendo la misma bestia caótica de siempre: tráfico en el Periférico, manifestaciones en Reforma, lluvias que inundan los bajo puentes. Pero mi Tsuru ya no era solo un taxi. Y yo ya no era solo un chofer.

Empecé a ver a mis pasajeros de otra forma. Antes eran billetes con patas, o molestias que ensuciaban mis tapetes. Ahora, los veía como historias. Como personas cargando sus propias cruces.

Una tarde lluviosa, se subió un señor de traje. Olía a alcohol caro y traía un ramo de flores marchitas en la mano. Se veía deshecho. Me dio la dirección del Panteón Francés.

En otro tiempo, yo hubiera subido la radio para ignorarlo. Ese día, apagué el estéreo.

Manejé en silencio, respetando su dolor, pero dejándole saber que no estaba solo. Cuando llegamos, antes de que se bajara, me giré.

—Ojalá que lo que venga después de dejar esas flores le pese menos que lo que ha cargado hasta hoy, jefe —le dije suavemente.

El hombre se detuvo con la mano en la manija. Se giró y me miró con los ojos rojos, sorprendido.

—Gracias —murmuró, con la voz rota—. Creí que a nadie le importaba.

Bajó del taxi un poco menos encorvado.

Otra noche, recogí a una chica que iba llorando, hablando por teléfono, gritando que no valía nada, que su novio la había dejado. Cuando colgó, le pasé una botella de agua que siempre traigo para los clientes.

—Nadie merece cargar más de lo que puede, señorita —le dije, repitiendo la frase que había aprendido—. Y mucho menos por alguien que no sabe ver la luz que usted tiene.

Ella se rió entre lágrimas.

—Gracias por tratarme con respeto —me dijo al bajar—. Hoy necesitaba escuchar eso.

Mi taxi se convirtió en un confesionario rodante. No cobraba las carreras cuando veía que la necesidad era grande. Llevé ancianos al médico, madres con niños enfermos, estudiantes sin dinero.

Empecé a escribir todo en una libreta barata de esas de pasta dura. Anotaba las historias, los nombres, las lecciones.

Una noche, estacionado frente al Ángel de la Independencia, abrí mi cuaderno y escribí:

“No sé si el hombre de la túnica volverá. Pero si fue Él, el milagro fue haberlo escuchado. Y si no fue, el milagro fue haber cambiado de todos modos. La fe no es ver para creer. La fe es vivir como si ya hubieras visto.”

Cerré la libreta. Sentí esa paz, esa presencia cálida en el asiento trasero, aunque estuviera vacío.

A la mañana siguiente, estaba en Iztapalapa, cerca de mi antigua casa. El olor a pan recién horneado salía de una panadería. Me estacioné un momento, recordando a Margarita. Ya no dolía recordarla. Ahora era una nostalgia dulce.

Alguien tocó mi ventana.

Era una señora mayor, con bolsas de mandado pesadas.

—¿Está libre, joven? —preguntó con una sonrisa tímida.

La miré. Tenía una mirada bondadosa, maternal.

—Siempre, madre. Suba.

Mientras ella se acomodaba y me daba la dirección, sentí ese cosquilleo familiar en la nuca. Ese aviso de que algo importante estaba pasando, aunque pareciera rutina.

Arranqué el coche. El sol entraba por el parabrisas, iluminando el polvo que flotaba en el aire, haciéndolo parecer polvo de oro.

Porque hay encuentros que no son casualidad. Hay personas que se suben a tu camino solo unos kilómetros, pero te cambian la ruta para siempre. Jesús se bajó de mi taxi esa madrugada en Tepotzotlán, sí. Pero en realidad, nunca se fue. Se quedó en cada “buenos días”, en cada “no se preocupe, yo lo llevo”, en cada perdón que logré dar y recibir.

Miré por el retrovisor. La señora sonreía viendo por la ventana.

—Bonito día, ¿verdad? —dijo ella.

—Hermoso —respondí—. El mejor día para estar vivo.

Y seguí manejando, no hacia un destino, sino hacia la vida.

FIN.

Related Posts

Our Privacy policy

https://topnewsaz.com - © 2025 News