PARTE 1
CAPÍTULO 1: El Frío en Polanco
La lluvia en la Ciudad de México tiene una forma cruel de caer cuando es diciembre. No es esa nieve romántica que se ve en las películas gringas; es un agua helada, sucia y constante que se te mete hasta los huesos y convierte el tráfico en una pesadilla de luces rojas y cláxenes desesperados.
Eran las diez de la noche del 24 de diciembre. Mientras millones de familias chilangas calentaban el ponche, peleaban por los terrenos de la abuela o arrullaban al Niño Dios, Daniel Castillo miraba el vacío a través del cristal polarizado de su Suburban blindada.
Daniel no tenía prisa por llegar a casa. ¿Para qué? Su penthouse en Lomas de Chapultepec, con esa vista espectacular de la ciudad iluminada, era solo un mausoleo de mármol y silencio.
Acababa de salir de una gala de beneficencia en un hotel de Masaryk. Había sido el evento del año: políticos, actrices, empresarios brindando con champaña. Daniel había sonreído para las fotos de la revista Quién, había firmado un cheque por una cantidad obscena de dinero para un orfanato que jamás visitaría, y había soportado las palmadas en la espalda de gente que, en el fondo, le tenía miedo.
Le decían “El Rey del Acero”. A sus sesenta años, Daniel Castillo había construido un imperio industrial que daba empleo a miles, pero no había podido reconstruir lo único que importaba: su propio corazón.
Tres años. Habían pasado tres años desde esa maldita llamada en la madrugada. Tres Navidades desde que su hijo, Luis, perdió el control de su auto en la carretera. Luis, su orgullo, su único heredero, se había ido, y con él, se llevó la última gota de humanidad que le quedaba a Daniel.
—Don Daniel, el tráfico está imposible sobre Reforma —dijo Beto, su chofer y jefe de seguridad, mirando por el retrovisor con preocupación—. ¿Quiere que cortemos por las calles de atrás?
Daniel asintió levemente, sin despegar la vista de la ventana. —Haz lo que quieras, Beto. Da igual.
La camioneta dio un giro brusco, metiéndose por los callejones traseros de Polanco, esa zona gris donde el lujo insultante de las boutiques choca con la realidad de los que limpian los pisos.
Las llantas de la camioneta chapoteaban en los charcos oscuros. Pasaron detrás de un restaurante francés de cinco estrellas. El olor a comida caliente se escapaba de los extractores, mezclándose con el olor a humedad y gasolina.
Y entonces, Daniel lo vio.
Fue un destello, una imagen que no duró más de un segundo, pero que se le clavó en la retina como un vidrio roto.
Entre dos contenedores de basura industriales, donde los meseros tiraban las sobras del festín de los ricos, había un bulto. No eran cajas. No eran bolsas negras.
Era una niña.
No podía tener más de siete años. Estaba hecha un ovillo sobre unos cartones mojados, intentando protegerse de la llovizna helada bajo un plástico roto. Pero lo que hizo que a Daniel se le detuviera el corazón no fue la miseria de la escena, algo tristemente común en este país. Fue lo que ella abrazaba.
Un perro. Un perro criollo, flaco, de color café sucio, que temblaba violentamente contra el pecho de la niña. Ella le frotaba el lomo con sus manitas moradas por el frío, susurrándole algo que el viento se llevaba.
—¡Frena! —gritó Daniel. El comando salió de su garganta con una fuerza que no había usado en años.
Beto pisó el freno a fondo. La camioneta derrapó un poco antes de detenerse en seco. —¿Señor? ¿Pasa algo? ¿Es un intento de asalto? —Beto ya tenía la mano en la pistola que llevaba bajo el saco.
—Abre la puerta —ordenó Daniel, ignorando los protocolos de seguridad.
—Patrón, no es seguro, esta zona está muy sola y…
—¡Que abras la maldita puerta, Beto!
El seguro botó con un clic metálico. Daniel Castillo, el hombre que no sentía nada, empujó la pesada puerta blindada y salió a la lluvia. El frío lo golpeó de inmediato, arruinando su traje italiano de tres mil dólares, pero ni siquiera lo sintió.
Sus zapatos de charol pisaron el lodo. Caminó hacia los contenedores. Su respiración se convertía en vapor blanco frente a su cara.
La niña levantó la vista.
Tenía el cabello enmarañado y sucio, los labios pálidos y unos ojos… Dios mío, esos ojos. Eran grandes, oscuros y estaban llenos de un terror absoluto. Al ver a ese hombre alto, imponente, acercándose como una sombra, la niña no gritó. Hizo algo peor.
Se lanzó sobre el perro, cubriéndolo completamente con su propio cuerpo, como un escudo humano.
—¡No! —su grito fue agudo y desgarrador—. ¡No se lo lleve! ¡Él no hizo nada malo!
El perro, a pesar de estar en los huesos y tiritando, soltó un gruñido débil, intentando defender a la niña. Era patético y valiente al mismo tiempo.
Daniel se detuvo a dos metros de ellos. El agua le escurría por la cara, mezclándose con algo que no era lluvia. Sintió un nudo en la garganta tan fuerte que le dolió.
—No voy a llevármelo —dijo Daniel, y se sorprendió de lo ronca que sonaba su voz. Levantó las manos lentamente, como si se rindiera—. Tranquila. No soy de la perrera.
La niña lo miró, desconfiada, temblando violentamente. —Los señores siempre dicen eso… y luego le pegan. Vámonos, Canelo.
Intentó levantarse, pero sus piernas fallaron. Estaba demasiado débil, demasiado fría. Cayó de rodillas sobre el cartón mojado y rompió a llorar, un llanto silencioso, de esos que duelen más porque ya no hay esperanza.
—Él es todo lo que tengo, señor —sollozó ella, abrazando el cuello del animal—. Por favor… solo queremos dormir. Mañana nos vamos. Lo prometo.
Daniel sintió que el mundo se le venía encima. Miró alrededor: las luces de los edificios de lujo, los autos pasando a lo lejos, la indiferencia de una ciudad que celebraba la Navidad mientras dos almas se congelaban en un callejón.
Se quitó el abrigo. Ese abrigo de lana de vicuña que costaba más que una casa en las afueras. Se arrodilló en el lodo, sin importarle nada, y lo puso sobre los hombros de la niña.
El calor de la prenda la sorprendió. Ella se quedó inmóvil, oliendo la colonia cara y el tabaco.
—Nadie va a dormir aquí hoy —dijo Daniel con firmeza, pero con una suavidad que no sabía que poseía—. Ni tú, ni Canelo.
—¿Y a dónde vamos a ir? —preguntó ella, con los dientes castañeteando.
Daniel la miró a los ojos y vio un abismo de soledad que él conocía demasiado bien. —A casa.
CAPÍTULO 2: La Decisión del Rey
Subir a una niña de la calle y a un perro sarnoso a una camioneta con interiores de piel color crema no era algo que Beto, el jefe de seguridad, hubiera visto jamás en sus diez años de servicio.
—Patrón… el perro… tiene pulgas, garrapatas… va a ensuciar todo —murmuró Beto, con la mano en el volante, visiblemente incómodo.
Daniel, sentado en el asiento trasero junto a la niña, le lanzó una mirada que podría haber congelado el infierno. —Si vuelves a preocuparte por la tapicería antes que por la vida de estos dos, te bajas tú y caminas bajo la lluvia. ¿Me entendiste?
Beto tragó saliva y arrancó el vehículo. —Sí, señor. Entendido.
La niña, que había dicho llamarse Sofía, iba hecha un ovillo en una esquina del asiento, envuelta en el abrigo gigante de Daniel. No tocaba nada, como si tuviera miedo de manchar el lujo que la rodeaba. El perro, Canelo, estaba en el piso, sobre los tapetes, respirando con dificultad.
—¿A dónde vamos, señor? —preguntó Sofía, su voz apenas un susurro. Sus ojos recorrían el interior del vehículo, maravillada por las luces del tablero y la calidez de la calefacción.
—Primero, al hospital —dijo Daniel, sacando su celular—. Tienes los labios azules, Sofía. Y Canelo necesita un veterinario.
—¡No! —Sofía se tensó de inmediato, sus manos aferrándose al cuero del asiento—. Si me llevan al DIF me van a separar de Canelo. Ya me pasó una vez. Me escapé para buscarlo. No puedo… no puedo dejarlo.
El pánico en su voz era genuino. Daniel vio las cicatrices en sus manos, la suciedad incrustada en sus uñas, y entendió que esa niña había vivido más horrores en siete años que él en sesenta.
—Escúchame bien, Sofía —Daniel se inclinó hacia ella. Por primera vez, se quitó la máscara de empresario frío. Su rostro mostraba una preocupación paternal—. Yo soy Daniel Castillo. En esta ciudad, lo que yo digo, se hace. Y yo digo que nadie te va a separar de tu perro. Te doy mi palabra de honor.
Sofía lo miró fijamente, evaluándolo con esa sabiduría callejera que detecta mentiras al instante. Vio algo en los ojos grises de Daniel. Vio dolor. Y el dolor reconoce al dolor.
—Está bien —susurró ella, relajándose un poco.
Daniel marcó un número en su teléfono. —Quiero al director del Hospital Español en la línea. Ahora. Y llama al mejor veterinario de la zona, que vaya directo al hospital. No me importa que sea Nochebuena. Págales el triple. Quiero una habitación privada y que dejen entrar al perro. Sí, me escuchaste bien. Si se niegan, compro el hospital mañana y los despido a todos. Hazlo.
Colgó el teléfono y miró a la niña. Ella ya se estaba quedando dormida, vencida por el calor y el agotamiento. Canelo había dejado de temblar y apoyaba su cabeza en el zapato de Daniel.
El trayecto hacia el hospital fue silencioso, pero la mente de Daniel era un caos. ¿Qué estaba haciendo? Él no era un salvador. Él era el hombre que cerraba fábricas si los números no cuadraban. Era el hombre que no había puesto un árbol de Navidad desde que Luis murió.
Miró a Sofía. Dormida, parecía aún más pequeña. Le recordaba vagamente a alguien, pero no podía precisar a quién. Tal vez era solo la inocencia perdida.
Llegaron al área de urgencias privadas. El despliegue fue inmediato. Médicos y enfermeras corrían, no tanto por la emergencia médica, sino por el miedo a “El Patrón”.
—Hipotermia leve y desnutrición severa —dijo el doctor media hora después, en el pasillo—. La niña estará bien, pero necesita reposo, comida caliente y antibióticos para una infección en la garganta.
—¿Y el perro? —preguntó Daniel.
—El veterinario lo está atendiendo en una sala anexa que habilitamos… bajo sus órdenes, claro. Está deshidratado y viejo, pero sobrevivirá.
Daniel asintió y entró en la habitación. Sofía estaba en la cama, luciendo diminuta entre las sábanas blancas y almidonadas. Ya la habían bañado y le habían puesto una bata limpia. Canelo, increíblemente, estaba acostado en una manta a los pies de la cama, limpio y vendado de una pata.
Sofía estaba despierta, comiendo gelatina con una avidez que le rompió el alma a Daniel. Cuando lo vio entrar, dejó la cuchara.
—Gracias, señor Daniel —dijo ella. Su voz ya no temblaba.
Daniel se sentó en el sillón de piel junto a la cama. Se sentía fuera de lugar, torpe. —Dime, Sofía… ¿dónde están tus papás?
La pregunta flotó en el aire, pesada. Sofía bajó la mirada a sus manos. —Mi mamá se fue al cielo hace mucho. Me dijo que me cuidara. Y mi papá… —hizo una pausa y arrugó la frente—. Mamá decía que mi papá era un hombre importante, pero que no sabía que yo existía.
Daniel sintió una punzada de amargura. Otro irresponsable. Otro hombre que dejaba hijos regados por el mundo sin importarle las consecuencias. —¿Y no tienes tíos? ¿Abuelos?
—No. Solo éramos mamá y yo. Cuando ella se enfermó… nos sacaron del cuarto donde vivíamos en Iztapalapa. Luego ella se durmió y no despertó. La vecina llamó a la policía, pero yo agarré a Canelo y corrí.
Daniel cerró los ojos un momento. La historia era trágica, pero común. Demasiado común en este México herido.
—¿Por qué se paró usted? —preguntó Sofía de repente, sacándolo de sus pensamientos—. Pasaron muchos coches. Muchos señores con coches bonitos. Nadie se paró. Solo usted.
Daniel miró al perro dormido y luego a la niña. —Porque vi cómo lo abrazabas —respondió honestamente—. Porque yo también perdí a alguien que amaba, y hubiera dado todo lo que tengo por poder abrazarlo una vez más, aunque fuera bajo la lluvia.
Sofía asintió solemnemente, como si entendiera perfectamente de qué hablaba. —¿Era su hijo?
Daniel se tensó. Nunca hablaba de Luis. Jamás. —Sí.
—¿Y lo extraña?
—Cada minuto de cada día.
Sofía estiró su mano pequeña y, con una delicadeza infinita, tocó la mano grande y callosa de Daniel. —Él lo ve desde el cielo. Como mi mamá a mí. A lo mejor ellos se conocen allá arriba.
Ese contacto, esa piel cálida contra la suya, rompió la presa. Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de hierro de Daniel Castillo. Se la limpió rápidamente, avergonzado.
—Descansa, Sofía. Mañana será otro día.
—¿Mañana volveré a la calle? —preguntó ella, el miedo regresando a sus ojos.
Daniel se levantó, ajustándose el saco que ya se había secado pero que olía a humedad. Caminó hacia la ventana y miró la ciudad.
—No —dijo, tomando una decisión que sabía que era una locura, pero que sentía como la única cosa correcta que había hecho en años—. No volverás a la calle. Vendrás conmigo.
—¿A su casa?
—A mi casa. Es grande. Demasiado grande. Y Canelo también viene.
Sofía sonrió, una sonrisa chimuela y radiante que iluminó la habitación aséptica del hospital. —Gracias… abuelito.
La palabra golpeó a Daniel como un mazo en el pecho. Se quedó helado. “Abuelito”. Nadie lo había llamado así. Luis había muerto joven, sin darle nietos… o eso creía él.
Se giró para corregirla, para decirle que le dijera “Señor Daniel” o “Don Daniel”, pero al verla, con esa luz en los ojos, las palabras se le atoraron en la garganta.
—Duerme, niña —murmuró—. Duerme.
Salió al pasillo, donde Beto lo esperaba con un café. —Patrón, ¿nos vamos a la casa?
—Prepara la habitación de huéspedes, Beto. La azul. Y compra comida para perro. De la buena.
—¿Señor? —Beto parecía confundido—. ¿Se los va a llevar?
—Es Navidad, Beto. No hagas preguntas estúpidas.
Mientras caminaba hacia el elevador, Daniel no podía dejar de pensar en lo que la niña había dicho sobre su padre. “Un hombre importante que no sabía que yo existía”. Una extraña inquietud se instaló en su estómago, una intuición que le decía que esta noche no había sido una coincidencia. Había sido el destino.
Y el destino estaba a punto de mostrarle sus cartas.
PARTE 2
CAPÍTULO 3: El Castillo de Cristal y el Silencio Roto
El elevador privado se abrió con un susurro metálico, revelando el penthouse en Lomas de Chapultepec. Si la camioneta había intimidado a Sofía, el departamento de Daniel la dejó paralizada.
No era una casa; era un museo. Paredes de cristal de piso a techo mostraban la Ciudad de México extendiéndose como un mar de luces infinitas bajo la lluvia nocturna. El piso era de mármol negro, tan pulido que reflejaba sus rostros cansados. No había desorden, no había fotos recientes, no había vida. Solo esculturas abstractas y muebles de diseño italiano que parecían gritar “no me toques”.
Sofía dio un paso fuera del elevador y se detuvo en seco. Sus tenis viejos y sucios rechinaron ligeramente sobre el mármol. —¿Aquí vive usted solito? —preguntó, su voz haciendo eco en la inmensidad del recibidor.
Daniel asintió, sintiendo de repente el peso de esos trescientos metros cuadrados vacíos sobre sus hombros. —Sí. Solo.
Canelo, menos impresionado por la arquitectura y más preocupado por la tracción, intentó caminar y sus patas resbalaron cómicamente en la superficie lisa. Sus uñas hacían clic-clic-clic nerviosamente.
—¡Cuidado, Canelo! —Sofía se agachó para sostenerlo—. Señor Daniel, creo que a mi perro no le gusta su piso. Es muy… resbaloso.
Por primera vez en tres años, una risa genuina, aunque oxidada, escapó de la garganta de Daniel. —Tienes razón. Es un piso ridículo para un perro. Ven.
Los guio hacia la cocina, un espacio que parecía un laboratorio de la NASA, lleno de acero inoxidable. Daniel abrió el refrigerador gigante. Estaba lleno de agua mineral importada, champán y algunos tuppers con comida que su empleada doméstica, Doña Mati, le dejaba y que él casi nunca tocaba.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
Los ojos de Sofía se iluminaron. —Sí. Mucha.
Daniel sacó lo que encontró: jamón serrano, queso manchego curado y un pan artesanal que afortunadamente no estaba duro. Improvisó unos sándwiches que costaban más que la despensa mensual de una familia promedio, pero a Sofía le supieron a gloria.
Se sentaron en la barra de la cocina. Eran las tres de la mañana de Navidad. Un multimillonario en mangas de camisa, una niña de la calle con una bata de hospital robada y un perro callejero comiendo jamón ibérico del suelo.
—Oiga… —dijo Sofía con la boca llena, limpiándose una migaja de la mejilla—. ¿Usted es como un rey?
Daniel la miró, copa de vino en mano. —¿Por qué lo dices?
—Porque vive en un castillo en el cielo. Y porque manda mucho. Le gritó al doctor y el doctor corrió. Eso solo lo hacen los reyes… o los narcos, eso decía mi mamá.
Daniel casi se atraganta con el vino. —No soy narco, Sofía. Hago acero. Varillas, vigas… cosas para construir edificios.
—Ah —ella pareció decepcionada—. Eso suena aburrido.
—Lo es —admitió él—. Muy aburrido. Y muy solitario.
Sofía dejó su sándwich a medio terminar y miró a Daniel con una seriedad que no correspondía a su edad. —Mi mamá decía que la soledad es como el frío. Si te quedas quieto mucho tiempo, te congela por dentro. Por eso usted tiene esa cara.
—¿Qué cara?
—De triste. De que le duele algo aunque no tenga sangre.
Daniel bajó la copa. Esa niña veía demasiado. Veía a través de sus trajes caros y su reputación de hierro. —Perdí a mi hijo, Sofía. Hace tres navidades. Justo en una noche como esta.
Sofía bajó del banco alto, caminó hacia él y, sin pedir permiso, le dio un abrazo. Fue un abrazo torpe, rápido, pero cargado de una empatía pura. —Ya no esté triste, abuelito. Ahora estamos nosotros. Canelo es muy bueno espantando a los fantasmas.
Daniel se quedó inmóvil. El calor de la niña, el olor a jabón del hospital y la simpleza de su oferta lo desarmaron. “Ahora estamos nosotros”. —Vamos a dormir —dijo él, con la voz quebrada—. Mañana… mañana veremos qué hacemos.
Le asignó la habitación de huéspedes, una suite que era más grande que el departamento entero donde Sofía había vivido con su madre. Cuando la arropó, ella se hundió en las sábanas de hilo egipcio como si fueran nubes. Canelo se subió a la cama de un salto y se acomodó a sus pies. Daniel no tuvo corazón para bajarlo.
—Señor Daniel… —murmuró ella, ya con los ojos cerrados.
—¿Sí?
—¿Podemos quedarnos aquí para siempre?
La pregunta flotó en la oscuridad. Daniel sabía que la respuesta lógica era “no”. Tenía que llamar al DIF, buscar parientes, seguir la ley. Pero su corazón, ese órgano que creía muerto, gritó otra cosa. —Para siempre es mucho tiempo, Sofía. Pero por ahora… descansa. Estás en casa.
Cerró la puerta y se fue a su despacho. Se sirvió otro whisky y se sentó frente a la foto de Luis. —¿Me la mandaste tú? —le preguntó al retrato silencioso de su hijo—. ¿Es una broma tuya, Luis?
El silencio de la casa ya no era vacío. Ahora se sentía cargado de una extraña esperanza. Y de un misterio que Daniel aún no sabía que estaba a punto de explotarle en la cara.
CAPÍTULO 4: El Secreto en la Caja de Hojalata
Pasaron los días entre Navidad y Año Nuevo. Una semana extraña y surrealista. El “Patrón de Hielo” no fue a la oficina. Sus ejecutivos estaban en pánico, sus teléfonos no paraban de sonar, pero Daniel los ignoraba. Estaba ocupado en algo más importante: aprender a ser humano de nuevo.
Doña Mati, la ama de llaves, una señora bajita y robusta de Oaxaca que llevaba veinte años trabajando para él, estaba encantada. —Ay, Don Daniel, por fin se oyen risas en esta casa —decía mientras le servía chilaquiles a Sofía—. Esa niña es un ángel, aunque el perro me deje pelos en la alfombra persa.
Daniel había mandado comprar ropa para Sofía. No cualquier ropa. Había cerrado una boutique de niños en Santa Fe para que le trajeran todo a domicilio. Ver a Sofía probarse vestidos, jeans y tenis nuevos fue como ver una película en cámara rápida de una infancia recuperada.
Pero había algo que Sofía cuidaba con recelo. Una bolsa de plástico del supermercado, sucia y arrugada, que había traído consigo desde la calle. No dejaba que nadie la tocara, ni siquiera Doña Mati para limpiar.
—Es mi tesoro —decía Sofía cuando le preguntaban.
La tarde del 31 de diciembre, mientras Sofía tomaba una siesta con Canelo, Daniel entró a la habitación para dejarle un juguete que había comprado: una tablet. Vio la bolsa de plástico sobre la mesa de noche. Estaba rota de un lado y se asomaba una caja metálica, de esas viejas de galletas danesas que las abuelas usan para guardar hilos.
La curiosidad pudo más que él. “Solo quiero saber quién es”, se justificó mentalmente. “Necesito saber si tiene familia que la esté buscando”.
Abrió la bolsa y sacó la caja. Estaba oxidada en los bordes. Al abrirla, el olor a papel viejo y humedad lo golpeó.
Dentro había pocas cosas, las reliquias de una vida interrumpida: Un rosario de plástico rosa. Un mechón de pelo de bebé atado con un listón rojo. Una credencial de elector vencida a nombre de “Elena Martínez”. La madre de Sofía. Y una fotografía.
Daniel tomó la foto. Sus manos empezaron a temblar. El mundo se detuvo. El ruido del tráfico de Reforma desapareció. El aire salió de sus pulmones.
La foto estaba arrugada y tenía una mancha de café en una esquina, pero la imagen era clara. Era una selfie, tomada quizás hace ocho años. En el fondo se veía la fuente de los Coyotes en Coyoacán. En primer plano, una mujer joven y hermosa, con los mismos ojos grandes y oscuros de Sofía, sonreía a la cámara. Elena. Y abrazándola, besándole la mejilla con esa sonrisa despreocupada y llena de vida que Daniel no había visto en tanto tiempo… estaba Luis.
Su hijo.
Daniel se dejó caer en el borde de la cama, sintiendo que se desmayaba. —No puede ser… —susurró.
Giró la foto. Al reverso, con la letra inconfundible de Luis —esa letra desordenada de arquitecto que siempre le regañaba— decía: “Para mi Elena y nuestra pequeña frijolita que viene en camino. Las amo más que a mi vida. Espérame. Voy a arreglar todo con mi papá y volvemos a estar juntos. – Luis”.
La fecha: Octubre de 2017. Siete meses antes del accidente.
Daniel sintió una náusea violenta, una mezcla de dolor, culpa y shock. Luis iba a tener una hija. Luis tenía una familia secreta. “Voy a arreglar todo con mi papá”. Esa frase le taladró el cerebro.
Recordó la última pelea que tuvieron, una semana antes de que Luis muriera. Luis había llegado a la oficina, nervioso, sudando. —Papá, tengo que decirte algo importante. Conocí a alguien. No es de nuestro círculo, no tiene dinero, pero… —¡No me vengas con estupideces, Luis! —le había gritado Daniel, estresado por una fusión corporativa—. ¡Tienes un compromiso con la hija de los Montiel! ¡Deja de jugar a la casita y madura!
Luis se había ido dando un portazo. “Ya no sé cómo hablar contigo”, fueron sus últimas palabras. Y luego… la carretera. El alcohol. El accidente.
Daniel miró la foto otra vez, las lágrimas cayendo libremente sobre el papel brillante. Había rechazado a su hijo sin escucharlo, y ese rechazo había condenado a su nieta a vivir en la basura.
Sofía. Sofía era su sangre. Su nieta legítima. La hija de Luis.
—¿Qué hace?
La voz de Sofía lo hizo saltar. La niña estaba despierta, sentada en la cama, mirándolo con miedo. —¡No toque mis cosas! —gritó, saltando para arrebatarle la caja.
Pero se detuvo al ver la cara de Daniel. Estaba pálido, deshecho, llorando como un niño.
—Sofía… —Daniel levantó la foto con mano temblorosa—. Este hombre… ¿quién es?
Sofía miró la foto y su enojo se desvaneció, reemplazado por una tristeza dulce. —Es mi papá. Mamá decía que él era un príncipe. Pero que se fue al cielo antes de que yo naciera.
Daniel extendió los brazos. No fue un gesto calculado. Fue un instinto animal, visceral. —Ven aquí.
Sofía se acercó despacio. Daniel la atrapó en un abrazo que casi le saca el aire, enterrando su rostro en el cuello de la niña, sollozando sin control. —Perdóname, mi amor. Perdóname por no saberlo. Perdóname por todo.
—¿Por qué llora, abuelito? —preguntó ella, asustada pero sin soltarlo.
Daniel se separó un poco, la tomó por los hombros y la miró a los ojos. Buscó en su rostro y ahí estaba: la barbilla de Luis, la forma de las cejas de Luis. ¿Cómo no lo había visto antes?
—Lloro porque te encontré —dijo Daniel, limpiándose las lágrimas con rabia—. Y porque nunca, nunca más te voy a soltar. Tú no eres una invitada, Sofía. Tú eres mi nieta. De verdad. Ese hombre en la foto… era mi hijo.
Los ojos de Sofía se abrieron como platos. Miró la foto, luego a Daniel, luego otra vez la foto. Las piezas encajaron en su mente infantil. —¿Entonces… usted sí es mi abuelo de verdad? ¿De sangre?
—Sí, mi vida. De sangre. Y de corazón.
Sofía sonrió, y luego, con esa lógica aplastante de los niños, dijo: —Con razón usted es tan enojón. Mi mamá decía que mi papá tenía un genio de los mil demonios que sacó de su padre.
Daniel soltó una carcajada entre lágrimas. —Sí. Tenía razón.
Esa noche, mientras los fuegos artificiales de Año Nuevo estallaban sobre la Ciudad de México, Daniel Castillo no brindó con champaña. Estaba sentado en el suelo de la alfombra, jugando Uno con su nieta y alimentando a Canelo con salchichas de pavo.
Pero la paz no duraría mucho. Porque en el mundo de los millonarios, los secretos no se quedan enterrados. Y cuando los abogados de la empresa se enteraran de que había aparecido una heredera sorpresa, los buitres empezarían a volar en círculos.
Daniel miró a Sofía. No tenía idea de la guerra que estaba a punto de desatarse por su culpa. Pero esta vez, el “Rey de Hielo” estaba listo para quemar el mundo entero con tal de protegerla.
PARTE 3
CAPÍTULO 5: Tiburones con Traje de Seda
Enero llegó a la Ciudad de México con su cielo gris y el regreso brutal a la realidad. Las vacaciones habían terminado, y con ellas, la burbuja de paz en la que Daniel y Sofía habían vivido.
A las 8:00 AM del primer lunes del año, la sala de juntas de Castillo Steel en la Torre Virreyes parecía una pecera de tiburones. Doce hombres y mujeres en trajes impecables esperaban al Director General. Entre ellos estaba Rodrigo, el sobrino de Daniel. Un hombre de cuarenta años, con sonrisa de comercial de pasta de dientes y una ambición que le supuraba por los poros. Rodrigo llevaba tres años actuando como el heredero no oficial, esperando pacientemente a que el “viejo” se retirara o muriera.
Cuando Daniel entró, la sala enmudeció. Pero no entró solo.
A su lado, aferrada a su mano, caminaba Sofía. Llevaba un vestido azul marino de terciopelo y zapatos de charol nuevos, pero su mirada asustada delataba que preferiría estar enfrentándose a una jauría de perros callejeros que a esas personas.
—Buenos días —dijo Daniel, sentándose en la cabecera. Hizo un gesto a Sofía para que se sentara en la silla a su derecha, la que solía ocupar Luis.
Un murmullo recorrió la sala. Rodrigo se aclaró la garganta, con esa falsa preocupación que usan los hipócritas. —Tío… Don Daniel. Creo que hay un malentendido. Esta es una junta de Consejo de Administración. No es lugar para… visitas de caridad.
Daniel clavó sus ojos en su sobrino. —Ella no es caridad, Rodrigo. Les presento a Sofía Castillo. Mi nieta. Y la futura dueña de todo esto.
El silencio que siguió fue tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Rodrigo se puso pálido, luego rojo. Soltó una risa nerviosa. —¿Tu nieta? Tío, por favor. Sabemos que Luis murió sin… sin descendencia. Entiendo que estés solo y que esta niña te haya conmovido, ¿la encontraste en la calle, verdad? Pero traerla aquí y decir esas cosas… nos preocupa tu salud mental.
—Cuidado con lo que dices —la voz de Daniel fue un susurro letal—. Tengo la prueba de ADN programada para hoy a las cinco de la tarde. Tengo las cartas de Luis. Tengo el certificado de nacimiento.
El abogado de la empresa, el Licenciado Monroy, intervino sudando frío. —Don Daniel, con todo respeto… aunque fuera cierto, la niña es menor de edad, su madre era… bueno, nadie sabe quién era. Esto va a ser un escándalo mediático. Las acciones van a caer si el mercado piensa que la empresa quedará en manos de una niña aparecida de la nada.
Sofía se encogió en su silla. No entendía palabras como “acciones” o “mercado”, pero entendía el tono. La odiaban. La veían como basura. Sintió las lágrimas picarle en los ojos y buscó la mano de su abuelo bajo la mesa.
Daniel apretó la manita de Sofía con fuerza. Se puso de pie. —¿Les preocupan las acciones? A mí me preocupa que esta empresa se haya llenado de parásitos que solo esperan mi muerte.
Miró a cada uno de los consejeros. —Sofía es hija de Luis. Y voy a mover cielo, mar y tierra para que lleve mi apellido legalmente. Si a alguien no le gusta, la puerta es muy ancha. Pueden vender sus acciones hoy mismo; yo se las compro.
Rodrigo se levantó, furioso. —¡Esto es ridículo! ¡Es una niña de la calle! ¡Seguro la madre era una cualquiera que se aprovechó de Luis! No puedes poner el patrimonio de la familia en manos de una…
—¡Cállate! —el grito de Daniel retumbó en las paredes de cristal.
Canelo, que había estado escondido bajo la mesa (porque Daniel se negaba a ir a cualquier lado sin él), salió ladrando ferozmente hacia Rodrigo, sintiendo la amenaza.
—Saca a ese perro sarnoso de mi oficina —siseó Rodrigo.
Daniel sonrió, una sonrisa fría y peligrosa. —Prefiero la lealtad de este perro sarnoso que la tuya, Rodrigo. La junta terminó. Lárguense todos. Menos el abogado. Tenemos papeles que firmar.
Cuando la sala se vació, Daniel se agachó frente a Sofía, que lloraba silenciosamente. —No llores, princesa. Son solo ruido.
—Ellos son malos, abuelito —susurró ella—. No me quieren aquí. Dicen que soy basura.
—Tú eres un diamante, Sofía. Y los diamantes rayan el cristal. Ellos solo son cristal. Se van a romper, no tú.
Pero Daniel sabía que Rodrigo no se quedaría quieto. Había tocado el bolsillo y el ego de su sobrino. Y en México, un familiar despechado con dinero es más peligroso que un cártel. La guerra acababa de empezar.
CAPÍTULO 6: La Portada del Escándalo
Dos días después, la bomba estalló. Y no fue en la sala de juntas, sino en los puestos de periódicos de cada esquina del país.
Daniel estaba desayunando papaya con Sofía cuando Doña Mati entró al comedor con la cara desencajada, escondiendo una revista detrás de su delantal. —Señor… no creo que deba ver esto, pero ya está en todos lados. Me llamaron de la caseta de vigilancia, hay fotógrafos afuera.
Daniel extendió la mano. Doña Mati le entregó la revista de chismes más vendida del país.
La portada era brutal. Un collage de dos fotos. A la izquierda: Una foto borrosa, tomada con celular desde lejos, de aquella Nochebuena. Se veía a Daniel cargando a una niña sucia bajo la lluvia. A la derecha: Una foto de Sofía entrando a la Torre Virreyes con el vestido de terciopelo.
El titular en letras amarillas gigantes gritaba: “¿LA LOCURA DEL REY DEL ACERO? DANIEL CASTILLO RECOGE A UNA NIÑA DE LA BASURA Y LA NOMBRA SU HEREDERA. LA FAMILIA IMPUGNARÁ POR DEMENCIA SENIL”.
Daniel arrugó la revista con rabia. —Maldito Rodrigo.
Sofía, que había aprendido a leer gracias a su mamá antes de que muriera, alcanzó a ver las letras grandes. —¿Dicen que estás loco por quererme? —preguntó, con la voz temblorosa.
—Dicen mentiras para vender revistas, mi amor.
Pero el daño estaba hecho. El teléfono de la casa no dejaba de sonar. Las redes sociales ardían. La gente opinaba cruelmente en Twitter (X): “Seguro la compró”, “El viejo ya chocheó”, “Esa niña no tiene clase, se nota que es de barrio”.
El racismo y el clasismo de la sociedad mexicana salían a flote con toda su fealdad. No soportaban la idea de que una niña morena, pobre y “de la calle” fuera ahora la princesa de uno de los imperios más grandes del país.
—No vas a ir a la escuela hoy —dijo Daniel (había contratado tutores privados, pero planeaba inscribirla en el colegio más exclusivo).
—¿Es por mi culpa? —Sofía dejó de comer. Canelo apoyó el hocico en su rodilla, gimiendo bajito.
—No. Es por culpa de la envidia. Vamos a ir al laboratorio. Hoy llegan los resultados de ADN. Y cuando tenga ese papel, voy a taparle la boca a todo México.
Salieron de la casa en la camioneta blindada. Afuera, los paparazzis se lanzaron sobre el vehículo como buitres, golpeando los vidrios con sus cámaras, gritando preguntas obscenas. —¡Señor Castillo! ¿Es cierto que la madre era una mesera? —¡Niña! ¿Cuánto te pagaron?
Sofía se tapó los oídos y cerró los ojos, meciéndose adelante y atrás. Daniel sintió una furia asesina. —Beto, atropúllalos si no se quitan —ordenó.
Llegaron al laboratorio privado en Polanco por la entrada trasera. El doctor, un viejo amigo de Daniel, los esperaba con un sobre manila cerrado.
—Aquí está, Daniel. Lo revisé yo mismo tres veces. Cadena de custodia impecable. Nadie pudo alterarlo.
Daniel tomó el sobre. Sus manos sudaban. Rodrigo había sembrado la duda en su mente. ¿Y si Luis no era el padre? ¿Y si Elena le había mentido a su hijo? ¿Y si todo esto era un error y él tenía que devolver a Sofía a la nada?
Miró a la niña, que jugaba nerviosa con la correa de Canelo. Si el papel decía negativo, ¿tendría el valor de amarla igual? La respuesta llegó a su corazón antes de abrir el sobre: Sí. Ya la amaba. La sangre era solo un trámite para los abogados.
Rasgó el sobre. Sacó la hoja. Sus ojos volaron a la conclusión al final de la página.
PROBABILIDAD DE PARENTESCO: 99.999% RELACIÓN: ABUELO – NIETA.
Daniel soltó el aire que había estado conteniendo durante días. Se dejó caer en una silla y sonrió. Una sonrisa de triunfo, de alivio, de amor. —Eres una Castillo, Sofía. Eres sangre de mi sangre.
Sofía corrió a abrazarlo. —¿Ya no van a decir que soy de la basura?
—Que digan lo que quieran. Ahora eres la dueña del basurero.
Pero mientras celebraban en la clínica, el teléfono de Daniel vibró. Un mensaje de texto de un número desconocido.
“El ADN no importa si te quitan la custodia. La madre de la niña era una delincuente y tú eres un anciano soltero que trabaja 18 horas al día. El DIF ya tiene una denuncia anónima por ‘ambiente inapropiado’. Prepárate, tío. Esto apenas empieza”.
Daniel leyó el mensaje y su sangre se heló. Rodrigo no iba a jugar limpio. Iban a intentar quitarle a la niña usando la ley “para protegerla”.
Miró a Sofía, que reía haciéndole cosquillas a Canelo. La batalla por el dinero había terminado. Ahora empezaba la guerra por la niña. Y Daniel Castillo, el hombre que doblaba acero con su voluntad, sintió por primera vez el miedo real de perderlo todo de nuevo.
—Vámonos, Sofía —dijo, guardando el celular—. Tenemos que irnos de la ciudad un tiempo.
—¿A dónde?
—A un lugar donde los buitres no vuelan.
Daniel sabía que tenía que esconderla hasta que sus abogados blindaran la adopción. Pero subestimaba hasta dónde estaba dispuesto a llegar su sobrino por el control de la empresa. La persecución estaba a punto de volverse física.
PARTE 4
CAPÍTULO 7: La Emboscada en Valle de Bravo
La decisión de huir no fue por cobardía, fue por estrategia. Daniel sabía que en la Ciudad de México, con sus jueces corruptos y su prensa comprada, era vulnerable. Necesitaba llegar a su fortaleza: la Hacienda “La Esperanza” en Valle de Bravo. Un lugar rodeado de bosque, muros de piedra y recuerdos de tiempos mejores.
No usaron la carretera. Daniel no se arriesgaría a un “accidente” provocado. Subieron al helicóptero privado en el helipuerto de la torre. —¿Vamos a volar como los pájaros? —preguntó Sofía, pegando la nariz al vidrio mientras las hélices comenzaban a girar. Canelo, con orejeras especiales para el ruido (que le quedaban ridículamente grandes), miraba el suelo con desconfianza.
—Sí, mi amor. Vamos a volar lejos de los monstruos —respondió Daniel, ajustándole el cinturón.
El vuelo fue corto. Aterrizaron en el jardín inmenso de la hacienda justo cuando el sol se ponía, pintando el lago de Valle de color naranja y morado. El aire aquí olía a pino y tierra mojada, no a smog y traición.
La primera noche fue tranquila. Los veladores, Don Chuy y su esposa, recibieron a la niña como si fuera una aparición milagrosa. Le prepararon chocolate caliente de metate y pan de nata. Por unas horas, el miedo pareció disolverse en el calor de la chimenea.
Pero Rodrigo no era tonto. Y su avaricia no tenía límites geográficos.
Dos días después, la paz se rompió.
Eran las seis de la tarde. Una niebla espesa bajaba de la montaña, cubriendo la hacienda en un manto blanco y fantasmagórico. Daniel estaba en la biblioteca, revisando con sus abogados vía Zoom los papeles de la custodia temporal, cuando escuchó los ladridos frenéticos de Canelo.
No eran ladridos de juego. Eran ladridos de guerra.
Daniel corrió hacia la entrada principal. Don Chuy ya estaba ahí, pálido, mirando a través de la mirilla del portón de madera maciza. —Patrón… hay patrullas. Y camionetas sin placas. Dicen que traen una orden.
El corazón de Daniel se detuvo un segundo y luego arrancó a mil por hora. —No abras, Chuy. Tráeme la escopeta. La de cacería.
—¡Patrón, son judiciales!
—¡No me importa si es el presidente! ¡Nadie entra!
Golpes secos y violentos sonaron en la madera. —¡Abran en nombre de la ley! —gritó una voz amplificada por un megáfono—. ¡Tenemos una orden de presentación para la menor Sofía Martínez! ¡Entréguenla o entramos por la fuerza!
Sofía apareció en el pasillo, abrazando a Canelo, temblando de pies a cabeza. El trauma de su vida en la calle regresó de golpe. —Vienen por mí, ¿verdad? —susurró—. Me van a llevar a la perrera de niños.
Daniel se arrodilló frente a ella, ignorando los golpes en la puerta que cada vez eran más fuertes. Le tomó la cara con ambas manos. —Escúchame, Sofía. Te prometí que nunca nos separarían. Y los Castillo cumplimos nuestras promesas. Vete con Chuy al sótano, a la cava de vinos. Cierra por dentro y no abras hasta que escuches mi voz. ¿Entendiste?
—¡Pero tú…!
—¡Vete! —rugió Daniel.
Don Chuy se llevó a la niña y al perro casi a rastras hacia la cocina. Daniel se quedó solo en el recibidor inmenso. Tomó la escopeta antigua que colgaba sobre la chimenea, aunque sabía que no la dispararía. Era un símbolo. Él no era un asesino, pero iba a defender a su manada.
El portón crujió. Una patada. Dos. Tres. La madera cedió con un estruendo de astillas rotas.
Entraron cinco hombres armados, vestidos de negro, con chalecos que decían “Policía Ministerial”. Y detrás de ellos, caminando con una arrogancia que daba náuseas, entró Rodrigo.
Su sobrino vestía un abrigo de cachemira impecable y sonreía como un depredador que ha acorralado a su presa. —Tío, tío… qué manera tan dramática de recibir a la familia. ¿Una escopeta? ¿En serio? Te van a añadir “amenaza con arma de fuego” a los cargos de secuestro.
—Lárgate de mi casa, Rodrigo —dijo Daniel, bajando el arma pero sin soltarla—. Esto es propiedad privada.
—Y esa niña es propiedad del Estado hasta que se aclare su situación —respondió Rodrigo, sacando un papel arrugado—. Tengo una orden de un juez de lo familiar. “Riesgo inminente para la menor”. Dicen que estás senil, Daniel. Que la tienes secuestrada. Vengo a “rescatarla” para llevarla a un albergue… o quizás a un internado muy lejos, donde no moleste.
—Sabes que es mi nieta. Sabes que el ADN es positivo.
—El ADN no importa si el abuelo está loco —Rodrigo se acercó, bajando la voz—. Mira, hagamos esto fácil. Firma la cesión de derechos de la empresa a mi nombre. Renuncia a la presidencia. Vete a vivir tus últimos años a Europa. Y te dejo quedarte con la mocosa. Si no… me la llevo ahora mismo y te juro, Daniel, te juro por la memoria de Luis, que esa niña va a desaparecer en el sistema de orfanatos y nunca la volverás a ver.
Daniel sintió un frío en el estómago que no era miedo, era claridad. Rodrigo acababa de confesar. —¿Me estás chantajeando con la vida de una niña? ¿De tu propia sangre?
—Es el negocio, tío. Tú me enseñaste a ser despiadado. ¿Dónde está? ¡Busquen a la niña! —ordenó a los policías.
Los uniformados dieron un paso adelante. Daniel levantó la escopeta. El aire se tensó hasta romperse.
Pero entonces, algo sucedió. Un gruñido profundo, gutural, resonó desde el pasillo de la cocina.
No era Sofía quien venía. Era Canelo.
El perro mestizo, el perro que había comido basura toda su vida, entró en la sala. No corría. Caminaba con el pelo del lomo erizado, mostrando unos colmillos amarillentos. Se plantó entre los hombres armados y Daniel.
—Mata a esa cosa —ordenó Rodrigo con asco.
Uno de los policías desenfundó su arma.
—¡NO! —el grito vino de arriba.
Sofía estaba en el barandal de la escalera. Se había escapado de Don Chuy. —¡Déjenlo! ¡Me voy con ustedes! —gritó, llorando desesperada—. ¡Me voy, pero no lastimen a mi abuelo ni a Canelo!
Rodrigo sonrió triunfante. —Ves, tío. Ella es más razonable que tú. Tráiganla.
El policía guardó el arma y subió las escaleras para agarrar a Sofía del brazo. —¡Suéltala! —gritó Daniel, intentando avanzar, pero dos hombres lo sujetaron y lo lanzaron contra el suelo.
—Adiós, tío —dijo Rodrigo, dándose la vuelta—. Te mandaré fotos de ella en Navidad.
Parecía el fin. La maldad había ganado. Rodrigo tenía el poder, la fuerza y la ley corrupta de su lado. Se llevaban a Sofía. Daniel, tirado en el suelo, con el labio roto, sintió que moría por segunda vez.
Pero Rodrigo cometió un error. Subestimó la tecnología. Y subestimó a las redes sociales.
CAPÍTULO 8: El Regalo de Reyes y el Nuevo Imperio
—¡Esperen! —la voz de Daniel resonó desde el suelo, ronca y dolorida—. Antes de que cruces esa puerta, Rodrigo… revisa tu teléfono.
Rodrigo se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta rota. —¿De qué hablas, viejo?
—Revisa. Twitter. Facebook. Lo que quieras.
Rodrigo, confundido, sacó su celular. Vio una notificación. Luego diez. Luego mil. Su cara se transformó de la arrogancia al terror puro en cuestión de segundos.
Daniel se levantó lentamente, limpiándose la sangre de la boca. —Esta casa es inteligente, Rodrigo. Hay cámaras y micrófonos en cada rincón. Y desde que entraste… estamos transmitiendo en vivo a la cuenta oficial de Castillo Steel y a mi cuenta personal. Hay trescientas mil personas viéndote ahora mismo.
Rodrigo miró a una pequeña luz roja parpadeando discretamente en una estantería. —No… —susurró.
En la transmisión, millones de mexicanos acababan de escuchar a Rodrigo Castillo admitir que estaba sobornando jueces, extorsionando a su tío y amenazando con desaparecer a una niña para quedarse con una empresa. Los comentarios volaban: “¡Miserable!”, “¡Cárcel para ese tipo!”, “¡Con la niña no!”.
—Acabas de confesar intento de secuestro, extorsión y fraude frente a todo el país —dijo Daniel con una calma glacial—. Y esos policías que están contigo… sus caras también están en HD. La Guardia Nacional ya viene en camino. Chuy les llamó hace diez minutos.
Los policías contratados se miraron entre ellos. El dinero de Rodrigo no valía la cárcel. En un segundo, soltaron a Sofía y salieron corriendo hacia sus camionetas, abandonando al “jefe”.
Rodrigo se quedó solo, temblando, con el celular en la mano cayéndosele de los dedos. —Tío… era una broma. Estaba… estaba probándote.
Daniel caminó hacia él. No lo golpeó. Simplemente abrió la puerta destrozada y señaló la oscuridad de la noche. —Corre, Rodrigo. Porque cuando la policía real llegue, no tendrás a dónde ir. Estás despedido. Desheredado. Y muerto para mí.
Rodrigo salió corriendo hacia la niebla, tropezando, derrotado, perseguido por el eco de su propia ruina.
Daniel subió las escaleras corriendo. Sofía estaba sentada en el escalón, abrazando a Canelo, en shock. Daniel se dejó caer junto a ella y los envolvió a ambos en sus brazos. Lloraron juntos, ahí en la escalera, mientras las sirenas de la verdadera justicia se escuchaban a lo lejos acercándose por la carretera.
—Se acabó, mi amor —le susurró al oído—. Se acabó el miedo. Nadie te va a llevar nunca.
6 de Enero. Día de Reyes.
Habían pasado dos semanas desde la noche en Valle de Bravo. El escándalo había sido monumental. Rodrigo estaba en prisión preventiva, esperando juicio. La sociedad mexicana, que primero había juzgado a Sofía, ahora la adoraba. Le enviaban regalos, cartas, dibujos. La llamaban “La Princesa de Acero”.
Pero en el penthouse de Lomas de Chapultepec, ya no importaba el “qué dirán”.
La sala, antes fría y vacía, estaba irreconocible. Había juguetes tirados en la alfombra persa. Había una cama para perro gigante y lujosa en medio de la sala (aunque Canelo prefería el sofá). Y había un árbol de Navidad que aún no quitaban, lleno de luces.
Estaban partiendo la Rosca de Reyes.
—¡Me salió el muñequito! —gritó Sofía, sacando la figura de plástico blanco de su rebanada de pan—. ¡Me toca poner los tamales!
Daniel se rió. Se veía diez años más joven. Ya no usaba corbata en casa. Llevaba un suéter cómodo que Sofía le había escogido. —Bueno, tendremos que decirle a Doña Mati que nos enseñe a hacer tamales, porque yo solo sé quemar el agua.
Sonó el timbre. Doña Mati entró con un paquete grande. —Señor, llegó esto. Es lo que pidió.
Daniel tomó el cuadro envuelto en papel café. Llamó a Sofía. —Ven, chinita. Este es mi regalo de Reyes para ti. Y para mí.
Sofía rasgó el papel.
Era una pintura al óleo, enorme y hermosa. Un retrato realista basado en varias fotos. En la pintura, estaban ellos tres: Daniel sentado en un sillón, Sofía en su regazo sonriendo, y Canelo a sus pies. Pero detrás de ellos, con una mano en el hombro de Daniel y la otra en el de Sofía, estaba pintado Luis, su hijo. Etereo, pero presente. Como si nunca se hubiera ido.
Abajo de la pintura, una placa dorada decía: “Familia Castillo. Lo que el amor une, ni la muerte separa”.
Sofía tocó la cara de su padre en la pintura. —¿Crees que le guste, abuelo?
Daniel miró el retrato, y por primera vez en años, no sintió dolor al ver a Luis. Sintió paz. —Le encanta, Sofía. Él nos mandó reunirnos. Él te puso en ese callejón esa noche para que yo te encontrara. Me salvaste la vida, chamaca. Yo creí que te salvaba a ti, pero tú me salvaste a mí.
Sofía lo abrazó fuerte. Canelo ladró y movió la cola, exigiendo su parte de la rosca (sin muñeco, claro).
Afuera, la lluvia de enero comenzaba a caer sobre la Ciudad de México. Pero dentro de ese castillo de cristal, ya no hacía frío. Nunca más haría frío.
El “Rey de Hielo” se había derretido. Y en su lugar, había quedado simplemente un abuelo que amaba a su nieta y a su perro callejero más que a todo el dinero del mundo.
FIN.
