PARTE 1: LA DUDA
Capítulo 1: El Presentimiento de una Madre
El sol de la mañana entraba con fuerza por los ventanales de la Mansión Albuquerque, iluminando el mármol importado que cubría el suelo del vestíbulo. Marcelo Albuquerque, un hombre de 45 años hecho a sí mismo, se ajustaba el nudo de la corbata frente al espejo. Tenía esa mirada de tiburón de los negocios, pero en el fondo, conservaba la nobleza de quien creció en un barrio humilde antes de construir su imperio tecnológico.
—¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe, mi amor? —la voz de Camila bajó melosa desde la escalera.
Marcelo levantó la vista. Ahí estaba ella. Camila Torres, 30 años, bajando los escalones como si flotara. Llevaba un vestido color champán que le quedaba pintado al cuerpo. Llevaban seis meses comprometidos y, honestamente, Marcelo a veces sentía que no la merecía. Era demasiada belleza para un solo hombre.
—Es solo una revisión de rutina de mamá —respondió él, tomándole la mano al llegar al último escalón—. Ya sabes cómo se pone con su privacidad. No le gusta que la vean vulnerable.
Por una fracción de segundo, algo extraño cruzó la cara de Camila. Una mueca rápida, como de fastidio, pero desapareció tan rápido que Marcelo pensó que se lo había imaginado.
—Claro, mi vida —sonrió ella, perfecta como siempre—. Tu madre es lo primero. Aquí los esperaré con una cena especial.
En ese momento, el sonido de un motor eléctrico rompió el momento. Doña Elena, la madre de Marcelo, apareció en su silla de ruedas. A sus 68 años, la enfermedad degenerativa le había quitado la movilidad, pero no la elegancia ni la mirada penetrante. Esos ojos oscuros habían visto de todo.
—Buenos días —dijo Doña Elena, seca. Sus ojos barrieron a Camila de arriba abajo antes de fijarse en su hijo—. Vámonos, Marcelo. Se nos hace tarde.
Marcelo besó la frente de su madre. Ella lo había criado sola, lavando ropa ajena para pagarle la universidad. Ella era su roble.
Camila se inclinó para darle un beso en la mejilla a la anciana. —Que les vaya bien, suegra. Cuídese mucho.
Doña Elena se dejó besar, pero su cuerpo estaba rígido como una tabla. Mientras Marcelo la empujaba hacia la salida, la anciana giró levemente el cuello y susurró: —Hijo, tenemos que hablar. Ya no puedo callarme más.
Un escalofrío recorrió la espalda de Marcelo. Subieron al Mercedes negro en silencio. El chofer arrancó y, durante los primeros diez minutos, nadie dijo nada. El aire acondicionado zumbaba, pero el ambiente estaba caliente.
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Marcelo, rompiendo el silencio mientras miraba por la ventana las calles de la Ciudad de México pasar.
Doña Elena suspiró, un sonido que venía desde el alma. —Marcelo, tú eres un lince para los negocios. Ves una oportunidad donde nadie más la ve. Pero con las mujeres… ay, hijo. A veces eres demasiado noble. Demasiado ciego.
—¿Es por Camila otra vez? —Marcelo apretó la mandíbula—. Mamá, ella me hace feliz.
—¿Te hace feliz o te hace sentir menos solo? —reviró ella. El golpe fue certero.
Marcelo se quedó callado. —Ella no necesita mi dinero, mamá. Tiene su carrera.
—No es solo el dinero, mijito. Es el poder. Es esta vida —Doña Elena le tomó la mano con fuerza, sus dedos temblaban—. Hay algo en ella… una frialdad en su mirada cuando cree que nadie la ve. Ayer Rosita me contó algo.
—¿Rosita? —Marcelo frunció el ceño—. ¿Qué tiene que ver la empleada doméstica en esto?
—Rosita la escuchó hablando por teléfono en el jardín. Decía algo sobre “deshacerse del estorbo” después de la boda.
Marcelo sintió un hueco en el estómago. —Mamá, por favor. Seguro hablaba de alguna remodelación, de algún mueble viejo.
—¿O hablaba de mí? —la voz de Doña Elena se quebró—. De la vieja enferma que vive en la planta baja de la mansión que ella quiere gobernar.
Llegaron al hospital. Marcelo estaba aturdido. Quería defender a su prometida, pero la duda, esa maldita duda, ya se había sembrado en su cabeza.
Al bajar del auto, Doña Elena lo miró a los ojos, con esa autoridad que solo tienen las madres mexicanas. —Solo te pido una cosa. Antes de casarte, ponla a prueba. Obsérvala cuando crea que tú no estás. Hazlo por mí, pero sobre todo, hazlo por ti.
Capítulo 2: La Trampa Perfecta
Esa noche, durante la cena, Marcelo no podía dejar de analizar cada movimiento de Camila. Ella servía el vino, reía, hablaba de los arreglos florales, pero las palabras de su madre retumbaban en su cabeza: “Deshacerse del estorbo”.
—Tengo que ir a Singapur —soltó Marcelo de golpe, cortando el aire.
Camila detuvo el tenedor a medio camino. —¿Singapur? ¿Cuándo?
—Mañana mismo. Jueves. Surgió un problema con la adquisición de la tecnológica allá. Es urgente. Estaré fuera tres o cuatro días.
Marcelo observó sus ojos. Buscaba tristeza, decepción… pero lo que vio fue un brillo. Un destello casi imperceptible de… ¿oportunidad?
—Oh, mi amor, qué pena —dijo ella, haciendo un puchero que ahora le pareció ensayado—. Pero los negocios son primero. No te preocupes por nada aquí.
—¿Te encargarás de mamá? —preguntó él, clavándole la mirada—. Recuerda que es el fin de semana libre de Rosita. Mamá se quedará sola contigo en la casa.
—Por supuesto —respondió Camila con una sonrisa amplia, quizás demasiado amplia—. Tu madre estará en las mejores manos. La cuidaré como si fuera la mía.
—Gracias —dijo él, sintiendo un sabor amargo en la boca.
La madrugada llegó con una lluvia fina sobre la ciudad. Marcelo hizo su maleta mientras Camila lo observaba desde la cama, envuelta en sábanas de seda, fingiendo estar adormilada. Se despidieron con un beso.
—Te voy a extrañar —susurró ella. —Y yo a ti —mintió él.
El auto salió de la mansión. Pero Marcelo no fue al aeropuerto.
—Ernesto, ya sabes qué hacer —le dijo a su chofer de confianza en cuanto se alejaron unas cuadras.
En una gasolinera solitaria, hicieron el cambio. Ernesto se llevó el Mercedes y el pasaporte de Marcelo para hacer el check-in y luego salir por una puerta lateral del aeropuerto, dejando rastro digital de que Marcelo “había viajado”.
Marcelo, con una gorra y lentes oscuros, tomó el auto particular de Ernesto, un sedán modesto, y regresó a su propia casa. Entró por la puerta de servicio donde Rosita, la fiel empleada que llevaba 20 años con la familia, lo esperaba con cara de angustia.
—Ay, patrón, ¿está seguro de esto? —susurró ella, persignándose.
—Necesito saber la verdad, Rosita. Llévame al cuarto.
Lo escondieron en una pequeña habitación en el ala de servicio, un cuarto que usaban de bodega y que nadie visitaba. Rosita, siguiendo instrucciones previas, había instalado un centro de monitoreo casero. Cámaras ocultas en la sala, el comedor, y lo más importante: en la habitación de Doña Elena.
—Aquí tiene café y sándwiches, señor —dijo Rosita—. Yo me voy ahora para que crean que la casa está sola. Que Dios nos agarre confesados.
Marcelo se quedó solo. El silencio de la casa era pesado. Se sentó frente a las pantallas, sintiéndose como un intruso en su propia vida. ¿Estaba loco? ¿Era un paranoico celoso?
A las 10:00 AM en punto, la pantalla de la sala principal cobró vida. Camila bajaba las escaleras. Pero ya no era la Camila dulce de la noche anterior. Caminaba distinto, con arrogancia. Llevaba ropa deportiva ajustada y… un cigarro en la mano. Marcelo nunca la había visto fumar.
Sacó un teléfono de su bolsillo. No el iPhone que Marcelo le pagaba, sino uno barato, desechable. Marcó un número.
—Ya se fue —dijo, soltando el humo con placer—. Sí, el imbécil se tragó el cuento del viaje completo. La casa es nuestra todo el fin de semana.
Marcelo apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—Sí, la vieja sigue aquí —continuó Camila, riendo con una carcajada seca que a Marcelo le heló la sangre—. Es como una garrapata, no se muere con nada. Pero no te preocupes, Ricardo… hoy empezamos el plan B. Ven para acá.
Ricardo. El nombre golpeó a Marcelo como un mazo. ¿Quién demonios era Ricardo?
Camila colgó y miró hacia el techo, como si supiera que la casa tenía ojos, aunque no podía saberlo. —Por fin —murmuró—. Se acabó el teatro.
Marcelo sintió que el mundo se le venía encima. Su madre tenía razón. Todo había sido una mentira. Pero no tenía idea de que la pesadilla apenas estaba comenzando.
PARTE 2: LA CAÍDA DE LOS MÁSCARAS
Capítulo 3: El Fantasma en la Máquina
Marcelo sentía que el aire dentro del cuarto de seguridad se estaba acabando. Sus ojos, enrojecidos por la furia y la incredulidad, no se despegaban de los monitores de alta definición. En la pantalla superior izquierda, veía a Camila —la mujer a la que había jurado amor eterno apenas unas horas antes— sirviéndose otra copa de su coñac más caro, mientras Ricardo, ese intruso que resultó ser su amante y primo, revisaba los cajones de su escritorio personal como un ladrón barato.
La primera reacción de Marcelo fue visceral: salir de ahí, tomar el viejo bate de béisbol que guardaba en el garaje y romperles la cara a ambos. Pero su instinto de empresario, ese cerebro frío que le había permitido sobrevivir a las crisis económicas y levantar un imperio tecnológico, lo detuvo en seco.
Si salía ahora, sería una pelea de palabra contra palabra. Ricardo era más joven y parecía fuerte; si había violencia física, Marcelo podría terminar en la cárcel o, peor aún, muerto y dejando a su madre a merced de estos buitres. No. Necesitaba destruirlos por completo. Necesitaba que se incriminaran de tal manera que no hubiera abogado en México que pudiera salvarlos.
—¿Crees que el imbécil dejó la combinación en algún lado? —preguntó Ricardo en la pantalla, tirando al suelo una foto enmarcada de Marcelo y su padre. El cristal se rompió con un estruendo que hizo que Marcelo apretara los dientes hasta sentir dolor.
—Marcelo es predecible, pero no estúpido con sus contraseñas —respondió Camila, recostándose en el sillón de piel—. Pero no importa. Ya llamé al Licenciado Treviño.
Marcelo sintió un escalofrío. Conocía ese nombre. Treviño era un notario público conocido en los bajos mundos de la política y los negocios sucios de la ciudad. Un hombre que, por el precio adecuado, podía hacer que un muerto firmara un testamento.
—¿Treviño viene hoy? —preguntó Ricardo, visiblemente nervioso.
—Viene en una hora. Trae los papeles listos. Vamos a hacer un “addendum” al testamento de la vieja y una modificación al contrato de la empresa. Necesitamos la huella digital de Elena y su firma. O bueno… una firma que se le parezca lo suficiente mientras el notario “da fe” de que estaba lúcida.
—¿Y si se resiste?
Camila soltó una risa que heló la sangre de Marcelo. —Por eso le aumenté la dosis. Va a estar tan drogada que no sabrá si está firmando su sentencia de muerte o un autógrafo. Y si se pone difícil… bueno, tú eres bueno convenciendo gente, ¿no, Ricky?
Marcelo miró el reloj en la pared. Tenía una hora antes de que llegara el notario corrupto. Una hora para convertir su propia casa en una trampa mortal.
Su mansión no era una casa normal; era un prototipo de “Smart Home” que su propia empresa había diseñado. Todo estaba conectado: luces, sonido, cerraduras, persianas, aire acondicionado. Y desde ese pequeño cuarto de servidores, Marcelo tenía el control absoluto. Era el dios de su propio pequeño universo.
—¿Quieren jugar? —murmuró Marcelo, tecleando rápidamente en la consola de mando—. Vamos a jugar.
En la pantalla, vio cómo Ricardo iba a la cocina por hielo. Marcelo esperó el momento exacto. Cuando Ricardo abrió el congelador de doble puerta, Marcelo activó el comando de “Bloqueo de Seguridad Perimetral – Zona Cocina”.
Las persianas metálicas de seguridad de las ventanas de la cocina bajaron de golpe con un estruendo metálico: ¡CLANG!.
Ricardo saltó medio metro en el aire, tirando el vaso de cristal al suelo. —¡¿Qué demonios fue eso?! —gritó, corriendo hacia la sala.
—Tranquilo, idiota —dijo Camila, aunque se le notaba tensa—. Debe ser una falla del sistema. Marcelo siempre está probando sus juguetes tecnológicos aquí. Seguro se fue la luz o algo.
—No se fue la luz, la tele sigue prendida —dijo Ricardo, mirando a todos lados—. Me siento observado, Camila. No me gusta esto.
—Deja de ser un marica. Estamos solos.
Marcelo sonrió sin alegría. Accedió al sistema de audio ambiental. No iba a hablarles todavía, eso sería demasiado rápido. Buscó en su biblioteca de sonidos. Encontró una grabación de hacía tres años: la fiesta de cumpleaños de su madre, cuando todavía podía hablar bien y reírse a carcajadas.
Aisló una pista de audio: la risa de Doña Elena. Una risa fuerte, vibrante.
La reprodujo a volumen bajo, casi imperceptible, solo en las bocinas del pasillo del segundo piso, justo afuera del despacho donde estaban.
En el monitor, vio cómo Camila levantaba la cabeza, confundida. —¿Escuchaste eso?
—¿Qué? —Ricardo ya estaba sudando.
—Parecía… parecía la vieja riéndose.
—La vieja está drogada en su cuarto, Camila. Estás alucinando.
Marcelo subió el volumen un 10%. La risa sonó de nuevo, un poco más clara, resonando en la madera de caoba del pasillo.
—¡Te digo que hay alguien! —Ricardo sacó una navaja de muelle de su bolsillo. Marcelo tomó nota mental de eso: armado.
Camila se levantó, furiosa. —Voy a ver qué pasa. Seguro dejó la televisión prendida en su cuarto.
Marcelo vio a Camila salir del despacho y dirigirse a la habitación de Doña Elena. Era el momento de proteger a su madre. Bloqueó la puerta de la habitación de Elena electrónicamente. El cerrojo magnético hizo un clic sordo.
Camila intentó abrir la perilla. Estaba trabada. —¡Maldita puerta! —gritó, golpeando la madera—. ¡Elena! ¡Abre!
Desde dentro, no hubo respuesta. Marcelo revisó la cámara de la habitación de su madre. Doña Elena estaba profundamente dormida, su pecho subía y bajaba con dificultad. La droga estaba haciendo efecto.
—¡Ricardo! —gritó Camila—. ¡La puerta se atoró! ¡Trae algo para abrirla!
Mientras Ricardo corría por el pasillo, Marcelo activó el aire acondicionado de la zona central al máximo: 16 grados centígrados. En cuestión de minutos, la casa pasaría de ser un hogar acogedor a una nevera.
La guerra psicológica había comenzado. Pero Marcelo sabía que el verdadero peligro llegaría con el notario. Tenía que interceptar esa reunión.
Capítulo 4: El Licenciado y la Firma del Diablo
A las 12:45 PM, un BMW negro se estacionó frente a la reja principal. Marcelo vio por la cámara exterior a un hombre bajo, calvo y con un traje gris brillante que le quedaba chico. Llevaba un maletín de cuero gastado bajo el brazo. El Licenciado Treviño.
Camila corrió al intercomunicador de la entrada. —¡Ya llegó! Ábrele la reja.
Ricardo presionó el botón en la pared, pero la reja no se movió. —No funciona —dijo Ricardo, apretando el botón frenéticamente.
—¡Inútil! —Camila lo empujó y probó ella misma. Nada. Marcelo había desactivado los controles manuales—. ¡Maldito sistema inteligente! Ve a abrirle manual, corre.
Marcelo observó cómo Ricardo salía bajo la lluvia, que había empezado a caer con fuerza, para forzar la reja manualmente. Se empapó su camisa de seda italiana en segundos. Marcelo se permitió un segundo de satisfacción.
Cuando Treviño entró a la casa, se sacudió el agua como un perro mojado. —Doña Camila, qué clima tan espantoso. Pero el dinero no espera, ¿verdad? —dijo con una voz grasienta.
—Vamos al grano, Treviño. ¿Traes los papeles?
—Todo listo. Traspaso de acciones, poder notarial irrevocable y la modificación del testamento. Solo necesitamos que la señora ponga el garabato. Y si no puede… —guiñó un ojo—, yo puedo “asistirle” la mano.
—Está arriba, pero la puerta se atascó. Ricardo la va a tirar.
Los tres subieron. Marcelo sabía que no podía mantener la puerta cerrada por siempre contra la fuerza bruta. Tenía que actuar.
Desbloqueó la puerta remotamente justo antes de que Ricardo la embistiera con el hombro. El impulso hizo que Ricardo cayera de bruces dentro de la habitación, aterrizando a los pies de la cama de Doña Elena.
La anciana se despertó sobresaltada, con los ojos desorbitados por el miedo y la confusión de los sedantes. —¿Quién…? ¿Qué pasa? —balbuceó.
—Ay, suegrita, perdón por el susto —dijo Camila, entrando con el notario—. Le trajimos una visita. El Licenciado Treviño vino a ver unos asuntos de Marcelo.
—¿Marcelo? ¿Dónde está Marcelo? —preguntó Elena, intentando incorporarse, pero sus brazos no le respondían.
—Marcelo nos pidió que firmaras esto por él, madre —mintió Camila acercándose con un bolígrafo—. Es para proteger la empresa mientras él está en Singapur. Es urgente.
—No… yo no firmo nada sin Marcelo —susurró Elena, mostrando esa terquedad de hierro que Marcelo había heredado.
—Mire, señora —intervino Treviño, sacando los documentos—. Es un trámite simple. Si no firma, su hijo podría perder millones. Usted no quiere eso, ¿verdad?
Marcelo, desde su escondite, activó la grabación de audio y video en alta calidad de esa habitación. Esto era oro puro. Coacción, fraude, complicidad de un notario público. Ya tenía suficiente para meterlos a la cárcel diez años. Pero no era suficiente. Quería verlos suplicar.
Elena cerró los ojos y apretó la boca. —No firmo.
Camila perdió la paciencia. Agarró la mano de la anciana con violencia y le incrustó el bolígrafo entre los dedos artríticos. —¡Vas a firmar, vieja inútil! ¡Firma ahora!
—¡Suéltame! —gimió Elena.
—¡Ricardo, agárrale el otro brazo! —ordenó Camila.
Fue la gota que derramó el vaso. Marcelo no podía esperar más. Ver a esos dos animales tocando a su madre rompió su control racional.
Tomó el micrófono del sistema de intercomunicación general de la casa, el que se escuchaba en todas las habitaciones con una potencia de estadio. Respiró hondo y, con una voz profunda y cargada de una ira bíblica, habló.
—SUELTA A MI MADRE, CAMILA.
La voz retumbó en las paredes de la habitación como si fuera la voz de Dios. Los tres saltaron. Treviño tiró el maletín. Camila se puso pálida como un papel.
—¿Qué…? ¿Quién…? —Camila miró al techo, a las bocinas.
—DIJE QUE LA SUELTES. Y TÚ, TREVIÑO, SI NO QUIERES PERDER TU CÉDULA Y TU LIBERTAD, MÁS TE VALE QUE DEJES ESE PAPEL EN EL SUELO.
—¡Es Marcelo! —gritó Ricardo—. ¡Está aquí! ¡No se fue!
—¿Dónde estás, cobarde? —chilló Camila, aunque le temblaban las piernas—. ¡Sal y da la cara!
—No necesito salir para verte, Camila. Te veo perfectamente. Veo tu traición. Veo tu avaricia. Y veo tu miedo.
Marcelo tecleó una secuencia rápida. Las luces de la habitación comenzaron a parpadear estroboscópicamente, creando un efecto desorientador y terrorífico.
—¡Vámonos! —gritó Treviño, agarrando su maletín y corriendo hacia la puerta. Pero justo cuando iba a salir, la puerta se cerró de golpe en sus narices. CLACK. Bloqueada de nuevo.
Treviño empezó a golpear la puerta, llorando. —¡Déjenme salir! ¡Yo no sabía nada! ¡Me engañaron!
—Nadie sale de aquí hasta que llegue la policía —anunció la voz de Marcelo por los altavoces—. Ya están en camino. Tienen 5 minutos.
Camila miró a la cámara oculta en la esquina del techo, esa pequeña lente negra que nunca había notado. Sus ojos destilaban puro odio. —Ricardo, busca dónde está escondido. ¡Tenemos que matarlo antes de que llegue la policía! ¡Búscalo!
Ricardo, con la desesperación de un animal acorralado, sacó de nuevo su navaja. —El cuarto de servidores… el que está detrás de la cocina. ¡Ahí debe estar!
Ricardo abrió la ventana de la habitación de un sillazo, ya que la puerta estaba bloqueada. La habitación estaba en planta baja, así que saltó al jardín bajo la lluvia y corrió hacia la entrada de servicio.
Marcelo vio en el monitor que Ricardo venía por él. Estaba armado y desesperado. Marcelo solo tenía un cuchillo de cocina que había tomado al entrar y su inteligencia.
—Bien, Ricardo —dijo Marcelo, poniéndose de pie y mirando la puerta de metal de su pequeño refugio—. Ven por mí.
Capítulo 5: Sangre en el Mármol
Ricardo irrumpió en la cocina por la puerta trasera que había logrado forzar. Estaba empapado, con el cabello pegado a la frente y la navaja brillando en su mano derecha. Sus ojos se movían frenéticamente de un lado a otro.
—¡Marcelo! —gritó—. ¡Sé que estás aquí! ¡Sal y arreglemos esto como hombres!
Marcelo no respondió. Apagó las luces de la cocina y el pasillo de servicio. La oscuridad fue total, salvo por los relámpagos que entraban ocasionalmente por las ventanas.
Ricardo avanzaba despacio, respirando agitadamente. —Si sales y nos das los papeles firmados… tal vez no te mate. Tal vez solo nos vayamos con el dinero.
Marcelo estaba escondido detrás de la isla de granito de la cocina. Conocía cada centímetro de ese espacio. Esperó a que Ricardo pasara justo a su lado.
Cuando Ricardo estuvo a un metro, Marcelo lanzó una botella de aceite de oliva al otro lado de la habitación. El vidrio se rompió: ¡CRAAACK!.
Ricardo giró violentamente hacia el sonido, lanzando un tajo al aire con su navaja. —¡Te tengo!
En ese segundo de distracción, Marcelo salió de las sombras. No atacó con el cuchillo; usó su cuerpo. Se abalanzó sobre Ricardo como un linebacker de fútbol americano, placándolo contra el refrigerador industrial.
El impacto le sacó el aire a Ricardo, pero la adrenalina lo mantenía fuerte. Soltó un golpe ciego que conectó con el pómulo de Marcelo, abriéndole una herida. La sangre caliente empezó a correr por la cara del millonario.
—¡Te vas a morir, estúpido! —gruñó Ricardo, intentando clavarle la navaja en el costado.
Marcelo agarró la muñeca de Ricardo con ambas manos. Forcejearon. La punta del acero estaba a centímetros de las costillas de Marcelo. Ricardo era más joven, pero Marcelo peleaba por algo más que dinero: peleaba por su madre, por su dignidad, por su vida.
—¡Tú no eres nadie! —gritó Marcelo, y con un esfuerzo sobrehumano, le dio un rodillazo en la entrepierna a Ricardo.
El amante de Camila soltó un alarido y sus fuerzas flaquearon. Marcelo aprovechó, le torció la muñeca hasta escuchar un crujido seco y la navaja cayó al suelo.
Marcelo lo empujó y le conectó un derechazo directo en la nariz. CRAK. Ricardo cayó al suelo, aturdido, sangrando profusamente. Marcelo pateó la navaja lejos, debajo de la estufa.
Respirando con dificultad, con la camisa rota y la cara sangrando, Marcelo miró al hombre en el suelo. —Te dije que esta era mi casa.
Pero no había terminado. Faltaba la cabeza de la serpiente.
Subió las escaleras corriendo, ignorando el dolor en su cara. Al llegar al pasillo de la habitación de su madre, desbloqueó la puerta desde su celular.
Entró. Treviño estaba hecho un ovillo en el rincón, llorando. Pero Camila… Camila estaba de pie junto a la cama de Elena, sosteniendo una almohada sobre la cara de la anciana.
—¡Si me hundo, me la llevo conmigo! —gritó Camila, presionando la almohada.
—¡NO! —Marcelo se lanzó sobre ella.
La arrancó de encima de su madre con una fuerza brutal, lanzándola contra el tocador. Los perfumes y joyas cayeron al suelo.
Camila se levantó rápido, como una gata salvaje, y tomó un trozo de espejo roto del suelo. —¡No me vas a meter a la cárcel, Marcelo! ¡No voy a volver a ser pobre! ¡Prefiero muerta!
Se abalanzó sobre Marcelo, cortándole el brazo con el vidrio. Marcelo gritó de dolor, pero no retrocedió. La agarró por los hombros y la sacudió. —¡Mírate! —le gritó a la cara—. ¡Mira en lo que te convertiste por dinero! ¡Lo tenías todo, Camila! ¡Yo te lo daba todo!
—¡Tú nunca me diste lo que quería! —escupió ella, con los ojos llenos de locura—. ¡Tú eras aburrido, tú y tu madre enferma eran un lastre! ¡Yo merecía más!
En ese momento, las sirenas se escucharon afuera. Muchas sirenas. Azul y rojo iluminaron las paredes de la habitación a través de la ventana.
—Se acabó, Camila —dijo Marcelo, soltándola con asco—. El juego terminó.
Camila miró las luces de la policía. Su rostro se descompuso. La máscara de la mujer fatal cayó y solo quedó una niña asustada y cruel. Se dejó caer al suelo, sollozando, no de arrepentimiento, sino de rabia por haber perdido.
Marcelo corrió hacia su madre. Le quitó la almohada. Elena tosía, buscando aire desesperadamente. —Mamá… mamá, respira. Ya estoy aquí.
Doña Elena abrió los ojos, llenos de lágrimas. —Hijo… sabía que vendrías. Sabía que no te habías ido.
Marcelo la abrazó, manchando las sábanas de seda con su propia sangre y lágrimas.
Capítulo 6: Las Cenizas del Imperio
La policía entró a la mansión como un ejército. Encontraron a Ricardo semi-inconsciente en la cocina, a Treviño intentando esconderse en el baño y a Camila en el suelo de la habitación, catatónica.
Marcelo se negó a ser atendido por los paramédicos hasta ver que subieran a su madre a la ambulancia.
—Señor Albuquerque, tiene una herida profunda en el brazo y otra en la cara, necesita puntos —le dijo un paramédico.
—Estoy bien. Atiendan a mi madre. Tiene una sobredosis de sedantes y problemas cardíacos. ¡Muévanse!
Mientras sacaban a Camila esposada, ella pasó junto a Marcelo. Se detuvo un segundo. Ya no era hermosa. Su maquillaje estaba corrido, su ropa desgarrada, su mirada vacía. —Te amé, ¿sabes? —mintió ella, en un último intento patético de manipulación—. Al principio… te amé.
Marcelo la miró con una frialdad absoluta. —No, Camila. Tú nunca has amado a nadie más que a ti misma. Y espero que te ames mucho, porque vas a pasar mucho tiempo sola en una celda de concreto.
Se la llevaron. Marcelo vio cómo la subían a la patrulla. Sintió que un peso de mil toneladas se le quitaba de encima, pero al mismo tiempo, sentía un vacío inmenso. Su vida, sus planes de boda, su futuro… todo se había quemado en una sola tarde.
Subió a la ambulancia con su madre. Elena le apretó la mano con las pocas fuerzas que le quedaban. —Lo hiciste bien, mijo. Lo hiciste bien.
Capítulo 7: La Luz en el Hospital
Las siguientes 72 horas fueron críticas. El corazón de Elena estaba débil por el estrés y la sobredosis química que Camila le había administrado. Marcelo no se separó de la UCI ni un minuto. Dormía en una silla de plástico incómoda, comía de las máquinas expendedoras y se negaba a irse a casa.
Su propia cara estaba hinchada y cosida. Parecía un boxeador que había perdido la pelea, aunque en realidad la había ganado.
—Señor Albuquerque, no puede estar aquí adentro durante el cambio de turno —le dijo una voz firme pero amable.
Marcelo levantó la vista, irritado. —Soy el dueño de medio edificio a través de donaciones, señorita. Me quedo donde yo quiera.
Frente a él estaba una enfermera joven, de unos 28 años. No llevaba mucho maquillaje, su cabello castaño estaba recogido en una coleta práctica y su uniforme era impecable. Pero lo que más llamó la atención de Marcelo fueron sus ojos: color miel, directos, sin una pizca de miedo ante su arrogancia de millonario.
—Puede ser dueño del edificio, señor, pero en esta sala mando yo y mis pacientes necesitan descanso y esterilidad. Así que, por favor, salga, tómese un café, báñese que buena falta le hace, y regrese en una hora.
Marcelo se quedó mudo. Nadie le hablaba así. Camila siempre lo adulaba. Sus empleados le temían. —¿Cómo se llama usted? —preguntó, entre ofendido y fascinado.
—Lucía Vega. Y no me mire así, que no me va a intimidar. Su madre está estable, pero si usted se enferma por no dormir, no va a poder cuidarla cuando salga. Hágale un favor a ella y cuídese usted.
Marcelo parpadeó. Tenía razón. —Está bien, Lucía. Me voy una hora.
Salió al pasillo y, por primera vez en días, sonrió levemente. Esa enfermera tenía agallas.
Durante el mes que Elena estuvo internada, Lucía se convirtió en el centro de su recuperación. No solo era eficiente; era humana. Le ponía música clásica a Elena, le leía novelas románticas, le hacía masajes en las piernas para la circulación. Y lo más importante: nunca trató a Marcelo como a “El Gran Marcelo Albuquerque”. Lo trataba como a un hijo preocupado.
Un martes por la noche, Marcelo encontró a Lucía llorando silenciosamente en la estación de enfermeras. —¿Lucía? ¿Pasa algo con mi madre? —preguntó alarmado.
Lucía se secó las lágrimas rápidamente. —No, no… Doña Elena está perfecta. Es… cosas personales. Disculpe.
—Si es dinero, puedo ayudar —ofreció Marcelo instintivamente. Era su solución para todo.
Lucía lo miró con una mezcla de tristeza y reproche. —No todo se arregla con cheques, Marcelo. Mi perrito, que ha estado conmigo 15 años, murió hoy. Y tuve que venir a trabajar y sonreír.
Marcelo se sintió un estúpido. Se sentó a su lado. —Lo siento mucho. De verdad. Yo… nunca tuve perro. Mi mamá no me dejaba porque ensuciaban.
Lucía sonrió tristemente. —Se pierde del amor más puro que existe. Ellos no te juzgan, no les importa si tienes dinero o no. Solo te quieren.
Empezaron a hablar. No de medicinas, ni de la empresa, ni de juicios. Hablaron de la vida. Marcelo le contó sobre su infancia pobre. Lucía le contó sobre sus sueños de estudiar una especialidad en geriatría pero que no tenía los recursos.
Marcelo descubrió algo esa noche: podía hablar con una mujer sin tener que impresionarla. Y eso valía más que todas sus acciones en la bolsa.
Capítulo 8: Un Año Después – La Verdadera Familia
El juicio fue mediático y brutal. Los abogados de Marcelo, los mejores del país, destrozaron a Camila y Ricardo. Las grabaciones de la casa inteligente fueron la prueba reina. El Licenciado Treviño cantó como un canario a cambio de una reducción de pena, hundiendo más a la pareja diabólica.
Fueron sentenciados a 30 años de prisión sin derecho a fianza. El día que leyeron la sentencia, Marcelo ni siquiera fue al tribunal. Estaba ocupado.
Estaba en el jardín de su mansión, que había sido remodelada por completo para borrar cualquier rastro de Camila. Ahora el jardín estaba lleno de flores que a su madre le gustaban: hortensias, rosas, buganvilias.
Doña Elena estaba sentada en su silla, pero se veía radiante. Había recuperado peso y color. A su lado, un pequeño Golden Retriever cachorro jugaba mordiendo su manta.
—Deja eso, “Pancho”, que me vas a dejar sin cobija —regañaba Elena con cariño.
Marcelo salió a la terraza trayendo una bandeja con limonada. Y no venía solo. Lucía venía de su mano. No llevaban ropa de gala, ni joyas ostentosas. Llevaban jeans y camisetas sencillas.
—¿Ya está molestando Pancho? —preguntó Lucía riendo.
—Este perro es un tremendo, igualito a su dueño —dijo Elena, mirando a Marcelo con orgullo.
Marcelo se sentó junto a las dos mujeres de su vida. Había aprendido la lección de la manera más dura posible. Había mirado al abismo y el abismo le había devuelto la mirada, pero había logrado salir gracias a la verdad.
—Lucía —dijo Marcelo, poniéndose un poco serio.
—¿Qué pasa? ¿Se te quemó la carne asada? —bromeó ella.
—No. Solo quería darte esto.
Sacó un sobre. No era un anillo. Todavía no. Era algo mejor. —Es la admisión a la especialidad en Geriatría en la mejor universidad de México. Y está todo pagado.
Lucía se tapó la boca, los ojos llenos de lágrimas. —Marcelo… no puedo aceptar esto. Es demasiado.
—No es un regalo, es una inversión —dijo él, tomándole la mano—. Quiero que seas la mejor, porque vas a tener mucho trabajo cuidando a esta viejita latosa… y cuidándome a mí.
Doña Elena aplaudió emocionada. —¡Acéptalo, hija! Que si no, este muchacho se va a gastar el dinero en tonterías tecnológicas.
Lucía abrazó a Marcelo. Y en ese abrazo, Marcelo sintió lo que nunca sintió con Camila: paz.
La vida le había quitado una máscara falsa para mostrarle un rostro verdadero. El dinero podía comprar la cama más cara del mundo, pero no podía comprar el sueño tranquilo. Podía comprar compañía, pero no lealtad.
Mientras el sol se ponía sobre la Ciudad de México, Marcelo Albuquerque, el millonario que casi lo pierde todo, se dio cuenta de que ahora sí, por fin, era el hombre más rico del mundo.
FIN.