PARTE 1
Capítulo 1: El Asiento de la Discordia
El Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México siempre es un caos, pero esa noche la lluvia lo hacía ver más dramático. Las luces de la pista se reflejaban en el asfalto mojado como manchas de color naranja y gris. Yo, Alana Montemayor, caminaba por el túnel de abordaje del vuelo 909 con el peso de una semana agotadora en los hombros. A mis 32 años, había construido un imperio tecnológico, pero en ese momento solo sentía que mis pies me mataban.
Llevaba mi “uniforme” de viaje: una sudadera de cachemira gris que me regaló mi madre, unos leggings cómodos y mis tenis negros. No parecía la CEO de AuraTech, la empresa que acababa de revolucionar la logística global. Parecía una estudiante de posgrado regresando a casa. Al entrar al avión, el aire acondicionado y el olor a cuero nuevo de la Primera Clase me dieron la bienvenida. Busqué mi lugar: 1A. Era una suite privada, el refugio perfecto para las 11 horas de vuelo hacia Londres.
Pero cuando llegué, el espacio ya tenía dueño. Un hombre de unos 40 y tantos, con un peinado perfecto y un traje azul marino que probablemente costaba más que un coche compacto, estaba desparramado en el asiento. Tenía una tablet en una mano y una copa de champaña en la otra.
—Disculpe, señor —dije amablemente—. Creo que hubo una confusión. Este es el asiento 1A.
El hombre no se dignó a levantar la vista. Siguió haciendo scroll en sus gráficas financieras.
—Señor, le estoy hablando —repetí, subiendo un tono.
Él cerró los ojos, soltó un suspiro de “no puede ser” y me miró. Sus ojos recorrieron mi sudadera y mis tenis con un asco mal disimulado.
—Mira, niñita —dijo con un acento fresa muy marcado—, el pasillo para turista está allá atrás. Estás estorbando y tengo cosas importantes que revisar. Muévete.
Sentí el primer chispazo de indignación. —Sé dónde está turista. Pero este es mi asiento. Aquí dice 1A —le mostré mi teléfono.
Gerardo Valenzuela, porque así se llamaba ese tipo, soltó una carcajada seca. —Seguro es un error del sistema o un “upgrade” que te dieron por lástima. Yo soy socio Platinum. Este asiento es mío porque yo lo digo. Ahora, busca a una azafata y pídele que te acomode en medio de dos gordos allá atrás.
Capítulo 2: El Sesgo de la Autoridad
No tardó en aparecer Brenda, la jefa de cabina. Era una mujer que llevaba el uniforme como si fuera una armadura de superioridad. Al ver la escena, su juicio fue instantáneo. Miró a Gerardo, el hombre exitoso de traje, y luego me miró a mí, la mujer joven en ropa deportiva.
—¿Algún problema, señor Valenzuela? —preguntó ella con una sonrisa servil. —Esta señorita insiste en que mi asiento es suyo. Por favor, llévala a su sección antes de que pierda la paciencia —respondió él, dándole un sorbo a su champaña.
Brenda se giró hacia mí. Su amabilidad desapareció. —Señorita, tiene que circular. Estamos por cerrar la puerta. —Tengo el pase de abordar para este asiento —le dije, manteniendo la calma—. Por favor, verifíquelo.
Ella tomó mi teléfono de mala gana, revisó el código y frunció el ceño. —Debe ser un error de duplicidad. El sistema a veces falla. El señor Valenzuela es un pasajero frecuente de muy alto nivel. No podemos incomodarlo. Le ofrezco un asiento en Business, es muy cómodo. —Yo pagué 15,000 dólares por este espacio —sentencié—. No voy a moverme a Business porque ustedes decidan que su “estatus” vale más que mi boleto.
—Mire —dijo Brenda acercándose demasiado—, o se va a la fila 14 o llamo a seguridad para que la bajen del avión. Usted está perturbando la paz de la Primera Clase. No tiene el perfil de este lugar, sea honesta.
En ese momento, algo dentro de mí se volvió de hielo. Miré a Gerardo, que me sonreía con una suficiencia asquerosa, y luego a Brenda. —Tienen una oportunidad para arreglar esto —dije en voz baja—. Si no lo hacen, este avión no despega.
Gerardo soltó otra risa. —¡Uy, qué miedo! ¿Y qué vas a hacer? ¿Poner una queja en Facebook?
No respondí. Me di la vuelta, caminé hacia el área de la cocina del avión y saqué mi teléfono satelital negro. Marqué un número de acceso directo que solo cinco personas en el mundo tenían.
—David —dije cuando contestaron al primer tono—, estoy en el vuelo 909 de Aerolíneas del Sol. Hay una falla crítica en el protocolo de manifiesto y en el trato al cliente. Quiero que inicies un diagnóstico de compatibilidad nivel cinco ahora mismo. —Señora Montemayor… eso reiniciará los servidores de toda la flota en la zona —respondió mi jefe de operaciones. —Hazlo. Código de autorización: Montemayor Omega 7.
Colgué. Diez segundos después, el avión se sumergió en la oscuridad absoluta.
PARTE 2: EL COLAPSO DE UN IMPERIO Y EL ASCENSO DE UNA REINA
Capítulo 3: El Silencio que Grita
El silencio en un avión es algo antinatural. Los aviones están diseñados para ser una sinfonía de ruidos blancos: el zumbido de los motores, el flujo del aire, el tintineo de los carritos de servicio. Pero en el vuelo 909, el silencio era absoluto, una presencia física que pesaba sobre los hombros de los 300 pasajeros. La oscuridad solo era interrumpida por las luces de emergencia, esas tiras de color ámbar en el suelo que parecen guiarte hacia un destino incierto.
Gerardo Valenzuela estaba petrificado. Su mano, que aún sostenía la copa de cristal, temblaba ligeramente, haciendo que el líquido dorado chocara contra los bordes. Su mirada saltaba de la pantalla negra frente a él hacia las ventanillas, donde la lluvia de la Ciudad de México golpeaba el cristal como si quisiera entrar. Para un hombre que basaba toda su existencia en el control y la jerarquía, este vacío técnico era su peor pesadilla.
—¿Qué hiciste? —susurró Gerardo, su voz perdiendo la arrogancia y ganando un tono de pánico infantil—. ¡Brenda! ¡Dile que prenda las luces! ¡Tengo claustrofobia!
Brenda, la jefa de cabina, no respondió. Estaba apoyada contra el mueble de la cocina, con la cara pálida. Sus dedos intentaban marcar una y otra vez en el intercomunicador de la tripulación, pero el auricular solo emitía un estático sordo. Ella sabía, por sus años de entrenamiento, que un apagón total de este tipo era estadísticamente imposible a menos que alguien hubiera activado un protocolo de seguridad de alto nivel.
Yo me quedé ahí, de pie en el pasillo, sintiendo la vibración del avión que moría lentamente. No era una sensación de triunfo barato; era la calma de quien sabe que la verdad es un arma de precisión. En mi mente, podía ver las líneas de código de mi software Aura-Nav ejecutando el cierre de seguridad. Estaba protegiendo al avión de una “falla en la integridad del sistema”, y en mi filosofía de vida, no hay falla más grande que un ser humano que cree que puede pisotear a otro por su apariencia.
Desde la parte trasera, el murmullo de los pasajeros de turista empezó a subir de volumen. La gente en México no se queda callada ante la incertidumbre. Escuché gritos de “¿Qué pasó?”, “¡Mis hijos tienen miedo!”, “¿Es un ataque?”. El calor empezó a acumularse rápidamente. Sin los sistemas de ventilación, el aire se volvió denso, cargado de la humedad de la tormenta exterior y del sudor del miedo.
—Capitán, tenemos un problema serio —escuché a Brenda susurrar cuando la puerta de la cabina se abrió.
El Capitán Ramírez salió con una linterna táctica en la mano. Su rostro era el de un hombre que ha enfrentado tormentas eléctricas sobre el Atlántico, pero lo que veía en sus pantallas no tenía sentido. No era un fallo mecánico. Era como si el avión hubiera decidido, por cuenta propia, que ya no quería volar.
—Perdimos el enlace de datos con la torre —dijo Ramírez, barriendo la cabina con su linterna—. El FMS (Sistema de Gestión de Vuelo) nos bloqueó. Dice “Acceso Denegado por el Desarrollador”. Jamás en treinta años he visto algo así.
Su luz se detuvo en mí. Yo no estaba asustada. No estaba gritando. Solo sostenía mi teléfono satelital con el logo de AuraTech brillando débilmente.
—Capitán —dije, y mi voz sonó con una autoridad que hizo que los pasajeros de las primeras filas se callaran de golpe—, el avión no tiene ningún problema mecánico. Pero su sistema operativo ha detectado una violación grave de los protocolos de ética y seguridad del contrato de licencia que su aerolínea tiene conmigo.
—¿Usted quién es? —preguntó Ramírez, acercándose, la luz de su linterna iluminando mi sudadera gris y mis tenis.
—Soy la persona que diseñó el cerebro de esta máquina —respondí—. Y mientras este señor siga sentado en el lugar que yo pagué, y mientras su tripulación crea que el estatus social está por encima del contrato de transporte, este avión no es más que un pedazo de metal muy caro estacionado en el asfalto.
Gerardo saltó de su asiento, el valor regresando a él al ver al capitán. —¡Arréstela, Capitán! ¡Ella hackeó el avión! ¡Es una terrorista! ¡Mírela, ni siquiera debería estar en esta sección!
Ramírez miró a Gerardo, luego a Brenda, y finalmente me miró a los ojos. Como piloto, él sabía que el software que manejaba era propiedad de una empresa mexicana global. Había escuchado el nombre en las conferencias de aviación. Alana Montemayor. La “Reina de los Datos”.
—¿Usted es… Montemayor? —preguntó con un hilo de voz.
—La misma —respondí—. Y mi software acaba de declarar este entorno como “Hostil”. Usted decida cómo quiere proceder, Capitán. Pero le advierto: el tiempo corre, y cada minuto que este avión esté apagado, su aerolínea pierde medio millón de dólares en multas de slots y logística.
Capítulo 4: El Desfile de la Realidad
Afuera, la actividad se volvió frenética. Luces azules y rojas de los vehículos de emergencia del aeropuerto empezaron a rodear el avión. La torre de control estaba en pánico; un Boeing 777 se había “desvanecido” de sus sistemas digitales aunque lo tenían frente a sus ojos.
De repente, un golpe seco se escuchó en la puerta principal. El puente de abordaje se había reenganchado manualmente. La puerta se abrió y entró un hombre que parecía haber corrido un maratón. Era el Director Regional de Aerolíneas del Sol, un hombre llamado Ernesto Cuevas, seguido por tres técnicos de sistemas que traían laptops y cables.
Ernesto ni siquiera miró al capitán. Sus ojos buscaron desesperadamente por la cabina hasta que me encontró. Se detuvo en seco, se limpió el sudor de la frente con un pañuelo y se inclinó casi en una reverencia.
—Ingeniera Montemayor, por favor… —jadeó—. Acabo de recibir la llamada de su oficina en Nueva York. Me dicen que el protocolo Omega está activo. Tenemos diez aviones en pista que no pueden cargar combustible porque el sistema central de AuraTech les ha revocado las credenciales. ¡Es un caos total!
Gerardo, que seguía de pie junto al asiento 1A, soltó una carcajada nerviosa. —Ernesto, qué bueno que llegas. Esta mujer loca dice ser la dueña de no sé qué. Dile que se largue para que podamos irnos. Yo tengo que cerrar el trato de Omni Logistics mañana a primera hora. ¡Usa tus palancas!
Ernesto se giró hacia Gerardo. Su mirada no era de amistad, era de puro odio. —¿Tus palancas, Gerardo? ¿Sabes quién es ella? Es la mujer que firma el contrato que permite que esta aerolínea exista. Si ella decide cancelar nuestra licencia hoy, mañana estamos en quiebra. ¡En quiebra!
El silencio volvió a caer, pero esta vez fue Gerardo quien se hundió en su asiento. El color de su cara pasó de un rojo colérico a un gris cenizo. Miró mi sudadera, mis tenis, y luego vio el respeto casi religioso con el que el Director de la aerolínea me trataba. El mundo que él conocía, donde el traje dictaba el poder, se estaba desmoronando bajo sus pies.
—No sabía… —susurró Gerardo—. Parecía una… una pasajera cualquiera.
—Ese es el error más grande que comete la gente como tú, Gerardo —le dije, caminando hacia él—. Crees que el valor de una persona está en lo que presume. Yo construí mi empresa desde un garaje en Monterrey mientras gente como tú se dedicaba a heredar fortunas y a humillar a los que consideraban inferiores. Hoy, mi “look de turista” acaba de costarte más de lo que imaginas.
Me giré hacia Ernesto. —Ernesto, el señor Valenzuela cree que el asiento 1A le pertenece por derecho divino, a pesar de que yo tengo el recibo de pago y el pase de abordar. Y su jefa de cabina, Brenda, decidió que amenazarme con seguridad era mejor opción que cumplir con su trabajo.
Ernesto miró a Brenda. La mujer estaba temblando tanto que tuvo que sostenerse de un asiento. —¿Hiciste qué? —rugió Ernesto—. ¡Brenda, estás suspendida de inmediato! ¡Capitán, traiga al personal de seguridad de la terminal! ¡Quiero a este hombre fuera de mi avión ahora!
—¡No pueden hacerme esto! —gritó Gerardo mientras dos oficiales de la Guardia Nacional entraban por el pasillo—. ¡Soy socio Platinum! ¡Pago miles de pesos al año!
—Gerardo —dijo Ernesto con una calma gélida—, ya no eres socio de nada. Tu cuenta ha sido cancelada. Tu equipaje será bajado a la pista. Y si la ingeniera Montemayor decide proceder legalmente, este será el menor de tus problemas.
Los oficiales tomaron a Gerardo por los brazos. Fue una escena digna de una película. El hombre que se creía el dueño del cielo fue arrastrado por el pasillo de Primera Clase, tropezando con sus propios zapatos caros. Al pasar por la sección de turista, donde la gente ya estaba grabando con sus celulares, los gritos de “¡Justicia!”, “¡Prepotente!” y “¡Lárgate, mirrey!” llenaron la cabina.
Alguien le gritó: “¡Ahí te vas en el camión, hermano!”, y las risas estallaron. Gerardo Valenzuela, el tiburón de las finanzas, salió del avión cubriéndose la cara con su maletín de piel, mientras su reputación se evaporaba en tiempo real en las redes sociales bajo el hashtag #LadyAsiento y #LordPrepotente.
Capítulo 5: El Peso de la Conciencia
Con Gerardo fuera, la energía en el avión cambió, pero la tensión seguía ahí. Las luces volvieron a encenderse cuando di la orden por el teléfono satelital, pero el ambiente no era de celebración. Brenda seguía en un rincón, con lágrimas rodando por sus mejillas, viendo cómo su carrera de quince años se desvanecía en un segundo de prejuicio.
Me acerqué a ella. Brenda se encogió, esperando un insulto o un despido fulminante.
—Brenda —le dije. Ella levantó la vista, sus ojos rojos por el llanto. —Lo siento tanto, señora… yo no… de verdad, el sistema a veces falla y él gritaba tanto…
—El sistema no falló, Brenda. Tu humanidad falló —le dije con firmeza—. Viste a una mujer joven, mexicana, vestida de forma sencilla, y asumiste que no tenía derecho a estar en el espacio de los “privilegiados”. Le diste la razón al bully porque se parecía a lo que tú crees que es el éxito.
—Lo sé —susurró ella—. Me equivoqué.
—Ernesto quiere despedirte —continué—. Y tiene razones legales para hacerlo. Pero yo creo en las segundas oportunidades, siempre y cuando vengan con una lección real. No voy a pedir que te quiten el trabajo.
Brenda me miró con una chispa de esperanza, pero yo no había terminado.
—Pero no vas a trabajar en Primera Clase durante los próximos seis meses. Vas a ser asignada a las rutas de bajo costo, en los vuelos de madrugada, atendiendo la última fila. Quiero que sirvas café, que limpies derrames y que mires a los ojos a cada pasajero que viene cansado de trabajar doce horas. Quiero que aprendas que el respeto no se gana con una tarjeta de crédito, sino con la forma en que tratas a quien no puede darte nada a cambio.
Brenda asintió vigorosamente. —Lo haré. Se lo juro. Gracias por… por no destruirme.
—Tú te destruiste sola ese día, Brenda. Yo solo te estoy dando las herramientas para que te reconstruyas —concluí.
Me giré hacia el resto de la cabina. El Capitán Ramírez me miraba con una mezcla de respeto y temor. —¿Estamos listos para volar, Capitán?
—En cuanto usted diga, Ingeniera. El plan de vuelo está cargado y el cielo se está despejando.
—Bien. Pero antes… —busqué con la mirada entre los pasajeros que seguían observando—. Maya, ven aquí.
La joven que había estado sentada en la fila 4 de Business, observando todo con ojos como platos, se acercó tímidamente. Se llamaba Maya, era una estudiante de ingeniería que había ganado una beca para un congreso en Londres. Estaba viajando en Business porque sus padres habían ahorrado durante años para darle ese regalo de graduación.
—Maya —le dije, poniéndole una mano en el hombro—, el asiento 1A está vacío. Y como yo voy a estar en la cabina de mando supervisando el reinicio del sistema, quiero que tú lo uses. Es el mejor asiento del avión. Tiene una cama completa, un monitor gigante y, lo más importante, tiene la energía de alguien que sabe que pertenece ahí.
—No puedo aceptarlo, ingeniera… es demasiado —dijo Maya, casi sin aliento.
—Claro que puedes. De hecho, es una orden de la dueña del software —le guiñé un ojo—. Disfruta el viaje. Aprende cómo se siente estar en la cima, para que cuando llegues ahí por tus propios méritos, nunca olvides cómo tratar a los demás.
Maya se sentó en el asiento 1A, el mismo donde Gerardo había derramado su veneno minutos antes. Ver su sonrisa tímida mientras se acomodaba fue más satisfactorio que cualquier cifra en mi cuenta bancaria.
Capítulo 6: Vuelo sobre el Atlántico
Subí a la cabina de mando. Me senté en el jumpseat, justo detrás del Capitán y el Copiloto. Saqué mi laptop y la conecté al puerto de diagnóstico del avión. Mientras rodábamos hacia la pista de despegue, mis dedos volaban sobre el teclado, monitoreando el flujo de datos.
—V1… Rotación… V2 —cantó el copiloto.
Sentí la presión en el pecho mientras el coloso de metal se elevaba sobre las luces de la Ciudad de México. Atravesamos las nubes y, de repente, el caos del aeropuerto quedó atrás. Estábamos en la paz del cielo nocturno, rodeados de estrellas y el resplandor de los instrumentos de navegación.
—Ingeniera —dijo el Capitán Ramírez después de que alcanzamos la altitud de crucero—, tengo que preguntarle… ¿de verdad iba a dejar que el avión se quedara en tierra?
Sonreí, mirando las gráficas de eficiencia de combustible en mi pantalla. —Capitán, el software de AuraTech tiene salvaguardas. Nunca hubiera puesto en peligro la vida de nadie. Pero el sistema de “congelamiento comercial” es real. Si una empresa viola los términos de trato ético que incluimos en la letra pequeña de los contratos, tenemos el derecho de suspender el soporte técnico en tiempo real. Fue una lección cara para la aerolínea, pero necesaria.
—Nunca he visto a alguien enfrentarse a un tipo como Valenzuela así —comentó el copiloto—. Ese tipo tiene muchas influencias en el gobierno y en la banca.
—Tenía —corregí—. En la era de la información, el prestigio es una moneda de cristal. Él acaba de estrellarse contra la realidad.
Durante las siguientes ocho horas, no dormí. Me dediqué a optimizar los algoritmos de vuelo mientras cruzábamos el océano. El Capitán y yo hablamos sobre el futuro de la aviación, sobre cómo México podría liderar la tecnología aeroespacial si dejáramos de lado los prejuicios y la corrupción. Fue una de las conversaciones más honestas que he tenido en años.
Mientras tanto, en la cabina principal, ocurrió algo hermoso. Los pasajeros, inspirados por lo que habían presenciado, empezaron a hablar entre ellos. Las barreras entre Primera Clase y Turista se relajaron. Maya compartía sus chocolates premium con los niños de la fila de atrás. El ambiente se sentía como una comunidad, no como un sistema de castas.
Pero yo sabía que la batalla no había terminado. Gerardo Valenzuela no era un hombre que se rindiera fácilmente. Y aunque él estaba en tierra, su empresa, Vance Capital, seguía siendo una amenaza para la estabilidad de muchas familias mexicanas y británicas.
Capítulo 7: La Tormenta en Londres
Aterrizamos en Heathrow a las 10 de la mañana, hora local. El cielo de Londres estaba gris, pero el aire era fresco y vigorizante. Bajé del avión antes que nadie, escoltada por el personal de tierra de la aerolínea. Pero no me dirigí al hotel.
—A la City, por favor —le dije al chofer que me esperaba—. Edificio Omni Logistics.
Mientras el auto se deslizaba por las calles de Londres, revisé las noticias en mi tablet. El video de Gerardo siendo bajado del avión era la noticia número uno en México y estaba empezando a volverse viral en Europa. Los memes ya circulaban: Gerardo como un niño berrinchudo, Gerardo siendo arrastrado, Gerardo con el título de “El Millonario de Turista”.
Pero lo más importante: las acciones de Vance Capital estaban cayendo en picada. Los inversionistas no quieren estar cerca de alguien que genera tal nivel de odio público.
Llegué al imponente edificio de cristal de Omni Logistics. Esta era la empresa que Gerardo quería comprar para desmantelarla y venderla por partes, dejando a tres mil personas sin empleo solo para meterse unos cuantos millones más al bolsillo.
Entré en la sala de juntas del piso 40. Los directivos británicos estaban ahí, con caras de preocupación. El asiento principal, reservado para el representante de Vance Capital, estaba vacío.
—Buenos días, señores —dije en un inglés impecable, quitándome la sudadera gris para revelar un blazer blanco de corte perfecto que traía en mi maletín—. Lamento la demora de su socio potencial, pero el señor Valenzuela tuvo un problema de “transporte” en México. No podrá asistir a esta reunión ni a ninguna otra en los próximos años.
Arthur Pendleton, el CEO de Omni, me miró con asombro. —¿Usted es Alana Montemayor? Pensábamos que su empresa solo era proveedora de sistemas.
—Hoy soy mucho más que eso, Arthur. Estoy aquí para hacerles una contraoferta. AuraTech quiere adquirir Omni Logistics, pero no para destruirla. Queremos integrar su red con nuestra inteligencia artificial para crear el sistema de transporte más eficiente y humano del planeta. Mantendremos todos los empleos y aumentaremos los salarios en un 15% mediante bonos de productividad tecnológica.
—¿Y qué pasa con el contrato que ya teníamos casi firmado con Vance Capital? —preguntó un directivo.
—Ese contrato se basaba en la solvencia moral y financiera de Gerardo Valenzuela —dije, proyectando el video viral en la pantalla gigante de la sala de juntas—. Como pueden ver, el señor Valenzuela carece de ambas. Sus inversionistas están retirando los fondos mientras hablamos. Vance Capital ya no existe. Solo queda el humo.
En ese momento, la puerta de la sala se abrió de golpe. Gerardo Valenzuela entró como un torbellino. Estaba desaliñado, con la corbata chueca y los ojos inyectados en sangre. Había logrado llegar en un vuelo charter de emergencia que le costó una fortuna, volando desde un aeropuerto secundario.
—¡No firmen nada! —gritó, señalándome con un dedo temblorino—. ¡Esta mujer es una criminal! ¡Me robó mi asiento! ¡Me humilló! ¡Arthur, tenemos un trato!
Arthur Pendleton se levantó lentamente. Miró a Gerardo con una mezcla de lástima y repugnancia. —Gerardo, te vimos en las noticias. Mi esposa me envió el video hace una hora. En Omni Logistics tenemos una política estricta de valores corporativos. No hacemos negocios con personas que tratan a los seres humanos como equipaje de segunda clase.
—¡Fue un malentendido! —chilló Gerardo—. ¡Yo soy el que tiene el dinero! ¡Ella es solo una… una programadora con suerte!
—Esa “programadora” —dije, levantándome y caminando hacia él— acaba de comprar tu deuda, Gerardo. AuraTech ahora es la dueña mayoritaria de las acciones que respaldaban tu fondo de inversión. Lo que significa que, técnicamente, ahora trabajas para mí. O mejor dicho, no trabajas para nadie, porque acabas de ser despedido por falta de ética profesional.
Gerardo se tambaleó. Se sostuvo de la mesa de caoba, la misma mesa donde pensaba firmar su mayor triunfo. —No puedes hacerme esto…
—Ya lo hice —respondí—. Me mandaste a buscar mi asiento al fondo del avión, Gerardo. Y tenías razón. Desde atrás se ve mucho mejor cómo se cae el mundo de los que se creen intocables. Seguridad, escolten al señor Valenzuela a la salida. Y asegúrense de que use las escaleras. No quiero que contamine el elevador.
Capítulo 8: El Eco de la Justicia
Un año después.
El Auditorio Nacional de la Ciudad de México estaba a reventar. Era la noche de la entrega de los premios “Mexicanos que Inspiran”. Yo estaba tras bambalinas, escuchando el rugido de la gente. No llevaba un vestido de gala de miles de dólares; llevaba un traje sastre sencillo y elegante, orgullosamente hecho por artesanas de Oaxaca.
—Y el premio a la Excelencia Tecnológica y Humana es para… ¡Alana Montemayor! —anunció el presentador.
Caminé hacia el escenario. La ovación fue ensordecedora. Pero lo que más me emocionó fue ver en la primera fila a un grupo de jóvenes. Entre ellas estaba Maya, que ahora era la jefa de desarrollo de una nueva división en AuraTech. A su lado estaba Brenda, quien después de seis meses en las rutas de bajo costo, se había convertido en la jefa de capacitación en sensibilidad y ética para toda la aerolínea.
—Gracias —dije al micrófono, sintiendo un nudo en la garganta—. Hace un año, alguien me dijo que yo no pertenecía a un lugar. Que mi aspecto y mi origen dictaban mi valor. Ese día aprendí que los asientos se pueden comprar, pero el respeto se construye.
Hice una pausa, recordando la última vez que supe de Gerardo.
—A veces, el universo tiene una forma muy curiosa de ponernos en nuestro lugar. No busquen el éxito para pisotear a otros; búsquenlo para que nadie más tenga que ser enviado “al fondo” por el prejuicio de alguien con un traje caro.
Mientras tanto, en una oficina pequeña y polvorienta de una colonia popular, un hombre limpiaba los vidrios. Tenía el cabello gris y las manos ásperas. Nadie lo reconocía ya. Gerardo Valenzuela trabajaba ahora en una empresa de limpieza, ganando lo justo para sobrevivir en un pequeño departamento.
Escuchó el ruido de un avión sobrevolando la ciudad. Levantó la vista y vio la estela blanca en el cielo azul. Por un momento, recordó el sabor de la champaña y la suavidad del cuero del asiento 1A. Pero luego recordó el rostro de la mujer de la sudadera gris y el silencio absoluto que siguió a sus palabras.
Bajó la cabeza y siguió tallando el vidrio. El mundo seguía girando, y por primera vez en su vida, Gerardo Valenzuela estaba exactamente donde pertenecía: en la realidad de la gente común, esa que él tanto despreció y que ahora era su único refugio.
Justicia, como dicen en mi tierra, tarde pero segura. Y vuela muy, muy alto.
(Fin de la historia)
LAS SOMBRAS DEL CÓDIGO: EL REGRESO A LA CALLE
CAPÍTULO 9: EL FANTASMA EN LA RED
La victoria en Londres había sido dulce, pero en el mundo de la tecnología, la dulzura tiene una fecha de caducidad muy corta. Seis meses después de que AuraTech absorbiera a Omni Logistics, el imperio de Alana Montemayor se enfrentaba a algo que ningún algoritmo podía predecir: el resentimiento puro y duro.
Eran las tres de la mañana en las oficinas centrales de AuraTech, ubicadas en un rascacielos inteligente de Paseo de la Reforma. Alana no estaba en su cama de seda; estaba frente a una pared de monitores de 80 pulgadas, con una taza de café de olla que ya se había enfriado.
—¿Otra vez, David? —preguntó Alana, sin quitar la vista de las líneas de código que desfilaban en verde fosforescente.
—Otra vez, jefa —respondió David desde su terminal—. No es un ataque de fuerza bruta. No es un virus común. Es como si alguien tuviera una llave maestra. Están entrando a los protocolos de combustible de los aviones de carga en el norte del país. No roban dinero, solo… desvían los datos.
Alana sintió un escalofrío. Ese software era su “bebé”. Ella misma había escrito los núcleos de encriptación usando una lógica basada en fractales matemáticos complejos. El atacante no estaba tratando de destruir el sistema; estaba jugando con él. Estaba humillándola.
“En el código, como en la vida, no hay coincidencias. Solo hay consecuencias que aún no entendemos.” — Alana Montemayor.
De repente, una ventana de chat se abrió en el monitor principal. No tenía dirección IP, no tenía rastro. Solo un mensaje en letras rojas que parpadeaban:
“¿Te acuerdas del fondo del avión, Alana? El fondo tiene ojos. Y ahora, el fondo va por tu corona.”
CAPÍTULO 10: EL RASTRO DE LA VENGANZA
Alana sabía que no era Gerardo Valenzuela. Gerardo era un tipo de traje y champaña, no sabía distinguir entre un servidor y un microondas. Pero Gerardo tenía dinero escondido, y el dinero podía comprar talento oscuro.
—Rastréalo, David —ordenó Alana. —Es imposible, jefa. Está usando una red de nodos rebotados en Tepito y el Eje Central. Es una técnica de “guerrilla digital”.
Alana se levantó y se puso su sudadera gris, la misma que llevaba el día del vuelo 909. —Si ellos hacen guerrilla, nosotros vamos a la selva. David, quédate aquí. Voy a ir a buscar a alguien que conoce esos nodos mejor que nadie.
Alana bajó al estacionamiento, pero no tomó su camioneta blindada. Sacó un viejo sedán compacto que mantenía para estas ocasiones. Se puso una gorra, se quitó el reloj de lujo y se internó en las calles de la Ciudad de México, donde el brillo de Reforma se convierte en el caos de los puestos de tacos y el olor a gasolina.
Su destino: una pequeña bodega de reparaciones electrónicas en la colonia Guerrero. Ahí vivía “El Chino”, un ex-hacker que Alana había ayudado años atrás cuando él estaba en la mira de la policía federal por una travesura en el sistema del SAT.
CAPÍTULO 11: LA CONEXIÓN GERARDO
El local del Chino estaba lleno de pantallas rotas y cables que parecían tripas de metal. Alana entró sin tocar. El Chino, un hombre flaco con ojeras permanentes, ni siquiera levantó la vista de su soldadura.
—Sabía que vendrías, Alana. Lo que anda volando en la red tiene tu firma, pero huele a drenaje —dijo el Chino con su característico acento chilango.
—Necesito saber quién está operando desde aquí, Chino. Me están hackeando el protocolo de combustible. —No es uno de los nuestros, jefa. Es un “mercenario”. Lo apodan El Alacrán. Y adivina quién lo estuvo visitando en su madriguera hace un mes. Un tipo que olía a perfume caro pero traía los zapatos llenos de lodo.
Alana apretó los puños. —Gerardo.
—El mismo. El mirrey no se quedó de brazos cruzados. Se gastó sus últimos ahorros en las Islas Caimán para contratar a este tipo. Quieren causar una catástrofe logística. Si los aviones de carga se quedan sin combustible en el aire, AuraTech se acaba. Y tú vas a la cárcel.
Alana miró un mapa digital en la mesa del Chino. —¿Dónde está el Alacrán? —En un sótano debajo de una plaza de tecnología en el Eje Central. Pero no puedes ir sola. Ese lugar está blindado.
CAPÍTULO 12: EL PLAN DE INFILTRACIÓN
Alana no llamó a la policía. Sabía que si los oficiales llegaban, el hacker simplemente borraría todo y ella nunca podría probar la conexión con Gerardo. Tenía que atraparlo con las manos en el teclado.
Usando su conocimiento de los sistemas de la ciudad, Alana creó una “trampa de datos”. Si el hacker intentaba entrar de nuevo, ella le enviaría un archivo que funcionaría como un faro, revelando su ubicación exacta y abriendo su cámara web.
—Vamos a jugar, Alacrán —susurró Alana.
Pasaron las horas en el local del Chino. De pronto, la alerta sonó. —¡Ya mordió! —gritó el Chino—. Está tratando de descargar el protocolo de los 777.
Alana activó el contraataque. En su pantalla apareció la imagen de un sótano oscuro, iluminado solo por el resplandor de seis monitores. En medio, un hombre joven, de unos 25 años, con el cabello teñido de azul, tecleaba frenéticamente. Y sentado en una silla de plástico detrás de él, bebiendo una cerveza barata, estaba Gerardo Valenzuela.
Gerardo se veía acabado, pero sus ojos brillaban con una locura peligrosa. —Hazlo ya —decía Gerardo en el video—. Quiero ver caer esos aviones. Quiero que Alana Montemayor sea el nombre más odiado de México.
CAPÍTULO 13: EL ENFRENTAMIENTO EN EL EJE CENTRAL
Alana llegó a la Plaza de la Tecnología a las cinco de la mañana. El lugar estaba cerrado, pero el Chino conocía una entrada por el área de carga. Alana bajó por las escaleras de servicio, sintiendo el frío de las paredes de concreto.
Llegó a una puerta de acero reforzado. Sacó un dispositivo que ella misma había diseñado: un bypass magnético. Click.
La puerta se abrió. Gerardo y el Alacrán saltaron de sus asientos. —Se acabó la fiesta, Gerardo —dijo Alana, entrando con la calma de quien es dueña de la situación.
Gerardo soltó una carcajada histérica. —¡Mírenla! La gran CEO en un sótano de mala muerte. Alacrán, dale a ‘Enter’. Borra su empresa.
El hacker dudó. Miró a Alana y luego a Gerardo. —Señor… ella está aquí. Si le doy a ‘Enter’, la policía nos rastreará en un segundo. Ella ya tiene el faro activo.
Alana se acercó al hacker. —¿Cuánto te pagó este hombre? ¿Unos cuantos miles de pesos? Yo te ofrezco algo mejor. Te ofrezco no pasar los próximos 20 años en una celda de alta seguridad. Y te ofrezco un trabajo de verdad, donde tu talento sirva para proteger a la gente, no para matarla.
Gerardo se lanzó hacia el teclado, pero Alana fue más rápida. Le propinó un golpe certero en el hombro que lo hizo retroceder. —¡Es mi venganza! —gritaba Gerardo, tirado en el suelo—. ¡Tú me quitaste todo!
—Tú te quitaste todo el día que creíste que podías humillar a una persona por su apariencia —le respondió Alana—. Yo solo te mostré el espejo.
CAPÍTULO 14: LA CAÍDA DEFINITIVA
El Alacrán se apartó del teclado. —Lo siento, jefe —le dijo a Gerardo—. Ella tiene razón. Sus protocolos son hermosos. No quiero destruirlos, quiero entenderlos.
Alana tomó el control de la terminal. Con unos cuantos comandos, revirtió el daño y bloqueó todas las cuentas restantes de Gerardo Valenzuela. Pero hizo algo más. Accedió a los archivos personales del Alacrán y encontró las pruebas de los pagos que Gerardo le había hecho con dinero desviado de impuestos.
—Esto es lo que la fiscalía necesita —dijo Alana, guardando los datos en una memoria USB—. Gerardo, ya no solo estás vetado de las aerolíneas. Ahora estás vetado de la libertad.
La policía llegó diez minutos después. El Chino les había dado el pitazo. Gerardo fue sacado del sótano esposado, gritando incoherencias sobre cómo él seguía siendo “alguien”. Alana lo vio irse desde la acera, mientras el sol empezaba a salir sobre el Eje Central.
CAPÍTULO 15: UNA NUEVA OPORTUNIDAD
Alana regresó a sus oficinas en Reforma, pero esta vez no iba sola. El Alacrán, cuyo nombre real era Julián, iba con ella, escoltado por seguridad.
—¿De verdad me vas a dar trabajo? —preguntó Julián, incrédulo. —Vas a estar a prueba —dijo Alana—. Vas a trabajar en el equipo de “Red Teaming”. Tu misión será intentar hackearme todos los días. Si lo logras, te doy un aumento. Si yo te detengo, aprendes.
David la esperaba con una sonrisa. —Todo en orden, jefa. El sistema está limpio. ¿Qué hacemos con Gerardo?
Alana miró por la ventana hacia el horizonte. —Gerardo ya no es nuestro problema. Su propia bilis se encargará de él. Ahora, tenemos que enfocarnos en lo que sigue. David, quiero que lancemos el programa “Código Abierto para la Calle”. Vamos a buscar a todos los “Julianes” que están en esos sótanos y les vamos a dar una salida. No quiero más genios desperdiciados en venganzas de hombres pequeños.
CAPÍTULO 16: EL LEGADO DE LA SUDADERA GRIS
Esa tarde, Alana decidió caminar por el Zócalo. Llevaba su sudadera gris puesta. Se sentó en una banca a comerse un elote, observando a la gente pasar. Nadie la reconocía como la mujer que controlaba los cielos del mundo. Para los transeúntes, ella era solo una mexicana más disfrutando de su tarde.
Y eso era exactamente lo que ella quería.
De pronto, un niño se le acercó. Estaba vendiendo dulces. Alana le compró un paquete de chicles y le dio un billete de 500 pesos. —Quédate con el cambio, campeón —le dijo—. Pero prométeme una cosa. —¿Qué, jefa? —preguntó el niño, con los ojos bien abiertos. —Nunca dejes que nadie te diga que no puedes estar en el lugar que tú quieras. Y si te lo dicen… aprende a programar.
El niño se fue corriendo, riendo. Alana se terminó su elote y se levantó. El mundo seguía girando, los aviones seguían volando gracias a su código, y la justicia, aunque a veces se vestía de sudadera y tenis, siempre encontraba su camino de regreso a casa.
FIN DEL RELATO ADICIONAL
