
PARTE 1
Capítulo 1: El Grito de la Inocencia en la Sala 4
El aire dentro de la sala del tribunal en la Ciudad de México olía a madera vieja, a sudor frío y a esa desesperanza que solo se respira en los reclusorios. Todo se detuvo en seco. Ni el zumbido del aire acondicionado se escuchaba. Cincuenta pares de ojos se clavaron en el pasillo central.
No era un abogado famoso. No era un político influyente. Era Rosita. Una niña de apenas once años, con el cabello castaño recogido en una coleta mal hecha y unos zapatos escolares negros que ya pedían cambio. Llevaba un vestido rojo sencillo, heredado seguramente de alguna prima, que le colgaba un poco de los hombros, acentuando lo delgada que estaba.
Sus pasos resonaban en la duela: clac, clac, clac. En sus manos, que temblaban como hojas al viento, apretaba un folder color manila, desgastado por las esquinas, abrazándolo contra su pecho como si fuera lo único que la mantenía con vida.
El Juez Hernán, un hombre mayor con el pelo canoso y esa mirada de aburrimiento de quien ha mandado a cientos de personas a la cárcel sin pensarlo dos veces, bajó la vista desde su estrado de caoba. Ajustó sus lentes y frunció el ceño, incrédulo.
—Niña, ¿qué estás haciendo ahí? —su voz retumbó como un trueno—. Siéntate inmediatamente. Esto es un tribunal penal, no el patio de tu escuela.
—Su Señoría —interrumpió la niña. Su voz se quebró al principio, como un cristal rompiéndose, pero luego tomó fuerza—. Me llamo Rosa Pérez. Y ese hombre de allá…
Rosita levantó un dedo pequeño y señaló hacia la mesa de los acusados. Allí estaba Daniel, su padre. Un hombre que alguna vez tuvo brillo en los ojos, pero que ahora, enfundado en un traje gris barato y arrugado, parecía un fantasma. Tenía ojeras profundas y la piel pálida de quien no ha visto el sol en meses.
—…Ese hombre es mi papá, Daniel Pérez —continuó Rosita, tragando saliva—. Y yo voy a defenderlo hoy, porque nadie más tiene el valor de decir la verdad.
El tribunal estalló. Fue como si alguien hubiera pateado un avispero. Los murmullos se convirtieron en gritos ahogados. La gente en las bancas de atrás se puso de pie para ver mejor. “¿Qué dijo?”, “¿Está loca?”, susurraban las señoras.
—¡Orden! ¡Silencio! —El Juez Hernán golpeó su mazo con fuerza. ¡PUM! ¡PUM! El sonido seco calló a todos de golpe.
El Licenciado Montes, el fiscal, se levantó de su silla de piel. Llevaba un traje azul marino impecable, un reloj dorado que costaba más que la casa de Rosita y una sonrisa burlona que daba ganas de borrársela de un golpe.
—Su Señoría, esto es ridículo —dijo Montes, soltando una risita cínica—. Saquen a la niña. Esto es una falta de respeto al proceso judicial. Tengo pruebas contundentes.
—¡Yo tengo pruebas! —gritó Rosita, levantando su folder manila en el aire como si fuera una espada—. ¡Pruebas de que mi papá es inocente! ¡Pruebas que demuestran quién se robó realmente el millón de pesos!
El silencio regresó, pero esta vez era diferente. Era pesado. Denso. El Juez Hernán se quedó mirando fijamente a la niña. La sonrisa del fiscal Montes se desvaneció un poco.
Daniel, el padre de Rosita, rompió a llorar en silencio. Las lágrimas le corrían por las mejillas sin control.
—Rosita, mi amor… no tienes que hacer esto —susurró Daniel, con la voz rota por el dolor—. Por favor, siéntate.
Rosita se giró hacia él. Sus propios ojos se llenaron de lágrimas, pero no dejó que cayeran.
—Sí tengo que hacerlo, papá. Si los adultos no van a pelear por ti, si el abogado de oficio no hace nada… entonces lo haré yo.
El Juez Hernán se quitó los lentes lentamente y se frotó los ojos. Había visto de todo en treinta y dos años de carrera: asesinos mentirosos, abogados corruptos, víctimas llorando. Pero nunca, jamás, había visto algo así.
—Niña —dijo el juez, con un tono más pausado—, ¿entiendes lo que dices? A tu padre se le acusa de desfalco y fraude por más de un millón de pesos. Abogados muy “picudos” han revisado esto. La evidencia en su contra es abrumadora.
—La evidencia es falsa, señor Juez —respondió Rosita, clavando sus ojos en los del magistrado—. Y se lo puedo demostrar.
Un grito ahogado recorrió la sala. El Juez Hernán se inclinó hacia adelante, estudiando la determinación en el rostro de esa pequeña mexicana. Había algo en su mirada… algo que le recordó por qué había estudiado leyes hace tantos años.
Después de un momento que pareció eterno, el juez habló.
—Nunca he hecho esto en mi vida. Va contra todo protocolo… pero te voy a dejar hablar.
Señaló al abogado de oficio de Daniel, el Licenciado Ramírez, un hombre bajito y nervioso que parecía querer esconderse debajo de la mesa.
—Usted, Licenciado, ayudará a la niña a presentar su evidencia correctamente.
El fiscal Montes se puso rojo de furia.
—¡Su Señoría! ¡Objeto! Esto viola todos los procedimientos del código penal. ¡Es una niña!
—¡Objeción denegada! Siéntese, Licenciado Montes —la voz del juez fue cortante—. Esta es mi sala y yo decido qué escucho.
Rosita sintió que las piernas le temblaban, pero respiró hondo. Miró a su papá una última vez. Daniel, entre lágrimas, intentó sonreírle. Movió los labios sin emitir sonido: “Te amo”.
Rosita se limpió las lágrimas con el dorso de su mano y encaró al juez. Abrió su folder.
—Su Señoría —dijo—, necesito contarle quién es mi papá en realidad. Necesito contarle qué pasó de verdad y hablarle de la persona que destruyó nuestras vidas por avaricia.
La sala contuvo la respiración. Todos los ojos estaban puestos en la pequeña niña valiente. La batalla de David contra Goliat estaba a punto de comenzar en plena Ciudad de México.
Capítulo 2: La Promesa de una Vida Mejor
Para entender por qué una niña de once años estaba parada frente a un juez desafiando al sistema, tenemos que regresar siete meses atrás.
Rosita y Daniel vivían en un departamento pequeño en la colonia Doctores, una zona trabajadora de la ciudad. No era la zona más segura, ni la más bonita, pero era su hogar. El departamento tenía dos recámaras diminutas, una cocina donde apenas cabían dos personas y una sala con muebles viejos que Daniel había comprado en abonos.
La pintura de las paredes se estaba descarapelando y el sofá tenía una mancha de mole que nunca salió, pero allí eran felices.
Daniel era contador en una empresa mediana del centro. Era un “Godínez” de los buenos. De esos que llegan quince minutos antes, que nunca se roban ni un clip y que siempre tienen su camisa planchada, aunque el cuello ya esté gastado.
Todas las mañanas, Daniel se levantaba a las 5:00 AM para preparar el desayuno: huevos con jamón y un licuado de plátano para Rosita. Le preparaba su “lonche” para la escuela y siempre, sin falta, le daba un beso en la frente antes de salir.
—Pórtate bien en la escuela, mi vida —le decía con esa sonrisa cálida que le arrugaba las esquinas de los ojos—. Estudia mucho para que seas alguien grande.
—Sí, papá. Te quiero —respondía Rosita, abrazándolo fuerte antes de correr al transporte escolar.
La mamá de Rosita había fallecido cuando ella tenía apenas cinco años. Un conductor ebrio se pasó un alto. Desde entonces, eran solo ellos dos contra el mundo. Daniel mantenía viva su memoria con una foto en la sala: una mujer hermosa de cabello oscuro sonriendo en Xochimilco. A veces, Rosita cachaba a su papá mirando esa foto con una tristeza infinita, pero en cuanto él notaba que ella lo veía, cambiaba la cara y sonreía.
—Tu mamá estaría muy orgullosa de la señorita en la que te estás convirtiendo, Rosita.
El dinero siempre era un problema. El sueldo de Daniel alcanzaba para la renta, la luz, el gas y la comida, pero no sobraba nada. Rosita usaba los uniformes que le regalaban las vecinas cuando sus hijas crecían. No iban a restaurantes de lujo ni de vacaciones a la playa como sus compañeros de clase.
Pero a Rosita no le importaba. Los sábados iban a la biblioteca pública a leer cuentos. Los domingos caminaban por la Alameda y compraban un elote o un helado barato. Esos momentos valían más que todo el oro del mundo.
—No tenemos mucho dinero, hija —le decía Daniel mientras cenaban pan dulce con leche—, pero nos tenemos el uno al otro. Y somos gente honrada. Eso nadie nos lo puede quitar.
La vida era sencilla. Era difícil, sí, pero era pacífica. Hasta que un día, todo cambió.
Daniel llegó del trabajo una tarde con una energía diferente. Sus ojos brillaban. Traía una caja de pastel de la pastelería “La Esperanza”.
—¡Rosita! ¡Adivina qué! —dijo, cargándola y dándole vueltas en el aire.
—¿Qué pasó, papá? ¿Te ganaste la lotería? —rió ella.
Daniel la bajó y se arrodilló para quedar a su altura, tomándole las manos.
—Casi, mi amor. ¿Recuerdas al señor Don Ricardo Piedra? ¿El socio mayoritario de la empresa?
Rosita asintió.
—Pues se fijó en mi trabajo. Dijo que soy el contador más honesto y capaz que ha conocido. ¡Quiere que seamos socios! —Daniel estaba radiante—. Va a abrir una nueva consultoría financiera y quiere que yo la maneje.
Rosita abrió los ojos como platos.
—¿De verdad?
—Sí. Él pone el capital, el dinero para empezar, y yo pongo el trabajo y la administración. Vamos a ser socios, Rosita. ¡Socios! Si esto funciona, nos va a ir muy bien. Podremos mudarnos a un departamento mejor, comprarte ropa nueva… podré empezar a ahorrar para tu universidad.
Daniel tenía lágrimas en los ojos. Después de años de contar monedas para el pasaje, por fin veía una luz al final del túnel.
—Estoy muy orgullosa de ti, papá —dijo Rosita, abrazándolo.
Durante las siguientes semanas, Daniel trabajó como nunca. Llegaba tarde, cargado de carpetas y libros de contabilidad. Se sentaba en la mesita de la cocina a revisar números hasta que le ardían los ojos.
—Don Ricardo confía en mí —le decía a Rosita—. Me está confiando un millón de pesos de inversión inicial. Tengo que hacer que cada centavo rinda. No puedo fallar.
Don Ricardo Piedra era un hombre imponente. Cincuentón, siempre bronceado, con trajes a la medida y un coche deportivo que rugía al arrancar. La primera vez que Rosita lo vio, fue cuando fue al departamento a firmar unos papeles.
—Así que esta es tu hija —dijo Don Ricardo, mirando el pequeño departamento con un gesto que parecía de asco, aunque intentaba disimularlo con una sonrisa—. Linda niña. Estudia mucho, pequeña, para que salgas de… esto.
A Rosita no le cayó bien. Su sonrisa no llegaba a sus ojos. Pero su papá confiaba en él ciegamente.
El negocio se llamó “Piedra y Pérez Consultores”. Don Ricardo depositó el millón de pesos en la cuenta empresarial. El trabajo de Daniel era administrarlo, pagar proveedores, impuestos y hacer crecer el negocio.
—Esta es nuestra oportunidad, Rosita —le dijo Daniel una noche, mirando la ciudad desde su pequeña ventana—. Por tu mamá, te voy a dar la vida que mereces.
Durante dos meses, todo fue perfecto. Empezaron a llegar clientes. Daniel era meticuloso, casi obsesivo con las cuentas. Anotaba cada peso, cada factura. Era honesto hasta la médula.
Pero entonces llegó ese lunes negro.
Daniel estaba en la oficina nueva cuando dos agentes de la policía judicial entraron sin tocar. Caminaron directo a su escritorio.
—¿Daniel Pérez? —preguntó uno de los agentes, un tipo con chamarra de cuero.
—Sí, soy yo —Daniel se levantó, confundido.
—Queda detenido por el delito de robo calificado y abuso de confianza.
Daniel sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
—¿Qué? Debe ser un error. Yo no he hecho nada.
—Tiene derecho a guardar silencio —dijo el agente mientras le ponía las esposas frías y duras en las muñecas.
—¡Por favor! ¡Revisen los registros! —suplicó Daniel mientras lo arrastraban fuera de la oficina frente a todos sus empleados—. ¡Soy inocente! ¡Llamen a mi socio, llamen a Don Ricardo!
Pero nadie escuchó.
Ese día, a Rosita la sacaron de clase de matemáticas. La directora, con cara de preocupación, le dijo que una trabajadora social del DIF estaba ahí para verla.
—Tu papá tuvo un problema legal, nena —le dijo la señora del DIF, intentando ser amable—. Se le acusa de robarse el dinero de su empresa.
—¡Mentira! —gritó Rosita—. ¡Mi papá no roba! ¡Mi papá es el hombre más honesto del mundo!
—Lo siento, cariño. Hasta que se aclare, te quedarás con tu tía Raquel.
Rosita sintió que el mundo se volvía gris. Esa noche, en la casa de su tía, no pudo dormir. Se imaginaba a su papá solo, en una celda fría, asustado.
Al día siguiente, cuando fue a visitarlo al reclusorio, casi no lo reconoció tras el cristal blindado. Llevaba un uniforme beige desgastado. Había envejecido diez años en una noche.
—Papá… —Rosita pegó la mano al cristal.
—Perdóname, hija. Perdóname por hacerte pasar por esto —lloraba Daniel—. Don Ricardo dice que falta el millón de pesos. Dice que yo lo saqué. Han presentado documentos con mi firma retirando el dinero. Pero te juro por la memoria de tu madre que yo no fui.
—Yo te creo, papá.
—Alguien falsificó mi firma, Rosita. Me pusieron una trampa. Y creo… creo que fue el mismo Don Ricardo.
—¿Pero por qué?
—No lo sé. Pero el abogado de oficio dice que no tengo oportunidad. Dice que las pruebas son claras. Quieren que me declare culpable para que me den menos años de cárcel.
Rosita sintió una rabia que le quemaba el pecho.
—No te vas a declarar culpable de algo que no hiciste.
—No tengo opción, hija. Soy pobre. Contra un hombre como Don Ricardo… no tengo oportunidad.
Cuando se acabó la visita y se llevaron a su papá, Rosita tomó una decisión. Se secó las lágrimas. Ya no era momento de llorar. Era momento de pensar. Recordó lo que su papá siempre le decía: “Cuando tengas un problema, usa la cabeza. Busca las pistas”.
Si su papá decía que la firma era falsa, ella lo probaría. Si decía que era una trampa, ella encontraría al cazador.
Rosita no sabía de leyes. No sabía de juicios. Pero sabía una cosa: su papá era inocente. Y ella iba a mover cielo, mar y tierra para demostrarlo. Aunque tuviera que enfrentarse al mismísimo diablo vestido de traje.
Parte 2
Capítulo 3: Las Pistas en la Caja de Zapatos
La semana siguiente fue una tortura. En la escuela, los niños pueden ser crueles, y en México, el chisme corre más rápido que la pólvora.
—Ahí va la hija del ratero —escuchó Rosita que susurraban unas niñas en el recreo mientras se comían sus tortas. —Dicen que se robó un millón de pesos y se lo gastó en apuestas —decía otro.
Rosita apretaba los puños dentro de las bolsas de su suéter escolar. Quería gritarles, quería pelear, pero recordaba la cara de su papá tras el cristal del reclusorio. “Pórtate bien, hija”. Así que se tragaba la rabia y se iba a la biblioteca.
Una tarde, Rosita escuchó a su tía Raquel hablando por teléfono en la cocina. La tía Raquel era buena gente, pero tenía tres hijos propios y el marido sin trabajo; tener una boca más que alimentar y el estrés de un hermano en la cárcel la estaba consumiendo.
—No sé qué hacer, mamá —decía Raquel llorando bajito al teléfono—. El abogado de oficio es un inútil. Dice que Daniel debería aceptar la culpa para que le den cinco años en lugar de quince. Dice que no hay dinero para peritos ni para investigaciones privadas.
El corazón de Rosita se detuvo. ¿Cinco años? ¿Quince años? Su papá no sobreviviría ni uno ahí dentro. Era un hombre bueno, suave.
Esa noche, Rosita miró el techo con humedad de la recámara de sus primos. No podía dejar que eso pasara. Recordó las palabras de su papá: “Busca las pistas”.
Al día siguiente, le rogó a su tía Raquel que la llevara al departamento de su papá.
—Solo quiero ir por unos libros y mi ropa, tía. Por favor. El dueño nos va a echar el mes que entra y se va a perder todo.
La tía Raquel accedió a regañadientes. El departamento olía a encierro y a tristeza. Se sentía frío, como si el alma de la casa se hubiera ido con Daniel.
Mientras la tía empacaba ropa en bolsas negras de basura en la sala, Rosita corrió a la recámara de su papá. No fue a buscar ropa. Fue directo al pequeño escritorio de madera aglomerada que su papá usaba como oficina.
Ahí estaban las torres de papeles. Recibos de luz, del agua, del predial. Daniel guardaba todo. “El orden es la base de la tranquilidad”, decía siempre.
Rosita empezó a buscar. Pasó una hora. Nada. Solo cuentas y más cuentas. Estaba a punto de rendirse cuando vio una caja de zapatos vieja debajo de la cama, marcada con plumón negro: “Piedra y Pérez – Documentos”.
El corazón le latía en la garganta. Abrió la caja.
Adentro había copias de contratos, estados de cuenta y correos impresos. Rosita no entendía términos como “activos fijos” o “balance general”, pero siguió buscando. Y entonces, lo vio.
Era una copia del documento que la fiscalía usaba como prueba principal: la autorización de retiro del millón de pesos. Al final de la hoja estaba la firma: Daniel Pérez.
Rosita la miró fijamente. Había visto a su papá firmar boletas de calificaciones, recados para la maestra y tarjetas de cumpleaños mil veces. Conocía el trazo de su mano mejor que el suyo propio.
—Esta no es su firma —susurró.
La “D” de Daniel estaba demasiado redonda. Su papá siempre hacía la “D” picuda, como un triángulo, rápido y nervioso. Y la “P” de Pérez… su papá siempre hacía una curva grande y elegante al final. En este papel, la “P” era corta, como si la mano que la escribió hubiera dudado.
Alguien había intentado copiarla, sí. Se parecía. Pero no era él.
Rosita sintió un escalofrío. Siguió escarbando en la caja. Encontró los estados de cuenta bancarios de la empresa. Buscó la fecha del robo: 15 de Marzo. Hora del retiro en ventanilla: 14:30 horas (2:30 PM).
15 de Marzo… 15 de Marzo…
Rosita sacó su agenda escolar de la mochila. Pasó las páginas frenéticamente hasta llegar a marzo. Ahí estaba, escrito con su letra de colores y calcomanías: “¡Junta de boletas con papá! 2:00 PM – 3:00 PM”.
¡El aire se le escapó de los pulmones!
Su papá estaba en la escuela primaria “Benito Juárez” recogiendo sus calificaciones a la misma hora que alguien estaba sacando el dinero del banco al otro lado de la ciudad. ¡Era físicamente imposible que fuera él!
Recordaba ese día perfectamente. La maestra Lupita había felicitado a Daniel porque Rosita era la mejor en matemáticas. Recordaba que su papá estaba tan feliz que, al salir, la llevó al OXXO de la esquina y le compró un chocolate y un café para él.
—¡El café! —gritó Rosita.
Se puso a revolver los papeles en el escritorio como loca. Buscaba los estados de cuenta de la tarjeta personal de su papá, no la de la empresa. Daniel pagaba todo con tarjeta porque le daba miedo cargar efectivo en la ciudad.
Ahí estaba. Estado de cuenta de Banamex. 15 de Marzo. OXXO Sucursal Doctores. 14:45 horas. Monto: $45.00 pesos.
¡Boom! A las 2:45 PM, quince minutos después del supuesto robo millonario en una sucursal de Polanco (a una hora de distancia con tráfico), su papá estaba comprando un chocolate en la Doctores.
Rosita temblaba, pero esta vez de emoción. Tenía la coartada. Tenía la prueba.
Pero había algo más en la caja. Un correo electrónico impreso. Su papá imprimía los correos importantes por si se caía el sistema. La fecha era del 20 de Febrero, tres semanas antes del robo.
Era de: Ricardo Piedra. Para: Daniel Pérez.
El asunto decía: URGENTE.
El texto le heló la sangre a Rosita: “Daniel, las cosas no van bien. Necesito liquidez. Mis otras inversiones fallaron y tengo gente peligrosa cobrándome. Necesito recuperar mi millón de pesos de la inversión inicial YA. Vamos a disolver la sociedad. Encuentra la forma de devolverme el capital o voy a tener problemas serios.”
Rosita leyó el papel una y otra vez. Don Ricardo quería su dinero de vuelta antes del robo. Estaba desesperado. Tenía deudas con “gente peligrosa”.
La mente de Rosita, afilada por la necesidad, conectó los puntos. Don Ricardo sacó su propio dinero, falsificó la firma de su papá para culparlo y así matar dos pájaros de un tiro: recuperaba su efectivo para pagar sus deudas y mandaba a Daniel a la cárcel para que no pudiera hablar.
—Rosita, ¡vámonos! —gritó la tía Raquel desde la sala—. ¡Ya se hizo tarde!
Rosita metió todos los papeles clave en su mochila escolar. Apretó el cierre con fuerza.
—Ya voy, tía —respondió.
Esa noche, Rosita no durmió. Pero no por miedo. No durmió porque estaba planeando cómo salvar a su papá. Tenía las piezas del rompecabezas. Ahora tenía que hacer que alguien la escuchara.
Capítulo 4: Contra la Burocracia y el Olvido
Rosita sabía que ser una niña en México significaba que los adultos rara vez te tomaban en serio. “Cállese y siéntese”, “Usted qué sabe”, “Deje hablar a los mayores”. Esas eran las frases de siempre.
Así que decidió prepararse.
En lugar de irse a casa después de la escuela, Rosita se iba a un cibercafé. Gastaba sus domingos en rentar una hora de computadora. Buscaba en Google: “Cómo funciona un juicio penal en México”, “Qué es una prueba pericial”, “Cómo presentar evidencia”.
Aprendió palabras nuevas: Imputado (el acusado), Fiscalía (los que acusan), Defensa (los que ayudan), Coartada (la prueba de que no estabas ahí). Llenó un cuaderno Scribe con notas, diagramas y flechas.
Dos semanas antes del juicio, Rosita convenció a su tía Raquel de ir a ver al Licenciado Ramírez, el abogado de oficio.
La oficina de la Defensoría Pública era un caos. Había pilas de expedientes amarrados con hilo cáñamo desde el suelo hasta el techo. El lugar olía a garnacha y a papel viejo. El Licenciado Ramírez, un hombre joven con ojeras profundas y una mancha de mostaza en la corbata, tecleaba furiosamente en una computadora vieja.
—Licenciado —dijo la tía Raquel tímidamente—, mi sobrina quiere mostrarle algo.
El abogado ni siquiera levantó la vista.
—Señora, estoy muy ocupado. Tengo veinte casos para esta semana. Ya le dije que la mejor opción para su hermano es el procedimiento abreviado. Que se declare culpable y buscamos la pena mínima.
—¡Pero él no es culpable! —interrumpió Rosita, poniendo su mochila sobre el escritorio lleno de papeles.
El abogado suspiró y se frotó la cara.
—Niña, el sistema no funciona con “sentimientos”. Funciona con pruebas. Y la Fiscalía tiene un documento firmado y testigos.
—Yo tengo pruebas mejores —dijo Rosita, sacando su folder manila.
Puso sobre la mesa el estado de cuenta con el voucher del OXXO y la copia de la boleta de calificaciones firmada ese mismo día.
—Mire la hora, Licenciado. 2:45 PM en la Doctores. El robo fue a las 2:30 PM en Polanco. A menos que mi papá tenga un helicóptero o superpoderes, no pudo haber sido él.
El Licenciado Ramírez detuvo sus dedos sobre el teclado. Miró el papel. Luego miró a Rosita. Luego volvió a mirar el papel. Se ajustó los lentes.
—Y mire esto —Rosita le puso enfrente el correo de Don Ricardo—. Aquí dice que él necesitaba el dinero de vuelta urgentemente. Tenía deudas. Él tenía un motivo para robarse su propio dinero y culpar a mi papá.
El abogado tomó los papeles. Por primera vez en meses, había una chispa de interés en sus ojos cansados.
—Esto… esto cambia la narrativa —murmuró—. La geolocalización de la compra… el móvil financiero…
—¿Puede usarlo? —preguntó Rosita con esperanza.
—Voy a intentarlo. Es buena chamba de investigación, niña. De verdad. Voy a pedir que citen a tu maestra como testigo y voy a pedir los videos de seguridad del OXXO.
Rosita salió de esa oficina sintiendo que flotaba. ¡Al fin! Alguien la escuchaba.
Pero la esperanza en el sistema judicial mexicano es una llama que se apaga fácil con el viento de la realidad.
Una semana después, el teléfono de la tía Raquel sonó. Rosita, que estaba haciendo la tarea en la mesa, vio cómo la cara de su tía se desmoronaba.
—Sí… entiendo… ajá… gracias por avisar, Licenciado.
Raquel colgó el teléfono y se sentó pesadamente en la silla.
—¿Qué pasó, tía? —preguntó Rosita, sintiendo un nudo en el estómago.
—Era el abogado.
—¿Qué dijo? ¿Ya le avisaron al juez?
—Rosita… —la tía Raquel le tomó las manos—. La escuela se negó a dejar que la maestra Lupita vaya a declarar. La directora dice que no quieren escándalos, que no quieren que la escuela se vincule con un caso de “robo millonario”. Dice que es mala imagen.
—¡Pero la maestra sabe la verdad!
—Y el OXXO… —continuó Raquel con voz temblorosa—, ya borraron los videos. Sus cámaras graban sobre lo mismo cada 72 horas. No hay video de tu papá comprando el café.
Rosita sintió que le caía un balde de agua helada.
—¿Y el correo? ¿El correo de Don Ricardo?
—La Fiscalía dice que no prueba nada. Dicen que es normal que un socio quiera disolver un negocio. Dicen que es “circunstancial”.
—Entonces… ¿qué va a pasar?
—El Licenciado Ramírez dice que sin los testigos y sin el video, esas hojas de papel no son suficientes para vencer a los abogados caros de Don Ricardo. Vuelve a decir que tu papá debe declararse culpable mañana.
Rosita se soltó de las manos de su tía. Se levantó de la mesa. La rabia había vuelto, pero ahora era diferente. Ya no era una rabia caliente y explosiva. Era una rabia fría, dura y sólida como el acero.
El sistema estaba diseñado para aplastar a gente como su papá. Gente pobre, gente sin contactos, gente que no puede comprar la justicia. La burocracia, el miedo al “qué dirán” de la escuela, la tecnología barata de las tiendas… todo conspiraba para hundir a un hombre inocente.
—No —dijo Rosita.
—Hija, no hay nada que podamos hacer…
—Sí hay —Rosita fue a su mochila y sacó el folder manila. Lo abrazó contra su pecho—. Si el abogado no puede, y la escuela no quiere, y el video no existe… entonces yo voy a ser la evidencia.
—¿De qué hablas?
—Mañana es el juicio. Tú me vas a llevar, tía.
—Rosita, no van a dejarte entrar a la sala. Eres menor de edad.
—Pues me voy a meter. No me importa. Mi papá me dijo que la verdad es lo único que importa. Y yo voy a decir la verdad, aunque tenga que gritársela al juez en la cara.
Esa noche, Rosita preparó su ropa: su vestido rojo favorito, aunque le quedaba grande, porque quería verse bonita para su papá. Boleó sus zapatos escolares hasta que brillaron. Peinó su cabello cien veces frente al espejo.
Repasó sus notas. Documento 1: Firma falsa. Documento 2: Coartada del OXXO. Documento 3: El motivo de Don Ricardo.
No iba a dormir. No podía. Mañana era el día. Mañana, Rosita Pérez, de 11 años, iba a la guerra. Y no llevaba armas, ni dinero, ni influencias. Solo llevaba un folder viejo y un corazón que no sabía rendirse.
Capítulo 5: David contra Goliat en el Estrado
El alguacil del juzgado, un hombre grandote con uniforme gris, se acercó a Rosita con una Biblia en la mano.
—Pon tu mano derecha aquí, niña —le dijo con voz grave pero amable—. ¿Juras decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
—Lo juro —respondió Rosita sin titubear. Su voz resonó en la sala silenciosa.
El Juez Hernán señaló la silla de los testigos. Era una silla de madera alta, diseñada para adultos. Cuando Rosita se sentó, sus pies quedaron colgando, sin tocar el suelo. El micrófono le quedaba a la altura de la frente, así que tuvo que estirarse para bajarlo. Ese simple gesto recordó a todos lo pequeña que era frente a la maquinaria monstruosa de la justicia.
—Adelante, Rosita —dijo el juez—. Enséñanos qué tienes en ese folder.
Rosita abrió el folder manila. Sus manos ya no temblaban tanto. La adrenalina había reemplazado al miedo. Sacó el primer documento: la autorización de retiro bancario.
—Su Señoría —comenzó, acercándose al micrófono—, la Fiscalía dice que mi papá fue al banco en Polanco el 15 de marzo a las 2:30 de la tarde y sacó un millón de pesos en efectivo. Dicen que esta es su firma.
Rosita levantó el papel para que todos lo vieran.
—Pero esta no es la firma de mi papá.
El fiscal Montes soltó una carcajada burlona desde su mesa.
—¡Por favor! —exclamó, poniéndose de pie—. ¿Ahora la niña es perito en grafología? Su Señoría, esto es una pérdida de tiempo. La firma fue validada por el banco.
—¡El banco se equivocó! —respondió Rosita con fuerza, girándose hacia el fiscal—. Mi papá me ha firmado cientos de recados, boletas y permisos para excursiones. Yo conozco su mano mejor que cualquier cajero de banco.
Rosita miró al juez.
—Mire la “D”, señor Juez. Mi papá siempre hace la “D” picuda, como un triángulo, porque siempre escribe rápido. Esta “D” es redonda, gorda. Y la “P” de Pérez… mi papá siempre hace una línea larga abajo. Aquí la línea es corta. Alguien intentó copiarla, sí, pero lo hizo con miedo, despacito. Mi papá no firma con miedo.
El Juez Hernán tomó el documento que le pasó el alguacil y sacó una lupa de su cajón. Comparó la firma del retiro con la firma de la identificación oficial de Daniel que tenía en el expediente. Hubo un silencio sepulcral. El juez frunció el ceño.
—Continúa —dijo el juez, sin apartar la vista de los papeles.
Rosita sacó el segundo papel: el estado de cuenta de la tarjeta de débito personal de Daniel.
—Lo más importante no es la firma, Su Señoría. Es el tiempo. El robo fue a las 2:30 PM en Polanco. A esa hora hay muchísimo tráfico. Para llegar de la colonia Doctores a Polanco se hace casi una hora.
Rosita hizo una pausa dramática, tal como lo había ensayado en su cabeza.
—Pero mi papá no estaba en Polanco. A las 2:45 PM, quince minutos después del supuesto robo, mi papá estaba comprando en un OXXO en la colonia Doctores, al lado de mi escuela.
—¿Tienes pruebas de eso? —preguntó el juez, ahora totalmente interesado.
—Aquí está el estado de cuenta del banco de mi papá —Rosita señaló una línea resaltada con marcatextos amarillo—. 15 de Marzo. 14:45 horas. OXXO Sucursal Dr. Vértiz. Compra por $45 pesos. Fueron un café y un chocolate para mí.
Un murmullo recorrió la sala. Los reporteros que estaban en la parte de atrás empezaron a escribir furiosamente en sus libretas.
—¡Imposible! —gritó el fiscal Montes, perdiendo la compostura—. ¡Ese comprobante pudo ser de cualquier día! ¡O pudo haberle dado la tarjeta a alguien más!
—¡Yo estaba con él! —replicó Rosita—. Estábamos celebrando mis calificaciones. Mi maestra quería venir a declarar, pero la directora de la escuela no la dejó porque tenía miedo de meterse en problemas. Pero yo estoy aquí. Y yo no tengo miedo. Mi papá no pudo estar robando un banco y comprándome un chocolate a diez kilómetros de distancia al mismo tiempo. Es físicamente imposible.
El abogado de oficio, el Licenciado Ramírez, que hasta ese momento parecía un mueble más, se levantó de un salto. Parecía que la valentía de la niña se le había contagiado.
—Su Señoría —dijo Ramírez con voz firme—, solicitamos que se integre esta documental privada como prueba superveniente. La geolocalización de la compra bancaria refuta la teoría del caso de la Fiscalía.
El fiscal Montes estaba rojo de ira. Se aflojó el nudo de la corbata. Las cosas se le estaban saliendo de las manos. Se suponía que este era un caso fácil: culpar al contador pobre, cerrar el expediente e irse a comer.
—¿Hay algo más, Rosita? —preguntó el Juez Hernán. Su tono ya no era de condescendencia, sino de respeto.
—Sí —dijo Rosita, sacando el último papel, el correo electrónico—. El motivo. Dicen que mi papá robó por necesidad. Pero aquí tengo un correo del señor Ricardo Piedra, el dueño de la empresa, enviado tres semanas antes del robo.
Rosita leyó en voz alta: —“Necesito recuperar mi millón de pesos de la inversión inicial YA. Tengo gente peligrosa cobrándome…”
La sala se quedó helada. Rosita levantó la vista.
—El señor Piedra tenía deudas. Él necesitaba ese dinero de vuelta. Si simplemente cerraba la empresa, solo recuperaba su dinero. Pero si culpaba a mi papá de robo… podía cobrar el seguro, recuperar su dinero y deshacerse de mi papá al mismo tiempo.
El Juez Hernán se recargó en su sillón de piel negra. Se quitó los lentes y se frotó el puente de la nariz. Miró hacia la zona del público, donde Don Ricardo Piedra estaba sentado en primera fila, con su traje italiano y su cara de “yo no fui”. Pero ahora, Don Ricardo estaba sudando. Se pasaba un pañuelo por la frente compulsivamente.
—Licenciado Montes —dijo el juez con voz de hielo—, ¿su oficina investigó las finanzas personales del denunciante antes de acusar al señor Pérez?
—Eh… nosotros… la presunción de veracidad de la víctima… —balbuceó el fiscal.
—Ya veo —cortó el juez—. Licenciado Montes, es su turno. Puede interrogar a la testigo. Pero le advierto… tenga mucho cuidado con lo que pregunta.
Capítulo 6: La Trampa del Fiscal
El fiscal Montes se acomodó el saco. Sabía que estaba perdiendo el control de la sala. Tenía que destruir la credibilidad de esa niña. Tenía que hacerla ver como una hija confundida que mentiría para salvar a su padre. Era una táctica cruel, pero era la única que le quedaba.
Caminó lentamente hacia el estrado, sonriendo con esa sonrisa de tiburón que usan los abogados caros.
—Rosita, qué historia tan conmovedora —dijo, apoyando las manos en la barandilla de madera—. De verdad. Se nota que quieres mucho a tu papá.
—Lo quiero porque es bueno —respondió Rosita, sin bajar la mirada.
—Claro, claro. Y porque lo quieres tanto, harías cualquier cosa por él, ¿verdad?
—Cualquier cosa legal, sí.
—¿Incluso mentirías un poquito para que no vaya a la cárcel? —soltó el fiscal, bajando la voz para sonar cómplice—. Digo, es normal. Cualquier hijo mentiría para que su papá regrese a casa.
—Yo no miento —dijo Rosita secamente—. Mi papá me enseñó que la mentira es de cobardes.
—Pero Rosita —insistió Montes, subiendo el tono—, tú no eres experta en firmas. Tú no tienes el video del OXXO. Tú solo tienes unos papeles viejos y tu palabra. ¿No es posible que tu papá te diera su tarjeta para que fueras a comprar el chocolate tú sola mientras él… hacía otras cosas?
—¡No! —gritó Daniel desde la mesa de los acusados.
—¡Silencio el acusado! —ordenó el juez.
Rosita sintió que las lágrimas querían salir. El fiscal estaba tratando de enredarla.
—No, señor fiscal —respondió ella, respirando hondo—. Yo no fui sola. A esa hora salen los de secundaria y a mi papá no le gusta que ande sola en la calle cuando hay tantos muchachos grandes. Él estaba conmigo. Me tomó de la mano.
—¿Estás segura? Han pasado meses. La memoria falla. A lo mejor te confundes de día. A lo mejor ese café fue el 14 de marzo, o el 16…
—Fue el 15 —interrumpió Rosita—. Lo sé porque ese día me entregaron mi boleta con puros dieces. Y mi papá me dijo: “Este chocolate te sabe a gloria porque te lo ganaste”. Nunca se me va a olvidar.
El fiscal Montes se veía frustrado. La niña no caía en sus trampas. Decidió cambiar de estrategia y atacar la evidencia del correo.
—Sobre ese supuesto correo electrónico… cualquiera puede escribir algo en una computadora e imprimirlo. ¿Cómo sabemos que es real? ¿Cómo sabemos que no lo escribiste tú en el cibercafé para culpar al pobre Don Ricardo?
Un “¡uuuh!” de desaprobación se escuchó en la sala. Atacar a la niña de esa forma era bajo, incluso para él.
—Porque tiene la fecha del servidor, los metadatos y la dirección IP —respondió Rosita. Había estudiado bien en el internet—. Y si no me cree, pídale a la policía cibernética que revise la computadora de Don Ricardo. Estoy segura de que ahí encontrarán el enviado. A menos que… —Rosita hizo una pausa y miró directamente a Don Ricardo—… a menos que lo haya borrado porque tiene miedo.
Don Ricardo, sentado en el público, se puso pálido como un papel. Hizo un movimiento brusco, como si quisiera levantarse e irse, pero un policía judicial se paró cerca de la puerta, bloqueando la salida.
El fiscal Montes se quedó mudo. Una niña de primaria le acababa de dar una lección sobre evidencia digital.
—No tengo más preguntas, Su Señoría —dijo el fiscal, regresando a su asiento derrotado.
El Juez Hernán miró a Rosita con una mezcla de admiración y ternura.
—Puedes bajar del estrado, Rosita. Has sido muy valiente.
Rosita bajó de la silla alta con cuidado. Sus piernas volvieron a tocar el suelo firme. Caminó hacia donde estaba su tía Raquel, quien la recibió con un abrazo que casi le saca el aire. Ambas lloraban. Daniel, desde su mesa, miraba a su hija como si fuera un ángel bajado del cielo.
El Juez Hernán golpeó su mazo suavemente.
—Este tribunal ha escuchado suficiente evidencia para tener dudas razonables sobre la culpabilidad del acusado. Pero más allá de eso… —el juez clavó su mirada en Don Ricardo—. Este tribunal ha escuchado evidencia que implica la comisión de un delito por parte de otra persona presente en esta sala.
El ambiente se tensó al máximo. Podías escuchar el zumbido de una mosca.
—Alguacil —ordenó el juez—, no permita que el señor Ricardo Piedra abandone el recinto.
Don Ricardo saltó de su asiento.
—¡Esto es un atropello! —gritó con voz aguda, perdiendo toda su elegancia—. ¡Yo soy la víctima aquí! ¡Esa niña miente! ¡Es una mocosa insolente!
—Señor Piedra —dijo el juez con calma letal—, voy a llamarlo al estrado. Ahora mismo. Y le recuerdo que el perjurio, mentir bajo juramento, se castiga con cárcel. Y créame, si descubro que usted armó todo esto para cobrar un seguro y culpar a un empleado honesto… me voy a encargar personalmente de que le caiga todo el peso de la ley.
Don Ricardo miró a su alrededor. Vio las caras de la gente: ya no lo veían con respeto, lo veían con sospecha. Vio al fiscal Montes, que ahora desviaba la mirada, fingiendo revisar sus papeles para no ser asociado con él. Y vio a Daniel, el hombre al que había intentado destruir, que ahora lo miraba con la frente en alto.
Don Ricardo caminó hacia el estrado arrastrando los pies. Ya no parecía el empresario exitoso. Parecía una rata acorralada.
Rosita apretó la mano de su tía. El momento de la verdad había llegado. El castillo de naipes estaba a punto de derrumbarse.
Capítulo 7: La Caída del “Mirrey”
Don Ricardo Piedra se sentó en el estrado. Ya no se veía tan grande ni tan poderoso. Bajo la luz blanca y fría de la sala de juicios orales, se le veían las gotas de sudor bajando por la sien, arruinando su peinado perfecto.
El abogado de oficio, el Licenciado Ramírez, se puso de pie. Tal vez fue la valentía de Rosita lo que lo inspiró, o tal vez fue la vergüenza de haber sido superado por una niña de once años, pero por primera vez en todo el juicio, Ramírez se veía como un abogado de verdad. Caminó hacia el estrado con el folder de Rosita en la mano.
—Señor Piedra —dijo Ramírez con voz firme—, usted declaró bajo juramento que mi cliente, Daniel Pérez, robó ese dinero. Pero la evidencia física dice lo contrario.
—La evidencia puede manipularse —respondió Don Ricardo, intentando recuperar su tono arrogante—. Yo soy un empresario respetable. Daniel es… bueno, un simple empleado. Un “gato”.
Un murmullo de indignación recorrió la sala. Llamar “gato” a un trabajador honesto frente a un juez no fue su mejor movida.
—Hablemos del correo electrónico —continuó Ramírez, ignorando el insulto—. Usted escribió el 20 de febrero que tenía “gente peligrosa” cobrándole. ¿A quién se refería, Señor Piedra? ¿A bancos? ¿O a prestamistas ilegales?
Don Ricardo tragó saliva. Su nuez de Adán subió y bajó nerviosamente.
—Eso… eso es irrelevante. Eran asuntos personales.
—Se vuelve relevante cuando un millón de pesos desaparecen justo a tiempo para pagar esas deudas, ¿no cree? —presionó Ramírez—. ¿Cuánto debía usted, Señor Piedra? ¿Era acaso… un millón de pesos?
—¡No voy a contestar eso! —gritó Don Ricardo, mirando al fiscal Montes en busca de ayuda, pero el fiscal estaba muy ocupado mirando sus propios zapatos.
El Juez Hernán se inclinó hacia adelante. Su figura imponía un respeto absoluto.
—Señor Piedra, le recuerdo que está bajo juramento. Si se descubre que usted tenía un motivo económico para simular este robo, no solo enfrentará cargos por fraude procesal, sino por falsedad de declaraciones. Y créame, en el Reclusorio Norte no hay suites de lujo.
La mención del Reclusorio Norte hizo que Don Ricardo temblara visiblemente.
—Señor Juez, yo… yo solo quería recuperar mi inversión —balbuceó, su fachada de hombre rico desmoronándose pedazo a pedazo—. Daniel no entendía de negocios grandes. Él era muy lento, muy cauteloso. Yo necesitaba liquidez rápida.
—¿Y por eso falsificó su firma? —lanzó Ramírez la estocada final.
La sala quedó en silencio absoluto. Cinco segundos. Diez segundos. Don Ricardo miraba a todos lados, buscando una salida, pero solo veía puertas cerradas y policías judiciales.
—¡Yo no quería hacerle daño! —estalló finalmente Don Ricardo, con la voz quebrada y chillona—. ¡Solo necesitaba el dinero! ¡Me iban a matar! ¡Esa gente no juega! Pensé que el seguro cubriría el robo y que a Daniel solo le darían unos meses de cárcel o libertad condicional por ser primodelincuente. ¡No pensé que fuera para tanto!
El caos estalló en la sala. Daniel se cubrió la cara con las manos y sollozó. Rosita sintió que el corazón le iba a explotar del pecho.
—¡Silencio! —ordenó el juez, golpeando el mazo con furia—. ¿Está usted admitiendo que sustrajo el dinero de su propia empresa y culpó falsamente al señor Pérez?
Don Ricardo bajó la cabeza, derrotado. Ya no era el empresario intocable. Era solo un hombre asustado y corrupto.
—Sí —susurró—. Fui yo. Yo saqué el dinero. Yo falsifiqué la firma.
El Juez Hernán lo miró con un desprecio que helaba la sangre.
—Increíble —dijo el juez—. Usted estuvo dispuesto a destruir la vida de un padre honesto y dejar huérfana a una niña, solo para salvar su propio pellejo.
El juez se volvió hacia el alguacil.
—Oficial, detenga a este hombre inmediatamente. Queda bajo arresto por fraude, robo, falsedad de declaraciones y lo que resulte. Y lléveselo ahora mismo, que me da asco verlo en mi sala.
Dos policías se acercaron a Don Ricardo. Le pusieron las esposas metálicas. Clac-clac. El sonido más hermoso que Rosita había escuchado en su vida. Mientras se lo llevaban, Don Ricardo pasó junto a Rosita. Ella no bajó la mirada. Él sí. No pudo sostenerle la vista a la niña que, con un vestido viejo y un folder de cartón, lo había vencido.
Capítulo 8: Los Tacos de la Victoria
—Póngase de pie el acusado, Daniel Pérez —dijo el Juez Hernán.
Daniel se levantó, temblando. El Licenciado Ramírez le puso una mano en el hombro, sonriendo.
—En vista de la confesión del verdadero culpable y de la evidencia irrefutable presentada por la defensa… —el juez hizo una pausa y miró a Rosita con una sonrisa cálida—… y por su brillante asistente legal, dicto sentencia absolutoria.
—Señor Pérez, usted es inocente. Queda en libertad inmediata.
El golpe del mazo sonó como un cañón de fiesta. ¡PUM!
—¡Papá! —gritó Rosita, saltando la pequeña barandilla que separaba al público.
Ya nadie la detuvo. Los policías sonreían. El fiscal Montes ya se había ido por la puerta de atrás.
Daniel cayó de rodillas y abrió los brazos. Rosita chocó contra él y se fundieron en un abrazo que olía a lágrimas, a encierro, pero sobre todo, a libertad.
—Lo lograste, mi amor. Lo lograste —lloraba Daniel en el cuello de su hija—. Me salvaste la vida.
—Te dije que lo haría, papá. Te dije que lucharía por ti.
La tía Raquel se unió al abrazo, llorando a moco tendido. Incluso el Licenciado Ramírez se limpió una lágrima discreta.
Antes de salir, el Juez Hernán bajó de su estrado. Se acercó a donde estaban. Se veía mucho más alto de cerca, pero sus ojos eran amables.
—Rosita —dijo el juez.
Rosita se separó de su papá y miró hacia arriba.
—Mande, señor Juez.
—En mis treinta años de carrera, he visto a los mejores abogados de México en esta sala. He visto a tipos con maestrías en el extranjero y trajes de cien mil pesos. Pero ninguno, escúchame bien, ninguno tiene el corazón y la inteligencia que tú mostraste hoy.
El juez le tendió la mano. Rosita se la estrechó.
—No sé qué quieras ser de grande, Rosita. Pero si decides ser abogada, este país tendría esperanza. Necesitamos más gente como tú. Gente que no se deje, gente que pelee por la verdad.
—Gracias, Su Señoría —dijo Rosita, sonrojada.
—Vayan a casa —dijo el juez—. La justicia ya se hizo.
Al salir del tribunal, el sol de la tarde en la Ciudad de México les pegó en la cara. Se sentía diferente. Se sentía más brillante.
No había limusinas esperándolos. No había fiesta. Solo tomaron un taxi libre (un “vocho” rosa con blanco en aquellos tiempos, o un Tsuru ahora) y se fueron a la Doctores.
—Tengo hambre, papá —dijo Rosita cuando el taxi avanzaba por el Eje Central.
Daniel se rió. Una risa auténtica, libre.
—Yo también, hija. Me muero de hambre. La comida del reclusorio sabe a cartón.
Se bajaron en un puesto de tacos de suadero que estaba cerca de su casa. El taquero, Don Beto, que conocía a Daniel de años y había escuchado los chismes, se quedó con el cuchillo en el aire.
—¡Daniel! —gritó Don Beto—. ¡Milagro! Pensé que… bueno, decían que…
—Decían mentiras, Don Beto —dijo Daniel, abrazando a Rosita por los hombros—. Aquí mi abogada aclaró todo.
—Pues entonces, ¡esta orden va por la casa! —gritó el taquero—. ¡Cinco de suadero y dos Boings de mango para celebrar!
Se sentaron en los banquitos de plástico en la banqueta. El ruido de la ciudad, los cláxons, la música de cumbia de un microbús, el olor a carne asada y cilantro… todo les parecía glorioso.
Mientras comían, Rosita miró a su papá. Se veía delgado y cansado, pero sus ojos volvían a tener brillo. Ya no había miedo.
—Papá —dijo Rosita con la boca llena de taco.
—Dime, princesa.
—¿Crees que Don Ricardo aprenda su lección?
Daniel suspiró y le puso salsa verde a su taco.
—No lo sé, hija. A veces la gente con dinero cree que puede comprarlo todo. Pero hoy aprendió que no puede comprar la dignidad de una familia unida.
Daniel tomó la mano de Rosita.
—Me devolviste la vida, Rosita. Cuando estaba ahí dentro, pensé en rendirme. Pensé en firmar lo que querían para que esto acabara. Pero luego pensaba en ti. Pensaba: “¿Qué pensaría mi hija si su papá se rinde?”. Y eso me daba fuerzas.
—Nunca nos vamos a rendir, papá. Somos los Pérez. Somos un equipo.
Esa noche, de regreso en su pequeño departamento, todo parecía igual y a la vez diferente. El sofá seguía teniendo la mancha de mole. La pintura seguía descarapelada. Pero el aire se sentía limpio.
Daniel arropó a Rosita en su cama.
—Descansa, mi pequeña abogada —le susurró, dándole un beso en la frente—. Mañana hay escuela.
—Papá…
—¿Sí?
—¿Me puedes dejar la luz del pasillo prendida? Solo por hoy.
—Claro que sí, mi amor. Y la puerta abierta. No me voy a ir a ningún lado. Estoy aquí.
Rosita cerró los ojos. Por primera vez en meses, durmió de un tirón. Sin pesadillas. Sin miedo. Sabía que el mundo allá afuera podía ser injusto, corrupto y difícil. Pero también sabía que, a veces, solo a veces, los buenos ganan. Y sabía que, no importaba qué tan gigante fuera el enemigo, ella tenía el superpoder más grande de todos: la verdad.
Y así, en un rincón de la Ciudad de México, una niña y su papá durmieron tranquilos, sabiendo que la pesadilla había terminado.
FIN