
CAPÍTULO 1: EL DESPERTAR DEL FANTASMA
El aire en la Catedral Metropolitana estaba cargado con el aroma de miles de rosas blancas y el olor inconfundible del “dinero viejo”. Nataniel De la Vega, el hombre que había construido un imperio basado en el carisma y una ambición despiadada, estaba de pie en el altar, con la mirada fija en su nueva novia.
Pero justo cuando el sacerdote pronunció las palabras eternas: “Hable ahora o calle para siempre”, las colosales puertas de madera de la entrada crujieron al abrirse. Todas las cabezas se giraron. No era un invitado que llegaba tarde. Era una visión en carmesí. Una mujer, con el rostro convertido en una máscara de furia serena, recortada contra la luz del sol del mediodía.
Llevaba un vestido rojo del color del vino derramado y la venganza, una rebelión absoluta en un mar de tonos pasteles y vestidos de diseñador sobrios. Mientras comenzaba su caminata lenta y deliberada por el pasillo central, el hombre en el altar se puso blanco como un muerto. Él conocía a esa mujer. Ella era el pasado que había enterrado, el secreto que pensó haber borrado con dinero y mentiras. Ella era su esposa.
CAPÍTULO 2: EL ANDAMIO DEL RASCACIELOS
Adriana De la Vega siempre había sido una mujer de tonos apagados. Su guardarropa consistía en beige, gris suave y azules gentiles; colores que le permitían fundirse con el fondo, ser el cimiento invisible sobre el cual su esposo construyó su ascenso meteórico. Durante 12 años, ella fue su colaboradora silenciosa, su editora nocturna, su estratega sin sueldo.
Gestionó su hogar con el mismo cuidado meticuloso con el que manejaba la agenda de Nataniel, sus obligaciones sociales y su frágil ego. Ella era el andamio y él era el rascacielos. Todo el mundo en la Ciudad de México admiraba el edificio, pero nadie miraba nunca la estructura que lo sostenía. Su vida cambió radicalmente hace 5 años, cuando la empresa de Nataniel, Innovate Dynamics, obtuvo una patente revolucionaria para un algoritmo de logística.
Un algoritmo que Adriana había conceptualizado en una servilleta de papel durante una noche de insomnio en un restaurante de la Condesa; una chispa de genio que ella le regaló libremente. De la noche a mañana, pasaron de estar cómodos a ser astronómicamente ricos. Pero el dinero trajo un abismo. Nataniel empezó a pasar más tiempo en juntas de consejo. Sus trajes hechos a medida olían a un perfume que no era el de ella. Sus llamadas se volvieron cortas, su toque mecánico.
Le dijo que “necesitaba espacio”. Rentó un departamento en Santa Fe para estar “más cerca de la oficina”. “Es solo por unos meses, mi amor”, le había dicho con esa voz suave que convencía a los tiburones de la bolsa. “Es por nosotros, por nuestro futuro”. Los meses se convirtieron en un año. Adriana vivía en una jaula de oro llena de recuerdos que ya no sentía suyos. Era la señora De la Vega, un nombre con inmenso valor social, pero se sentía invisible. La cuenta bancaria siempre estaba llena, una disculpa silenciosa y transaccional por su ausencia.
PARTE 2: EL DÍA QUE EL CIELO SE TIÑÓ DE ROJO
CAPÍTULO 3: EL LABORATORIO DE LA VENGANZA
El bunker de Damián Pedroza en Santa Fe era un espacio frío, rodeado de ventanales que daban a una ciudad que nunca duerme. Adriana se sentía pequeña entre las pantallas gigantes y los servidores que zumbaban con información. Jessica Sloan, la abogada que nunca parpadeaba, lanzó una carpeta sobre la mesa de cristal.
—Esto es peor de lo que pensábamos, Adriana —dijo Jessica, ajustándose sus lentes—. Tu esposo no solo te engañó. Ha estado orquestando un vaciamiento sistemático de Innovate Dynamics. Ha desviado millones de pesos a cuentas en paraísos fiscales. Básicamente, estaba preparando el terreno para que, cuando la fusión con los Landeta ocurriera, él fuera el único dueño de la liquidez, dejándote a ti con una empresa llena de deudas.
Adriana sintió un escalofrío. —Él siempre decía que lo hacía por nosotros. Que cada viaje a Panamá era por negocios de logística.
Ben, el joven experto en ciberseguridad, intervino: —Esos “negocios” eran transferencias espejo. Usaba tu nombre y una firma digital falsificada para autorizar movimientos. Pero aquí está lo interesante: encontramos el rastro del notario en Las Vegas que “certificó” su divorcio. Es un tipo que ya tiene cargos por fraude. El documento que Nataniel le mostró a los Landeta es una falsificación de grado profesional, pero carece de validez en el Registro Civil de México.
Adriana se levantó y caminó hacia la ventana. Abajo, el tráfico de la Ciudad de México fluía como un río de metal. —Él cree que soy débil. Cree que porque pasé diez años cuidando su casa y editando sus códigos en la madrugada, no tengo el valor de enfrentarlo.
Damián Pedroza, quien observaba desde su sillón de cuero, habló con esa voz que parecía salir de una caverna: —El valor no es la ausencia de miedo, Adriana. Es actuar a pesar de él. Nataniel te robó tu juventud y tu genio. Ese algoritmo que él vende como suyo es el motor de su riqueza. Mañana, en la Catedral, no solo vas a detener una boda. Vas a reclamar tu corona.
Durante los días siguientes, Adriana se sometió a una transformación radical. No era solo el aspecto físico, aunque Damián contrató a los mejores estilistas para pulir su imagen. Fue una preparación mental. Jessica la entrenó en el lenguaje de los tribunales y Ben en los tecnicismos de su propia creación. Adriana aprendió que Nataniel había cometido errores por exceso de confianza. Él pensaba que ella era un fantasma, y los fantasmas no presentan demandas.
CAPÍTULO 4: EL RITUAL DEL CARMESÍ
La noche antes de la boda, Adriana no pudo dormir. Se sentó en el suelo de su habitación en las Lomas, rodeada de cajas con recuerdos. Encontró una foto de su boda, doce años atrás. Había sido una ceremonia sencilla en Coyoacán. Ella llevaba un vestido blanco barato y una sonrisa que iluminaba todo el barrio. Nataniel se veía flaco, ambicioso, prometiéndole que “llegarían a la cima juntos”.
—Me mentiste desde el primer día —susurró Adriana a la foto, antes de romperla en pedazos.
A las seis de la mañana, llegó el equipo de Damián. El ritual comenzó. Adriana fue maquillada con tonos que resaltaban su mirada felina y determinada. Sus labios fueron pintados de un rojo profundo, el color de la sangre y del poder. Pero el protagonista era el vestido.
Colgado en el centro de la habitación, el vestido de seda carmesí parecía vibrar. Era una pieza de alta costura, con una caída impecable y un escote elegante que gritaba seguridad. No era un vestido para una invitada; era un vestido para una mujer que venía a tomar el control.
—¿Estás lista? —preguntó Jessica, entrando en la habitación con un fajo de documentos legales—. Tenemos a los medios de comunicación avisados. Los reporteros de finanzas y de sociales estarán en la puerta. Nataniel espera una boda de ensueño; le vamos a dar una pesadilla televisada.
Adriana se puso de pie, sintiendo el roce de la seda contra su piel. Por primera vez en años, no se sentía como “la esposa de…”. Se sentía como Adriana. —Vámonos. No quiero que el novio piense que me arrepentí.
CAPÍTULO 5: LA CATEDRAL DEL ESCÁNDALO
El centro histórico de la Ciudad de México estaba paralizado. Las camionetas blindadas de los Landeta bloqueaban las calles aledañas a la Catedral Metropolitana. Políticos, empresarios de Santa Fe y la crema y nata de la sociedad mexicana bajaban de sus vehículos, luciendo sombreros importados y joyas familiares.
Nataniel estaba en el altar, ajustándose el nudo de su corbata de seda. Se sentía el rey del mundo. A su lado, Roberto Landeta le dio una palmada en el hombro. —Hoy es un gran día para México, Nataniel. Esta fusión cambiará el rumbo de la tecnología nacional.
—Lo sé, Roberto. He trabajado toda mi vida para este momento —respondió Nataniel con una sonrisa ensayada. En su mente, Adriana era una molestia lejana, una mujer que seguramente estaba llorando en su sala, conformándose con las migajas que él le dejaría.
De pronto, el órgano comenzó a tocar la marcha nupcial. Paola Landeta, radiante en un vestido de encaje que costaba millones, inició su procesión. El público se puso de pie, maravillado por la belleza de la heredera. Pero justo cuando Paola llegaba a mitad del pasillo, un ruido sordo interrumpió la música.
Las puertas principales de la Catedral, esas maderas pesadas y antiguas, se abrieron de par en par con un golpe seco que resonó en las bóvedas. La luz del sol inundó el recinto, creando una silueta imponente.
Adriana caminó. No entró corriendo, no entró gritando. Caminó con la cadencia de una reina. El contraste del rojo de su vestido contra la piedra gris y las flores blancas de la iglesia era tan violento que dolió a los ojos de los presentes. Un murmullo recorrió las bancas: “¿Quién es ella?”, “¿Es la ex?”, “¿No se habían divorciado?”.
Nataniel se puso lívido. Sus manos comenzaron a temblar de forma incontrolable. Paola se detuvo en seco, mirando hacia atrás con una mezcla de confusión y rabia.
Adriana llegó al inicio del pasillo nupcial y se detuvo. Miró directamente a los ojos de Nataniel, quien parecía querer que el suelo de mármol lo tragara vivo.
—Disculpen la interrupción —dijo Adriana, su voz clara y firme, amplificada por la acústica del lugar—. Pero esta boda no es un matrimonio. Es un delito de bigamia.
CAPÍTULO 6: LA CAÍDA DE LAS MÁSCARAS
El caos fue instantáneo. Los invitados se levantaron de sus asientos, sacando sus teléfonos para grabar la escena que ya estaba volviéndose viral en redes sociales. Roberto Landeta dio un paso al frente, con el rostro rojo de ira.
—¡Saquen a esta mujer de aquí! ¡Seguridad! —rugió el patriarca.
Pero antes de que los guardias pudieran acercarse, Jessica Sloan y dos abogados más se interpusieron, mostrando sus acreditaciones legales. —Soy Jessica Sloan, de Pedroza Holdings. Intenten tocar a mi cliente y enfrentarán una demanda por agresión y obstrucción de la justicia. Tenemos una orden de restricción inmediata y pruebas de que el Sr. Nataniel De la Vega sigue casado legalmente con la Sra. Adriana De la Vega.
Adriana subió los dos primeros escalones hacia el altar. Nataniel retrocedió, tropezando con el sacerdote.
—¿Pensaste que era tan fácil, Nata? —preguntó Adriana, usando el diminutivo que antes usaba con amor, ahora cargado de veneno—. ¿Pensaste que podías falsificar mi firma en Nevada y deshacerte de doce años como si fueran basura?
—Adriana, por favor… esto es un error —tartamudeó Nataniel, buscando desesperadamente la mirada de su suegro—. Roberto, ella está loca, es una ex despechada…
—No soy una ex, Nataniel. Soy tu socia mayoritaria —dijo Adriana, sacando un pequeño control de su bolso. En las pantallas laterales que los Landeta habían instalado para que los invitados vieran la ceremonia de cerca, la imagen de la pareja feliz desapareció. En su lugar, aparecieron documentos bancarios, transferencias a las Islas Caimán y, finalmente, la foto de la servilleta de El Cardenal.
—Ahí está el algoritmo, Don Roberto —dijo Adriana, dirigiéndose al padre de la novia—. El que su futuro yerno dice que inventó. Esa es mi letra. Esa es la fecha de nuestro aniversario. Él no inventó Innovate Dynamics. Él me la robó. Y además de robármela a mí, le ha estado robando a usted. Miren las transferencias de la cuenta de fusión.
Roberto Landeta, un hombre que valoraba el honor y su dinero por encima de todo, miró las pantallas. Sus ojos se abrieron con horror al ver cómo su propio dinero había sido desviado a cuentas personales de Nataniel apenas unas horas después de firmar la intención de fusión.
CAPÍTULO 7: LA DEMOLICIÓN CORPORATIVA
La Catedral se convirtió en una sala de juicios. Paola Landeta, al darse cuenta de que el hombre con el que estaba a punto de casarse era un estafador que solo buscaba el dinero de su familia, se arrancó el velo.
—¡Eres un animal, Nataniel! —gritó la joven, antes de darle una bofetada que se escuchó hasta el último rincón de la iglesia—. ¡Papá, dime que esto no es verdad!
Roberto Landeta caminó hacia Nataniel. El silencio fue total. El hombre que manejaba los hilos de media industria mexicana tomó a Nataniel por el cuello de la camisa.
—Me viste la cara, muchacho —susurró Roberto con una voz que prometía muerte—. Pensaste que podías entrar a mi familia para robarnos. No solo no habrá boda. No habrá empresa, no habrá carrera y, si mis abogados tienen razón, no habrá luz del sol para ti en mucho tiempo.
En ese momento, agentes de la Policía Federal que habían estado esperando afuera por instrucciones de Jessica Sloan, entraron al recinto. Llevaban una orden de aprehensión por fraude electrónico, falsificación de documentos oficiales y bigamia en grado de tentativa.
Nataniel fue esposado frente a todos. Sus amigos de Polanco, los que ayer le pedían consejos de inversión, ahora bajaban la mirada o grababan su humillación. Mientras lo sacaban de la iglesia, Nataniel miró a Adriana con un odio puro.
—¡Me lo quitaste todo! —gritó mientras los agentes lo arrastraban por el pasillo.
—No, Nataniel —respondió Adriana, ajustándose el rubí que colgaba de su cuello—. Yo solo recuperé lo que siempre fue mío. Tú te quitaste todo cuando decidiste que tu ambición valía más que nuestra historia.
Adriana salió de la Catedral escoltada por Damián Pedroza. Afuera, la prensa la rodeó. Los flashes la cegaban, pero ella caminaba con la cabeza en alto. Ya no era la sombra. Ya no era el andamio. Ahora, ella era el edificio.
CAPÍTULO 8: EL TRONO DE LA EMPERATRIZ
La recuperación de Innovate Dynamics no fue fácil, pero Adriana tenía a los mejores de su lado. Con el apoyo de Damián Pedroza, logró estabilizar las acciones que habían caído tras el escándalo de la boda. Los clientes, al enterarse de que el cerebro real detrás del software era Adriana, decidieron quedarse. Su honestidad y su visión fresca inyectaron una nueva vida a la compañía.
Nataniel fue sentenciado a diez años de prisión. Desde su celda, intentó enviarle cartas a Adriana, pidiendo clemencia, jurando que todavía la amaba. Ella nunca abrió ninguna. Las quemaba en la chimenea de su nuevo departamento frente al Parque México.
Adriana fundó la asociación “Mentes Libres”, dedicada a proteger el talento de mujeres en la tecnología para que nunca más una idea fuera robada por un esposo o un jefe. Se convirtió en una figura icónica, una mujer que demostró que en el México de hoy, el talento y la verdad tienen más peso que los apellidos y el engaño.
Una tarde, mientras caminaba por la Condesa, Adriana se detuvo frente al restaurante donde todo comenzó. Sonrió al recordar a la mujer que alguna vez fue, la que dibujaba sueños en servilletas. Entró, pidió un café y sacó una libreta nueva. El mundo estaba esperando su próxima gran idea, y esta vez, su nombre estaría en letras grandes, justo donde siempre debió estar.
La historia de Adriana no es solo sobre una boda interrumpida. Es sobre el momento en que una mujer decide que ya no será un personaje secundario en su propia vida. Porque al final, la mejor venganza no es el odio, sino el éxito absoluto y la paz de saber quién eres realmente
PARTE 3: EL EXPEDIENTE NEGRO
CAPÍTULO 9: EL SILENCIO ANTES DE LA TORMENTA
Tres meses. Eso fue lo que duró la paz. Tres meses de portadas en Forbes, de entrevistas donde me llamaban la “Mujer de Hierro”, y de ver cómo las acciones de Innovate Dynamics subían como la espuma. Nataniel estaba en el Reclusorio Norte esperando sentencia definitiva, y Paola Landeta se había exiliado en Europa para ocultar su vergüenza. Desde mi oficina en el piso 40 de Torre Reforma, la Ciudad de México parecía un tapete de luces inofensivo. Me sentía intocable.
Pero en México, el silencio es mentiroso.
Todo empezó un martes lluvioso de septiembre. Estaba en una junta de consejo revisando los números del tercer trimestre cuando las luces de la sala parpadearon. Segundos después, las pantallas gigantes que mostraban nuestras métricas se pusieron negras. Un código rojo sangre apareció en cada monitor del edificio: “DEUDA PENDIENTE”.
—¡Ben! ¿Qué está pasando? —grité, mientras el caos estallaba en la sala. Los ejecutivos murmuraban, revisando sus teléfonos que tampoco tenían señal.
Ben, mi director de tecnología, entró pálido, sudando frío. —Adriana, nos están atacando. No es un hacker cualquiera. Han bypassado el firewall de grado militar que instalamos. Están borrando los servidores de respaldo. Están borrando el algoritmo.
Sentí que el suelo desaparecía. El algoritmo no era solo código; era mi vida, era la razón por la que había luchado. —¡Desconecta todo! ¡Corta la fibra óptica si es necesario!
Esa noche, Innovate Dynamics perdió el 15% de su valor en la bolsa. La prensa, alimentada por “fuentes anónimas”, comenzó a publicar que la empresa era un fraude, que yo no sabía manejar la tecnología y que el verdadero genio había sido Nataniel. Era una campaña orquestada. Y solo había un hombre con el dinero y el rencor suficiente para financiarla: Roberto Landeta.
CAPÍTULO 10: LA CABEZA DE CABALLO DIGITAL
Al día siguiente, el ataque dejó de ser digital y se volvió personal. Llegué a mi casa en las Lomas y encontré la puerta del garaje entreabierta. Mi corazón latía desbocado mientras entraba, con el teléfono en la mano listo para llamar a la policía.
No habían robado nada. Las joyas estaban ahí, las obras de arte seguían en las paredes. Pero sobre la mesa del comedor, donde solía desayunar con Nataniel, había una caja de regalo negra con un moño rojo.
Con manos temblorosas, la abrí. Adentro no había una bomba, ni una cabeza de animal. Había un teléfono celular desechable y una foto. La foto era de mis padres, tomada esa misma mañana mientras caminaban por el parque en Guadalajara. Se veían felices, ajenos a que alguien los observaba a través de una mira telescópica.
El teléfono sonó.
—Sra. De la Vega —dijo una voz distorsionada—. Espero que le haya gustado el regalo.
—Si tocas un pelo de mi familia, te juro que… —empecé a gritar, pero la voz me cortó.
—Usted no está en posición de jurar nada. Usted humilló a la familia Landeta. Don Roberto es un hombre de principios antiguos: ojo por ojo. Pero él es generoso. Le ofrece una salida. Renuncie a la empresa. Ceda los derechos del algoritmo a Grupo Landeta. Pida una disculpa pública admitiendo que usted robó las ideas de su esposo. Hágalo, y sus padres seguirán paseando tranquilos. Niéguese, y bueno… los accidentes pasan.
La llamada se cortó. Me dejé caer en la silla, sintiendo náuseas. Esto ya no eran negocios. Esto era terrorismo.
Llamé a Damián Pedroza. El viejo tiburón llegó a mi casa en menos de media hora, acompañado por un equipo de seguridad privada que parecía sacado de una película de guerra.
—Esto es su estilo —dijo Damián, mirando la foto con repulsión—. Roberto Landeta nunca ha perdido una guerra porque no tiene límites morales. Adriana, esto es peligroso. La policía está en su nómina. Si denuncias, el expediente se perderá y tus padres quedarán vulnerables.
—¿Entonces qué hago, Damián? ¿Le entrego todo? ¿Dejo que gane?
Damián se sirvió un tequila y me miró a los ojos. —No. Si te rindes ahora, te matará de todas formas porque eres un cabo suelto. La única forma de detener a un monstruo es convirtiéndote en uno más grande. Necesitamos algo que lo destruya. Algo que le importe más que su dinero o su orgullo.
—¿Qué podría ser eso?
—Su libertad. Roberto ha lavado dinero durante décadas, pero es muy cuidadoso. Nadie tiene pruebas. Excepto, quizás, la persona que le manejaba las finanzas sucias en el último año.
—Nataniel —susurré.
CAPÍTULO 11: DESCENSO AL RECLUSORIO NORTE
Conseguir una visita conyugal con un hombre del que técnicamente aún no me había divorciado (gracias a la burocracia de la anulación del divorcio falso) fue fácil. Lo difícil fue entrar al Reclusorio Norte.
El lugar olía a cloro barato, sudor y desesperanza. Caminé por los pasillos escoltada por un guardia que Damián había sobornado. Las miradas de los reclusos se clavaban en mí, pero yo solo podía pensar en mis padres.
Cuando trajeron a Nataniel, casi no lo reconocí. El “Mirrey” de Polanco había desaparecido. Tenía la cabeza rapada, una cicatriz fea en la ceja izquierda y había perdido al menos diez kilos. Su arrogancia se había evaporado, dejando solo a un hombre asustado.
—Adriana —dijo, tomando el teléfono del locutorio—. ¿Vienes a burlarte? Porque no es un buen día.
—Landeta está amenazando a mis padres, Nataniel —dije sin rodeos—. Quiere la empresa. Quiere el algoritmo.
Nataniel se puso blanco. Miró a los lados, paranoico. —Te dije que no te metieras con él. Roberto no es un empresario, Adriana. Es el banquero del cártel más grande del Pacífico. Innovate Dynamics no era solo para logística de envíos legales; él quería el algoritmo para optimizar rutas de narcotráfico sin ser detectado por la DEA. Por eso invirtió tanto. Por eso me quería en la familia.
La revelación me golpeó como un tren. Mi creación, mi algoritmo, iba a ser usado para mover drogas.
—Necesito pruebas, Nataniel. Necesito algo para detenerlo.
—Si hablo, me matan aquí adentro. Landeta tiene ojos en este penal. Anoche intentaron apuñalarme en las duchas.
—Si no hablas, matarán a mis padres y luego a mí. Y tú te quedarás aquí pudriéndote hasta que decidan que ya no sirves. Ayúdame, y Damián te conseguirá un traslado a un penal federal de máxima seguridad, lejos de los tentáculos de Landeta. Te conseguiremos protección.
Nataniel dudó. Vi la lucha en sus ojos. Finalmente, se inclinó hacia el cristal y susurró.
—No tengo documentos. Él me hacía destruir todo. Pero… yo era paranoico. Sabía que algún día me traicionaría. Guardé una copia de seguridad de las transacciones reales. El “Expediente Negro”.
—¿Dónde está?
—En un disco duro encriptado. Lo escondí en el único lugar donde nadie de mi círculo buscaría. En la tumba de mi madre, en el Panteón Francés. Está dentro de la urna, pegado a la tapa.
—¿En la tumba de tu madre? —pregunté, incrédula.
—Ella es la única que nunca me juzgó, Adriana. La clave para desencriptarlo es la fecha en que tú y yo nos conocimos. Al revés.
CAPÍTULO 12: PROFANANDO TUMBAS
Esa noche, la lluvia no paraba. Parecía que el cielo de la Ciudad de México lloraba por lo que yo estaba a punto de hacer. Damián, Ben y dos exmilitares de su confianza me acompañaron al Panteón Francés.
Saltamos la barda trasera para evitar a los veladores. Caminar entre las tumbas góticas y los mausoleos con linternas apagadas era aterrador. Cada sombra parecía un sicario de Landeta.
Encontramos el nicho de la madre de Nataniel. Con una barreta, uno de los guardias abrió la pequeña puerta de mármol. Me sentí sucia, una criminal. Metí la mano en la urna fría y polvorienta. Mis dedos tocaron algo metálico. Un pequeño disco duro externo, envuelto en plástico.
—Lo tengo —susurré.
En ese instante, un disparo rompió el silencio. La bala impactó en la lápida junto a mi cabeza, enviando esquirlas de piedra a mi cara.
—¡Emboscada! —gritó Damián, empujándome al suelo.
Hombres vestidos de negro salieron de entre las sombras. No eran policías. Eran profesionales. El sonido de las armas automáticas llenó el cementerio. Nos arrastramos por el lodo, cubriéndonos tras las lápidas centenarias.
—¡Corre hacia la camioneta, Adriana! —gritó uno de los guardias de Damián, devolviendo el fuego—. ¡Sácala de aquí!
Corrí. Corrí como nunca en mi vida, resbalando en el pasto mojado, abrazando el disco duro contra mi pecho como si fuera mi propio corazón. Escuchaba los gritos, las balas zumbando. Llegamos a la camioneta blindada. Ben arrancó el motor y salimos derrapando, rompiendo la pluma de la entrada principal mientras una motocicleta negra nos perseguía.
La persecución por el Viaducto fue una pesadilla a 140 kilómetros por hora. La camioneta recibió varios impactos, pero el blindaje aguantó. Finalmente, logramos perderlos entrando en las calles laberínticas de la colonia Doctores, donde Damián tenía una casa de seguridad.
CAPÍTULO 13: LA VERDAD ENCRIPTADA
En la casa de seguridad, con las manos llenas de tierra de panteón y sangre de un rasguño en mi brazo, conectamos el disco duro.
Ben tecleó la fecha: 12052010.
La pantalla se llenó de carpetas.
Lo que vimos nos heló la sangre. No eran solo números. Eran listas de sobornos a jueces, diputados y generales. Eran rutas de envío de precursores químicos usando empresas fantasma de Grupo Landeta. Y ahí, en medio de todo, estaba el contrato de fusión con Innovate Dynamics, detallando explícitamente cómo usarían mi algoritmo para evadir los controles aduanales de Estados Unidos.
Roberto Landeta no era un empresario. Era el arquitecto financiero del crimen organizado en México.
—Tenemos suficiente para meterlo a la cárcel mil años —dijo Ben, con la voz temblorosa—. O para que nos maten mañana.
—No vamos a ir a la policía —dijo Damián, limpiando su pistola—. La policía local le avisaría. Esto tiene que ir directo a la unidad de inteligencia financiera y a la DEA. Pero primero, tenemos que asegurarnos de que Roberto sepa que ya perdió.
CAPÍTULO 14: EL ÚLTIMO DESAYUNO
A la mañana siguiente, Roberto Landeta desayunaba en la terraza del Four Seasons, como si nada hubiera pasado. Estaba leyendo el periódico, tranquilo.
Llegué sola. Sin guardias visibles. Me senté frente a él.
Roberto sonrió, dejando su café. —Te ves terrible, querida. ¿Mala noche? Me dijeron que hubo disturbios en el panteón. Qué falta de respeto a los muertos.
—Déjate de juegos, Roberto —puse una USB sobre la mesa—. Sé lo de los precursores químicos. Sé lo de los sobornos al General Zepeda. Sé todo.
La sonrisa de Roberto se congeló.
—Esa es una copia —continué—. Los originales ya están en un servidor seguro en Washington, programados para enviarse a la DEA, al FBI y al New York Times si yo no introduzco un código cada 12 horas. Es un “Dead Man’s Switch”. Si me matas, te destruyo. Si tocas a mis padres, te destruyo. Si me miras feo, te destruyo.
Roberto tomó la USB. Sus manos, siempre tan firmes, temblaron ligeramente.
—¿Qué quieres? —preguntó, con la voz ronca. Su fachada de intocable se había roto.
—Quiero que Grupo Landeta venda todas sus acciones de Innovate Dynamics a precio de costo. Hoy. Quiero que retires la campaña mediática en mi contra. Y quiero que te vayas del país. No a Valle de Bravo. Fuera.
—No puedo irme. Mis socios… ellos no perdonan fracasos.
—Ese es tu problema, Roberto. Tú elegiste a tus socios. Yo solo estoy protegiendo mi empresa. Tienes una hora para firmar la venta.
Me levanté y caminé hacia la salida. Mis piernas temblaban, pero no dejé que él lo viera. Al salir del hotel, Damián me esperaba en el auto.
—¿Lo hiciste?
—Está hecho.
CAPÍTULO 15: LA CAÍDA DEL TITÁN
La caída de Roberto Landeta no fue pública de inmediato. Primero, desapareció. Se dijo que había ido a tratar una enfermedad repentina en Suiza. Pero en el mundo subterráneo, se supo la verdad: había huido porque ya no era útil para sus “socios” y porque la DEA estaba armando un expediente gracias a una “fuente anónima”.
Las acciones de Innovate Dynamics se recuperaron. Mis padres volvieron a casa, con seguridad permanente, pero a salvo. Nataniel cumplió su parte del trato: fue trasladado a un penal federal en Hermosillo, donde estaría seguro, aunque aislado. Nunca le di las gracias. Él creó el monstruo que casi nos devora. Su supervivencia era su único pago.
Un mes después, estaba en mi oficina. La tormenta había pasado. Pero algo en mí había cambiado para siempre. Ya no era la mujer ingenua que dibujaba en servilletas. Había visto la cara del mal, había tocado la muerte en un cementerio y había amenazado a un capo de la mafia financiera.
Jessica entró con una botella de champán.
—Las acciones están en máximo histórico, Adriana. Eres oficialmente billonaria. Y libre.
Miré por la ventana. La Ciudad de México brillaba bajo el sol, hermosa y cruel.
—Libre… —repetí.
Sabía que Roberto Landeta seguía vivo en algún lugar. Sabía que sus socios estarían buscando quién filtró la información. Sabía que tendría que vivir mirando por encima del hombro el resto de mi vida.
Pero también sabía algo más: había sobrevivido. Había defendido mi legado con uñas y dientes. Y si alguien volvía a intentar quitarme lo mío, ya sabían que el rojo de mi vestido no era solo moda. Era una advertencia.
CAPÍTULO 16: EPÍLOGO – LA REINA DEL TABLERO
Dos años después.
La gala de “Mujeres del Año” estaba repleta. Los flashes me cegaban mientras caminaba por la alfombra roja. Llevaba un traje sastre negro, impecable.
Una joven reportera me acercó el micrófono. —Sra. De la Vega, usted es una inspiración. Ha superado fraudes, ataques cibernéticos y rumores terribles. ¿Cuál es su secreto para mantenerse firme en un mundo de hombres?
Sonreí. No la sonrisa tímida de Adriana la esposa. Sino la sonrisa depredadora de Adriana la CEO.
—El secreto es simple —dije, mirando directo a la cámara—. Nunca dejes que nadie te diga cuál es tu lugar. Y si intentan moverte… asegúrate de que se arrepientan de haber nacido.
Entré al salón, donde la élite de México me aplaudía. Entre la multitud, vi a Damián Pedroza levantando su copa. Le devolví el gesto.
Mi teléfono vibró. Un mensaje de un número desconocido.
“Buen discurso. Pero el juego no termina hasta que el rey muere. Nos veremos pronto. – R.L.”
Guardé el teléfono con calma. El miedo intentó subir por mi garganta, pero lo aplasté. Que venga, pensé. Esta vez no necesitaré abogados ni escondites. Esta vez, lo estaré esperando.
Porque ya no soy una pieza en su tablero. Ahora, yo soy la dueña del juego.