EL DUEÑO DE MÉXICO LA ESPIABA BAJO LA LLUVIA: ELLA ALIMENTÓ A SU HIJO DISCAPACITADO PENSANDO QUE ERA POBRE Y SU RECOMPENSA HIZO LLORAR A TODO EL PAÍS 🇲🇽💔💰

PARTE 1: LA DEUDA BAJO LA LLUVIA

Capítulo 1: Sopa de Fideo para el Alma

La lluvia en la Ciudad de México tiene personalidad propia. No es solo agua; es un monstruo que despierta de noche para tragarse el tráfico, la paciencia y la esperanza de los que van a pie. Eran las 10:45 PM en la colonia San Rafael. Las coladeras ya empezaban a gorgotear, amenazando con vomitar el drenaje sobre las banquetas rotas.

Selena Castillo exprimió el trapo gris sobre la cubeta. Sus manos, ásperas por el cloro y el jabón, temblaban ligeramente. Llevaba doce horas de pie en “La Esperanza”, una fondita que sobrevivía gracias a los oficinistas de la zona y a los traileros de paso. Su espalda gritaba, sus pies palpitaban dentro de los zapatos negros de suela de goma, pero su turno no terminaba hasta que la última mesa quedara limpia.

—Ya vete, Selena —le gritó Don Beto desde la cocina, limpiándose la grasa de la frente—. Con este aguacero no va a llegar nadie más.

Selena asintió, agradecida. Se quitó el mandil, tomó su bolso y empujó la cortina de metal hacia abajo. Fue entonces cuando lo vio.

Al otro lado de la calle, bajo el toldo roto de una tienda de empeño clausurada, había una silueta pequeña. Demasiado pequeña para estar sola a estas horas. Era un niño en una silla de ruedas. La silla se veía vieja, oxidada, pero el niño… el niño llevaba ropa que, aunque mojada, no parecía de la calle.

Selena se ajustó el suéter. Su instinto de madre —ese que le dolía cada vez que recordaba que no pudo tener hijos— se encendió como una alarma.

—¡Hey! —gritó, su voz compitiendo contra el trueno—. ¡Mijito!

El niño no respondió. Estaba encorvado, abrazándose a sí mismo. Selena cruzó la calle esquivando un taxi que le pitó mentándole la madre. Al llegar junto al niño, el corazón se le estrujó. Estaba empapado. Sus labios estaban morados.

—¿Qué haces aquí, corazón? —le preguntó, agachándose para quedar a su altura. El agua le empapaba las rodillas, pero no le importó.

El niño levantó la cara. Tenía unos ojos azules intensos, perdidos en un rostro pálido. —Espero a mi papá… —dijo, castañeando los dientes—. Dijo que solo iba a una junta rápida.

Selena miró el edificio de oficinas frente a ellos. Todo apagado. Solo oscuridad y concreto mojado. —Mira nada más cómo estás, hecho una sopa. No te puedes quedar aquí.

—No me puedo ir. Mi papá se enoja si me muevo.

—Pues que se enoje —dijo Selena con esa firmeza de mujer mexicana que no acepta un “no” por respuesta cuando se trata de cuidar a alguien—. Si tu papá te quiere, va a preferir encontrarte seco y calientito que con una neumonía. Vente.

Empujó la silla. Las ruedas chirriaron contra el pavimento irregular. Lo metió a la fonda, donde el calor de las ollas aún se sentía. Don Beto ya se había ido por la puerta de atrás, así que estaban solos.

Selena sentó al niño cerca de la estufa. —Me llamo Selena. ¿Tú cómo te llamas, güerito?

—Dani —dijo él, mirando el lugar con curiosidad. Nunca había estado en un lugar así. Olía a cilantro, a cebolla frita y a limpiador de pino.

—Mucho gusto, Dani. Ahorita vas a ver lo que es bueno.

Selena fue a la cocina. No quedaba mucho, pero había caldo de pollo y fideo. Calentó un plato hondo, le puso unas gotas de limón, picó un poco de aguacate que sobraba y le preparó dos molletes con queso manchego que se derretía por los bordes.

Cuando puso el plato frente a Dani, los ojos del niño se iluminaron más que las luces de Navidad del Zócalo. —¿Es para mí?

—Todo tuyo. Cómele, que se enfría.

Dani comió con una desesperación que asustó a Selena. No era hambre de pobreza, era hambre de soledad. Hambre de alguien que se sienta en una mesa vacía y come solo mientras los adultos “hacen cosas importantes”.

—Está… está increíble —murmuró Dani, limpiándose el bigote de caldillo con la manga.

Selena sonrió, pero por dentro sentía una rabia caliente. ¿Qué clase de padre deja a un niño así bajo la lluvia en esta ciudad? ¿Qué clase de monstruo?

Capítulo 2: El Ojo del Huracán

Lo que Selena no sabía era que el “monstruo” estaba viendo todo.

Cruzando la avenida, casi invisible entre las sombras de un edificio en construcción, una camioneta Mercedes G-Class negra, con blindaje nivel 7, mantenía el motor encendido.

Dentro, el aire acondicionado estaba a 20 grados exactos. El silencio era absoluto, gracias a los cristales de cinco centímetros de grosor. Raimundo Hinojosa, CEO de Grupo Hinojosa y el hombre que prácticamente controlaba la infraestructura digital de México, miraba una pantalla de alta definición empotrada en el asiento delantero. La cámara de largo alcance apuntaba directamente a la ventana de la fonda.

Raimundo era un hombre de 45 años, con el pelo gris impecable y un traje que costaba más que la fonda entera. No tenía arrugas de reír, solo marcas de estrés y cálculo.

—Señor —dijo el chofer, rompiendo el silencio—. La licenciada Nora ya llegó al punto.

Raimundo vio en la pantalla cómo una mujer rubia, vestida con ropa deportiva cara (de esa que usan las señoras de las Lomas para ir al súper), bajaba de un Uber negro y corría hacia la fonda.

—Que proceda —ordenó Raimundo. Su voz era grave, sin emoción.

Pero por dentro, Raimundo estaba en shock. Había dejado a Dani con su guardaespaldas personal, pero el hombre había tenido una emergencia médica súbita y la confusión dejó a Dani solo por diez minutos. Diez minutos en la CDMX son suficientes para que pase una tragedia. Raimundo había llegado tarde, atrapado en el tráfico, y cuando vio a la mujer llevarse a su hijo, su primer instinto fue ordenar a su equipo de seguridad que entrara rompiendo puertas.

Pero se detuvo. Vio cómo ella lo secaba. Vio cómo le servía la sopa. Vio cómo Dani, su hijo que no hablaba con nadie, le sonreía a esa desconocida.

En la fonda, la puerta se abrió de golpe. Entró Nora, fingiendo estar agitada.

—¡Dani! ¡Dios mío! —gritó, actuando un papel digno de telenovela—. ¡Te estuve buscando por todas partes!

Selena se interpuso entre ella y el niño instintivamente. Cruzó los brazos. Su postura cambió de “madre cariñosa” a “barrio bravo” en un segundo. —¿Y usted quién es? —preguntó Selena, escaneando a la mujer de arriba a abajo. Ropa cara, actitud prepotente, ni una gota de agua encima.

—Soy su tía —mintió Nora, con una sonrisa plástica—. Su papá tuvo un percance con el coche. Gracias por cuidarlo, te daremos una propina. Vámonos, Dani.

Selena miró a Dani. —¿La conoces, mijo?

Dani dudó. Miró a Nora, luego a Selena. Sabía que Nora trabajaba para su papá. Asintió levemente, bajando la cabeza. —Sí… es Nora.

Selena no se tragó el cuento de la “tía”, pero vio la resignación en el niño. Sabía cuando no podía ganar. —Espérese tantito —dijo Selena.

Fue al mostrador, sacó una bolsa de papel de estraza y metió dos conchas de vainilla recién horneadas. Se las dio a Dani. —Para el camino, o para cuando te sientas solito.

Dani agarró la bolsa como si fuera un tesoro. —Gracias, Selena. Eres la mejor.

Nora sacó un billete de 500 pesos y lo tiró sobre la mesa como si fuera basura. —Por las molestias.

Selena tomó el billete y se lo metió a Nora en la bolsa de su sudadera. —Aquí no cobramos por ser humanos. Lléveselo y cuídelo mejor, que la próxima vez llamo al DIF.

Nora se quedó helada. Nadie le hablaba así. Dio media vuelta y sacó a Dani.

Desde la camioneta, Raimundo vio todo. Vio el rechazo del dinero. Vio la dignidad en la postura de Selena.

—Señor —dijo el chofer—, ya tenemos al niño. ¿Nos vamos a la mansión en Bosques?

Raimundo no despegó la vista de la mesera que ahora limpiaba la mesa donde había comido su hijo. —No. Quiero el expediente de esa mujer. Nombre, dirección, deudas, familia. Todo. Para mañana a las 7 AM.

—Sí, señor. ¿Algo más?

—Sí. Prepárenme el contrato de confidencialidad nivel ejecutivo. Y cancela mis juntas de la mañana. Voy a ir a una vecindad.

PARTE 2: EL ASCENSO DEL FÉNIX

Capítulo 3: La Visita Inesperada

Selena vivía en la Colonia Doctores, en un edificio antiguo que olía a humedad y a historia. Su departamento era pequeño: una sala que también era comedor, una cocinita y una recámara. Las paredes eran delgadas; podía escuchar la televisión de la vecina y los pleitos de la pareja de abajo.

Eran las 8:00 AM del día siguiente. Selena estaba preparándose un café soluble antes de salir a buscar una segunda chamba, porque con lo de la fonda no le alcanzaba para la renta.

Tocaron a la puerta. Tres golpes secos, autoritarios.

Selena frunció el ceño. Nadie la visitaba, y menos a esa hora. Miró por la mirilla y se quedó paralizada.

Afuera había dos hombres de traje negro, con auriculares en el oído, flanqueando a un tercer hombre. El tercero vestía un abrigo gris marengo que gritaba “dinero”. Era alto, de facciones duras, ojos grises como el acero.

—¿Quién es? —preguntó sin abrir.

—Raimundo Hinojosa. El padre de Dani.

El corazón de Selena dio un vuelco. ¿Le pasó algo al niño? ¿Me van a demandar por darle comida grasosa?

Abrió la puerta despacio, dejando la cadena puesta. —¿Está bien el niño?

—Está perfecto. Gracias a usted. ¿Puedo pasar?

Selena quitó la cadena. Raimundo entró, y de repente, el pequeño departamento pareció encogerse. Su presencia llenaba todo el espacio. Los guaruras se quedaron afuera.

Raimundo miró alrededor. Vio las fotos de Selena con su mamá (ya fallecida), vio los recibos de luz vencidos sobre la mesa, vio la limpieza impecable a pesar de la pobreza.

—No vengo a quitarle mucho tiempo, señorita Castillo —dijo él, sin sentarse.

—Selena. Dígame Selena. ¿Quiere café? Es soluble, no tengo de cafetera.

Raimundo sonrió levemente. Una sonrisa real, no la mueca corporativa. —No, gracias. Selena, ayer usted alimentó a mi hijo. Rechazó dinero. Lo protegió de mi asistente.

—Era su asistente, ya sabía yo que no tenía cara de tía —dijo Selena cruzando los brazos—. Mire señor, no sé qué quiere. Hice lo que cualquiera haría.

—Eso es mentira. En mi mundo, nadie hace nada por nada. Todos quieren algo. Usted no pidió nada. Y eso me dejó en deuda.

Raimundo sacó un sobre grueso de color crema y lo puso sobre la mesa de plástico. —Aquí hay un cheque por 500,000 pesos. Es suficiente para que compre este departamento y ponga su propio negocio.

Selena miró el sobre. Era la solución a todos sus problemas. Podría dejar de trabajar doble turno. Podría descansar. Pero algo en su pecho se encendió. Ese orgullo mexicano que se niega a ser comprado.

—No lo quiero —dijo ella.

Raimundo parpadeó. —¿Perdón?

—No lo quiero. Si acepto su dinero, lo que hice ayer deja de ser un acto de bondad y se convierte en una transacción. Y mi cariño no se vende, señor Hinojosa.

Raimundo la estudió. Por primera vez en años, alguien lo desafiaba. Y le gustó. —Tiene agallas. Me gusta eso. Entonces, si no quiere dinero, le ofrezco otra cosa.

—¿Qué?

—Un trabajo.

—Ya tengo trabajo.

—No de mesera. En mi empresa. Hinojosa Dynamics. Necesito a alguien que no me tenga miedo, alguien que entienda a la gente real. Mis ejecutivos viven en una burbuja. Usted no.

—Yo no sé nada de tecnología, señor. Apenas acabé la prepa.

—La tecnología se aprende. La lealtad y la integridad, no. Le ofrezco el puesto de Enlace de Relaciones Comunitarias. Sueldo de 45,000 pesos mensuales, prestaciones superiores, seguro de gastos médicos mayores. Empieza el lunes.

Selena se quedó muda. 45 mil pesos. Eso era más de lo que ganaba en seis meses. —¿Por qué yo?

—Porque usted vio a mi hijo cuando nadie más lo hizo.

Capítulo 4: Lobos en Santa Fe

El edificio de Hinojosa Dynamics en Santa Fe era una torre de cristal que tocaba las nubes. Selena llegó el lunes vestida con su mejor traje sastre, uno que había comprado en rebaja en Suburbia. Se sentía pequeña ante tanto lujo. Mármol en los pisos, elevadores inteligentes, gente que caminaba rápido y hablaba en inglés mezclado con español.

Deadline, Meeting, Asap… —escuchaba mientras caminaba.

Cuando entró a la sala de juntas, se hizo un silencio sepulcral. Había doce hombres y dos mujeres, todos blancos, todos impecables, todos mirándola como si fuera un bicho raro.

—Señores —dijo Raimundo, entrando detrás de ella—, les presento a Selena Castillo, nuestra nueva Directora de Vinculación.

Un hombre calvo, con cara de bulldog, soltó una risita burlona. Era Gustavo Landa, el Director Financiero. —Raimundo, ¿es una broma? Me dijeron que viene de servir mesas. ¿Ahora va a servirnos el café aquí?

Las risas fueron discretas pero crueles. Selena sintió que la cara le ardía. Quería salir corriendo. Quería volver a su fonda donde la respetaban. Pero entonces recordó a Dani. Recordó la mirada de Raimundo confiando en ella.

Selena se acercó a la mesa, apoyó las manos sobre la caoba pulida y miró a Gustavo a los ojos.

—Señor Landa, ¿verdad? —dijo con voz firme—. Sí, vengo de servir mesas. Y en ese trabajo aprendí a tratar con borrachos, con gente que no paga, y con patanes que se creen dueños del mundo porque traen corbata. Créame, lidiar con usted no va a ser muy diferente.

El silencio volvió, pero esta vez fue de respeto. Raimundo sonrió desde la cabecera.

Capítulos 5 & 6: La Traición y la Estrategia

Los meses pasaron. Selena no solo aprendió el trabajo; lo revolucionó. Mientras los ejecutivos proponían campañas de marketing millonarias que nadie entendía, Selena propuso iniciativas reales: becas para chavos de barrio, internet gratuito en zonas marginadas, comedores comunitarios patrocinados por la empresa. La imagen de Hinojosa Dynamics pasó de ser “la corporación malvada” a “la empresa del pueblo”.

Pero el éxito trae envidia.

Gustavo Landa no soportaba que “la mesera” tuviera más éxito que él. Una tarde, Selena fue llamada a la oficina de Raimundo. El ambiente estaba tenso.

—Selena, hay un faltante de dos millones de pesos en el fondo de las becas —dijo Raimundo, mostrándole unos documentos—. Y la transferencia se autorizó con tu firma digital.

Selena sintió que el suelo se abría. —Raimundo, tú me conoces. Yo jamás…

—Las pruebas están aquí —interrumpió Landa, entrando a la oficina con una sonrisa de triunfo—. Lo siento, Selena. La calle nunca sale de la gente, ¿verdad? Una vez pobre, siempre ratera.

Raimundo miraba a Selena. Sus ojos grises buscaban la verdad. —Tienes 24 horas para probar tu inocencia, Selena. O tendré que procesarte. No puedo protegerte de esto.

Selena salió de la oficina temblando de rabia. Sabía que Landa le había tendido una trampa. Fue a su escritorio, recogió sus cosas, pero no se fue a llorar a su casa. Fue a buscar a Dani.

Dani, que ahora visitaba la oficina seguido, estaba en el área de sistemas jugando con los programadores. —¡Selena! —gritó el niño al verla.

—Dani, necesito tu ayuda. Tú sabes de computadoras, ¿verdad?

—Más que nadie —dijo el niño.

—Necesito que entres al sistema. Necesito saber quién usó mi firma a las 3:00 AM del martes pasado.

Dani sonrió. Era su momento de brillar. —Pan comido.

En menos de una hora, Dani rastreó la IP. No venía de la computadora de Selena. Venía de una tablet registrada a nombre de… “G. Landa – Privado”. Y no solo eso. Dani encontró correos donde Landa vendía información de la empresa a la competencia.

Capítulos 7 & 8: Jaque Mate

A la mañana siguiente, la junta directiva estaba reunida para formalizar el despido de Selena. Landa ya tenía el champagne listo en su mente.

Selena entró. No llevaba caja de cartón con sus cosas. Llevaba una carpeta. Y venía empujando la silla de ruedas de Dani.

—¿Qué significa esto? —bramó Landa—. ¡Seguridad!

—Siéntese, Landa —ordenó Raimundo al ver a su hijo.

—Papá —dijo Dani, conectando su tablet a la pantalla gigante de la sala—. Les quiero mostrar una película.

En la pantalla aparecieron los registros, los correos de Landa, las transferencias a cuentas en las Islas Caimán y, lo más importante, el video de seguridad (que Landa creyó haber borrado pero que Dani recuperó de la nube) donde se veía a Landa entrando a la oficina de Selena para usar su computadora.

La cara de Gustavo Landa pasó de rojo a blanco papel en tres segundos. —Esto… esto es un montaje. ¡Ese niño no sabe lo que hace!

—Ese niño es mi hijo —dijo Raimundo, levantándose despacio. Su voz era tranquila, lo cual la hacía más aterradora—. Y esa mujer, a la que llamaste ratera, acaba de salvar mi empresa de una rata como tú.

Raimundo miró a los guardias. —Saquen a este imbécil de mi edificio. Y llamen a la policía.

Cuando Landa fue arrastrado fuera, gritando amenazas, la sala estalló en aplausos. Pero Selena solo miraba a Dani. El niño le guiñó un ojo.

Epílogo

Tres años después.

Selena Castillo ya no es Directora. Ahora es la Vicepresidenta de Operaciones de Hinojosa Dynamics. Se compró una casa bonita en Coyoacán, con un jardín grande, pero sigue yendo a comer tacos a la calle los viernes.

Es el día de la graduación de secundaria de Dani. Raimundo y Selena están sentados en primera fila. Dani sube al escenario (ya no usa la silla todo el tiempo, gracias a una terapia que Selena le recomendó con un especialista en Cuba).

Cuando Dani recibe su diploma, levanta la mano y señala a sus dos personas favoritas.

Raimundo se inclina hacia Selena y le toma la mano. Es un gesto discreto, pero cargado de todo lo que no se dicen con palabras. —Nunca voy a terminar de pagar esa deuda, ¿sabes? —le susurra.

Selena sonríe, con los ojos llenos de lágrimas de orgullo. —Ya está pagada, Raimundo. El día que dejaste de mirar desde tu camioneta y te bajaste a la lluvia con nosotros… ese día se pagó todo.

Afuera, la lluvia comienza a caer sobre la Ciudad de México. Pero esta vez, ya nadie tiene frío.

FIN

HISTORIA PARALELA: FUEGO EN LA FUNDACIÓN

Capítulo Extra 1: La Amenaza Fantasma

Habían pasado tres meses desde que Selena entró a Hinojosa Dynamics. La empresa ya no era la misma, y ella tampoco. Había cambiado sus tenis desgastados por tacones modestos, pero su esencia seguía oliendo a café de olla y esfuerzo.

El proyecto estrella de Selena, “Conectando Barrios”, estaba a punto de inaugurar su primera sede: un centro de tecnología de punta en el corazón de Iztapalapa, diseñado para enseñar programación y robótica a niños que, de otra forma, terminarían reclutados por las pandillas.

Era un martes gris. Selena llegó a su escritorio, esa isla de cristal que sentía ajena, y encontró algo que no debía estar ahí.

Sobre su teclado inmaculado, había una pequeña caja de cartón barato. No tenía remitente. Ni sello de paquetería interna.

Selena miró a su alrededor. Los oficinistas tecleaban como robots, nadie parecía haber visto nada. Con el pulso acelerado, abrió la caja.

Adentro no había una bomba, ni un regalo. Había una rata muerta. Pequeña, gris, con un lazo rojo atado al cuello. Y debajo, una nota escrita con recortes de revista, como en las películas de secuestros de los 90, pero con un mensaje muy moderno:

“Regrésate a tu coladera. La tecnología es para la gente bien. Si inauguras el centro, te quemas.”

Selena sintió una náusea fría. Cerró la caja de golpe. Su primer instinto fue correr a la oficina de Raimundo, pedir protección, llorar. Pero se detuvo.

Si iba con Raimundo, él cancelaría el proyecto. Diría que es “demasiado riesgo”. Diría que ella no está lista para este mundo. Y Gustavo Landa, el buitre financiero que la odiaba, ganaría.

—¿Malas noticias? —la voz de Nora la sobresaltó. La asistente rubia la miraba con esa frialdad calculadora que nunca se sabía si era amistad o espionaje.

Selena tiró la caja en el bote de basura debajo de su escritorio, cubriéndola con papeles. —No. Solo… me equivoqué de pedido de papelería. Todo bien.

Nora alzó una ceja, no le creyó nada, pero no insistió. —El señor Hinojosa quiere verte. Dani va a ir contigo a la inspección de obra hoy. Dice que el niño necesita salir de la burbuja.

Selena sonrió forzadamente. Iba a llevar al hijo del hombre más rico de México a una zona peligrosa, con una amenaza de muerte en su bolsillo.

—Perfecto —dijo Selena, sintiendo que el estómago se le hacía nudo—. Vámonos.

Capítulo Extra 2: Tierra de Nadie

La caravana era un insulto a la discreción. Dos camionetas blindadas adelante, la Suburban de Raimundo (donde iban Selena y Dani) en medio, y otra escolta atrás.

Dani iba feliz. Llevaba una tablet en las rodillas y miraba por la ventana cómo el paisaje cambiaba de los rascacielos de Santa Fe al gris interminable de concreto y cables enredados del oriente de la ciudad.

—Mi papá nunca me deja venir para acá —dijo Dani, ajustando sus lentes—. Dice que es zona roja.

—Es zona de gente trabajadora, Dani —corrigió Selena, aunque sus ojos no dejaban de escanear las esquinas—. Aquí la gente se levanta a las 4 de la mañana para mover a este país.

Llegaron al centro comunitario. Era un edificio rehabilitado, pintado de colores brillantes, que destacaba como una joya en medio del polvo.

Raimundo no pudo ir; tenía una conferencia con inversionistas japoneses. Así que la seguridad estaba a cargo del “Jefe Tauro”, un exmilitar de dos metros que miraba a Selena como si ella fuera la responsable de cualquier cosa que saliera mal.

—Señorita Castillo, protocolo estándar —gruñó Tauro—. Nadie se separa. Entramos, revisan los servidores, nos vamos en 20 minutos.

Bajaron a Dani en su silla. El niño estaba maravillado. Al entrar al edificio, vio las filas de computadoras nuevas, las impresoras 3D, las pizarras digitales.

—¡Wow! —exclamó Dani, rodando hacia el servidor central—. Selena, ¿sabías que configuraron mal la red? Mira, los cables de fibra óptica están cruzados. Van a tener latencia.

—¿Ah sí, genio? —Selena le revolvió el pelo, tratando de ignorar la sensación de que alguien los observaba—. Pues arréglalo. Para eso te traje.

Mientras Dani tecleaba frenéticamente, conectando su tablet al cerebro del edificio, Selena se alejó unos pasos para revisar la bodega de suministros.

Fue entonces cuando lo olió.

No era olor a nuevo. No era olor a pintura. Era gasolina.

Capítulo Extra 3: La Trampa de Fuego

—¡Tauro! —gritó Selena, girando sobre sus talones.

Pero Tauro no estaba. Los dos guardias que debían estar en la puerta habían desaparecido.

En ese instante, las luces del edificio parpadearon y murieron. El zumbido de los servidores se apagó. Un silencio pesado cayó sobre la sala, roto solo por el sonido de un líquido goteando.

—¿Selena? —la voz de Dani tembló en la oscuridad—. Se fue la luz.

—No te muevas, Dani. Voy por ti.

Antes de que pudiera dar dos pasos, un estruendo sacudió el piso. En la entrada principal, una llamarada naranja rugió como un dragón despertando. Alguien había lanzado un cóctel molotov.

El fuego se expandió con una velocidad antinatural, alimentado por la gasolina que habían rociado previamente. El calor golpeó la cara de Selena como un puñetazo.

—¡A la salida de emergencia! —gritó Selena, corriendo hacia Dani.

El niño estaba pálido, con los ojos desorbitados reflejando las llamas. —¡La silla! ¡Se atoró el cable!

Dani, en su afán de arreglar el servidor, se había enredado con un cable Ethernet industrial. No podía mover las ruedas.

Selena se lanzó al suelo. El humo negro empezaba a llenar el techo, bajando rápidamente como una cortina mortal. Tosió, sus ojos lagrimeaban. Con dedos torpes por el miedo, luchó contra el cable.

—¡Déjalo! —gritó ella—. ¡Dani, suéltalo!

—¡No puedo! ¡Está atorado en el eje!

El fuego bloqueó la entrada principal. Las alarmas de incendio empezaron a aullar, un sonido ensordecedor que aumentaba el pánico.

Selena sacó una navaja pequeña que siempre cargaba en su bolsa (costumbre de barrio) y cortó el cable de un tajo. Liberó la silla.

—¡Vámonos!

Empujó la silla con una fuerza que no sabía que tenía. Corrieron hacia la parte trasera, hacia la salida de emergencia. Selena empujó la barra de metal de la puerta.

Estaba trabada.

—¡Abre! —golpeó la puerta con el hombro—. ¡Maldita sea, abre!

Alguien había puesto una cadena por fuera. Era una trampa. No querían asustarlos; querían matarlos.

El humo ya les llegaba a la cintura. Dani tosía violentamente, cubriéndose la boca con su playera.

—Selena… tengo miedo…

Selena miró a su alrededor. Estaban atrapados. El fuego avanzaba devorando las mesas de plástico y las alfombras nuevas. Solo quedaba una opción: las escaleras hacia el segundo piso, donde había una ventana que daba a la calle lateral.

Pero Dani estaba en silla de ruedas. Y no había elevador funcional.

Selena no lo pensó. Se agachó frente a Dani. —Súbete a mi espalda. ¡Ahora!

—Peso mucho… te vas a lastimar…

—¡Que te subas, carajo! —gritó ella, con una ferocidad que hizo que el niño obedeciera al instante.

Dani se aferró a su cuello. Selena se levantó, sintiendo los 35 kilos del niño comprimiéndole la columna. Las piernas le temblaron. El calor era insoportable.

Dejó la silla de ruedas atrás, siendo consumida por las llamas.

—Agárrate fuerte, mi amor. No me sueltes pase lo que pase.

Selena empezó a subir las escaleras. Cada escalón era una agonía. El humo le quemaba la garganta. Sus pulmones pedían oxígeno y solo recibían veneno. Uno. Dos. Tres.

A mitad de la escalera, tropezó. Cayó de rodillas, raspándose la piel hasta sangrar. Dani gritó.

—¡Perdón! ¡Perdón! —balbuceó Selena, ahogándose.

—¡Selena, ahí vienen!

Abajo, entre el fuego, vio sombras. No eran bomberos. Eran dos hombres con pasamontañas y bates. Estaban ahí para asegurarse de que nadie saliera.

La adrenalina inyectó fuego en las venas de Selena. Se levantó con un grito gutural, cargando a Dani como si fuera una pluma. Subió los últimos escalones corriendo, impulsada por puro instinto de supervivencia.

Llegaron a la oficina del segundo piso. Selena cerró la puerta y arrastró un escritorio pesado para bloquearla.

—La ventana —jadeó.

Tomó una silla de oficina y la lanzó con todas sus fuerzas contra el cristal. El vidrio estalló. El aire fresco de la calle entró de golpe, salvador y frío.

Abajo, en la calle, la gente de la colonia se había reunido. Gritaban al ver el humo.

—¡Ayuda! —gritó Selena, asomándose con Dani.

Estaban a cuatro metros de altura.

—¡Brinquen! —gritó un señor que vendía tamales, juntando a varios hombres para improvisar una red con una lona—. ¡Nosotros los cachamos!

Los golpes en la puerta de la oficina empezaron. Los hombres de los bates estaban intentando entrar.

—Dani, escúchame —Selena tomó la cara del niño entre sus manos sucias de hollín—. Tienes que confiar en mí. Tienes que saltar. Ellos te van a atrapar.

—¡No! ¡Contigo!

—Yo voy detrás de ti. ¡Salta!

La puerta de la oficina crujió. Una madera se rompió.

Selena cargó a Dani y, con el corazón en la garganta, lo soltó por la ventana. El niño cayó gritando, pero la lona de los vecinos amortiguó el golpe. Estaba a salvo.

La puerta de la oficina cedió. Un hombre con un pañuelo en la cara entró, levantando el bate.

Selena no saltó. Se giró, agarró un monitor de computadora viejo que estaba en el escritorio y, canalizando toda la rabia de años de injusticia, se lo estampó al hombre en la cara antes de que pudiera atacar.

El hombre cayó aturdido.

Selena corrió a la ventana y saltó justo cuando las llamas devoraban la habitación.

Cayó mal. Su tobillo tronó al golpear el pavimento, rodando por el suelo. Pero estaba viva.

Capítulo Extra 4: El León Despierta

El hospital privado en Santa Fe era silencioso y olía a lavanda, un contraste violento con el olor a humo que Selena todavía tenía impregnado en el pelo.

Estaba sentada en una camilla, con el tobillo vendado y quemaduras leves en los brazos. La puerta se abrió de golpe.

Raimundo Hinojosa entró. No venía impecable. Tenía la corbata deshecha, el pelo revuelto y los ojos inyectados en sangre. Parecía un loco.

Detrás de él venía Gustavo Landa, con cara de “te lo dije”.

—¡¿Dónde está?! —bramó Raimundo.

Selena se encogió. Pensó que le gritaba a ella. Pero Raimundo pasó de largo y se fue directo a la cama contigua, donde Dani dormía sedado por la inhalación de humo.

Raimundo se derrumbó en una silla junto a su hijo. Tomó la mano del niño y se la llevó a la frente. El hombre de acero lloraba. Lloraba como un niño.

Landa aprovechó el momento. Se acercó a Selena, bajando la voz. —Te lo advertí, gata igualada. Casi matas al heredero. Esto es negligencia criminal. Voy a asegurarme de que pases el resto de tu vida en la cárcel.

Selena levantó la vista. El dolor del tobillo no era nada comparado con la furia que sentía. —Landa, si vuelves a hablarme así, te juro que…

—¡Tú! —Raimundo se levantó y se giró hacia ellos.

Landa sonrió, esperando el despido de Selena. —Sí, señor. Ya le estaba diciendo a Castillo que sus servicios están…

—¡Cállate, Landa! —el grito de Raimundo retumbó en las paredes—. ¡Lárgate de aquí! ¡Quiero hablar con ella a solas!

Landa parpadeó, confundido, pero al ver la mirada asesina de su jefe, salió casi corriendo.

Raimundo se acercó a Selena. Se quedó de pie, mirándola. Selena sostuvo la mirada, esperando el regaño. Esperando el “estás despedida”.

—El Jefe Tauro me contó lo que pasó —dijo Raimundo. Su voz era un susurro ronco—. Me dijo que los guardias desaparecieron. Me dijo que te encerraron. Me dijo que cargaste a mi hijo por el fuego cuando podrías haberte salvado sola.

Selena bajó la mirada a sus manos vendadas. —Es un niño, Raimundo. No lo iba a dejar.

Raimundo se hincó. El multimillonario puso una rodilla en el suelo frío del hospital, frente a la ex-mesera. Tomó las manos de Selena entre las suyas.

—Me equivoqué —dijo él—. Pensé que mi dinero podía protegerlo de todo. Pensé que poner muros y guardias era suficiente. Pero hoy, todo mi dinero no sirvió de nada. Tú fuiste quien lo salvó. Tú.

—Alguien nos traicionó, Raimundo —susurró Selena—. Sabían que iríamos. Sabían la hora. Cortaron la luz.

Raimundo se puso de pie, y su rostro cambió. La tristeza desapareció, reemplazada por una frialdad letal. Era la cara del hombre que había destruido competidores y construido un imperio. Pero ahora, esa arma apuntaba a sus enemigos internos.

—Lo sé —dijo Raimundo—. Y voy a encontrar quién fue. Y cuando lo haga, desearán haberse quemado en ese edificio.

Capítulo Extra 5: La Alianza de Sangre

Esa noche, no regresaron a la mansión. Raimundo decidió que no era segura hasta que purgaran al equipo de seguridad.

Fueron a un “piso franco”, un departamento de alta seguridad que la empresa tenía en Polanco.

Dani ya estaba despierto, comiendo helado de limón que Selena le había pedido. Estaba asustado, pero extrañamente emocionado. —¡Fuiste como una superheroína, Selena! —decía el niño—. ¡Bam! ¡Le diste con el monitor!

Raimundo estaba en la mesa del comedor, rodeado de laptops. Había despedido a todo su equipo de seguridad externo y había traído a un grupo nuevo, ex-Mossad, recomendados por un socio israelí.

—Selena, ven a ver esto —la llamó Raimundo.

Selena cojeó hasta la mesa. En la pantalla había un video granulado. Eran las cámaras de seguridad de la calle, recuperadas por los vecinos (los mismos que ayudaron con la lona).

Se veía a los hombres de los bates huyendo en una camioneta van gris. —Hice un reconocimiento facial con el software de la empresa —explicó Raimundo—. Mira quién conduce.

La imagen se aclaró. El conductor no era un pandillero. Era el Jefe de Logística de Hinojosa Dynamics. Un hombre de confianza de Gustavo Landa.

Selena sintió un escalofrío. —Es interno. Fue un trabajo interno.

—Querían asustarnos —dijo Raimundo, apretando los puños hasta que los nudillos se pusieron blancos—. Querían que el proyecto fracasara para demostrar que mi “nueva dirección social” es un error. Estaban dispuestos a lastimar a mi hijo solo para probar un punto financiero.

Raimundo cerró la laptop. Miró a Selena y luego a Dani. —A partir de hoy, las reglas cambian. Ya no somos una corporación. Somos una familia en guerra.

Selena asintió. Ya no tenía miedo. Ya no se sentía la impostora. Había pasado por el fuego, literalmente.

—Entonces dejemos de jugar a la defensiva —dijo Selena, apoyando las manos en la mesa—. Ellos creen que somos débiles porque tenemos corazón. Vamos a demostrarles que tener corazón es lo que nos hace peligrosos. Porque nosotros tenemos algo por lo que vale la pena pelear. Ellos solo tienen codicia.

Raimundo sonrió. Era una sonrisa depredadora. —Me gusta cómo piensas, Castillo. Mañana convocamos a una junta extraordinaria. Vamos a tenderles una trampa.

Desenlace del Capítulo Extra

Este evento, “El Incidente del Mercado”, fue el punto de quiebre. Fue el momento en que Raimundo dejó de ver a Selena como una empleada valiosa y la vio como una igual. Y fue el momento en que Dani dejó de ser el niño frágil en la silla de ruedas para convertirse en el protegido de una leona.

La guerra contra Gustavo Landa apenas comenzaba, pero ahora, el trío estaba unido por algo más fuerte que contratos: estaban unidos por la supervivencia. Y en México, cuando tocas a la familia, pagas el precio.

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