EL DÍA QUE MI IMPERIO SE DERRUMBÓ: Una niña de 7 años con un suéter roto susurró mi nombre y me enseñó que yo era el hombre más pobre de México

PARTE 1 

CAPÍTULO 1: El Frío en la Cima

Mi nombre es Guillermo Navarrete. Si vives en México y lees las revistas de negocios, sabes quién soy. O al menos, crees saberlo. Soy el hombre que construyó un imperio tecnológico desde un garaje en la colonia Roma hasta dominar los rascacielos de Santa Fe. Tengo el penthouse, los autos blindados, las portadas en Forbes. Tengo el respeto de los socios y el miedo de los competidores.

Pero esa mañana de diciembre, la mañana que cambiaría mi vida para siempre, yo no era más que un hombre vacío envuelto en un traje de cien mil pesos.

El aire acondicionado de la sala de juntas estaba programado para mantenernos alertas, pero el frío que yo sentía no venía de los ductos de ventilación. Venía de adentro. Estaba sentado a la cabecera de una mesa de caoba que parecía interminable, rodeado de ejecutivos que parloteaban sobre el crecimiento trimestral, el EBITDA y la expansión al mercado asiático. Sus voces eran un zumbido molesto, como moscas atrapadas en un frasco.

Miré por el ventanal de piso a techo. La Ciudad de México se extendía bajo mis pies, una bestia gris y brumosa que respiraba smog y caos. Desde aquí arriba, la gente no eran personas; eran hormigas. Puntos insignificantes moviéndose por Reforma. Yo me sentía un dios intocable en mi torre de marfil y acero.

—Señor Navarrete, ¿está de acuerdo con la proyección para el Q1? —preguntó uno de los directores, sacándome de mi trance.

Parpadeé, ajustando mi reloj Patek Philippe. —Háganlo. No me importa cómo, solo quiero ver los números en verde para el lunes.

Mi voz sonó firme, autoritaria. La voz del “Patrón”. Pero por dentro, una pregunta me carcomía, la misma que me asaltaba en las noches de insomnio cuando el silencio de mi departamento de 400 metros cuadrados se volvía ensordecedor: ¿Es esto todo?

No tenía a nadie esperando en casa. No había risas en los pasillos, no había nadie con quien compartir el éxito. Solo yo y mi reflejo en el espejo.

Mientras yo decidía el destino de millones de dólares con un gesto de mi mano, 40 pisos más abajo, el destino estaba a punto de entrar por la puerta giratoria.

El viento afuera era cruel ese día. Un frente frío había golpeado la capital, de esos que calan hasta los huesos. Y ahí estaba ella.

Sofía.

No tenía más de siete años. Llevaba un suéter que alguna vez debió ser rosa, pero ahora era de un gris sucio, lleno de pelusa y con un agujero evidente en el codo por donde se asomaba su piel morena y chinita de frío. Sus tenis eran de lona, sin marca, y podía jurar que le quedaban grandes.

Se paró frente a las inmensas puertas de cristal de mi edificio. Los empleados entraban y salían, hombres de negocios con prisa, mujeres con tacones altos y bolsas de marca, todos ignorándola. Para ellos, ella era parte del paisaje urbano de México: la pobreza que aprendemos a no ver para no sentirnos mal. Un “estorbo” visual en la entrada de nuestro templo corporativo.

Pero Sofía no pedía monedas. No vendía chicles.

Ella pegó su manita contra el cristal frío. Su aliento creó una pequeña nube de vapor en la puerta. Sus ojos, grandes y oscuros, buscaban algo dentro de ese mundo de lujo que le era tan ajeno.

—Vine a buscar a mi papá —susurró, tan bajito que el viento casi se lleva sus palabras—. Se llama Guillermo.

Nadie la escuchó. La gente la esquivaba como si fuera contagiosa. Ella temblaba, abrazándose a sí misma, tratando de conservar el poco calor que le quedaba en su cuerpecito desnutrido.

Hasta que Claudia, la recepcionista del lobby, levantó la vista. Claudia es una mujer de Iztapalapa que se mata trabajando para mantener a sus dos hijos. Ella tiene ese radar maternal que los millonarios como yo perdimos hace mucho. Vio a la niña y no vio a una pordiosera; vio a una criatura en peligro.

Salió de su mostrador y se acercó a la entrada automática. —¿Mija? —le dijo con voz dulce, agachándose a su altura—. ¿Estás perdida, corazón? ¿Dónde está tu mamá?

Sofía la miró y, por un segundo, pareció que iba a llorar. Pero se tragó las lágrimas con una valentía que no correspondía a su edad. Sacó un papelito de la bolsa de su pantalón. Estaba doblado en cuatro, manchado de tierra y sudor. Lo apretaba como si fuera un boleto de lotería ganador.

—No estoy perdida —dijo Sofía, y su voz tembló, no por miedo, sino por el frío—. Busco a mi papá. Mi mamá me dijo que trabaja aquí. Se llama Guillermo.

Claudia frunció el ceño. —¿Guillermo? Hay muchos Guillermos aquí, nena. ¿Sabes su apellido?

Sofía negó con la cabeza. Extendió el papelito. —Aquí dice. Mamá lo escribió antes de… antes de dormirse.

Claudia tomó el papel con cuidado. Lo desdobló. Sus ojos se abrieron como platos al leer el nombre completo escrito con una caligrafía temblorosa, apenas legible, como si hubiera sido escrita con las últimas fuerzas de alguien.

Guillermo Navarrete.

Claudia miró hacia arriba, hacia el techo abovedado, como si pudiera ver a través de los 40 pisos de concreto hasta mi oficina. Sintió un hueco en el estómago.

—Ay, Dios mío —murmuró—. Ven, mi niña. Entra, que aquí afuera te vas a congelar.

CAPÍTULO 2: Ecos de un Pasado Olvidado

Arriba, en la sala de juntas, mi celular vibró. Lo ignoré. Vibró de nuevo. Y una tercera vez.

Gruñí, molesto. —Disculpen un momento —dije a los directivos, que callaron al instante.

Miré la pantalla. Era la recepción. Raro. Claudia sabía que no debía molestarme durante la junta de consejo a menos que el edificio se estuviera incendiando.

—¿Qué pasa? —contesté secamente.

—Licenciado Navarrete… perdóneme por interrumpir —la voz de Claudia temblaba—. Pero… hay una situación aquí abajo.

—¿Qué tipo de situación? Si es prensa, diles que no estoy. Si es una demanda, pásalo a jurídico.

—No, señor. Es… es una niña.

Me recargué en mi silla de piel, frotándome la sien. —¿Una niña? ¿Qué hace una niña en el corporativo? ¿Se perdió de una excursión? Llama a la policía o al DIF para que vengan por ella.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Un silencio pesado, incómodo. —Señor… ella dice que viene a buscarlo a usted. Dice que usted es su papá.

El tiempo se detuvo.

Sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago. El aire se escapó de mis pulmones. Mis ejecutivos me miraban, notando cómo mi cara perdía color.

—¿De qué demonios estás hablando? —siseé, bajando la voz para que los demás no escucharan—. Eso es ridículo. Es alguna estafa. Seguramente alguien la mandó para sacarme dinero. Sácala de ahí.

—Señor… —Claudia insistió, algo que nunca hacía—. Trae una nota. Con su nombre. Y… señor, la niña se parece. Tiene sus ojos. Y dice que su mamá se llamaba Elena.

Elena.

El nombre cayó sobre mí como una losa de concreto.

De repente, ya no estaba en la sala de juntas. Mi mente viajó ocho años atrás. A una época antes de los trajes italianos y las acciones en la bolsa. A un pequeño departamento en la colonia Narvarte, con olor a café de olla y libros viejos.

Elena. La mujer con la risa más bonita que había escuchado. La mujer que me amaba cuando yo no era nadie. La mujer a la que abandoné porque “interfería con mis planes”.

Recuerdo la última vez que la vi. Ella lloraba en la puerta. Me quería decir algo. “Guillermo, espera, tengo que decirte…”, me suplicó. Pero yo tenía prisa. Tenía una entrevista con inversionistas en Nueva York. Le dije que no tenía tiempo, que le mandaría un cheque. Me fui sin mirar atrás. Nunca respondí sus llamadas. Cambié mi número. Enterré ese capítulo de mi vida bajo capas de ambición y éxito.

—¿Señor? —la voz de Claudia me trajo de vuelta.

Tragué saliva. Mi garganta se sentía como si hubiera tragado vidrio. —Voy para allá —dije, y colgué.

Me levanté de la silla tan bruscamente que ésta se volcó hacia atrás con un estruendo. —Se acabó la junta —anuncié. —Pero señor Navarrete, los números… —empezó a decir el director financiero. —¡Que se acabó la maldita junta! —grité, y salí azotando la puerta.

Caminé hacia el elevador como un autómata. Mi corazón martilleaba contra mis costillas. ¿Elena? ¿Una hija? No puede ser. Es imposible. Me repetía a mí mismo que era un error, una coincidencia cruel.

Pero mientras el elevador descendía, piso por piso, el miedo comenzó a trepar por mi espalda. ¿Qué había hecho? ¿Qué había ignorado todos estos años?

Las puertas del elevador se abrieron en el lobby con un suave ding.

Y entonces la vi.

Estaba sentada en uno de los sillones de espera de diseño vanguardista. Se veía tan pequeña, tan fuera de lugar entre el lujo minimalista. Sus pies colgaban sin tocar el suelo, balanceándose nerviosamente. Sostenía una taza de chocolate caliente que Claudia le había conseguido, y soplaba el vapor con cuidado.

Me detuve en seco. Mis zapatos de suela de cuero resbalaron un poco en el mármol.

Ella levantó la vista.

Nuestros ojos se encontraron. Y fue como mirarme en un espejo del tiempo. Esos ojos. Esa forma de fruncir el ceño, con esa mezcla de curiosidad y desafío. Eran mis ojos. Pero en un rostro que tenía la dulzura de Elena.

Sentí que mis rodillas flaqueaban. El gran Guillermo Navarrete, el tiburón de los negocios, se sintió de repente como un niño asustado.

Caminé hacia ella despacio. Los empleados del lobby se quedaron en silencio, observando la escena. Sabían que algo inusual estaba pasando. El “Jefe” nunca bajaba al lobby. Y mucho menos se acercaba a gente así.

Llegué frente a ella. Sofía dejó la taza en la mesita de cristal con un tintineo tembloroso. Se bajó del sillón y se puso de pie, irguiéndose cuan alta era. Me llegaba apenas a la cintura.

—¿Tú eres Guillermo? —preguntó. Su voz era firme, aunque sus labios estaban resecos por el frío.

Asentí, incapaz de hablar.

Ella metió la mano en su bolsillo y sacó ese papelito arrugado. Me lo extendió. —Mi mamá me dijo que te diera esto. Dijo que tú sabrías qué hacer.

Tomé el papel. Mis manos, que firmaban cheques de millones sin temblar, ahora se sacudían incontrolablemente. Lo desdoblé.

Reconocí la letra al instante. Era la letra de Elena. Pero estaba distorsionada, débil, escrita con dolor.

“Guillermo, Si estás leyendo esto, es porque ya no estoy. Luché tanto como pude, Memo, te lo juro. Pero el cáncer fue más rápido que mis fuerzas. Esta es Sofía. Tu hija. Nació siete meses después de que te fueras a Nueva York. Nunca quise atarte, nunca quise detener tu vuelo, por eso no te busqué. Pero ahora no tengo a nadie más. Ella no tiene a nadie más. Por favor, no la dejes sola en este mundo. Ella es lo mejor que hicimos. Sálvala. Con amor, siempre, Elena.”

El papel se me resbaló de los dedos.

Miré a la niña. Ella me miraba con una mezcla de esperanza y terror. —Mi mamá se fue al cielo hace dos semanas —dijo Sofía, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla sucia—. Me sacaron del cuartito donde vivíamos porque no pude pagar la renta. He dormido en la calle dos días. Tengo mucha hambre, señor Guillermo.

La palabra Señor me golpeó más fuerte que un insulto.

—¿Tienes… hambre? —logré susurrar.

—Sí. Y frío. Pero Mamá dijo que no llorara. Dijo: “Ve con tu papá, él es un hombre importante, él te va a querer”.

Sentí cómo se me quebraba el alma. Esa mujer, a la que yo había abandonado, le había hablado bien de mí a nuestra hija hasta su último aliento. Le había prometido un padre que no existía. Un padre que estaba demasiado ocupado comprando yates mientras ellas no tenían para la renta.

El dolor fue insoportable. Un sollozo se atoró en mi garganta, un sonido gutural que nunca antes había emitido.

Ignoré a los guardias de seguridad. Ignoré a los clientes que entraban. Ignoré mi traje de diseñador.

Ahí, en medio del lobby más lujoso de México, caí de rodillas.

El impacto de mis rodillas contra el mármol resonó en todo el salón. Quedé a la altura de Sofía. Ya no era el gigante. Ahora yo era el pequeño.

—Perdóname —lloré, y las lágrimas empezaron a caer sobre mis mejillas rasuradas, mojando mi camisa de seda—. Perdóname, mi niña. Perdóname, Elena.

Sofía se quedó quieta un momento, sorprendida por ver al “hombre importante” derrumbado frente a ella. Luego, con esa inocencia que solo los niños conservan a pesar de la crueldad del mundo, dio un paso adelante.

Levantó su manita sucia y fría, y tocó mi cara. —¿Por qué lloras? —preguntó—. ¿Estás triste también?

Ese gesto me terminó de destruir. Me abalancé hacia ella y la abracé. La abracé con una fuerza desesperada, enterrando mi cara en su suéter sucio que olía a humo y a calle, pero que para mí olía a la única verdad que me quedaba.

—Soy tu papá, Sofía —sollocé contra su hombro—. Soy tu papá y nunca, escúchame bien, nunca más vas a tener frío. Nunca más vas a estar sola.

Sentí sus bracitos flacos rodear mi cuello. Y por primera vez en mi vida, sentí que era rico de verdad.

Pero la historia no termina aquí. De hecho, el verdadero reto apenas comenzaba. Porque convertirte en padre no es solo firmar un papel o comprar comida. Tenía que ganarme su corazón, y tenía que enfrentar los demonios de mi pasado que ahora me miraban desde los ojos de mi hija.

Lo que pasó después sacudió a toda la alta sociedad de México.

(PARTE 2 DE 5)

CAPÍTULO 3: El Peso de una Pluma

Levanté a Sofía en mis brazos. Lo que más me impactó no fue la suciedad en su ropa, ni el olor a humedad que desprendía su cabello enmarañado. Fue su peso. Pesaba tan poco… se sentía ligera como una pluma, como un pajarito hueco. Una niña de siete años no debería sentirse así de frágil, como si una ráfaga de viento fuerte pudiera quebrarla.

Caminé hacia los elevadores privados, esos que solo yo y los socios principales teníamos derecho a usar. Mi asistente, Roberto, un joven ambicioso que siempre estaba pegado a su iPad, corrió tras de mí, pálido como el papel.

—Señor Navarrete… —balbuceó, mirando con horror el contraste entre mi traje italiano manchado de lágrimas y la niña harapienta en mis brazos—. ¿Qué… qué hago? Tengo al Secretario de Economía en la línea dos y la junta con los japoneses es en veinte minutos. ¿Llamo a seguridad? ¿Quiere que…?

Me detuve y me giré lentamente. Mis ojos, rojos e hinchados, debieron de asustarlo, porque dio un paso atrás.

—Cancela todo, Roberto —dije con una voz que sonaba extraña, rasposa, como si no la hubiera usado en años. —¿Todo, señor? Pero la fusión con… —¡Dije todo! —rugí, y mi voz retumbó en el lobby de mármol, haciendo que hasta los guardias de la entrada se tensaran—. Cancela la agenda de hoy, la de mañana y la del resto de la semana. Y pide que suban comida a mi oficina. Ahora. Sopa, pan, leche caliente. Lo que sea que nutra. ¡Muévete!

Roberto asintió frenéticamente y corrió hacia el mostrador.

Entré al elevador y las puertas se cerraron, aislándonos del murmullo y los juicios del mundo exterior. En el silencio de la cabina ascendente, Sofía se tensó. Se aferró a mi saco, arrugando la solapa de seda.

—¿A dónde vamos? —susurró, con los ojos muy abiertos mirando los botones iluminados. —Vamos arriba, a mi oficina —le contesté, tratando de suavizar mi tono—. Ahí está calientito. Ahí vas a estar segura.

Ella me miró, estudiándome. —¿Eres rico, verdad? —preguntó con una inocencia brutal. —Supongo que sí —admití, sintiendo una punzada de vergüenza. —Mamá decía que eras un rey —dijo ella, recargando su cabecita en mi hombro—. Decía que vivías en un castillo en el cielo.

Cerré los ojos, conteniendo las lágrimas. Elena, mi dulce Elena, había convertido mi abandono egoísta en un cuento de hadas para proteger el corazón de nuestra hija. Yo no era un rey. Era un villano que vivía en una torre de marfil.

Cuando llegamos al piso 40, el piso ejecutivo, el ambiente cambió. Aquí no había ruido, solo el zumbido suave de la eficiencia corporativa. Llevé a Sofía a través del pasillo principal. Las secretarias y analistas levantaban la vista de sus computadoras y se quedaban congelados. Nadie se atrevía a decir una palabra, pero sus miradas lo decían todo: ¿Qué hace el Gran Jefe con una niña de la calle?

Entré a mi oficina y cerré la puerta con el pie. El mundo se quedó afuera.

La senté en mi silla, esa silla ergonómica de piel importada desde la que había despedido gente y cerrado tratos despiadados. Sofía se veía diminuta en ella, como una muñeca perdida en un trono de gigantes.

Observó la habitación con asombro. Los estantes llenos de libros que nunca leía, los premios de “Empresario del Año” que solo servían para alimentar mi ego, y la vista panorámica de la Ciudad de México. Se acercó al ventanal, dejando marcas de sus deditos en el vidrio impecable.

—Se ve todo chiquito desde aquí —murmuró—. Allá abajo… allá abajo hace mucho frío.

—Ya no vas a tener frío, Sofía —le prometí, acercándome a ella.

En ese momento, la puerta se abrió. Un camarero del comedor ejecutivo entró empujando un carrito con platos de plata cubiertos. Dejó la comida en la mesa de juntas y se retiró rápido, sin hacer preguntas, aunque sus ojos no dejaban de mirar los zapatos rotos de mi hija sobre la alfombra persa.

Levanté las tapas. Había caldo de pollo humeante, pan recién horneado, fruta picada y un vaso de leche tibia. El olor llenó la oficina, un aroma a hogar que chocaba violentamente con la frialdad del acero y el vidrio.

—Ven a comer —le dije.

Sofía no necesitó que se lo dijera dos veces. Se sentó a la mesa, sus pies colgando lejos del suelo. Agarró la cuchara con una mano temblorosa. Sopló el caldo y se llevó la primera cucharada a la boca.

Cerró los ojos y soltó un suspiro largo, profundo, que me rompió el corazón. No era un suspiro de placer; era el suspiro de alguien que ha estado sobreviviendo, no viviendo.

Comió con desesperación al principio, pero luego se obligó a ir más despacio, como si temiera que la comida fuera a desaparecer si no tenía cuidado. Yo me senté frente a ella, incapaz de probar bocado, solo mirándola. Cada bocado que ella daba era una acusación silenciosa contra mí. Yo había cenado en los mejores restaurantes de Polanco, había tirado comida solo porque estaba “fría”, mientras mi propia sangre pasaba hambre.

—¿Está rico? —pregunté, con la voz hecha un nudo.

Ella asintió con la boca llena de pan. Luego, se detuvo. Bajó el pan y me miró con esos ojos grandes y tristes. —¿Tú siempre comes así?

—Sí… bueno, a veces. —Mamá y yo a veces compartíamos un bolillo —dijo en voz baja, mirando su plato—. Le poníamos poquita crema si había dinero. Ella siempre me daba la parte más grande. Decía que no tenía hambre, pero yo escuchaba cómo le rugía la panza en la noche.

Me levanté bruscamente y caminé hacia la ventana, dándole la espalda. No quería que me viera llorar otra vez. Apreté los puños hasta que mis nudillos se pusieron blancos. La imagen de Elena, hambrienta, dándole su comida a nuestra hija, mientras yo brindaba con champaña en algún evento social, era insoportable.

Maldito seas, Guillermo, pensé. Maldito seas mil veces.

—¿Estás enojado? —la voz de Sofía sonó asustada a mis espaldas.

Me giré rápido, forzando una sonrisa que debió verse dolorosa. —No, mi vida. No estoy enojado contigo. Estoy enojado conmigo. Come, por favor. Termínatelo todo.

Sofía volvió a su comida, pero con cautela. Mientras comía, sacó el papelito arrugado de su bolsillo, la carta de Elena, y lo puso junto a su plato, como si necesitara asegurarse de que era real, de que esto estaba pasando.

—Mamá dijo que el amor llena la panza cuando la comida no alcanza —dijo ella de repente, rompiendo el silencio—. Pero… creo que el caldito de pollo ayuda más.

Solté una risa corta, ahogada, que se transformó en un sollozo. Me acerqué y le besé la cabeza, sintiendo la grasa y el polvo de su cabello en mis labios. —Vamos a casa, Sofía. Ya fue suficiente de este lugar.

CAPÍTULO 4: La Noche más Larga

Salir del edificio fue una odisea. Aunque había ordenado a Roberto que despejara el camino, sentía las miradas clavadas en mi espalda como cuchillos. Bajamos al estacionamiento subterráneo. Mi chofer, Carlos, un exmilitar corpulento que había visto de todo, abrió los ojos como platos cuando me vio llegar con la niña de la mano.

—¿Patrón? —preguntó, con la mano en la puerta de la Suburban blindada. —A la casa, Carlos. Y maneja con cuidado. Traigo carga preciosa.

Carlos, profesional como siempre, asintió y abrió la puerta trasera. Tuve que ayudar a Sofía a subir; la camioneta era tan alta que ella no alcanzaba el estribo. Se sentó en los asientos de piel color crema, mirando todo con asombro, tocando los controles de la ventana, las pantallas en los respaldos.

—¿Es tu carro? —preguntó—. Parece una nave espacial. —Es solo un carro, Sofía.

El trayecto hacia Lomas de Chapultepec fue silencioso. La ciudad pasaba volando afuera de los vidrios tintados. Sofía pegó la nariz a la ventana, viendo las luces de la ciudad encenderse conforme caía la tarde. Para ella, la Ciudad de México había sido un monstruo de frío y hambre; ahora, desde la seguridad de mi camioneta, se veía como un mar de luciérnagas.

Llegamos a mi edificio. El portero nos saludó, disimulando mal su sorpresa. Subimos al penthouse.

Cuando abrí la puerta de mi departamento, el silencio nos recibió. Era un espacio inmenso, decorado por uno de los mejores interioristas de Italia. Minimalista, elegante, frío. Todo era gris, blanco y negro. No había fotos, no había desorden, no había vida.

Sofía entró despacio, sus tenis sucios haciendo un ruido chirriante sobre el piso de mármol pulido. Se abrazó a sí misma.

—Es muy grande —susurró, y su voz hizo eco en la sala vacía—. ¿Vives aquí solito? —Sí —respondí, cerrando la puerta y sintiendo por primera vez lo patético que era eso—. Vivo aquí solo.

—¿No te da miedo? —¿Miedo de qué? —De los monstruos. Mamá decía que los monstruos salen cuando hay mucho silencio.

Tragué saliva. Mis monstruos eran diferentes a los suyos, pero sí, salían en el silencio.

—Sofía, necesitas un baño —dije, tratando de cambiar el tema y de tomar el control de la situación—. Y ropa limpia.

Me di cuenta de que no tenía nada para ella. Ni ropa, ni juguetes, ni cepillo de dientes. Nada. Saqué mi celular y llamé a mi ama de llaves, la señora Marta, que ya se había ido a su casa.

—Marta, necesito que vengas. Y necesito que pases a comprar ropa de niña. Talla… —miré a Sofía, tan pequeña y flaca— talla seis o siete. Pijamas, ropa interior, vestidos, zapatos. Todo. Es una emergencia. Te pagaré el triple.

Mientras Marta llegaba, llevé a Sofía al baño principal. Era un cuarto de baño más grande que el departamento entero donde seguramente ella vivía con Elena. Abrí la llave de la tina, una inmensa bañera de hidromasaje, y dejé que el agua caliente llenara el espacio con vapor.

—¿Sabes bañarte solita? —le pregunté, sintiéndome torpe e inútil. Ella asintió. —Bueno. Aquí hay jabón, champú… toallas. Yo… te espero afuera. Deja tu ropa sucia en el suelo. La vamos a tirar. —¿Tirar? —abrió los ojos—. Pero es mi suéter favorito. Mamá me lo compró en el tianguis. —Te compraré uno nuevo. Uno mejor. —No quiero uno mejor —dijo ella con firmeza, abrazando sus brazos—. Quiero este. Huele a ella.

Sentí otro golpe en el pecho. —Está bien. No lo tiraremos. Lo lavaremos para que huela rico, pero lo guardaremos. ¿Trato? —Trato.

Salí y cerré la puerta. Me recargué contra la pared del pasillo y me deslicé hasta el suelo, aflojándome la corbata. Escuché el agua correr y luego, el chapoteo suave.

Veinte minutos después, Marta llegó con bolsas de Liverpool. Entró agitada, pero cuando vio mi cara, su expresión cambió a una de compasión. Le entregué las cosas y ella entró al baño para ayudar a Sofía.

Cuando salieron, Sofía parecía otra niña. Llevaba una pijama de franela rosa con ositos y el cabello mojado y peinado hacia atrás. Pero lo que me heló la sangre fue verla limpia. Sin la mugre y la ropa holgada, su delgadez era extrema. Sus pómulos sobresalían demasiado. Sus muñecas eran ramitas. Y en sus brazos había moretones viejos, marcas de la vida dura que había llevado.

La llevé a la habitación de huéspedes. Era un cuarto gris, impersonal, destinado a socios de negocios que se quedaban a dormir después de cerrar tratos. Marta había tendido la cama con sábanas frescas.

Sofía se trepó a la cama enorme. Se veía perdida entre tantos almohadones.

—Gracias, Guillermo —dijo ella, bostezando. El calor del baño y la comida finalmente la estaban venciendo. —Dime papá —corregí suavemente, sentándome al borde de la cama.

Ella me miró fijamente, con esos ojos oscuros que parecían leer mi alma. —¿De verdad eres mi papá? —Sí. Lo soy. —Entonces… ¿por qué no viniste antes?

La pregunta quedó flotando en el aire, pesada y tóxica.

Podría haberle mentido. Podría haberle dicho que no sabía dónde estaban, que el correo se perdió, que el destino nos separó. Pero no podía mentirle a esos ojos.

—Porque fui un tonto, Sofía —dije con la voz quebrada, tomando su manita entre las mías—. Porque creí que había cosas más importantes que el amor. Me equivoqué. Perdí el tiempo persiguiendo dinero y me perdí de conocerte. Me perdí de estar con tu mamá. Y eso es algo que nunca me voy a perdonar.

Sofía apretó mi mano. Sus dedos eran cálidos. —Mamá dijo que los adultos cometen errores. Dijo que a veces se pierden, como cuando yo me pierdo en el súper. Pero dijo que lo importante es que encuentren el camino de regreso.

Me incliné y besé su frente. —Ya regresé, Sofía. Ya estoy aquí.

—¿Te vas a ir cuando me duerma? —preguntó, con el miedo volviendo a su voz—. A veces sueño que estoy sola en la calle otra vez y hace mucho frío.

—No me voy a ir —le prometí—. Voy a estar aquí sentado, en esta silla, toda la noche. Si abres los ojos, aquí voy a estar. Si tienes una pesadilla, aquí voy a estar. Nunca más vas a despertar sola.

Ella asintió, satisfecha. Sus párpados se cerraron. —Buenas noches, papá —susurró.

—Buenas noches, princesa.

Me quedé ahí, en la penumbra de la habitación, escuchando su respiración suave. Mi teléfono vibró en mi bolsillo. Eran mensajes de mis socios, correos urgentes, notificaciones de la bolsa de valores. Saqué el teléfono, lo miré un segundo y lo apagué. Lo dejé sobre la mesa de noche.

Esa noche, velando el sueño de mi hija en mi penthouse de millones de dólares, me di cuenta de que era la primera noche significativa de mi vida. Afuera, la Ciudad de México rugía, pero adentro, en ese cuarto silencioso, mi verdadero imperio apenas comenzaba a construirse sobre los cimientos del perdón de una niña de siete años.

Pero el destino es caprichoso. Justo cuando creí que lo peor había pasado, que el amor sería suficiente para arreglarlo todo, no sabía que el pasado todavía tenía cuentas pendientes por cobrar. Sofía tenía secretos en ese cuaderno que cargaba, y su salud, minada por meses de pobreza, estaba a punto de darnos el susto más grande de nuestras vidas.

(PARTE 3 DE 5)

CAPÍTULO 5: La Fiebre y el Fantasma de la Culpa

El silencio en el penthouse no duró mucho.

A eso de las 3:00 de la madrugada, un sonido rasgó la tranquilidad de Lomas de Chapultepec. No fue una sirena, ni el viento golpeando los ventanales blindados. Fue algo mucho más pequeño, pero mucho más aterrador: una tos. Seca, profunda, como si viniera desde el fondo de un pecho demasiado pequeño para contenerla.

Me desperté de golpe en el sillón donde montaba guardia. El cuello me dolía por la mala postura, pero eso no importaba. Corrí hacia la cama.

Sofía estaba empapada en sudor. Se revolvía entre las sábanas de algodón egipcio, murmurando cosas ininteligibles. Puse mi mano en su frente y la retiré casi al instante, asustado. Estaba ardiendo. Literalmente quemaba.

—¿Sofía? —la llamé, encendiendo la lámpara de noche con manos temblorosas—. Mija, despierta.

Ella abrió los ojos a medias, pero no me veía. Sus pupilas estaban dilatadas, perdidas en la neblina de la fiebre. —Mamá… —gimió, y su voz era un hilo ronco—. Mamá, tengo frío. No apagues la vela, mamá.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Estaba alucinando.

—No soy mamá, Sofía. Soy papá. Soy Guillermo.

Pero ella no me escuchaba. Empezó a temblar violentamente, sus dientes castañeteando. El pánico se apoderó de mí. Yo, el hombre que resolvía crisis financieras con una llamada, no tenía idea de qué hacer con una niña enferma.

Saqué mi teléfono y marqué el número de mi médico personal, el Dr. Salazar, uno de los internistas más prestigiosos del Hospital ABC.

—¿Guillermo? —contestó con voz adormilada—. Son las tres de la mañana… —Ven a mi casa. Ahora —ordené, mi voz quebrándose—. Es una emergencia. Es mi hija. —¿Tu hija? No sabía que tenías… —¡Maldita sea, Salazar! ¡Solo ven! ¡Trae todo lo que tengas! ¡Está ardiendo en fiebre!

Los veinte minutos que tardó en llegar fueron los más largos de mi existencia. Intenté darle agua, pero la vomitó. Le puse paños húmedos en la frente, como había visto en las películas, pero el calor de su cuerpo los secaba en segundos.

Sofía seguía hablando con fantasmas. —Ya voy, mami… espérame… ya no duele…

Esas palabras me destrozaron. Me arrodillé junto a la cama, agarrando su manita hirviendo. —No, no, no. No vas a ir a ningún lado, Sofía. No te atrevas. Acabo de encontrarte. No puedes hacerme esto.

Empecé a rezar. Yo, que no había pisado una iglesia desde la primera comunión. Yo, que creía que Dios era un invento para los pobres. Recé con desesperación. “Dios, si existes, no te la lleves. Llévame a mí. Quítame todo. Quítame la empresa, el dinero, el penthouse. Tírame a la calle si quieres, pero déjala a ella”.

Cuando el Dr. Salazar llegó, entró con su maletín y una enfermera privada. Me apartaron de la cama suavemente pero con firmeza. Vi cómo la auscultaban, cómo le ponían un termómetro, cómo le inyectaban algo en su bracito flaco.

—¿Qué tiene? —exigí saber, paseándome por el cuarto como un león enjaulado.

Salazar se quitó el estetoscopio y suspiró. —Neumonía, Guillermo. Sus pulmones están muy comprometidos. Está desnutrida, sus defensas están por los suelos. El frío de estos días… su cuerpo simplemente colapsó.

—¿Se va a morir? —pregunté, y la sola idea hizo que se me doblaran las piernas.

Salazar me miró con seriedad. —Es grave. En un hospital público, tal vez no la contaría. Pero aquí tenemos los recursos. Le acabamos de poner antibióticos de amplio espectro y algo para bajar la fiebre. Las próximas 24 horas son críticas. Si la fiebre no cede… tendremos que internarla en terapia intensiva.

—Haz lo que tengas que hacer. Compra el hospital si es necesario. Pero sálvala.

Esa noche no dormí. Me senté en una silla junto a su cama, escuchando el monitor portátil que Salazar había instalado. El bip-bip-bip rítmico era lo único que me ataba a la cordura.

Miraba su carita pálida, sus ojeras marcadas, y la culpa me golpeaba una y otra vez. Esto es mi culpa, pensaba. Si hubiera contestado esa llamada hace años… si no hubiera sido tan cobarde… ella habría tenido calefacción, buena comida, vacunas. No estaría luchando por respirar en una cama que le queda grande.

Al amanecer, la fiebre seguía alta. Sofía se despertó un momento, lúcida por unos segundos. Me vio ahí, con la misma ropa del día anterior, la barba crecida, los ojos rojos.

—Papá… —susurró. —Aquí estoy, princesa. Aquí estoy. —¿Te vas a ir a trabajar?

Me incliné y besé sus dedos. —Nunca más. Mi trabajo es cuidarte. Tú eres mi trabajo ahora.

Ella intentó sonreír, pero fue una mueca débil. —Mamá dijo que eras guapo… —murmuró, cerrando los ojos otra vez—. Pero te ves… cansado.

Y se volvió a dormir.

Lloré en silencio mientras el sol salía sobre la ciudad contaminada. Me di cuenta de que todo mi dinero, todos mis millones, eran papel mojado frente a la fragilidad de la vida. Podía comprar edificios, pero no podía comprar salud. Podía comprar tiempo aire en televisión, pero no podía comprarle más tiempo de vida a mi hija si el destino decidía llevársela.

Fue la lección de humildad más brutal que he recibido. Ahí, en la penumbra, el Gran Guillermo Navarrete murió, y en su lugar, nació un padre aterrorizado.

CAPÍTULO 6: El Cuaderno de los Secretos y la Promesa de Piedra

Pasaron dos días de infierno. Dos días de inyecciones, de sueros, de paños fríos y de miedo constante. Pero al tercer día, el milagro ocurrió.

Estaba dormitando en la silla cuando sentí un toque en mi mano. Abrí los ojos. Sofía me miraba. Sus ojos ya no tenían el brillo vidrioso de la fiebre. Estaban claros.

—Tengo hambre —dijo.

Nunca dos palabras me habían sonado tan gloriosas. Me levanté de un salto y llamé a gritos a Marta. —¡Caldo! ¡Gelatina! ¡Lo que pida!

La recuperación fue lenta. Sofía estaba débil, demasiado débil para levantarse de la cama. Así que yo trasladé mi oficina a su cuarto. Le pedí a Roberto que trajera mi laptop y algunos documentos, pero la verdad es que apenas los miraba. Pasaba las horas leyéndole cuentos, contándole historias de cuando yo era niño (omitía las partes tristes), y simplemente mirándola respirar.

Una tarde, mandé a pedir algo especial. Llegó una caja de una papelería de lujo. Me senté en la orilla de la cama.

—Tengo algo para ti —le dije.

Sofía se incorporó, apoyándose en las almohadas. Sus ojos brillaron con curiosidad. Abrí la caja y saqué un cuaderno. No era cualquier cuaderno. Era de piel suave, color caramelo, con hojas de papel grueso y cremoso. Junto a él, un estuche con lápices de colores profesionales y plumas de tinta negra.

—¿Es para mí? —preguntó, acariciando la piel del cuaderno. —Sí. Dijiste que te gustaban los cuentos de tu mamá. Pensé que tal vez… querrías escribir los tuyos. O dibujar. Lo que quieras.

Ella lo tomó como si fuera un tesoro sagrado. Lo olió. —Huele a nuevo. —Es para que escribas tu nueva vida, Sofía. Las páginas están vacías porque el pasado ya pasó. Lo que importa es lo que escribas de aquí en adelante.

Ella me sonrió, una sonrisa que por fin llegaba a sus ojos. Abrió el estuche y sacó un color azul. Se puso a dibujar con concentración absoluta, la punta de la lengua asomando por la comisura de sus labios.

Me quedé observándola, sintiendo una paz que no conocía.

Unos días después, cuando el Dr. Salazar le dio el alta para salir, supe lo que teníamos que hacer. Había una visita pendiente. Una que me aterraba, pero que era necesaria.

—Vístete, Sofía. Vamos a salir. Pero abrígate bien.

Le puse un abrigo nuevo de lana, bufanda, gorro y guantes. Parecía un esquimalito. Carlos nos llevó en la camioneta, pero esta vez no fuimos a ningún parque ni centro comercial. Fuimos hacia el norte de la ciudad, hacia el Panteón Francés.

El cielo estaba gris, amenazando lluvia. El cementerio era un laberinto de mármol y piedra gris. Sofía me agarraba la mano con fuerza mientras caminábamos entre las tumbas. Ella sabía a dónde íbamos sin que yo se lo dijera.

Llegamos a la sección más modesta. Allí, bajo un árbol desnudo por el invierno, había una lápida sencilla. La tierra todavía estaba removida. No había mármol importado, solo una cruz de madera provisional y una placa de metal pequeña.

Elena Ramírez. 1990 – 2023. Amada madre.

El aire se me atoró en el pecho. Ver su nombre ahí, tan definitivo, tan frío… fue como recibir el golpe final de realidad. Elena estaba muerta. La mujer que me había amado, la madre de mi hija, estaba bajo tres metros de tierra fría.

Sofía soltó mi mano y corrió hacia la tumba. Se arrodilló en el pasto seco sin importarle ensuciar su abrigo nuevo.

—Hola, mami —dijo con voz alegre, como si su madre estuviera sentada ahí tomando café—. Perdón que no vine antes. Me enfermé un poquito, pero papá me cuidó. Me dio medicinas y me leyó cuentos.

Papá. La palabra resonó en el cementerio silencioso.

—Ya lo encontré, mami —continuó Sofía, acariciando la cruz de madera—. Tenías razón. Es bueno. Me compró un cuaderno y me deja comer todo el pan que quiera. Ya no tenemos frío.

Me acerqué lentamente. Mis piernas pesaban toneladas. Me arrodillé junto a mi hija. El pasto húmedo mojó mis pantalones de vestir, pero no me importó. Puse mi mano sobre la tierra. Estaba helada.

—Elena… —susurré, y mi voz se quebró—. Soy yo. Soy Memo.

Sofía me miró, observando cómo las lágrimas corrían por mi cara sin control.

—Perdóname —le dije a la tierra—. Perdóname por no estar. Perdóname por dejarte sola con todo el peso. Fui un cobarde y un imbécil. No merezco a la hija que criaste. Es… es perfecta, Elena. Es igualita a ti.

El viento sopló, moviendo las ramas del árbol sobre nosotros. Sentí una extraña calidez, como si alguien me hubiera puesto una mano en el hombro.

—Te juro… —alcancé a decir, ahogado en llanto— te juro por mi vida que la voy a cuidar. Voy a vivir para ella. No le va a faltar nada. Ni dinero, ni amor, ni tiempo. Voy a ser el padre que tú soñaste para ella. Descansa, Elena. Ya puedes descansar. Yo tomo el relevo.

Me quedé ahí, llorando, sacando ocho años de culpa reprimida. Sofía se acercó y me abrazó. Puso su cabecita en mi pecho.

—Ella te escucha, papá —me dijo—. Ella está sonriendo. Lo siento aquí —se tocó el corazón.

Nos quedamos abrazados un largo rato, padre e hija y el recuerdo de una madre, unidos en ese rincón silencioso de la ciudad.

Cuando regresamos a la camioneta, me sentía agotado, pero más ligero. Había hecho una promesa a los muertos, y era una promesa que pensaba cumplir aunque me costara la vida.

Esa noche, después de cenar, Sofía se sentó en la alfombra de la sala con su cuaderno nuevo. Yo estaba revisando unos correos (que ahora me parecían triviales y aburridos) cuando ella se acercó tímidamente.

—¿Papá? —Dime, cielo. —Hice un dibujo. ¿Lo quieres ver?

Asentí y dejé el iPad a un lado.

Ella me extendió el cuaderno abierto. Era un dibujo infantil, trazos simples con colores de cera. Había una casa grande (mi edificio, supongo), un sol sonriente en la esquina, y dos figuras. Una era grande, vestida de azul, y la otra era pequeña, vestida de rosa. Estaban tomados de la mano.

Pero lo que me hizo llorar de nuevo (me estaba volviendo un llorón, lo sé) fue lo que escribió abajo con su letra torpe y desigual, esforzándose por la ortografía:

“Mi papá y yo. Ya no estamos solos.”

Miré el dibujo y luego la miré a ella.

—Es hermoso, Sofía. Es la obra de arte más hermosa que he visto en mi vida. —¿Más que los cuadros caros de la pared? —preguntó, señalando un abstracto que me había costado medio millón de pesos. —Mucho más. Esos cuadros no valen nada comparados con esto.

Arranqué la hoja con cuidado (aunque a ella le dolió un poco ver su cuaderno deshojado) y fui al refrigerador de acero inoxidable de la cocina, ese refrigerador inteligente que parecía de la NASA. Busqué un imán (no tenía, tuve que usar cinta adhesiva) y pegué el dibujo justo en el centro.

Ahí, en medio de la cocina de diseño italiano, el dibujo de palitos y bolitas brillaba con luz propia. Era mi bandera. Era mi declaración de principios.

—Ahí se queda —dije—. Para que lo vea todos los días mientras tomamos el desayuno.

Sofía sonrió, orgullosa.

Pero la vida real no es un dibujo. Y aunque habíamos superado la enfermedad y hecho las paces con el pasado, el mundo exterior estaba a punto de colisionar con nuestra burbuja. Mi “desaparición” de la empresa estaba causando pánico en los mercados. Los accionistas estaban furiosos. Y pronto, tendría que elegir entre mi imperio y mi promesa.

No sabía que la prueba final de mi transformación vendría en la forma de una junta directiva hostil que quería quitarme todo… y usar a mi hija como arma en mi contra.

(PARTE 4 DE 5)

CAPÍTULO 7: Los Buitres en la Torre de Cristal

El regreso al mundo real fue brutal. Durante semanas, habíamos vivido en una burbuja de caricaturas, medicinas y abrazos en el penthouse. Pero mi celular, que finalmente encendí, casi explota con las notificaciones.

El mensaje de Roberto, mi asistente, fue el que me heló la sangre: “Señor, convocaron a una Junta Extraordinaria de Consejo. Ricardo está moviendo las aguas. Dicen que usted no está capacitado para dirigir. Quieren su cabeza para el viernes.”

Ricardo. Mi socio. Mi “amigo” de la universidad. El padrino de mi boda (la que nunca ocurrió porque dejé a la novia plantada, otra historia para otro día). Ricardo siempre había envidiado mi puesto de CEO. Y ahora, oliendo sangre en el agua, se preparaba para atacar.

Miré a Sofía. Estaba en la sala, coloreando concentrada en su cuaderno nuevo, con la lengua de fuera. Se veía saludable, con las mejillas un poco más llenas y el cabello limpio y brillante.

—Sofía —le dije, ajustándome el nudo de la corbata frente al espejo. Me sentía extraño con el traje puesto de nuevo. Se sentía como una armadura pesada—. Hoy tengo que ir a la oficina. Hay… problemas.

Ella levantó la vista, preocupada. —¿Vas a pelear con los monstruos?

Sonreí con tristeza. —Algo así. Son monstruos con corbatas caras, los peores.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó, soltando el color rojo—. No quiero que vayas solito. Mamá decía que dos son más valientes que uno.

Dudé. El corporativo no era lugar para una niña, menos en medio de una guerra de poder. Pero luego recordé la promesa que le hice en el cementerio. No te dejaré sola. Y la verdad, egoístamente, yo tampoco quería estar solo. Necesitaba recordar por qué estaba luchando.

—Está bien. Pero tienes que prometerme que te quedarás quieta y dibujarás en tu cuaderno. Pase lo que pase, no te asustes si papá alza la voz.

—Lo prometo.

Llegamos a Santa Fe a las 10:00 AM. El ambiente en el edificio era denso, pesado. Cuando entré al lobby con Sofía de la mano, el silencio fue instantáneo. Ya no eran miradas de curiosidad como la primera vez; eran miradas de juicio. Los rumores habían corrido: “El Jefe se volvió loco”, “Trajo a una niña de la calle a vivir con él”, “Perdió el toque”.

Subimos al piso 40. Roberto me esperaba en la puerta del elevador, sudando frío.

—Señor… están todos adentro. Los accionistas mayoritarios, los abogados… Ricardo está sentado en su silla.

Sentí una oleada de furia caliente subir por mi cuello. —Que se ponga cómodo, porque lo voy a sacar a patadas. Roberto, cuida a Sofía en mi oficina.

Sofía me apretó la mano. —No —dijo ella—. Tú dijiste que íbamos juntos.

Roberto me miró, aterrado. —Señor, no puede meter a una niña a la Junta de Consejo. La van a destrozar. Van a usar esto como prueba de que usted no está pensando con claridad.

Miré a mi hija. Se veía pequeña, sí, pero sus ojos tenían esa determinación de acero que heredó de su madre. Si ella había sobrevivido al hambre y al frío de las calles de México, podía sobrevivir a una sala llena de millonarios aburridos.

—Ella viene conmigo —dije. Y abrí las puertas dobles de la sala de juntas.

La escena parecía un cuadro de La Última Cena, pero con trajes de Armani y laptops Mac. Doce hombres y mujeres sentados alrededor de la mesa inmensa. Ricardo estaba, en efecto, en la cabecera, sonriendo como un gato que acaba de comerse al canario.

Cuando me vieron entrar con la niña, la sonrisa de Ricardo se ensanchó.

—Vaya, vaya —dijo Ricardo, extendiendo los brazos—. El hijo pródigo regresa. Y veo que trajiste… a tu mascota.

El silencio en la sala se volvió gélido.

—Cierra la boca, Ricardo —dije con voz calmada, caminando hacia mi lugar. Él no se movió. Me quedé de pie—. Quítate de mi silla.

—Creo que esa silla ya no te queda, Memo —respondió él, disfrutando el momento—. Hemos estado discutiendo tu… desempeño reciente. Desapareces semanas. Ignoras a los inversionistas. Y todo por… —hizo un gesto despectivo hacia Sofía— un arranque de caridad mal dirigido.

Sofía se pegó a mi pierna. Sentí su cuerpecito temblar, no de frío, sino de miedo ante la hostilidad en el aire.

—Esta es mi hija —anuncié, y mi voz resonó con fuerza en las paredes de cristal—. Se llama Sofía. Y si alguien tiene algo que decir sobre ella, que lo diga ahora y a mi cara.

Un murmullo recorrió la mesa. “¿Hija?”, “¿Desde cuándo?”, “¿Es legítima?”.

Ricardo soltó una carcajada seca. —Por favor, Guillermo. Todos sabemos que no tienes hijos. Seguramente es alguna huerfanita que recogiste para limpiar tu conciencia o tu imagen pública. Es patético. Estás arriesgando el futuro de esta compañía, el dinero de esta gente, por jugar a la casita.

—Estamos aquí para votar tu destitución —intervino una de las accionistas, una mujer fría llamada Patricia—. Necesitamos un líder enfocado 24/7. No a una niñera.

Ahí estaba. El ultimátum. Mi imperio o mi hija.

CAPÍTULO 8: La Renuncia del Rey

Miré alrededor de la mesa. Vi las caras de estas personas. Personas con las que había compartido cenas, viajes, éxitos. Veía ambición, codicia, miedo. No veía ni una pizca de humanidad.

Luego miré hacia abajo. Sofía me miraba hacia arriba, con sus ojos grandes y cafés llenos de preocupación. En su mano apretaba su cuaderno y sus colores.

—Papá… —susurró, tan bajito que solo yo la escuché—. ¿Ellos son los malos?

Me agaché frente a ella, ignorando a la junta directiva más poderosa de México. —No, mi amor. No son malos. Solo son… pobres.

Ricardo golpeó la mesa. —¡Basta de teatro! ¡Siéntate y firma tu renuncia o te destruimos, Guillermo! Vamos a filtrar a la prensa que perdiste la cabeza. Nadie volverá a hacer negocios contigo.

Me levanté despacio. Sentí una calma extraña, como la quietud en el ojo de un huracán.

Caminé hacia la ventana. La vista era impresionante. Mi ciudad. Mi reino.

—¿Saben? —empecé a hablar, dándoles la espalda—. Hace un mes, yo era como ustedes. Creía que esto era todo. Que esta vista, esta mesa, estos números en la pantalla eran la medida de mi valor como hombre.

Me giré para enfrentarlos.

—Creía que tener el edificio más alto significaba ser el más grande. Y estaba dispuesto a sacrificar cualquier cosa por ello. Sacrifiqué el amor de mi vida. Sacrifiqué ver crecer a mi propia hija.

—Nadie quiere escuchar tu terapia, Guillermo —escupió Ricardo.

—¡Cállate! —grité, y por primera vez, Ricardo retrocedió—. ¡Vas a escucharme!

Tomé aire y bajé la voz.

—Ustedes dicen que soy débil porque desaparecí para cuidar a una niña enferma. Dicen que perdí el enfoque. Pero la verdad es que nunca había visto tan claro en mi vida. Ustedes… —señalé a la mesa— son los que están ciegos.

Caminé hacia Sofía y la levanté en brazos. Ella rodeó mi cuello instintivamente.

—Esta niña… esta “huerfanita” como la llamaste, Ricardo… sobrevivió en la calle con un suéter roto mientras nosotros discutíamos bonos anuales. Ella sabe más de lealtad, de amor y de fortaleza que todos nosotros juntos con nuestros doctorados en Harvard.

—El dinero va y viene —continué—. Las empresas quiebran, los mercados caen. Pero el tiempo… el tiempo no regresa. Yo ya perdí siete años. No voy a perder ni un minuto más escuchando sus estupideces.

Saqué mi pluma Montblanc del bolsillo. Ricardo me empujó un papel por la mesa. La carta de renuncia que ya tenían redactada.

—Fírmala y vete —dijo él—. Lévate a tu “hija” y déjanos trabajar a los adultos.

Miré el papel. Luego miré a Sofía. —¿Qué opinas, Sofía? ¿Nos quedamos con los monstruos o nos vamos a buscar helado?

Sofía miró a Ricardo, luego a Patricia, luego a mí. Con una seriedad absoluta, dijo: —Vámonos, papá. Aquí huele feo. Huele a tristeza.

Sonreí. Fue la sonrisa más genuina que había dado en esa oficina en diez años.

—Ya escucharon a la jefa —dije.

Tomé la hoja de renuncia. Pero en lugar de firmarla, escribí dos palabras grandes y claras en el centro, atravesando todo el texto legal.

RENUNCIO. PÚDRANSE.

Tiré la pluma sobre la mesa de caoba, donde rebotó con un sonido metálico.

—Quédense con la empresa —dije, tomando mi portafolio—. Quédense con las acciones, con el estrés, con las úlceras y con la soledad. Yo me llevo lo único que tiene valor real aquí.

Ricardo se quedó boquiabierto. Patricia parecía a punto de desmayarse. Nadie esperaba que Guillermo Navarrete, el tiburón, soltara la presa tan fácilmente.

—¡Estás cometiendo un error! —gritó Ricardo mientras caminábamos hacia la puerta—. ¡Vas a perder millones! ¡Vas a ser un nadie!

Me detuve en el marco de la puerta, con Sofía en brazos. —No, Ricardo. Hoy soy el hombre más rico de esta sala. Y tú… tú das lástima.

Salí del salón. Roberto, que había escuchado todo desde afuera, me miró con ojos desorbitados. —¿Señor? ¿Renunció? —Así es, Roberto. Y tú deberías hacer lo mismo. Eres un buen chico. No desperdicies tu vida con esa gente.

Caminamos hacia el elevador. Mientras las puertas se cerraban, vi por última vez el logo de la empresa que yo había fundado. Sentí… alivio. Un alivio inmenso, como si me hubiera quitado un traje de plomo.

—¿Papá? —preguntó Sofía cuando el elevador empezó a bajar. —¿Sí, mi amor? —¿Ya no eres el jefe?

La miré a los ojos. —No. Ya no soy el jefe de ellos. Ahora solo soy tu papá. ¿Te parece bien?

Sofía lo pensó un momento. Luego sonrió y me dio un beso sonoro en la mejilla. —Me parece perfecto. Porque los jefes siempre están ocupados, pero los papás juegan en el parque.

Cuando salimos del edificio, el sol brillaba. El frío invierno de la Ciudad de México empezaba a ceder paso a una primavera temprana. Carlos, el chofer, nos esperaba.

—¿A dónde, patrón? —preguntó, confuso al vernos salir tan temprano. —A casa, Carlos. Y luego… no sé. A Disney. A la playa. A donde ella quiera. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Pero, como siempre, la vida tiene un sentido del humor irónico. Yo pensaba que al renunciar se acababan mis problemas. No sabía que mi gesto en esa sala de juntas se iba a volver viral. Alguien había grabado el audio de la reunión. Y para la mañana siguiente, todo México estaría hablando de Guillermo Navarrete, no como el CEO caído, sino como el padre que mandó al diablo sus millones por amor.

Y eso… eso traería una nueva oleada de sorpresas que ni yo veía venir.

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