PARTE 1
Capítulo 1: El eco de la humillación
Yo soy Elena Márquez. O al menos, ese era el nombre que me permitieron conservar después de que me borraron del mapa. Ahí estaba yo, parada en el altar de una de las iglesias más exclusivas de la Ciudad de México. El olor a lirios frescos y cera de velas era tan intenso que me mareaba. Mi vestido era blanco, liso, sin una sola joya. Lo elegí así porque quería que mi matrimonio con Ricardo fuera real, honesto, lejos de las apariencias que tanto amaba su familia.
Pero el amor es ciego, y el mío tenía una venda de acero.
—No puedo casarme con una “nadie” como tú —el grito de Ricardo retumbó en las paredes de piedra. Soltó el micrófono y el ruido del golpe contra el suelo fue como un disparo.
Me quedé congelada. Mis manos apretaban el ramo con tanta fuerza que las espinas de las rosas empezaron a picarme la piel, pero no sentía dolor físico. Solo sentía el vacío. A mi alrededor, los invitados —la élite política y empresarial del país— empezaron a reírse. No eran risas ruidosas, eran esos cuchicheos afilados que cortan más que un cuchillo.
—Mírenla, ni siquiera tiene familia que la entregue —escuché decir a una mujer en la segunda fila, una de esas que usan perlas para ocultar la falta de alma.
Ricardo me miraba con una mezcla de asco y pánico. Yo no era parte de su mundo de cuentas en Suiza y apellidos compuestos. Para ellos, yo era una huérfana, una chica que apareció de la nada y que “milagrosamente” había atrapado al soltero de oro de las Lomas.
Capítulo 2: El rastro de las sombras
La noche anterior a la boda, en la fiesta de compromiso en la mansión de los Hale, ya me lo habían advertido. Yo llevaba un vestido gris sencillo, mi cabello suelto, nada que gritara “dinero”.
—Una huérfana, ¿en serio? ¿Cómo es que alguien como ella llega aquí? —susurró una mujer con vestido de lentejuelas rojas.
Su amigo, un tipo con un Rolex que brillaba más que su inteligencia, soltó una carcajada:
—Ricardo anda de “misionero”, supongo.
Me mantuve firme. Mis padres, antes de morir cuando yo era apenas una niña, me enseñaron que la dignidad no se compra en una boutique. Me enseñaron a tener una columna vertebral que no se dobla ante nadie. Pero en esa fiesta, rodeada de gente que medía mi valor por el logo de mi bolsa, sentí que el mundo intentaba romperme en dos.
Margaret Hale, la madre de Ricardo, se me acercó con su collar de perlas brillando como una insignia de guerra.
—Mi hijo puede cambiar de opinión en cualquier momento, Elena. Este matrimonio es una oportunidad para ti, no una garantía —me dijo al oído, con una voz que destilaba veneno.
Yo solo asentí. No por darle la razón, sino por no rebajarme a su nivel. Sabía quién era yo, aunque el resto del mundo lo hubiera olvidado. Lo que nadie sabía era que esa misma noche, una camioneta negra se detuvo frente a mi pequeño departamento. Un hombre con abrigo oscuro me entregó un sobre.
—Mañana necesitarás esta verdad —me dijo antes de desaparecer.
Dentro del sobre había una foto vieja, gastada. Era yo, mucho más joven, con uniforme de combate, rodeada de mi unidad de élite. Había enterrado esa vida después de la misión que me rompió el alma. Esa noche no dormí. La foto quemaba en mi mesa de noche, junto a mis viejas placas de identificación que no había tocado en años.
PARTE 2
Capítulo 3: El asedio del honor
El estruendo no era un temblor, aunque el suelo de la parroquia vibraba con una intensidad que hacía que las copas de cristal en las mesas del banquete adyacente tintinearan como si tuvieran miedo. Afuera, el cielo de la Ciudad de México se oscureció, pero no por las nubes, sino por las sombras de los helicópteros Black Hawk que descendían en formación cerrada sobre el atrio.
Las puertas de madera tallada, esas que Ricardo pensó que se cerrarían tras mi humillación, volaron hacia adentro. No fueron abiertas; fueron conquistadas.
Cien camionetas blindadas negras, con los logos de las fuerzas especiales ocultos bajo una pátina de polvo de desierto, rodearon el recinto. Los invitados de la familia Hale, los empresarios que minutos antes se burlaban de mis zapatos baratos, ahora se tiraban al suelo, cubriéndose la cabeza con sus bolsas de marca.
—¡Nadie se mueva! —la voz no fue un grito, fue un trueno.
Mil marinos de élite, con uniformes de combate y el rostro cubierto por máscaras de neopreno, inundaron los pasillos. Su entrada fue una coreografía de poder absoluto. Se movían como una sola entidad, una marea de acero que flanqueó cada fila de bancos, dejando a los “mirreyes” y a las señoras de sociedad petrificados.
Al centro, caminando con una calma que helaba la sangre, apareció el Comandante Blake Row. Sus botas resonaban contra el mármol con el peso de la autoridad que no necesita pedir permiso. Se detuvo a tres metros de mí, justo donde Ricardo estaba de pie, temblando como una hoja.
—Capitana Márquez —dijo Blake, cuadrándose y llevando su mano a la sien en un saludo perfecto—. El mando operativo ha sido restaurado. Sus hombres están aquí.
El silencio que siguió fue más pesado que cualquier insulto. Ricardo, con el rostro desencajado, intentó hablar.
—¡Esto es una propiedad privada! ¡Ustedes no pueden entrar así! ¡Mi padre conoce al Secretario de Defensa! —chilló, su voz rompiéndose por el terror.
Blake ni siquiera lo miró. Sus ojos, fijos en los míos, contenían una mezcla de orgullo y una furia contenida que yo conocía bien.
—Capitana, el mundo cree que usted es una huérfana sin pasado. Es hora de mostrarles que usted es la razón por la que este país aún tiene esperanza.
Capítulo 4: La Operación Mariposa Negra
Me quité el velo que colgaba de mi cabeza. Ya no lo necesitaba. Lo arrojé al suelo, sobre el micrófono que Ricardo había tirado. Me enderecé, sintiendo cómo los años de entrenamiento, los meses de tortura en el extranjero y la disciplina de hierro regresaban a mi cuerpo. Ya no era la novia herida; era la oficial al mando.
—Comandante Blake, proceda con el despliegue de evidencia —ordené. Mi voz ya no era un susurro; era el filo de una espada.
Blake sacó un maletín de fibra de carbono y lo colocó sobre el altar, justo al lado de la Biblia. Sacó una serie de documentos protegidos con plástico y los proyectó en las pantallas gigantes que la familia Hale había instalado para mostrar fotos de su “amor”.
En lugar de fotos de viajes a París, aparecieron coordenadas, transferencias bancarias y fotos tomadas desde drones.
—Hace cinco años —comenzó Blake, dirigiéndose a la multitud que escuchaba con el aliento contenido—, la Capitana Márquez lideró la Operación Mariposa Negra. Su misión era interceptar un cargamento de armas químicas que cruzaría la frontera sur. Lo que ella no sabía era que la orden de su propio gobierno era dejar pasar ese cargamento.
La Senadora Victoria Ocaña, sentada en la primera fila, intentó levantarse. Sus manos, antes perfectamente manicuradas, se clavaban en el terciopelo del banco.
—¡Esto es una infamia! ¡Están interrumpiendo un evento social con cuentos de hadas militares! —gritó Victoria, tratando de recuperar su postura de poder.
—Siéntese, Senadora —dije, dándole la espalda a Ricardo—. Porque su nombre está en la primera página de este reporte.
La pantalla cambió. Apareció un contrato de defensa firmado por una empresa fantasma vinculada directamente a la familia Hale y a la oficina de la Senadora. Millones de dólares habían pasado por sus manos mientras mi unidad era masacrada en una emboscada preparada por ellos mismos para eliminar a los testigos.
—Me llamaron “fracasada” —dije, caminando hacia la Senadora—. Me llamaron “cobarde”. Borraron mi nombre de los registros nacionales, me quitaron mi identidad y me obligaron a vivir como una sombra para que ustedes pudieran comprarse sus mansiones y sus yates con la sangre de mis hombres.
Ricardo, dándose cuenta de que el barco se hundía, intentó acercarse a mí.
—Elena… mi amor, yo no sabía nada de esto… juro que mis padres…
Lo miré con un desprecio que lo hizo retroceder.
—No te preocupes, Ricardo. Tú no eres un criminal. Eres algo mucho peor: un cobarde que solo ama lo que brilla.
Capítulo 5: El fantasma de la Sierra Madre
La tensión en la iglesia era insoportable. Los invitados empezaron a murmurar, la duda se extendía como un incendio forestal. Algunos de los socios comerciales de los Hale se levantaron para alejarse de la familia, temiendo que la mancha de la traición les alcanzara.
—¡No tienen pruebas! —insistió la Senadora Victoria, aunque su voz ya no tenía la misma fuerza—. Unos papeles impresos no significan nada en un juzgado. Ustedes son solo soldados jugando a ser jueces.
Blake sonrió, una sonrisa fría y carente de humor.
—Tiene razón, Senadora. Por eso no trajimos solo papeles. Trajimos al hombre que usted juró que había muerto en esa montaña.
Un murmullo de asombro recorrió la nave central. Las filas de marinos se abrieron, creando un pasillo de honor. Desde el fondo de la iglesia, caminando con una leve cojera pero con la cabeza más alta que nadie en ese lugar, entró un hombre.
Llevaba un uniforme de gala que le quedaba un poco grande, como si hubiera perdido peso en los últimos meses. Su rostro estaba marcado por una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda, pero sus ojos… sus ojos eran los mismos que yo veía cada vez que cerraba los párpados para dormir.
—Daniel… —el nombre escapó de mis labios como un suspiro, como una oración contestada.
No era posible. Yo misma lo vi caer. Yo misma sentí cómo su pulso se desvanecía mientras los proyectiles silbaban sobre nuestras cabezas en aquella selva olvidada de Dios. Había pasado siete años llorando a un fantasma, culpándome por su muerte.
—Capitana Márquez —dijo Daniel, deteniéndose frente a mí. Su voz era áspera, cargada de años de silencio y dolor—. La misión ha sido completada. La evidencia física ha sido recuperada.
Daniel se volvió hacia la Senadora y la familia Hale. De su bolsillo sacó una pequeña unidad USB de grado militar.
—Pasé tres años en una prisión clandestina que ustedes financiaron en el extranjero. Pensaron que me habían quebrado, pero lo único que hicieron fue darme tiempo para memorizar cada nombre, cada ruta de dinero y cada traición.
La Senadora Victoria se desplomó en el banco. El color de su rostro era el de la ceniza. Ricardo, al ver al hombre que realmente tenía el derecho de estar en ese altar, se encogió, pareciendo un niño pequeño frente a un gigante.
Capítulo 6: El derrumbe de un imperio
—¡Deténganlos! —gritó Margaret Hale, la madre de Ricardo—. ¡Seguridad, saquen a estos hombres!
Pero sus propios guardaespaldas ya estaban en el suelo, desarmados por los marinos en cuestión de segundos. El poder de los Hale, ese que se basaba en el miedo y la influencia, se había evaporado frente a la realidad de la fuerza bruta y la verdad moral.
—La Fiscalía General de la República está afuera, Senadora —informó Blake—. Ya no hay llamadas que pueda hacer. Sus cuentas han sido congeladas y su inmunidad parlamentaria está siendo revocada en este mismo instante en una sesión de emergencia.
El caos se desató. Los invitados, en un intento desesperado por no ser asociados con los criminales, empezaron a abuchear a la familia Hale. Los mismos que antes se reían de mi origen humilde, ahora les gritaban “traidores” y “asesinos”.
Yo me acerqué a Daniel. No me importaban las cámaras, ni los mil soldados, ni el escándalo nacional que esto causaría. Toqué su rostro, sintiendo la calidez de su piel, la realidad de su existencia.
—Me dijeron que estabas muerto —susurré, las lágrimas finalmente cayendo, pero no de tristeza, sino de una liberación que me quemaba el pecho.
—Tuve que dejar que lo creyeran para poder protegerte, Elena —respondió él, tomando mi mano con firmeza—. Sabía que si Victoria pensaba que yo seguía vivo, te usarían a ti para llegar a mí. Tuve que convertirme en un fantasma para ser tu escudo.
En ese momento, la justicia dejó de ser algo abstracto. Era Daniel. Era su regreso.
Capítulo 7: El último acto de Ricardo
Ricardo, consumido por la humillación y el odio al ver que su “nadie” era en realidad una mujer amada por un héroe de verdad, cometió su último error. En un arrebato de locura, se lanzó hacia el altar, tratando de arrebatarle el arma a uno de los marinos.
—¡Si yo no te tuve, nadie te tendrá! —gritó, su rostro transformado en una máscara de rabia.
No llegó ni a medio camino. Dos marinos lo interceptaron con la velocidad de un rayo, derribándolo contra el piso de mármol. El estruendo de su cuerpo cayendo fue el punto final de su arrogancia.
—Llévenselo —ordenó Blake con desprecio—. Que aprenda en una celda lo que significa no tener honor.
Vanessa, la exnovia que se había burlado de mi vestido, intentó escabullirse por una puerta lateral, pero fue detenida por una oficial mujer. Su vestido de diseñador se desgarró en el forcejeo, una metáfora perfecta de su vida desmoronándose.
La iglesia, que se suponía sería el escenario de mi entierro social, se convirtió en el epicentro de la mayor purga política en la historia moderna de México.
Capítulo 8: La Capitana reclama su destino
Salí de la iglesia, pero no como una novia. Daniel y yo caminamos por el pasillo central, flanqueados por los mil hombres que me llamaban Capitana. La luz del sol afuera era cegadora, pero se sentía limpia.
Las camionetas blindadas empezaron a retirarse, pero esta vez, yo no iba en la parte trasera ocultándome. Iba en la cabina principal, con Daniel a mi lado.
Antes de subir, me giré hacia la multitud de reporteros y curiosos que se habían congregado.
—Mi nombre es Elena Márquez —dije, y mi voz se transmitió por cada noticiero del país—. No tengo una fortuna familiar, no tengo un apellido que abra puertas en clubes exclusivos. Pero tengo la lealtad de los hombres que sirven a este país y la verdad que ustedes intentaron quemar.
Miré hacia la iglesia, donde la Senadora y los Hale estaban siendo subidos a vehículos de la fiscalía.
—A todas las mujeres que han sido juzgadas por su sencillez, a todos los que han sido pisoteados por los que creen que el dinero los hace intocables: miren este día. La verdad no necesita diamantes para brillar.
El convoy se puso en marcha. Las sirenas no eran una advertencia, eran un himno.
Semanas después, la historia no dejaba de ser tendencia. Los Hale perdieron todo: sus empresas fueron confiscadas para indemnizar a las familias de los soldados caídos. La Senadora Ocaña recibió una sentencia de por vida. Vanessa desapareció del ojo público, su nombre convertido en sinónimo de envidia y maldad.
Y yo… yo no regresé a mi pequeño departamento. Regresé a la base, a mi mando. Daniel y yo no necesitamos una boda de diez millones de pesos para sellar nuestro compromiso. Lo sellamos en silencio, en una pequeña capilla frente al mar, rodeados de los hombres que nunca nos abandonaron.
Porque al final, el amor de verdad no se grita en un micrófono de oro. Se demuestra en el campo de batalla, en el silencio de la espera y en la fuerza de saber que, pase lo que pase, siempre habrá alguien dispuesto a movilizar mil hombres para recordarte quién eres.
Me llamo Elena Márquez. Soy Capitana. Soy una sobreviviente. Y esta vez, el mundo nunca olvidará mi nombre.
HISTORIA ADICIONAL: LAS CENIZAS DEL PODER
Capítulo 1: El eco de la batalla
La adrenalina es una amante traicionera. Te mantiene en pie cuando deberías estar desmayada, pero cuando te deja, el peso del mundo te cae encima como una losa de concreto. Después de que Daniel y yo salimos de la iglesia bajo el saludo de mil soldados, no fuimos a celebrar. Fuimos a una base de operaciones segura en las afueras de la ciudad.
El hospital militar olía a una mezcla de desinfectante y café cargado. Daniel estaba sentado en la orilla de una camilla, con el torso desnudo mientras un médico de la Marina revisaba las cicatrices de su espalda. Verlas de cerca era como leer un mapa del infierno.
—Te dije que no era necesario que vinieras, Elena —dijo Daniel, su voz todavía áspera, pero con esa suavidad que solo reservaba para mí—. Deberías estar descansando. Pasaste por un infierno hoy.
—El infierno fue verte caer hace siete años, Daniel —le respondí, sentándome frente a él—. Lo de hoy en la iglesia fue solo limpieza de basura. Lo que me preocupa es lo que queda en las sombras.
Daniel asintió. Él sabía, mejor que nadie, que la Senadora Victoria Ocaña y la familia Hale eran solo la cabeza visible de una hidra mucho más grande. El “Proyecto Mariposa Negra” no se trataba solo de armas; se trataba de una red de control que infiltraba las instituciones más sagradas de México.
De repente, las luces de la habitación parpadearon. No fue un fallo eléctrico común. Mi reloj táctico empezó a vibrar: una alerta de interferencia de señal.
—¡Abajo! —gritó Daniel, empujándome hacia el suelo justo cuando el ventanal de la habitación estalló en mil pedazos.
El sonido del cristal rompiéndose fue seguido por el zumbido inconfundible de un dron de ataque de alta precisión. La guerra no se había quedado en la iglesia; nos había seguido hasta el corazón de nuestra seguridad.
Capítulo 2: La Hacienda de las Sombras
Logramos salir de la base antes de que el siguiente ataque llegara. Blake nos esperaba en una camioneta blindada, con el rostro más serio de lo habitual.
—Logramos interceptar una comunicación encriptada desde la celda de la Senadora —dijo Blake mientras aceleraba por la carretera hacia Morelos—. Ella no estaba hablando con abogados. Estaba activando un protocolo de “tierra quemada”.
—¿Tierra quemada? —pregunté, revisando mi arma reglamentaria—. ¿Qué más pueden destruir? Ya lo perdieron todo.
—No todo —intervino Daniel, mirando por la ventana hacia el paisaje nocturno de México—. Queda la “Hacienda de las Sombras”. Es una propiedad que los Hale nunca registraron. Está oculta en los límites de una reserva natural. Ahí es donde guardan los servidores físicos con los nombres de todos los políticos y militares que compraron durante décadas.
Si esa información se destruía, los cómplices de la Senadora quedarían libres. Si nosotros la recuperábamos, podríamos limpiar el país de una vez por todas. Pero sabíamos que no sería fácil. La hacienda estaba protegida por mercenarios extranjeros, hombres que no servían a una bandera, sino al mejor postor.
Llegamos a los límites de la propiedad cerca de las tres de la mañana. El aire era frío y olía a pino y a tierra mojada. A lo lejos, la estructura de la antigua hacienda se alzaba como un esqueleto de piedra bajo la luz de la luna.
—Capitana, Daniel, esto es una misión no oficial —advirtió Blake—. Si algo sale mal, no habrá rescate. El gobierno aún está tratando de entender qué pasó en la iglesia.
—Siempre ha sido así, Blake —respondí, ajustándome el chaleco táctico—. Nunca hemos necesitado permiso para hacer lo correcto.
Capítulo 3: El asalto al santuario de la corrupción
Nos movimos como sombras entre la maleza. Daniel, a pesar de su cojera, se movía con una eficiencia aterradora. El hombre que amaba se había convertido en un depredador silencioso durante sus años de cautiverio.
—Dos centinelas en la torre norte —susurró Daniel por el intercomunicador—. Yo me encargo. Elena, tú entra por las caballerizas.
—Copiado.
Me deslicé por el muro de piedra volcánica. Mis sentidos estaban al límite. Cada crujido de las ramas, cada aleteo de un ave nocturna me ponía en guardia. Llegué a las caballerizas y encontré algo que no esperaba: no eran caballos lo que guardaban allí, sino cajas de equipo de comunicación de última generación con el sello del gobierno.
Confirmado: el robo al erario no era solo dinero, era tecnología para espiar a los ciudadanos.
De repente, una figura emergió de la oscuridad. Era un hombre alto, con equipo táctico negro y una mirada vacía. No era un soldado, era un asesino profesional. Se lanzó hacia mí con un cuchillo de combate.
El combate fue rápido y brutal. No hubo diálogos de película, solo el sonido de la respiración agitada y el choque del acero contra el equipo. Logré desarmarlo usando una técnica de judo que mi padre me enseñó cuando era niña, y con un golpe seco en la tráquea, lo dejé fuera de combate.
—Elena, tengo los servidores —la voz de Daniel sonó en mi oído—. Pero tenemos un problema. Hay un temporizador. Van a volar la hacienda con nosotros adentro.
Capítulo 4: Entre el fuego y la redención
Corrí hacia el edificio principal, esquivando ráfagas de fuego enemigo que empezaban a iluminar la noche. Los mercenarios se habían dado cuenta de nuestra presencia y estaban decididos a enterrar la verdad junto con nosotros.
Encontré a Daniel en un sótano reforzado. Estaba conectado a una terminal, sus dedos volando sobre el teclado mientras las alarmas de incendio gritaban en todo el edificio.
—¡Vámonos, Daniel! ¡Esto va a estallar! —le grité, cubriendo la entrada con mi fusil.
—¡Cinco segundos más! —respondió él, con el sudor corriéndole por la frente—. Si no descargo estos archivos, la muerte de mis hombres en la emboscada no habrá servido de nada. ¡Elena, por favor, cúbreme!
Una granada explotó en el piso de arriba, haciendo que el techo se sacudiera. El polvo nos cegaba. Finalmente, Daniel desconectó la unidad USB y me miró con una sonrisa cansada.
—Lo tenemos.
Salimos corriendo justo cuando las primeras explosiones internas comenzaban a devorar la estructura centenaria. Saltamos por una ventana del segundo piso hacia una pila de heno justo antes de que una bola de fuego transformara la Hacienda de las Sombras en una antorcha gigante que iluminó todo el valle de Morelos.
Capítulo 5: El amanecer de un nuevo México
Nos quedamos tirados en la hierba, respirando el aire frío mientras veíamos cómo la corrupción de décadas se consumía en llamas. Blake llegó con la camioneta unos minutos después, ayudándonos a levantarnos.
—Lo lograron —dijo Blake, mirando el incendio—. La fiscalía acaba de recibir la señal de respaldo. Mañana habrá órdenes de aprehensión para gobernadores, generales y directores de bancos.
Daniel me abrazó. Fue un abrazo largo, donde el olor a humo se mezclaba con la esperanza. Por primera vez en siete años, no sentí que estaba esperando el siguiente golpe.
—¿Qué sigue ahora, Capitana? —preguntó Daniel, mirándome a los ojos.
—Lo que siempre quisimos, Daniel —le respondí—. Una vida donde no tengamos que ser sombras. Una vida donde Elena y Daniel sean suficientes.
Capítulo 6: El peso del silencio roto
Días después, la Ciudad de México era un hervidero. Los titulares de los periódicos no daban abasto. La “Novia Abandonada” se había convertido en el símbolo de una revolución moral. La gente en las calles llevaba insignias con el escudo de mi antigua unidad.
Fui a visitar a la Senadora Victoria Ocaña a la prisión de alta seguridad. Ella ya no vestía trajes de seda, sino un uniforme naranja que la hacía ver pequeña y vieja.
—Me quitaste todo —me dijo a través del cristal, su voz temblando de odio.
—No, Senadora —le respondí con calma—. Usted se lo quitó a sí misma cuando decidió que el poder valía más que la vida de los soldados que juró proteger. Yo solo encendí la luz para que todos vieran lo que había en su oscuridad.
Salí de la prisión y ahí estaba él. Daniel me esperaba junto a un puesto de tacos en una esquina cualquiera de la ciudad. No había camionetas blindadas, ni mil soldados, ni flashes de cámaras. Solo había dos personas reales, compartiendo un momento en el México que tanto amamos.
—¿Sabes qué es lo más extraño de todo esto? —preguntó Daniel mientras me pasaba un refresco.
—¿Qué?
—Que el mundo piensa que la historia terminó en esa iglesia. No tienen idea de que lo mejor apenas comienza.
Capítulo 7: Las huellas en el camino
Caminamos por la Alameda Central, tomados de la mano. La gente pasaba a nuestro lado, algunos nos reconocían y nos daban un asentimiento de respeto, otros simplemente seguían con sus vidas. Y eso era exactamente lo que yo quería.
Habíamos recuperado nuestra identidad. Habíamos limpiado el honor de los caídos. Pero más importante aún, habíamos demostrado que en este país, por más profunda que sea la corrupción, siempre habrá alguien dispuesto a ponerse el uniforme y decir: “Hasta aquí”.
Miré hacia el Palacio de Bellas Artes, cuya cúpula brillaba bajo el sol del mediodía. Me sentía ligera. La medalla que Blake me entregó estaba guardada en una caja segura, pero el orgullo de ser mexicana y de haber servido con honor lo llevaba tatuado en el alma.
—¿Crees que algún día dejen de buscarnos? —preguntó Daniel, mirando de reojo a un par de hombres que parecían escoltas.
—Tal vez no —respondí, apretando su mano—. Pero que lo intenten. Ya saben lo que pasa cuando se meten con la Capitana Márquez y su unidad.
Capítulo 8: Un brindis por el futuro
Esa noche, nos reunimos con Blake y los pocos sobrevivientes de mi unidad original en una pequeña cantina en el centro. No hubo discursos políticos, solo anécdotas de misiones pasadas, risas que sanaban viejas heridas y un brindis por los que no llegaron a ver este día.
—Por los que se quedaron en el camino —dijo Blake, levantando su caballito de tequila.
—Por los que nunca se rindieron —añadió Daniel, mirándome con una devoción que me hacía sentir invencible.
—Por México —dije yo, sintiendo el calor del tequila y el calor de la amistad verdadera.
La historia de la novia que fue humillada en el altar terminó ahí, pero la historia de la mujer que salvó a su nación apenas estaba escribiendo su primer capítulo de paz. Porque al final del día, no importa cuántas veces te dejen plantada, cuántas veces intenten borrar tu nombre o cuántas veces te digan que no eres nadie.
Lo único que importa es que, cuando llegue el momento de la verdad, tengas el valor de levantarte, de ajustar tu uniforme y de demostrarle al mundo de qué estás hecha.
Yo soy la Capitana Elena Márquez. Fui traicionada, fui olvidada y fui humillada. Pero hoy, camino bajo el sol de mi tierra, libre, amada y con la frente más alta que nunca. Y si yo pude salir de esa oscuridad, tú también puedes.
