EL CEO EN SILLA DE RUEDAS LA HUMILLÓ POR “HABLAR SOLA”, PERO ELLA LE DIO LA LECCIÓN DE SU VIDA

PARTE 1: EL CHOQUE DE DOS MUNDOS

Capítulo 1: El Tirano de la Torre Herrera

La tercera asistente en tres días salió de la oficina principal haciendo un pancho monumental. No era un llanto silencioso y digno; era ese tipo de sollozo ahogado, con mocos y rímel corrido, que rebotaba en las paredes de cristal del piso 35 de la Torre Herrera y hacía que hasta los de seguridad se incomodaran.

—Estás despedida —dijo Benjamín Herrera. Su tono de voz tenía el filo de una hoja de papel recién cortada.

Benjamín no necesitaba gritar. Desde su silla de ruedas, posicionada milimétricamente detrás de un escritorio que probablemente costaba lo mismo que un departamento de interés social en Iztapalapa, irradiaba una autoridad gélida. Sus ojos, de un café tan oscuro que parecían negros, no mostraban ni una pizca de piedad.

—Pero… pero, Don Benjamín —balbuceó la chica, retorciendo un pañuelo—. Solo pedí cinco minutos para ir al baño. ¡Me tardé siete porque el elevador no bajaba!

Él ni parpadeó. Miró su Rolex de oro blanco. —La eficiencia no es negociable en Corporativo Herrera, señorita Pérez. Recursos Humanos ya tiene su cheque. Que le vaya bien. Y cierre la puerta al salir, que se escapa el aire acondicionado.

En cuanto la pesada puerta de caoba hizo clic, el piso entero exhaló. Del otro lado del cristal, las cabezas se asomaron como suricatos en la sabana. Analistas, becarios y hasta la señora de la limpieza habían pausado sus vidas para presenciar la ejecución.

—No manches, tres en tres días —susurró Josué, el de finanzas, ajustándose los lentes de pasta—. Eso es récord, incluso para él. Está cañón. —Amanda duró cuatro horas el lunes —chismeó Priya, de marketing, fingiendo que revisaba unos contratos—. La corrió porque le dijo “Buenos días, licenciado” con demasiada alegría. Dijo que le dolía la cabeza con tanto optimismo. —Y Jennifer aguantó hasta el martes a la hora de la comida —añadió Marcos, el pasante, con los ojos como platos—. Trajo tacos de guisado y la oficina olió a cebolla. Él odia el olor a comida. —Nadie aguanta una semana completa con “El Licenciado Hielo” —concluyó Priya, negando con la cabeza—. Nadie. Es misión imposible.

Dentro de la oficina, Benjamín giró su silla hacia el ventanal inmenso. La Ciudad de México se extendía a sus pies: el caos de Reforma, el Ángel de la Independencia brillando bajo el sol y el tráfico infinito que parecía un río de metal. Desde el accidente… no, él no lo llamaba accidente. Lo llamaba “el inconveniente”. Desde entonces, nada era igual.

Si él exigía perfección absoluta a los demás, era lo mínimo que podía hacer cuando su propio cuerpo había decidido dejar de cooperar. Odiaba la lástima. Odiaba la ineficiencia. Y sobre todo, odiaba sentir que necesitaba ayuda.

La puerta se abrió de golpe, sin que nadie tocara. Solo había una persona en todo México con los, perdón por la expresión, pantalones para hacer eso.

—¡Benjamín Alejandro Herrera!

La voz cargaba décadas de autoridad y linaje. Doña Margarita Herrera entró al despacho como si fuera la dueña del edificio (que, técnicamente, lo era en parte). Cabello plateado en un chongo perfecto, collar de perlas auténticas y un traje sastre gris que gritaba “Palacio de Hierro”.

—Mamá, no empieces… —No me digas “no empieces” —Margarita se plantó frente al escritorio, cruzando los brazos—. Tres asistentes, Benjamín. ¡Tres! Son seres humanos, hijo, no robots. Tienen vejigas, sentimientos y les gustan los tacos. —Eran incompetentes —replicó él, tensando las manos sobre las ruedas de su silla—. Yo tengo una empresa que dirigir. No soy una niñera. —Tú eres un amargado —sentenció ella. El silencio que siguió pesó más que el concreto de la torre. Benjamín apretó la mandíbula, pero mantuvo su máscara neutral. La había perfeccionado durante dos años de terapia y dolor silencioso. —Tengo una junta con el consejo en veinte minutos. —La moví para dentro de una hora —dijo ella con una sonrisa victoriosa—. Y ahora tú y yo vamos a tomar un café. —Mamá… —¡Sin peros! Necesitas salir de esta cueva antes de que te conviertas en un villano de telenovela. Y yo necesito un capuchino decente.

Margarita dio media vuelta y salió. Discutir con Doña Margarita era tan útil como intentar frenar el Metro con la mano. Benjamín soltó un suspiro largo, desbloqueó los frenos de su silla y la siguió.

Capítulo 2: La Chica que Hablaba con las Máquinas

La cafetería estaba en la planta baja del edificio. Un lugar “fresa”, minimalista, con mesas de madera clara y lámparas colgantes, donde un café costaba lo mismo que un almuerzo completo en una fonda. Era de los pocos lugares donde Benjamín podía sentirse medio anónimo. Aunque “anónimo” es un término relativo cuando eres el CEO de una de las tecnológicas más grandes del país y llegas en una silla de ruedas personalizada de fibra de carbono.

La fila era larga. Naturalmente, Doña Margarita no hizo fila. Caminó directo a la barra con la seguridad de quien tiene una membresía VIP en la vida.

Y entonces, Benjamín lo escuchó.

—A ver, Nora Juárez, tú puedes. Es solo un capuchino, no es operar a corazón abierto. Respira. Inhala, exhala. No dejes que la máquina huela tu miedo.

Benjamín frunció el ceño. Una voz venía de detrás de la barra. Una chica joven, con el cabello castaño recogido en una coleta chueca y un uniforme con una mancha de leche en la manga, miraba a la máquina de café como si fuera un artefacto alienígena. Y estaba hablando sola. En voz alta.

—Okay, botón azul… no, espera, el azul es agua caliente. Botón rojo. ¡No! El rojo es vapor del infierno. A ver, maquinita preciosa, coopera conmigo, hoy es viernes, nadie quiere problemas.

Nora presionó un botón. La máquina emitió un bufido que sonó como un gato enojado. Un chorro de vapor salió disparado por un lado, seguido de una explosión de espuma que le salpicó la cara y la camisa.

—¡Me lleva la…! —Nora se detuvo, miró al techo y suspiró—. Fantástico. Ahora parezco un dálmata. Gracias, universo. Eres súper gracioso.

Margarita se giró hacia Benjamín, y sus ojos brillaban con algo que él no había visto en mucho tiempo: diversión genuina. —Es maravillosa —susurró su madre. —Es un desastre —corrigió Benjamín, horrorizado. —Exacto.

La chica, aparentemente Nora, finalmente logró producir algo que parecía un capuchino. Lo puso en la barra con el cuidado de quien desactiva una bomba. —Listo. Capuchino servido. Sin víctimas mortales, solo mi dignidad. —Miró a la taza—. ¿Te ves bonito? Sí, te ves presentable. Tú sí, yo no.

—¿Querida? —dijo Margarita acercándose.

Nora levantó la vista, sobresaltada, como si no hubiera notado que había clientes reales en el mundo. Tenía ojos grandes, expresivos y llenos de pánico. —¡Ay, híjole! Hola. Buenas tardes. ¿En qué les puedo servir? Perdón, estaba… eh… teniendo una junta motivacional con la cafetera. Es muy temperamental. Creo que es Capricornio.

Margarita sonrió. —Dos capuchinos, por favor. Y no te preocupes por la máquina. Mi hijo aquí es experto en hacer que las cosas caras dejen de funcionar si las mira feo.

Benjamín le lanzó a su madre una mirada asesina. Nora parpadeó, miró a Benjamín, vio la silla, el traje italiano impecable, y luego su cara se puso roja como un tomate. —¡Ay, no manches! Usted es… usted es el Licenciado Herrera. El dueño del edificio. El que paga mi sueldo… bueno, técnicamente lo paga la empresa de outsourcing, pero usted es el jefe supremo. —Nora tomó aire—. Okay, Nora, cállate. Deja de hablar. Haz el café. Impresiona al millonario. No le tires nada encima.

Benjamín arqueó una ceja. —¿Siempre narra su vida en voz alta, señorita? —Es un mecanismo de defensa —respondió ella rápido, y luego se tapó la boca—. ¡Perdón! Dos capuchinos, marchando.

Se giró hacia la máquina como un torbellino. Margarita se inclinó hacia Benjamín y susurró: —La quiero. —¿Qué? —Como tu asistente. Benjamín casi se atraganta con su propia saliva. —Mamá, es una broma. ¿Verdad? Dime que es una broma por el Día de los Inocentes atrasado. —Hablo muy en serio. —Margarita observaba a Nora luchar con la leche como quien observa una obra de arte—. Es perfecta. Habla con las cafeteras y tú le hablas a las hojas de cálculo a las tres de la mañana. Son tal para cual. Además, tiene algo que te falta. —¿Competencia? —Humanidad, Benjamín. Y chispa.

Antes de que él pudiera protestar, Nora se dio la vuelta con dos capuchinos sorprendentemente bien hechos. —Aquí tienen. Dos obras de arte con cafeína. Disfruten.

Margarita tomó las tazas, le pasó una a Benjamín y luego hizo lo impensable. Sacó una tarjeta de presentación de su bolso Chanel y la deslizó por la barra. —Querida, ¿alguna vez has pensado en cambiar de aires? Nora tomó la tarjeta, confundida. Tenía espuma de leche en la nariz. —¿Yo? ¿Aires? Pues… mi depa tiene muy mala ventilación, si a eso se refiere. —Recursos Humanos, piso 12. Diles que la Señora Herrera te manda. Lunes, 9 de la mañana. No llegues tarde.

Y con eso, Margarita comenzó a caminar hacia la salida, dejando a Benjamín congelado en su silla y a Nora mirando la tarjeta como si fuera un billete de lotería ganador.

—Espere… ¿qué acaba de pasar? —Nora miró a Benjamín—. ¿Su mamá me acaba de ofrecer trabajo? ¿En las oficinas de arriba? ¿Donde la gente usa trajes que no huelen a leche cortada?

Benjamín cerró los ojos, pidiendo paciencia a un dios en el que no creía. —Bienvenida a mi pesadilla personal, señorita Juárez.

Giró su silla bruscamente y salió rodando hacia el elevador, dejando una estela de frialdad. Detrás de él, Nora murmuró para sí misma: —Okay, esto fue surrealista. Completamente loco. ¿Debería ir? Probablemente no. Seguro es una trampa. O tal vez necesitan a alguien para probar café venenoso. Pero pagan mejor que aquí… Ay, Nora, ¿en qué te acabas de meter?

PARTE 2: EL PINGÜINO Y LA GUERRA FRÍA

Capítulo 3: Bienvenida a la Selva de Cristal

Nora Juárez estaba en el elevador equivocado. Estaba segura de ello porque el elevador correcto, el que usaban los mortales, los de mantenimiento y los baristas, definitivamente no tenía piso de mármol italiano, música clásica suave y espejos dorados que te hacían cuestionar tus decisiones de vida y tu outfit de tianguis.

—Okay, Nora, picaste el botón incorrecto —murmuró a su reflejo, que se veía tan asustado como ella—. Solo pícale otra vez. Regresa a la planta baja. Finge demencia. Finge que nunca pasó nada y huye a vender chicles al metro.

Pero antes de que pudiera huir, las puertas se abrieron en el piso 35 con un ding elegante. Allí, esperando como un guardia pretoriano con tacones de aguja, estaba una mujer con un traje sastre azul marino y una sonrisa que parecía dibujada por una IA.

—¿Nora Juárez? —Eh… sí. —Nora abrazó su bolsa de tela como si fuera un escudo—. Creo que hay un error. Solo vine porque la Señora Herrera me dio una tarjeta y… —Y es perfecta. Sígame, por favor.

La mujer dio media vuelta y empezó a caminar con una precisión militar. —Espere, ¿a dónde vamos? —A su estación de trabajo, por supuesto. Nora parpadeó. —¿Mi qué? Pero si ni siquiera he llenado una solicitud. ¿No me van a hacer antidoping o algo así?

La mujer, que se presentó como Jennifer de Recursos Humanos, la ignoró y siguió marchando por un pasillo de cristal y acero que gritaba “dinero”. El piso 35 era intimidante de una manera que hacía que la cafetería pareciera un jardín de niños. Todo era blanco, gris y cromo. La gente caminaba rápido, con audífonos inalámbricos, hablando de “KPIs”, “Q4” y “sinergias”. Nadie sonreía. Parecía una convención de robots con depresión funcional.

—Aquí es. Jennifer se detuvo frente a un enorme escritorio de vidrio colocado estratégicamente justo enfrente de una puerta imponente de madera oscura con una placa dorada: LIC. BENJAMÍN HERRERA – DIRECTOR GENERAL (CEO).

Nora sintió que el estómago se le iba a los pies. —Perdón, ¿por qué hay un escritorio vigilando la puerta del jefe? —Porque es su escritorio. —Jennifer sonrió (o mostró los dientes) y le entregó un gafete—. Bienvenida a Corporativo Herrera, señorita Juárez. La Señora Margarita solicitó personalmente su contratación fast-track.

Nora miró el gafete. Nora Juárez – Asistente Ejecutiva CEO. —Esto… esto es una broma de cámara escondida, ¿verdad? ¿Dónde está Facundo? ¿Dónde están las cámaras?

—Sin errores, señorita Juárez. —Jennifer le entregó una carpeta gruesa y un iPad Pro—. Aquí está el manual del empleado, la contraseña de su computadora y el acceso a la agenda del Licenciado. Él tiene una junta en 15 minutos. Prefiere el café negro, grano de Chiapas, sin azúcar, en taza de cerámica blanca. Temperatura entre 82 y 85 grados centígrados. Si está a 81, lo regresa. Si está a 86, te despide. —¿Es neta? —En esta empresa no bromeamos con la temperatura del café. Buena suerte. La va a necesitar.

Y Jennifer simplemente se fue, dejando a Nora parada allí con el gafete, el iPad y lo que quedaba de su dignidad.

—Okay. Okay, Nora, respira. —Dejó todo en el escritorio—. Es un trabajo. Pagan en pesos, no en sonrisas. Necesitas el dinero. El techo de tu cuarto tiene humedad y el Señor Bigotes necesita sus vacunas. Hazlo por el gato.

Se sentó en la silla de cuero ergonómica que probablemente costaba más que todos sus muebles juntos. Miró el teléfono con más botones que la cabina de un avión. Miró la puerta cerrada del despacho.

—Quizás si me quedo aquí calladita, como un mueble decorativo, no se dé cuenta de que existo.

En ese momento, la puerta se abrió. Benjamín Herrera apareció en su silla de ruedas, vistiendo un traje gris carbón y una expresión que podría congelar el Lago de Chapultepec. Sus ojos se clavaron en Nora. Se detuvo tres segundos completos. Nadie dijo nada.

Luego, Benjamín suspiró. Fue un suspiro largo, cansado, que cargaba el peso de mil decisiones cuestionables de su madre. —Pase.

No fue una invitación. Fue una orden judicial. Nora se levantó tan rápido que casi tira el iPad. —Sí, claro. Pasando. Ahorita mismo.

Tropezó con la pata del escritorio, se recuperó con una maniobra extraña y entró al despacho caminando como un venado recién nacido aprendiendo a usar las patas.

La oficina de Benjamín era enorme. Un ventanal de piso a techo mostraba la ciudad bajo una capa de smog gris. Premios y reconocimientos estaban alineados con precisión militar. No había fotos personales. No había plantas. No había vida.

Benjamín se acomodó detrás de su escritorio, entrelazó los dedos y la observó como un científico observaría a una bacteria nueva y potencialmente peligrosa. —Así que… —dijo con una calma peligrosa—. Usted es mi nueva asistente. —Técnicamente. Aparentemente. Sorpresivamente. —Nora soltó una risita nerviosa—. Mire, Licenciado, creo que hay un malentendido. Yo hago cafés. Hago dibujitos en la espuma. Sé de literatura inglesa, pero no sé nada de… —hizo un gesto vago con las manos—… cosas de ejecutivos importantes que gritan por teléfono.

—Mi madre la contrató. —Su madre da miedo. —Nora se tapó la boca—. Digo, es imponente. Maravillosa. Una reina. Quiero que me adopte, pero también me da pánico decepcionarla. Benjamín arqueó una ceja. —¿Tiene experiencia administrativa? —Fui tesorera de la kermés de la secundaria. —¿Referencias profesionales? —Mi gerente de la cafetería dice que soy “puntual la mayoría de las veces” y que “tengo buena plática con los clientes difíciles”. —Dios mío.

Benjamín cerró los ojos y tomó el teléfono de su escritorio. Marcó un número rápido. Puso el altavoz. —¿Benjamín, querido? —La voz de Margarita llenó la habitación. —Mamá, tenemos que hablar. Sobre cómo ella es “perfecta”. —Estoy totalmente de acuerdo. —Mamá, voy a liquidarla ahora mismo. No tiene experiencia. Es un peligro público. —Las otras tres tenían experiencia y eran aburridas. Y mira cómo terminó eso. Ella tiene carácter. Y tú necesitas a alguien que no te tenga miedo. —¡Le tengo pavor! —intervino Nora desde la silla, levantando la mano—. Pavor absoluto, señora. —¿Ves? Es honesta —dijo Margarita—. Dale una semana, Benjamín. Si en una semana no funciona, te dejo en paz y contrato al robot aburrido que tú quieras. Pero dale una semana. —Mamá… —Una semana. Adiós, querido.

La llamada se cortó. Benjamín miró el teléfono como si quisiera desintegrarlo con la mente. Luego miró a Nora. —Muy bien. Se queda. Nora soltó el aire. —¿En serio? —Bajo una condición. —Se inclinó hacia adelante, y la temperatura del cuarto pareció bajar diez grados—. Voy a hacer que esta sea la semana más difícil de su vida, señorita Juárez. Va a querer renunciar. Va a rogar por volver a limpiar mesas y servir lattes tibios. Y cuando eso pase, y créame que pasará, usted admitirá que mi madre se equivocó.

Nora tragó saliva. Su instinto de supervivencia le gritaba “¡Corre!”. Pero luego pensó en las facturas vencidas. Pensó en la mirada de superioridad de Benjamín. Y algo en su interior, esa chispa mexicana de “ah, ¿no me crees capaz?”, se encendió.

Nora sonrió. —Acepto el reto. Benjamín parpadeó. —¿Qué? —Una semana. Veamos quién se rinde primero. Si usted por aguantarme a mí y a mis comentarios nerviosos, o yo por aguantar su… —buscó la palabra diplomática—… intensidad.

Benjamín Herrera se dio cuenta de dos cosas en ese momento. Primero, que su madre era más maquiavélica de lo que pensaba. Y segundo, que acababa de hacer la apuesta más irritante de su vida. —Su primera tarea —dijo él, señalando la puerta—. Organice mi agenda para los próximos tres días. Sin conflictos, sin errores. Y tráigame un café. Si está frío, pierde. —Entendido, jefe. —Nora se giró, chocó levemente con el marco de la puerta, dijo “Auch” y salió.

Cuando la puerta se cerró, Benjamín miró al techo. —¿Qué hice para merecer esto?

Capítulo 4: El Pingüino en la Sala de Juntas

La sala de conferencias del piso 40 parecía diseñada para intimidar a cualquiera que ganara menos de cien mil pesos al mes. Una mesa de caoba pulida tan larga que podías aterrizar un avión en ella, sillas de piel negra y doce ejecutivos en trajes idénticos, mirando a Nora como si fuera un bicho raro que se coló en una cena de gala.

—Okay, Nora —se susurró a sí misma, ajustando el iPad que sudaba en sus manos—. Tú puedes. Solo tienes que tomar notas. Escribir lo que digan. Palabras clave. Sinergia. Disruptivo. Para ayer. Fácil.

Benjamín entró a la sala, su silla de ruedas deslizándose silenciosamente sobre la alfombra gris. No miró a nadie. Se posicionó en la cabecera con la autoridad de un rey en su trono. —Buenos días —dijo, y todos se enderezaron instantáneamente.

Nora intentó imitar su postura, pero su codo golpeó el iPad, que se deslizó por la mesa como un disco de hockey y cayó al suelo con un CLACK que resonó como un disparo. Doce pares de ojos se giraron hacia ella. —Perdón —susurró, agachándose rápido—. Estaba resbaloso. Es tecnología rebelde. Apple lo hace a propósito para que compres otro. Un hombre calvo con cara de pocos amigos frunció el ceño.

—La señorita Juárez tomará la minuta hoy —dijo Benjamín sin inmutarse—. Comiencen.

Los reportes empezaron. Números, gráficas, proyecciones de crecimiento. Nora escribía frenéticamente cosas como “El señor Calvo dice que ganamos más dinero” y “Gráfica roja sube, eso es bueno, creo”.

—Disculpen el retraso. La voz vino de la puerta. Estela Vargas no caminaba; desfilaba. Rubia, perfecta, con un vestido negro entallado y unos tacones que sonaban como martillazos de autoridad. Era la Directora de Relaciones Públicas y, según los chismes de pasillo que Nora ya había escuchado en el baño, la ex “algo” de Benjamín.

—Benjamín, querido —dijo Estela, sentándose a su lado y poniendo una mano sobre el brazo de la silla de ruedas con demasiada confianza—. Tenemos que discutir la campaña de lanzamiento. Benjamín movió su brazo sutilmente para quitarse el toque. —No es el momento, Estela. Estela sonrió, pero sus ojos escanearon a Nora como un láser de seguridad buscando una amenaza. —¿Y esta quién es? —Nora Juárez. Mi asistente. —¿Asistente? —Estela soltó una risita seca—. Vaya, los estándares de contratación han… cambiado. ¿De dónde vienes, querida? ¿De la competencia? —De la cafetería de abajo —respondió Nora antes de que su cerebro pudiera detenerla—. Hago unos capuchinos que te cambian la vida. Tengo un diploma de “Empleado del Mes” y todo.

Silencio sepulcral. El hombre calvo tosió para disfrazar una risa. Estela arqueó una ceja perfectamente depilada. —Fascinante. Benjamín siempre tan… caritativo.

La reunión continuó, pero la tensión se sentía en el aire. Proyectaron una imagen del nuevo producto, un dispositivo negro y elegante. Benjamín se inclinó hacia adelante, estudiando la imagen con intensidad, frunciendo el ceño, con su traje impecable de corte italiano blanco y negro.

Y Nora, en un momento de absoluta desconexión entre su cerebro y su boca, susurró: —Se ve como un pingüino. Un pingüino millonario y enojado.

No lo susurró tan bajo como pensaba. El silencio que siguió fue absoluto. Benjamín se congeló. Los ejecutivos se quedaron petrificados. Nora sintió que la sangre se le iba de la cara. —Lo… lo dije en voz alta, ¿verdad? Nadie respondió, pero sus caras decían “Sí, y ya estás muerta”.

—No digo que los pingüinos sean malos —se apresuró a arreglarlo, cavando su propia tumba—. Son elegantes. Sofisticados. Y el traje es hermoso, jefe. Muy… aerodinámico. Como para deslizarse por el hielo corporativo.

Estela la miraba como si fuera una cucaracha en su ensalada. —Esto es inaceptable, Benjamín. Esta niña es una falta de respeto. —Es una metáfora biológica —intentó Nora.

Benjamín giró lentamente la cabeza hacia ella. Su expresión era ilegible. Nora cerró los ojos, esperando el “Estás despedida”. Pero entonces, vio algo extraño. La comisura del labio de Benjamín tembló. Sus ojos, usualmente fríos como el hielo, tenían un brillo extraño. Estaba… ¿aguantándose la risa?

—Señorita Juárez —dijo él, con la voz un poco estrangulada—. Quizás debería limitar sus observaciones zoológicas para su tiempo libre. —Sí, señor. Cero pingüinos. Entendido. Soy una tumba. Una tumba muda.

—¿No vas a hacer nada? —exigió Estela, ofendida—. Nos está insultando. —Está tomando notas, Estela. Continúen.

La reunión siguió, pero la dinámica había cambiado. Benjamín ya no estaba tan tenso. De hecho, cada vez que miraba la pantalla y luego su propio traje, tenía que morderse el labio. Nora se hundió en su silla, escribiendo: “Nota mental: No comparar al jefe supremo con aves marinas no voladoras en frente de su ex novia malvada”.

Cuando la junta terminó y los ejecutivos salieron huyendo, Estela se detuvo frente a Nora. —No te acomodes mucho, querida —susurró con veneno—. Las asistentes aquí duran menos que un suspiro. Y tú… tú eres un chiste de mal gusto. Estela salió taconeando furiosa.

Nora se quedó recogiendo sus cosas. —Lo siento, Licenciado. Soy una idiota. Ya me voy a RH a firmar mi renuncia. Benjamín estaba en la puerta, de espaldas a ella. —Juárez. —¿Sí? Giró su silla. Y ahí estaba. Una sonrisa. Pequeña, casi imperceptible, pero real. —Mi traje cuesta tres mil dólares. —Y es un traje de pingüino muy bonito, señor. Benjamín negó con la cabeza, y por primera vez en dos años, el peso en sus hombros pareció aligerarse un gramo. —Mañana a las 8. No llegue tarde.

Y mientras él salía rodando, Nora se dejó caer en la silla. —Okay, Nora. Sobreviviste al Día Uno. Hiciste reír al tirano y te ganaste una enemiga mortal que parece modelo de revista. —Suspiró—. Todo sea por las vacunas del Señor Bigotes.

PARTE 3: EL CAOS Y LA CURA

Capítulo 5: El Tapete de los 20 Mil Dólares y el Milagro

Nora tenía una teoría: si cargabas suficiente café caliente hirviendo, eventualmente desarrollarías superpoderes de equilibrio, como un monje Shaolin pero con cafeína. Esa teoría estaba a punto de ser desmentida de la forma más humillante posible.

Era jueves, 2:00 PM. La “hora del mal del puerco” para los mortales, pero la “hora de la muerte” para Benjamín Herrera. Tenía una presentación crucial con inversionistas japoneses. Gente seria. Gente que no sonreía. Gente que esperaba perfección absoluta.

—Nora —le había dicho Benjamín con esa voz que no admitía réplica—, solo tienes una misión: llevar el café a la sala de juntas. No hables. No opines sobre pingüinos. No respires fuerte. Entras, dejas la charola, sales. ¿Entendido? —Si, capitán. Soy un ninja del servicio de catering. Ni me van a ver.

Ahora, parada frente a la puerta de la sala de juntas, Nora sentía que las piernas le temblaban como gelatina. —Tú puedes, Nora —se susurró—. Camina derecho. Los humanos lo hacen desde hace miles de años. Tienes piernas. Piernas funcionales… la mayoría del tiempo.

Empujó la puerta con la cadera. La sala estaba en un silencio sepulcral. Benjamín estaba proyectando gráficas de crecimiento en la pantalla gigante, hablando en un inglés impecable. Cinco inversionistas japoneses lo escuchaban como estatuas de cera.

Nora avanzó. Todo iba bien. Un paso. Dos pasos. Y entonces, sucedió. La alfombra. Esa maldita alfombra persa antigua que, según decían los chismes de pasillo, había pertenecido a un Sha de Irán y costaba más que un riñón en el mercado negro. Tenía una esquina ligeramente levantada. Milimétricamente levantada.

El pie de Nora se atoró. El tiempo se detuvo. Fue como en las películas, en cámara lenta. Nora vio la charola inclinarse. Vio las seis tazas de porcelana fina despegar como naves espaciales suicidas. Vio la cara de horror de Benjamín.

—¡Cuidado abajo! —gritó, lo cual, honestamente, no ayudó en nada.

¡PLASH!

El sonido fue catastrófico. Café negro, hirviendo y espeso, aterrizó directamente sobre el centro del tapete persa color crema. La mancha se expandió como una oscuridad voraz. Una taza rodó hasta los pies del inversionista principal, un señor mayor con lentes gruesos, y se detuvo con un tintineo burlón.

Silencio. Un silencio tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Benjamín se quedó con el apuntador láser congelado en el aire. Los japoneses miraban la mancha en el tapete como si fuera un crimen de guerra.

Nora estaba tirada en el suelo, con el uniforme manchado y el orgullo hecho puré. Se levantó despacio, sacudiéndose las rodillas. El cerebro de Nora entró en pánico. Y cuando Nora entraba en pánico, su filtro cerebro-boca dejaba de funcionar.

—Bueno… —dijo en voz alta, rompiendo el silencio mortal—. Dicen que el café es bueno para teñir telas. Ahora el tapete tiene un diseño más… vanguardista. Abstracto. Muy moderno.

Benjamín cerró los ojos. Nora esperó el despido. Esperó los gritos. Pero entonces, un sonido extraño llenó la habitación. Un sonido ronco, oxidado, como un motor que no se ha encendido en años. Benjamín Herrera se estaba riendo.

No era una risita educada. Era una carcajada. Real. Sonora. Incontrolable. Se tapó la cara con una mano, los hombros sacudidos por la risa, intentando recuperar la compostura y fallando miserablemente.

Los japoneses se miraron entre ellos, confundidos. Luego miraron a Benjamín. Y luego, por puro contagio o cortesía, el inversionista principal también soltó una risita. Y luego otro. En diez segundos, la sala de juntas más tensa de México se había convertido en un club de comedia.

—Perdón —dijo Benjamín, limpiándose una lágrima (¡una lágrima real!) de la mejilla—. Mi asistente tiene un talento único para el timing cómico. Y para la destrucción de propiedad histórica.

El inversionista japonés sonrió e hizo una reverencia leve desde su asiento. —La honestidad ante el error es signo de sabiduría —dijo en un inglés pausado—. Y el tapete era muy feo de todos modos.

Nora parpadeó. ¿Acababa de caerle bien a los japoneses destruyendo una antigüedad? —Voy por un trapo —murmuró, retrocediendo hacia la puerta. —Déjalo —dijo Benjamín, todavía con una sonrisa en los labios que le cambiaba la cara por completo. Se veía más joven. Se veía… humano—. Siéntate ahí, Nora. No toques nada más. Por favor.

La reunión continuó, pero la energía había cambiado. Benjamín estaba relajado, fluido, brillante. Cerraron el trato en tiempo récord. Cuando los inversionistas se fueron, haciendo reverencias a Nora (quien hizo una reverencia chueca de regreso), Benjamín se quedó mirando la mancha en la alfombra.

—Ese tapete sobrevivió a tres mudanzas, dos terremotos y a mi padre —dijo suavemente—. Y tú lo derrotaste con una charola de café. Impresionante. Nora se mordió el labio. —Lo siento mucho, jefe. Se lo voy a pagar. Me lo descuenta de mi nómina… en los próximos ochenta años. Benjamín la miró. La suavidad en sus ojos la dejó sin aliento. —Te reíste —dijo ella—. De verdad.

La cara de Benjamín cambió. La máscara volvió a caer, pero no tan pesada como antes. —Fue un reflejo. —Fue bonito. Debería hacerlo más seguido. Se le quita la cara de villano de Disney.

Él estaba a punto de responder algo que parecía amable, cuando la puerta se abrió de golpe. El taconeo inconfundible anunció la llegada del desastre. Estela Vargas entró, oliendo a perfume caro y a problemas. Se detuvo en seco. Vio la mancha en el piso. Vio a Nora. Vio la expresión relajada de Benjamín.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó, con una voz que destilaba hielo—. Se escuchaban risas hasta en el pasillo. ¿Es esto una sala de juntas o un circo? —El contrato se firmó, Estela —dijo Benjamín, volviendo a su tono profesional—. Hubo un pequeño accidente, pero todo salió bien.

Estela miró a Nora con odio puro. —Accidente. Claro. —Caminó hacia Benjamín y puso una mano posesiva en su hombro—. Benjamín, tenemos que revisar la estrategia de prensa. A solas. Fue una orden, no una petición.

Nora entendió la indirecta. —Voy a… voy a buscar al de limpieza. Con permiso. Salió rápido, pero antes de que la puerta se cerrara, alcanzó a ver cómo Estela se inclinaba sobre Benjamín, susurrándole algo al oído mientras miraba la puerta con ojos de depredadora.

Afuera, el chisme ya había estallado. —¿Lo escuchaste? —le susurró Priya, agarrándola del brazo—. ¡Se rio! ¡El Licenciado Hielo se rio! —Sí, se rio —murmuró Nora, sintiendo una opresión extraña en el pecho—. Pero creo que a la Barbie Malvada no le hizo ninguna gracia.

Capítulo 6: Porristas en la Oscuridad

Eran las 8:30 de la noche. La Torre Herrera estaba casi vacía. Solo quedaban las luces de emergencia y el zumbido constante del aire acondicionado. Nora no debería estar ahí. Debería estar en su casa, comiendo sopa instantánea y viendo series con el Señor Bigotes. Pero había olvidado su cargador en la oficina, y sin celular, su vida no tenía sentido.

—Okay, Nora, entra rápido, agarra el cargador, sal corriendo. No mires a los fantasmas de los Godínez pasados.

Caminaba de puntitas por el pasillo del piso 35 cuando escuchó algo. Sonidos. Jadeos. Un golpe metálico rítmico. Y música… ¿era la banda sonora de Rocky? Venía de una puerta al final del pasillo que siempre estaba cerrada. Una puerta sin letrero.

La curiosidad mató al gato, pero Nora no era un gato, era una chismosa profesional. Se acercó despacio. La puerta estaba entreabierta. Se asomó.

Lo que vio la dejó helada. Era un gimnasio privado. Pequeño, pero equipado con aparatos médicos de última generación. Barras paralelas, espejos de pared a pared. Y ahí estaba Benjamín.

No estaba en su silla. Estaba de pie, agarrado a las barras paralelas con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. El sudor le empapaba la camiseta gris, marcando músculos que el traje siempre ocultaba. Su cara estaba contorsionada en una mueca de esfuerzo y dolor puro. A su lado, un terapeuta físico, un tipo enorme con cara de bulldog, le cronometraba.

—¡Uno más, Benjamín! —decía el terapeuta—. ¡Venga! —No… puedo… —gruñó Benjamín, temblando. —¡Sí puedes! ¡Mueve esa pierna! ¡No seas nena!

Benjamín gritó, un sonido de frustración y rabia, y trató de dar un paso. Su pierna derecha apenas se movió unos centímetros. Cayó pesadamente sobre sus brazos, jadeando como si hubiera corrido un maratón.

Nora se tapó la boca. Nadie sabía esto. Todos pensaban que él había aceptado la silla, que era permanente. Pero ahí estaba, en la oscuridad, peleando una batalla secreta contra su propio cuerpo.

—Vamos, Benjamín, otra vez —insistió el terapeuta—. Desde arriba. —David, ya basta por hoy… —¡Dije otra vez! Si quieres caminar para la boda de tu prima, tienes que sufrir.

Benjamín cerró los ojos, derrotado. Y entonces, el filtro de Nora volvió a fallar. Entró a la habitación. —¡Eso! —gritó, levantando el puño—. ¡Tú puedes, pierna derecha! ¡No te hagas pato! ¡Muévete!

Benjamín y David giraron la cabeza al mismo tiempo, como en una película de terror. Benjamín casi se cae de las barras. —¿Señorita Juárez? —Su voz era una mezcla de shock y furia—. ¿Qué demonios hace aquí?

—Vine por mi cargador —dijo ella rápido, levantando las manos—. Y escuché ruidos. Pensé que estaban asaltando o haciendo crossfit ilegal. —Largo. Ahora. —No. —¿Cómo dijo? Nora se acercó, ignorando su instinto de supervivencia. —Dije que no. Está sufriendo y necesita apoyo moral. Su terapeuta es muy regañón. Necesita una porrista. —No necesito una porrista —escupió Benjamín—. Necesito privacidad. Esto es humillante.

—¿Humillante? —Nora soltó una risa incrédula—. Jefe, está de pie. Está sudando la gota gorda para volver a caminar. Eso no es humillante, eso es de película de superhéroes. Es lo más chingón que he visto en mi vida.

La palabra “chingón” resonó en el aire corporativo. David, el terapeuta, soltó una carcajada. —Me cae bien esta chica. Tiene razón, Benjamín. Deja de lloriquear.

Benjamín miraba a Nora. El enojo en sus ojos empezó a disolverse, reemplazado por confusión. Estaba acostumbrado a que la gente lo mirara con lástima cuando veían la silla. Pero Nora lo miraba como si fuera Rocky Balboa a punto de noquear a Apollo Creed.

—Una serie más —dijo Benjamín, apretando la mandíbula. Miró a Nora—. Si vas a quedarte, haz algo útil. —¿Qué hago? ¿Le paso agua? ¿Le seco el sudor? —Insulta a mi pierna izquierda. Es la más floja.

Nora sonrió. Una sonrisa brillante. —Con gusto. Se paró frente a él, a una distancia segura. —¡Órale, pierna izquierda! —gritó—. ¡No seas floja! ¡Tu hermana derecha ya hizo el trabajo! ¿Te vas a dejar ganar? ¡Demuestra quién manda!

Benjamín resopló, conteniendo una risa, y dio un paso. Luego otro. Sus brazos temblaban, el dolor era evidente, pero sus ojos estaban fijos en Nora, que saltaba y gritaba incoherencias motivacionales. —¡Eso, campeón! ¡Eres una máquina! ¡Eres un tiranosaurio rex imparable!

Cuando finalmente colapsó en la silla de ruedas, exhausto pero con un brillo de triunfo en la mirada, David le pasó una toalla. —Buen trabajo hoy, jefe. Esa última serie fue la mejor del mes. —David le guiñó un ojo a Nora—. Deberías venir más seguido. Eres mejor que mis gritos.

David se fue a guardar el equipo, dejándolos solos. El silencio regresó, pero ya no era pesado. Era íntimo. Benjamín se secó la cara con la toalla y miró a Nora desde abajo. —Gracias —dijo, en voz baja. —¿Por gritarle a sus extremidades? De nada. Es mi especialidad. —Por no mirarme con lástima. Nora se sentó en una banca de pesas cercana, balanceando los pies. —¿Por qué le tendría lástima? Es guapo, es millonario, es inteligente y tiene una fuerza de voluntad que da miedo. La única lástima que tengo es por ese pobre tapete persa que asesiné hoy.

Benjamín sonrió. Esa sonrisa real otra vez. —Ven mañana. —¿A trabajar? Obvio, necesito comer. —A la terapia. A las 8 de la noche. —La miró fijamente, con una intensidad que hizo que a Nora se le acelerara el corazón—. Necesito… necesito que alguien me recuerde que no soy de cristal. Nora sintió que las mejillas le ardían. —Ahí estaré. Traeré pompones mentales. —Por favor, no traigas pompones reales. —No prometo nada.

Nora salió de la oficina esa noche flotando. No sabía exactamente qué estaba pasando entre ella y el tirano de la Torre Herrera, pero sabía una cosa: la barrera de hielo se estaba derritiendo. Lo que Nora no sabía era que, desde la oscuridad del pasillo opuesto, Estela Vargas había visto todo. Había visto las risas. Había visto la mirada de Benjamín. Y Estela Vargas no perdía. Nunca.

Sacó su celular y marcó un número. —Quiero todo sobre Nora Juárez —susurró al teléfono—. Antecedentes, deudas, ex novios, escándalos. Todo. Esa gata callejera no sabe con quién se metió.

PARTE 4: VOCES EN EL SILENCIO

Capítulo 7: Cenicienta en el St. Regis y el Sabotaje

El vestido era un problema. No porque fuera feo; de hecho, era una obra de arte. Un vestido azul noche de seda que Doña Margarita había enviado al diminuto departamento de Nora con una nota que decía: “Úsalo. No discutas. Te mando el Uber Black a las 7. MH”.

El problema era que Nora sentía que se había disfrazado. Ella era una chica de jeans y tenis Converse, de tacos de canasta y Metrobús. Verse en el espejo con ese vestido, maquillada por una profesional que Margarita también había enviado, le provocaba el síndrome del impostor más grande de la historia.

—Okay, Nora —le dijo a su reflejo—. No rompas el vestido. Cuesta más que tu vida entera. Si lo manchas de salsa, tendrás que vender un riñón. Y el Señor Bigotes te necesita completa.

La Gala Anual de Beneficencia de Corporativo Herrera era EL evento social de la Ciudad de México. Políticos, celebridades, influencers y empresarios se reunían en el salón principal del St. Regis para fingir que se caían bien y donar dinero deducible de impuestos.

Un Uber que parecía nave espacial la recogió y la llevó a Reforma. Al llegar, la alfombra roja era un manicomio de flashes. Y allí, esperándola en la entrada como un príncipe moderno (y motorizado), estaba Benjamín.

Llevaba un esmoquin negro hecho a la medida que lo hacía ver devastadoramente guapo. Cuando vio bajar a Nora del auto, se quedó inmóvil. Sus manos se tensaron sobre los aros de su silla. —Wow —dijo, y la palabra se le escapó antes de que su cerebro pudiera filtrarla.

Nora se acercó, caminando con cuidado sobre sus tacones prestados. —Lo sé. Parezco princesa de Disney, pero versión Iztapalapa. Tengo miedo de tropezar y rodar por la alfombra roja. Sería viral en TikTok en tres segundos. Benjamín sonrió, esa sonrisa secreta que solo le daba a ella. —Te ves espectacular, Nora. Y si te caes, yo te atropello suavemente para distraer la atención. Eso también sería viral. —Qué caballero.

Entraron juntos. Benjamín rodando con elegancia, Nora caminando a su lado. Los fotógrafos gritaban: “¡Licenciado Herrera! ¡Por acá! ¿Quién es su acompañante?”. —Solo sonríe y no mires a la luz —susurró él—. Te deja ciego.

El salón era un sueño de cristal y flores blancas. La crema y nata de la sociedad mexicana estaba ahí. Y por supuesto, también estaba la villana del cuento. Estela Vargas apareció entre la multitud como una serpiente coralillo: hermosa y venenosa. Llevaba un vestido rojo sangre tan ajustado que desafiaba las leyes de la física.

—Benjamín —dijo, ignorando olímpicamente a Nora—. Los donantes principales están impacientes. Y tenemos que revisar tu discurso. Hice unos… ajustes técnicos de última hora. —El discurso está bien, Estela. —Siempre puede ser mejor. —Sus ojos finalmente se posaron en Nora, barriéndola de arriba abajo con desprecio—. Lindo vestido, querida. ¿Es rentado? —Es un regalo de mi suegra… digo, de la jefa… digo, de Doña Margarita —tartamudeó Nora. —Mmm. Se nota su gusto. —Estela se giró hacia Benjamín—. Te veo en el escenario. No me falles.

La cena transcurrió entre platos que Nora no sabía cómo comer y copas de cristal que le daba miedo tocar. Benjamín, sorprendentemente, le iba explicando por lo bajo. “Ese tenedor chico es para la ensalada. No, ese no, ese es para el postre. Deja el pan, te vas a llenar”. Se sentía… íntimo. Como si estuvieran en su propia burbuja en medio del caos.

Llegó el momento del discurso. El presentador anunció a Benjamín Herrera. Los aplausos fueron educados. Benjamín subió al escenario por la rampa lateral, se colocó frente al podio y ajustó el micrófono. —Buenas noches a todos —comenzó. Su voz proyectada por las bocinas sonó firme—. Gracias por estar aquí para apoyar a…

SCREEEEEECH.

Un chillido agudo rompió los tímpanos de todos. Y luego… silencio. El micrófono murió. Benjamín lo golpeó suavemente. Nada. Miró hacia la mesa técnica. Allí, en las sombras, Estela Vargas estaba parada junto al ingeniero de sonido, con los brazos cruzados y una sonrisita triunfal. Había cortado el audio. Benjamín intentó hablar, pero en un salón con 500 personas, su voz se perdía. Los murmullos empezaron. “Qué mala organización”, “¿Ya se descompuso?”, “Qué oso”.

Benjamín empezó a sudar. Se veía pequeño allá arriba, solo en su silla, silenciado frente a la élite que juzgaba cada uno de sus movimientos. Nora sintió un fuego subirle por el pecho. Nadie le hacía eso a su jefe. Nadie humillaba al Pingüino.

Sin pensarlo, Nora se levantó de su mesa. —¡Disculpen! —gritó con su voz de “barista llamando un pedido en hora pico”—. ¡Permiso, voy a pasar!

Corrió (bueno, tropezó con estilo) hacia el escenario y se subió. Se paró junto a Benjamín. Él la miró con los ojos abiertos de par en par. —¿Qué haces? —susurró. —Ser tu altavoz. Tú habla, yo traduzco. Tengo pulmones de vendedora de mercado. —Nora, esto es ridículo… —Hazlo. Confía en mí.

Benjamín la miró. Vio la determinación en sus ojos color miel. Y confió. Retomó su discurso, hablándole a ella. —Esta fundación representa la esperanza de un futuro mejor… Nora se giró hacia el público y gritó a todo pulmón: —¡DICE EL JEFE QUE ESTA FUNDACIÓN ES LA ONDA Y QUE REPRESENTA ESPERANZA, ASÍ QUE PONGAN ATENCIÓN!

El público soltó una carcajada colectiva. La tensión se rompió al instante. Benjamín sonrió, relajándose. Continuó: —Sabemos que los tiempos han sido difíciles para la economía global… Nora gritó: —¡DICE QUE LA COSA ESTÁ CAÑÓN Y QUE EL DÓLAR ESTÁ CARO, PERO QUE NO SE HAGAN PATOS Y DONEN!

Más risas. Aplausos espontáneos. Incluso los viejitos serios del consejo estaban sonriendo. Benjamín, animado por la respuesta, empezó a improvisar. —La generosidad no se mide en ceros, sino en impacto. Nora: —¡DICE QUE AFLOJEN LA CARTERA! ¡QUE SE SIENTE BONITO AYUDAR Y ADEMÁS ES DEDUCIBLE, NO SEAN CODOS!

Fue un éxito rotundo. Benjamín y Nora se convirtieron en un acto de comedia involuntario pero encantador. La química entre ellos era eléctrica; él ponía la elegancia y el mensaje, ella ponía el carisma y la conexión humana. Al final, cuando Benjamín dio las gracias, el salón entero se puso de pie para ovacionarlos.

Desde la mesa técnica, Estela Vargas veía la escena con la cara pálida de furia. Su sabotaje no solo había fallado; había convertido a Nora en la estrella de la noche. Y peor aún: había consolidado a Benjamín y a Nora como un equipo.

Al bajar del escenario, Benjamín tomó la mano de Nora. No la soltó. —Me salvaste —le dijo al oído, en medio del ruido de los aplausos. —Técnicamente le grité “codos” a los millonarios de México. Creo que mañana me van a deportar del país o algo así. —Que lo intenten —dijo Benjamín con una fiereza que la sorprendió—. Tendrán que pasar sobre mí.

Por un momento, ahí, bajo las luces doradas, pareció que se iban a besar. El aire vibraba. Pero entonces, un flash de cámara estalló en sus caras, rompiendo el hechizo. Y en las sombras, Estela sacó su celular y envió un mensaje: “Ejecuten el Plan B. Mañana quiero su cabeza en una charola”.

Capítulo 8: El Silencio que Grita

El lunes por la mañana, la Torre Herrera amaneció diferente. Había una pesadez en el aire, como antes de una tormenta. Nora llegó a su escritorio a las 8:55 AM. Pero no era la Nora de siempre. No traía su taza de Snoopy. No saludó a la planta de plástico del pasillo. No venía cantando canciones de Luis Miguel.

Llevaba un traje sastre gris (barato, pero formal), el cabello estirado en un chongo severo y una expresión vacía. El fin de semana, Estela la había citado en una cafetería. No hubo gritos. Solo una conversación fría y brutal. “Lo estás arruinando, niña. Los inversionistas piensan que Benjamín ha perdido el juicio al tener a una payasa como asistente. Si realmente te importa él, si realmente quieres que recupere su prestigio, dejarás de ser un circo. Sé profesional o vete. Por su bien.”

Por su bien. Esas palabras se habían clavado en el corazón de Nora. Benjamín llegó a las 9:00 en punto. Pasó frente a su escritorio. —Buenos días, Nora. ¿Lista para el reporte de ventas? —Esperó el comentario sarcástico. Esperó que ella le dijera que el reporte era tan aburrido que debería ser considerado tortura medieval.

Nora ni siquiera levantó la vista de la pantalla. —Buenos días, Licenciado Herrera. El reporte está en su bandeja de entrada. Ya confirmé sus citas. Café negro a 84 grados en su escritorio. Con permiso.

Benjamín se detuvo. Giró la silla. —¿Todo bien? —Todo excelente, señor. Trabajando. Eficiencia. Su voz era robótica. Muerta.

Benjamín frunció el ceño, confundido, y entró a su oficina. Pasaron las horas. El silencio era ensordecedor. A las 11:00, Priya de marketing pasó por ahí. —¡Hola, Nora! Oye, qué éxito el viernes, ¿no? Estuviste genial. Nora la miró con frialdad. —Gracias, Priya. Por favor, baja la voz, estoy revisando facturas y necesito concentración. Priya se quedó con la boca abierta y se alejó caminando hacia atrás, asustada.

A la 1:00, el elevador hizo su famoso rechinido fantasma. Benjamín salió de su oficina, esperando escuchar a Nora gritarle al elevador: “¡Ya cállate, fantasma, nadie te quiere!”. Nada. Silencio absoluto. Nora tecleaba furiosamente.

A las 4:00 PM, Benjamín no pudo más. El silencio físico era soportable, pero la ausencia de ella… la ausencia de su luz, de su caos, le estaba doliendo físicamente en el pecho. Se dio cuenta, con terror, de que se había vuelto adicto a su ruido.

—Señorita Juárez, a mi oficina. Ahora. Nora entró con su libreta y pluma, se sentó rígida como una tabla. —Dígame, señor. —¡Deja de hacer eso! —explotó Benjamín. Nora parpadeó, manteniendo su máscara. —¿Dejar de hacer qué, señor? ¿Trabajar? ¿Ser eficiente? —Dejar de ser un robot. ¿Dónde está Nora? ¿Dónde está la chica que le habla a las grapadoras? ¿Dónde está la loca que me traduce discursos a gritos? —Esa chica no era profesional, señor. —Nora bajó la mirada a sus manos, y su voz tembló por un segundo—. Me han hecho ver que mi comportamiento daña su imagen. Que usted necesita a alguien a su altura, no a una… payasa de barrio.

Benjamín sintió una oleada de furia caliente. —Estela. Nora no respondió, pero su silencio lo confirmó. —Ella te dijo eso. —Ella tiene razón. Usted es un CEO de clase mundial. Yo soy… yo soy un error de contratación. Estoy tratando de arreglarlo. Estoy tratando de ser lo que usted necesita.

Benjamín rodeó el escritorio. Se acercó a ella hasta que sus rodillas casi tocaron la silla donde ella estaba sentada. —Mírame, Nora. Ella levantó la vista. Sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas. —Tú no tienes ni idea de lo que yo necesito —dijo él, con una voz ronca y feroz—. Pasé dos años rodeado de “profesionales”. De gente perfecta, fría y eficiente como tú estás tratando de ser ahora. Y me estaba muriendo por dentro. Me estaba convirtiendo en piedra.

Tomó las manos de Nora, que descansaban sobre la libreta. —Tú llegaste con tu caos, con tu ruido, con tus desastres… y me devolviste la vida. Me hiciste reír cuando pensé que ya no sabía cómo. Me hiciste pararme en unas barras paralelas solo para impresionarte. Una lágrima escapó del ojo de Nora. —Pero Estela dijo que soy una vergüenza para ti. —Estela es una idiota —sentenció Benjamín—. Y tú… tú eres lo mejor que le ha pasado a esta empresa. Y a mí.

El aire en la oficina cambió. La tensión profesional se rompió, reemplazada por algo mucho más peligroso y hermoso. —No cambies, Nora —susurró él—. No por Estela, no por los inversionistas, no por nadie. Te quiero a ti. Con todo y tus pláticas con los electrodomésticos.

Nora soltó un sollozo que se transformó en una risita acuosa. —Es que la impresora me mira feo, Benjamín. Te juro que trama algo. Benjamín sonrió, y fue como si saliera el sol en el piso 35. —Entonces la despedimos. Pero tú te quedas. Tal como eres.

En ese momento, la puerta se abrió sin avisar. Estela Vargas entró, esperando encontrar a una Nora derrotada y a un Benjamín agradecido por el retorno al orden. Lo que encontró fue a Benjamín sosteniendo las manos de Nora, ambos con los ojos brillantes y una complicidad que ningún plan de relaciones públicas podía destruir.

—Interrumpo algo —dijo Estela, con la voz afilada. Benjamín se giró lentamente. Su mirada ya no era la del hombre cansado en silla de ruedas. Era la mirada del dueño de todo. —Sí, Estela. Interrumpes. Y ya que estás aquí… Nora acaba de informarme de tus “consejos” profesionales. Estela palideció ligeramente. —Solo intentaba ayudar, Benjamín. La imagen corporativa es… —La imagen corporativa soy yo —la cortó él—. Y mi decisión es que Nora se queda. Y no solo se queda. A partir de hoy, ella me acompañará a todas las reuniones de alto nivel. Incluyendo las tuyas.

Nora abrió los ojos como platos. —¿Qué? ¿Yo? ¿A las reuniones aburridas? No, por favor, eso es castigo. Benjamín la miró con diversión. —Es una orden, asistente. Necesito a alguien que traduzca las tonterías corporativas al español real.

Estela dio media vuelta y salió, cerrando la puerta con un golpe que resonó en todo el piso. Había perdido una batalla, pero la guerra continuaba. Y Estela Vargas tenía un último as bajo la manga. Un secreto del pasado de Nora que ni siquiera Benjamín conocía. Y estaba a punto de filtrarlo a la prensa.

Pero por ahora, en la oficina del CEO, el silencio se había roto. —Okay, Nora —dijo ella, secándose las lágrimas—. Volvemos a la normalidad. ¿Puedo decirle al de contabilidad que su corbata es un crimen contra la moda? —No. —¿Puedo pensarlo muy fuerte? —Eso sí.

Benjamín regresó a su escritorio, sintiéndose más fuerte que nunca. La guerra contra Estela apenas comenzaba, pero por primera vez, no se sentía solo en la trinchera. Tenía a su lado a la mejor arma secreta de todas: una chica de Iztapalapa que no sabía cuándo callarse.

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