
PARTE 1
Capítulo 1: El Intruso en la Mesa 12
—¿Es neta? ¿Tu nombre clave de combate era “El Juguitos”? ¿En serio? —La pregunta quedó flotando en el aire viciado del comedor, goteando burla y desprecio.
El Capitán Montemayor estaba de pie frente a mi mesa, con el pecho inflado bajo su impecable uniforme de Gran Gala. El saco azul marino no tenía ni una sola pelusa, los botones dorados brillaban bajo la luz fluorescente y las insignias estaban tan pulidas que podías verte los dientes en ellas. Era la imagen perfecta del “militar de escritorio” moderno: guapo, perfumado y con esa arrogancia de quien nunca ha tenido que arrastrarse por el lodo bajo fuego enemigo en la Sierra.
En su mano, sostenía mi viejo encendedor Zippo de latón oxidado. Me lo había arrebatado de la mesa con un movimiento rápido, digno de un carterista. Lo giró entre sus dedos manicurados para mostrar el grabado en la parte posterior a su séquito: “El Juguitos”.
Alrededor de la mesa, el grupo de tenientes y suboficiales jóvenes —sus “lamebotas” personales— soltaron una risita nerviosa pero burlona. Todos iban vestidos para el baile de gala de esa noche, un mar de cortes de cabello perfectos y loción cara, irradiando esa energía invencible de los hombres que aún no han aprendido que la muerte no respeta rangos ni apellidos, ni mucho menos lo bien planchado que traigas el pantalón.
Yo estaba sentado frente a ellos, luciendo como una mancha de grasa en un lienzo blanco inmaculado.
Me llamo Goyo. Gregorio para los cuates, Don Goyo para los respetuosos. Tengo 82 años y, la verdad, parezco un mapa de carreteras viejas arrugado por el viento. Llevaba puesta una camisa roja deslavada que había visto mejores décadas y, encima, mi vieja chamarra de campo verde olivo, esa que ya se le estaban deshilachando los puños.
Estaba encorvado sobre una charola de plástico con una porción de picadillo a medio comer y una taza de café negro que se había enfriado hace diez minutos. No intenté quitarle el encendedor. No miré al Capitán a los ojos. Solo me quedé mirando mi café, con mis manos descansando sobre la mesa. Son manos grandes, manchadas por la edad y llenas de cicatrices de años de trabajo duro, y la derecha tenía ese maldito temblor rítmico que no me deja en paz desde hace años.
—Te hice una pregunta, abuelo —insistió Montemayor, con una sonrisa burlona que no le llegaba a los ojos—. Entras al Comedor General de la Zona Militar pareciendo que dormiste en un contenedor de basura, ocupando una mesa destinada al personal activo, ¿y encima traes un encendedor que dice “El Juguitos”? ¿Qué hacías? ¿Manejabas el camión de los refrescos? ¿Eras el que repartía los Boings en la retaguardia?
Uno de los tenientes, un chavo con cara de niño rico que seguro entró por palanca, se inclinó para seguirle el juego: —A lo mejor era el Oficial de Hidratación, mi Capitán. Un rol muy crítico, mantener a los muchachos frescos con sus juguitos.
La mesa estalló en carcajadas otra vez.
El comedor estaba lleno, el ruido de los cubiertos y las pláticas era constante. Pero el ruido alrededor de la mesa 12 había muerto. Otros soldados y oficiales empezaron a mirar. Algunos se veían incómodos, moviendo sus charolas, mientras que otros miraban con esa curiosidad morbosa que se siente cuando presientes que va a haber sangre.
Finalmente, levanté la cabeza. Mis ojos, nublados por las cataratas y el cansancio, se encontraron con los suyos. No estaba enojado. Estaba cansado.
—Quisiera que me devolviera mi encendedor, por favor, joven —dije. Mi voz sonaba como grava frotada contra papel de lija, suave pero clara.
Montemayor cerró el puño alrededor del encendedor. —Te lo devolveré cuando decida que tienes permiso para estar aquí. He visto a muchos “veteranos patito” últimamente. Viejitos que compran chamarras viejas en el tianguis, se meten a la base para gorrear una comida gratis y fingen ser héroes. No traes identificación visible. Estás fuera de uniforme. Y francamente, hueles a viejo en un lugar donde los oficiales estamos comiendo.
—Tengo permiso —dije simplemente.
—¿De quién? ¿Del guardia de la puerta al que le diste para el refresco? —se mofó Montemayor. Se inclinó, poniendo ambas manos sobre la mesa, invadiendo mi espacio personal. El olor a su colonia cara me revolvió el estómago. —Esta base es para soldados. Hombres que mantienen el estándar. Mírame a mí. Mira a mis hombres. Y luego mírate a ti. ¿Crees que perteneces a esta mesa?
Capítulo 2: La Vieja Guardia no se dobla
Lentamente, llevé mi mano hacia el bolsillo interior de mi chamarra.
El ambiente cambió de golpe. Las risas se cortaron en seco. La mano de Montemayor bajó hacia su cintura, un reflejo, aunque no estaba armado con su pistola de cargo, solo con su soberbia. Sus suboficiales se tensaron, listos para saltarme encima como perros de presa.
Me moví con la lentitud agonizante de la artritis. No saqué un arma. Saqué una servilleta de papel doblada y manchada de salsa. Me limpié la comisura de la boca con calma, volví a doblar la servilleta y la puse junto a mi charola.
—Yo pertenezco donde me plantan, Capitán —murmuré, clavándole la mirada—. Y yo me gané esta silla antes de que usted fuera siquiera un mal pensamiento en la mente de su padre.
La cara de Montemayor se puso roja, casi púrpura. El insulto fue tranquilo, casi susurrado, pero aterrizó como una bofetada con guante blanco. Se enderezó de golpe, su paciencia evaporándose. Sentía los ojos de todo el comedor sobre él. No podía permitir que un “pelao” le contestara frente a sus subordinados.
—Levántate —ordenó, señalando la puerta con el dedo índice, temblando de coraje—. Te vas ahora mismo o hago que la Policía Militar te arrastre hasta la calle. Y me quedo con el encendedor como evidencia de portación de insignias no autorizadas. “El Juguitos”. Qué pinche chiste.
No me moví. Miré el encendedor en su mano y, por un segundo, las luces blancas del comedor parecieron parpadear. El olor estéril a cera de piso y comida se desvaneció, reemplazado por el olor caliente y metálico del fluido hidráulico, el queroseno quemado y el sabor a cobre de la sangre.
En esa fracción de segundo, yo ya no estaba en el comedor. Estaba atado al armazón de metal vibrante y gritón de un helicóptero Bell 212, allá por los años 70. El “pájaro” corcoveaba como un animal herido. El parabrisas había desaparecido, destrozado por fuego de fusiles automáticos desde la selva abajo. El panel de instrumentos parecía árbol de Navidad con tantas luces rojas de advertencia que yo estaba ignorando, porque no necesitaba una luz para saber que nos estábamos cayendo del cielo.
La palanca de mando peleaba contra mí, vibrando tan fuerte que amenazaba con romperme los huesos del brazo izquierdo. A través de los audífonos, la estática era ensordecedora, puntuada por el grito del rotor de cola luchando por mantener el rumbo. Miré hacia abajo, a mi traje de vuelo. Estaba empapado. No de sudor, sino de ese líquido hidráulico rojizo y viscoso que salía a chorros de la línea superior, cubriéndome, cegándome, haciendo resbalosos los controles.
Me estaba marinando en los fluidos vitales de la máquina moribunda.
“¡Juguitos!”, había gritado el operador de radio por la red, con la voz quebrada por el terror. “¡Estás goteando por todos lados! ¡Estás tirando todo el fluido!”
“¡Todavía no me muero, cabrón!”, le había rugido yo de vuelta, parpadeando para sacarme el líquido ardiente de los ojos mientras las copas de los árboles subían a recibirnos a toda velocidad. “¡Tú mantén las ametralladoras cantando!”
El recuerdo se cerró tan rápido como se había abierto. Parpadeé y el comedor regresó al foco. El temblor en mi mano derecha se había detenido, reemplazado por una rigidez que me puso los nudillos blancos. Miré al Capitán Montemayor. Realmente lo miré, viendo no el rango, sino al niño asustado debajo del uniforme.
—No me voy a ir hasta que termine mi café —dije.
Montemayor soltó un bufido de incredulidad. Se giró hacia el marino más grande de su grupo, un Sargento Segundo que parecía tallado en piedra volcánica. —Sargento, escolte a este civil fuera de las instalaciones. Use la fuerza necesaria si se resiste. Está invadiendo propiedad federal.
Mientras el Sargento daba un paso adelante, tronándose los dedos, el aire en el comedor se puso pesado, denso.
PARTE 2
Capítulo 3: El Cabo que sabía Historia
Pero tres mesas más allá, un joven Cabo llamado Elías Tovar se había quedado congelado con el tenedor a medio camino de la boca. Tovar no era parte del club de los oficiales “fresas”. Era tropa, un infante de marina raso que estaba comiendo rápido antes de su turno de guardia. Pero era un soldado que amaba la historia de la institución. Había estado observando al viejo desde que se sentó.
Tovar había notado algo que el Capitán, en su arrogancia, había pasado por alto.
Cuando yo había estirado el brazo por la servilleta, la solapa de mi chamarra se abrió por una milésima de segundo. Tovar vio el forro. No era el verde estándar. Estaba personalizado. Un mapa de seda deslavado de la Sierra Madre cosido en la tela, y prendido al bolsillo interior había un pequeño dispositivo de metal deslustrado. No era una medalla estándar. Eran unas alas en miniatura, pero no las que te dan hoy en día. Eran las alas pesadas, hechas artesanalmente en teatro de operaciones, del escuadrón “Los Halcones Nocturnos”, una unidad de transporte legendaria y difunta que no existía oficialmente en la mayoría de los registros porque volaban misiones que el mando no quería que se escribieran.
Tovar miró el encendedor en la mano del Capitán. “El Juguitos”.
El nombre detonó un recuerdo de una plática de historia militar obligatoria en la que se había dormido a la mitad. Pero el nombre… el nombre se le había quedado grabado porque era tan estúpido, hasta que el instructor explicó el porqué.
El pánico se disparó en el pecho de Tovar. Soltó su tenedor, el metal resonando fuerte contra su charola. Salió disparado de su asiento, ignorando la mirada de perro de su jefe de escuadra. No intervino. Sabía que un simple Cabo no podía detener a un Capitán en pleno viaje de poder. Corrió hacia la salida, esprintando hacia el pasillo de las oficinas administrativas. Necesitaba un teléfono y necesitaba a alguien con águilas o estrellas en el hombro.
Tovar irrumpió en el pasillo, sus botas derrapando en el piso encerado. Vio el teléfono rojo de pared reservado para uso oficial y arrebató el auricular, sus dedos temblando mientras marcaba la línea directa del Ayudante del Comandante de la Base. Sabía que se estaba jugando un arresto o hasta Consejo de Guerra por saltarse la cadena de mando. Pero también sabía que si el Capitán Montemayor sacaba a ese viejo a empujones, el problema iba a ser nuclear.
—Ayudantía del Comandante, Sargento Dávila al habla. —Sargento, habla el Cabo Tovar, Compañía Eco. Necesito hablar con el General Cárdenas inmediatamente. Es una emergencia Código Rojo en el Comedor. —¿Código Rojo, Tovar? Si esto es una broma te voy a meter al bote… —¡No es broma, chingada madre! —siseó Tovar, mirando hacia las puertas del comedor—. Hay un Capitán acosando a un veterano mayor. Está a punto de sacarlo a golpes. El Capitán le quitó su encendedor. Dice “El Juguitos” en él.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Un silencio tan profundo que pareció que se había cortado la llamada. Luego, la voz del Sargento regresó, pero el tono había cambiado completamente. Era agudo, sin aliento. —¿Dijiste que el encendedor dice “El Juguitos”? —Sí, Sargento. El viejo es… es anciano. Camisa roja, temblores. —¡Que no lo toquen! —ordenó el Sargento, su voz subiendo a un grito—. ¡Que no se atrevan a ponerle una mano encima! Te voy a pasar al celular personal del General. Quédate en la línea.
Capítulo 4: La Furia del General
Dentro de la oficina del General, a un kilómetro de distancia, el General de División Cárdenas se estaba ajustando la corbata frente al espejo. Era un hombre duro, de esos que imponen respeto con solo entrar a un cuarto. Veneraba a la generación que vino antes que él.
Su teléfono vibró en el escritorio de caoba. Lo ignoró. Vibró de nuevo, insistente. Entonces la puerta de su oficina se abrió de golpe. Su ayudante, un Mayor, se veía pálido como un fantasma.
—Mi General, es el comedor. Alguien tiene a Don Goyo. Cárdenas se congeló. —¿Goyo? ¿Está aquí? Pensé que no vendría hasta la ceremonia de la noche. —Llegó temprano a comer, señor. Un tal Capitán Montemayor está tratando de arrestarlo por falsificación de identidad. Le confiscó su encendedor. El encendedor de “El Juguitos”.
La cara de Cárdenas pasó de la calma a una máscara de furia en un latido. No hizo preguntas. No agarró su gorra. Salió hecho una fiera de la oficina, moviéndose con una velocidad que aterrorizó al personal de la sala exterior. —¡Traigan la camioneta! —ladró—. ¡No, olviden la camioneta, corremos! ¡Es más rápido! Y hablen a la Policía Militar por radio. Díganles que si alguien toca al Señor Gregorio, les voy a arrancar las insignias antes de que toquen el suelo.
De vuelta en el comedor, la situación se había podrido. El Sargento Segundo tenía una mano en mi hombro. Yo seguía inmóvil, mi cuerpo rígido, mis ojos fijos en Montemayor.
—Le pregunto por última vez, Capitán —dije, mi voz baja—. Deme mi propiedad y déjeme comer en paz. No sabe lo que está haciendo. —Oh, sé exactamente lo que estoy haciendo —se burló Montemayor—. Estoy sacando la basura. Sargento, levántelo.
El Sargento apretó su agarre. —Vámonos, jefe. No me obligue a lastimarlo. —Te estás lastimando tú solo, hijo —susurré.
Montemayor se rio. Un sonido seco y desagradable. —Me amenazas. Amenazas a un oficial comisionado. Eso es asalto. Agrégalo a la lista. Quiero a este hombre esposado. Quiero que lo procesen. Y quiero una evaluación psicológica porque claramente está senil si cree que tiene algún derecho aquí.
Montemayor se giró hacia la multitud, actuando para su público. —¡Esto es lo que pasa cuando se pierden los estándares! Toleramos la mediocridad. Toleramos impostores. ¡No en mi turno! Este encendedor… —lo levantó de nuevo—. Esto es una burla. Un indicativo de combate se gana con sangre. No se compra en una casa de empeño. “El Juguitos”. Es patético.
Las puertas del comedor no solo se abrieron. Explotaron hacia adentro.
Capítulo 5: La Llegada de la Justicia
El sonido fue como un trueno, silenciando el cuarto al instante. Cada cabeza giró.
De pie en la entrada no había un escuadrón de la PM, sino una falange de oficiales de alto rango. Al centro estaba el General Cárdenas, con el pecho agitado por la carrera, la cara de un color que prometía violencia pura. Detrás de él venían dos Coroneles y el Sargento Mayor de la Base.
El cuarto se cuadró al instante. Las sillas chirriaron contra el piso mientras los marinos saltaban para ponerse firmes.
El Capitán Montemayor, tomado por sorpresa, se dio la vuelta, su cara cambiando de la arrogancia a la confusión, y luego a una satisfacción engreída. Asumió que la caballería había llegado para apoyarlo.
—¡Mi General! —llamó Montemayor, dando un paso al frente y saludando marcialmente—. Señor, tengo la situación bajo control. He aprehendido a un civil intruso haciéndose pasar por veterano. Se negaba a irse.
El General Cárdenas no devolvió el saludo. Ni siquiera miró a Montemayor. Caminó directamente a través de él, golpeándole el hombro con la fuerza suficiente para desequilibrarlo.
Montemayor tropezó, abriendo la boca para protestar, pero las palabras se le murieron en la garganta cuando vio al General de tres estrellas caer sobre una rodilla al lado del viejo sucio.
Todo el comedor estaba en silencio sepulcral. Se podía escuchar el zumbido de los refrigeradores.
—Don Goyo… —dijo el General Cárdenas, su voz suave, llena de una reverencia que dejó helados a los espectadores—. Perdóneme. Lo estábamos esperando en el Cuartel General. No sabía que se había metido aquí.
Miré al General, y luego al Sargento que había quitado su mano de mi hombro como si yo estuviera hecho de carbón ardiendo. —Nomás quería un poco de picadillo, Tomás —dije, una sonrisa pequeña y cansada tocando mis labios—. Sabía mejor en el 75.
—Voy a correr al cocinero yo mismo —bromeó Cárdenas débilmente, aunque sus ojos estaban furiosos. Se puso de pie y se giró lentamente para encarar al Capitán Montemayor.
Montemayor estaba pálido. Empezaba a darse cuenta de que el suelo bajo sus pies había desaparecido. —Señor, yo… Él no traía identificación. Estaba fuera de uniforme. Tiene ese encendedor…
El General Cárdenas extendió la mano. —Dámelo.
Montemayor puso el Zippo en la palma del General con dedos temblorosos. Cárdenas lo miró, su pulgar acariciando el grabado de “El Juguitos”. Levantó la vista hacia el cuarto, su voz proyectándose a cada rincón del comedor.
—¿Saben quién es este hombre? —preguntó Cárdenas, su voz peligrosamente baja. Montemayor tartamudeó. —No, señor. Se negó a identificarse.
—Su nombre es Mayor Gregorio Domínguez, Fuerzas Especiales, Retirado —interrumpió Cárdenas, su voz subiendo de volumen—. Cruz de Valor, Mérito Militar de Primera Clase. Herido en combate tres veces. Ya perdí la cuenta. ¿Y tú te burlaste de su apodo?
Montemayor tragó saliva. —Señor, es que… “El Juguitos”. Sonaba…
—¡Sonaba ridículo, ¿verdad?! —Cárdenas dio un paso más cerca de Montemayor hasta que quedaron nariz con nariz—. Pensaste que era chistoso. Pensaste que era suave.
Capítulo 6: El Verdadero Significado
Cárdenas levantó el encendedor para que todos lo vieran.
—En 1978, durante la Operación Cóndor en la Sierra, el Puesto Avanzado 4 fue rodeado. Estaban sin munición, sin agua y sin plasma sanguíneo. El clima estaba del carajo. Ningún pájaro volaba. El mando ordenó a toda la flota quedarse en tierra.
Cárdenas señaló hacia mí, que había vuelto a sorber mi café frío.
—El entonces Capitán Domínguez se robó un helicóptero. Lo cargó con cajas de plasma y munición. Voló solo hacia la tormenta bajo fuego antiaéreo pesado. Para cuando llegó a la posición, su pájaro tenía cuarenta agujeros de bala. Las líneas hidráulicas estaban cortadas. Las líneas de combustible estaban picadas.
La voz del General se quebró con emoción.
—Estaba rociando líquido hidráulico y combustible de aviación dentro de la cabina. Estaba empapado en eso. Le quemaba los ojos, la piel. Estaba volando una bomba de tiempo. Cuando abrió el micrófono para hablar con los muchachos en tierra, no pidió coordenadas de escape. Les dijo que estaba tirando “jugo” por todos lados, pero que traía la mercancía.
Cárdenas se giró hacia el resto de los soldados.
—Mantuvo el vuelo estacionario sobre ese cerro por veinte minutos, recibiendo plomo, pateando las cajas por la puerta él mismo porque no traía tripulación. Los infantes en tierra dijeron que el helicóptero parecía una caja de jugo exprimida, goteando fluidos por cada remache. No se fue hasta que cada caja estuvo en el suelo. Se estrelló a tres kilómetros, se rompió la espalda, y se arrastró de regreso a las líneas amigas cargando el radio.
Cárdenas volvió su mirada asesina hacia Montemayor. —Salvó a 200 hombres ese día. Él es la razón por la que mi padre regresó a casa para tenerme a mí. Él es la razón por la que la mitad de los suboficiales en este cuarto tienen un linaje al cual admirar. Él es “El Juguitos”. Y tú… tú trataste de echarlo a la calle.
Montemayor parecía que quería vomitar. El color se le había drenado de la cara tan completamente que parecía una figura de cera. Los tenientes detrás de él miraban al suelo, rezando por volverse invisibles.
Cárdenas no había terminado. —Eres una desgracia para ese uniforme, Capitán. Confundiste el brillo con la disciplina y la arrogancia con el orgullo. Viste a un viejo y viste un blanco fácil. No viste la historia. No viste el sacrificio.
Se giró hacia el Sargento Mayor. —Tome el nombre de este Capitán. Suspenda su autoridad de mando pendiente a una investigación formal y saque a su séquito de mi vista antes de que les arranque las barras del cuello aquí mismo.
—¡A la orden, mi General! —ladró el Sargento Mayor.
Montemayor abrió la boca para hablar. Quizás para disculparse, quizás para suplicar. Pero yo hablé primero.
—Tomás —dije.
Capítulo 7: La Lección Final
El General Cárdenas se giró inmediatamente, su actitud suavizándose. —Mande, Don Goyo.
—No lo acabes —dije. Señalé la silla vacía frente a mí—. Solo haz que se siente.
Cárdenas parecía confundido. —Goyo, él necesita…
—Aprender, no arder —dije, mi voz firme—. Está chavo. Está pendejo. Cree que el uniforme hace al soldado. Déjalo que se siente. Que se tome un café conmigo.
Cárdenas me miró por un largo momento, luego asintió lentamente. Miró a Montemayor. —Ya escuchó al Mayor. Siéntese.
Montemayor parecía aterrorizado. Esto era peor que ser gritado. Tenía que sentarse frente al hombre que acababa de humillar, al hombre que era una leyenda viviente. Se hundió en la silla de plástico, su uniforme de gala sintiéndose de repente pesado y ridículo.
Cárdenas puso el encendedor suavemente sobre la mesa frente a mí. Luego, el General se puso en posición de firmes. No gritó. Simplemente hizo un saludo militar lento y perfecto. Uno por uno, los Coroneles, el Sargento Mayor, y luego todo el comedor —cocineros, tropa, oficiales— se pusieron de pie y saludaron.
Yo no devolví el saludo. Solo asentí, avergonzado por tanto alboroto. Abrí el Zippo con un chasquido. La flama brotó fuerte y estable. La acerqué al borde de mi taza de café solo por un segundo, mirando el fuego.
Por un breve momento, el destello del encendedor me llevó de vuelta, no al choque, sino al momento anterior, a la sensación de la palanca en mi mano, el olor del fluido, la certeza absoluta de que iba a morir, y la absoluta negativa a dejar que eso me detuviera.
Cerré el encendedor de golpe. El sonido fue un punto final agudo. El cuarto se relajó, pero la atmósfera había cambiado. Era suelo sagrado ahora. El General Cárdenas me apretó el hombro y se retiró para dejarnos hablar.
Miré a Montemayor. El Capitán estaba temblando. No podía mirarme a los ojos.
—Tómese su café, hijo —dije suavemente.
—Yo… lo siento, mi Mayor —susurró, su voz quebrándose—. No sabía.
—No tenías por qué saber —dije—. Tenías que haber mirado.
Tomé un sorbo de mi café frío. Sabía horrible, pero sabía a vida.
—¿Ves este encendedor? —Lo empujé hacia el centro de la mesa—. No me lo dieron por ser héroe. Me lo dieron porque goteaba. Estaba roto, pero seguí volando. Esa es la chamba. No se trata de qué tan brillantes estén tus botones, Capitán. Se trata de lo que traes adentro cuando el tanque está vacío.
Montemayor asintió, con los ojos aguados. Se quitó la gorra y la puso en la mesa. Se desabotonó el saco de gala, aflojando el cuello perfecto. Parecía humano otra vez.
—Cuénteme, señor —pidió Montemayor suavemente—. Cuénteme sobre la Sierra.
Sonreí, y por primera vez, los años parecieron derretirse de mi cara. Me incliné hacia adelante. —Bueno, todo empezó con una línea de combustible rota y un montón de malas decisiones…
Capítulo 8: El Legado
El comedor siguió con sus asuntos, pero el ruido era más bajo, más respetuoso. En la mesa 12, un joven Capitán estaba escuchando a un viejo en camisa roja, aprendiendo la lección que todo soldado eventualmente aprende: lo más peligroso en el campo de batalla no es el arma que puedes ver, sino el espíritu que no puedes.
Las consecuencias institucionales llegaron rápido a la mañana siguiente. Un memo fue emitido por el General Cárdenas ordenando un nuevo módulo de entrenamiento sobre historia de la unidad e interacción con veteranos. El “Protocolo Juguitos”, como la tropa lo bautizó en secreto, requería que cada oficial pasara tiempo en el hospital militar escuchando, no hablando.
El Capitán Montemayor no fue despedido gracias a mi intervención, pero fue reasignado a una unidad de entrenamiento logístico donde pasaría los siguientes dos años enseñando a jóvenes oficiales de suministros la importancia de llevar el “jugo” a las líneas del frente, sin importar el costo. Nunca se le volvió a ver burlándose de un veterano. De hecho, años después, Montemayor sería conocido como el defensor más feroz de la Vieja Guardia en toda la base.
Pero el verdadero final de la historia pasó dos semanas después.
Yo estaba sentado en mi porche viendo el sol caer. Un coche se estacionó. Era Montemayor en ropa de civil. Caminó por la entrada cargando una pequeña caja envuelta. No dijo mucho. Solo me dio la caja.
Adentro había un estuche de exhibición personalizado. No tenía una medalla. Tenía un pequeño vial sellado de líquido hidráulico rojo y un pedazo de metal retorcido que Montemayor había desenterrado de los archivos de unos restos recuperados de un Bell 212. La placa decía:
“Para ‘El Juguitos’, que lo derramó todo para que pudiéramos volver a casa.”
Miré al joven y asentí. Nos sentamos en el porche en silencio, viendo el día desvanecerse. Dos soldados compartiendo la quietud que solo aquellos que entienden el costo del servicio pueden realmente apreciar.
Si esta historia de Don Goyo, “El Juguitos”, te recordó que los héroes a menudo caminan entre nosotros de las formas más humildes, por favor comparte.
PARTE 3: Ecos en la Niebla
Capítulo 9: La Visita del Domingo
Habían pasado cuatro meses desde el incidente en el comedor. El invierno había llegado al norte de México, trayendo consigo vientos helados que se colaban por las ventanas de mi pequeña casa en la colonia Obrera.
Mi rutina había cambiado poco, pero ahora tenía un visitante regular.
—Está muy cargado, mi Mayor —dijo Montemayor, haciendo una mueca tras probar el café de olla. —Así se toma, hijo. Para que despierte al muerto que llevas dentro —le contesté, acomodándome en mi sillón reclinable que rechinaba casi tanto como mis rodillas.
El Capitán Montemayor ya no usaba su uniforme de gala cuando venía a verme. Vestía jeans y una chamarra sencilla. Había perdido esa capa de arrogancia plástica, reemplazándola por una curiosidad genuina, aunque todavía se le notaba lo “fresa” en la forma de hablar. Estaba cumpliendo su castigo en la unidad de logística, contando cajas y revisando inventarios, pero los domingos venía a mi casa. Decía que era para “verificar mi estado de salud”, pero yo sabía que venía a escuchar.
Estábamos viendo las noticias en mi vieja televisión. Un reporte de “Última Hora” interrumpió la programación.
“Continuamos con la cobertura desde la Sierra de Arteaga. Van 48 horas desde que el pequeño Luisito, de 7 años, se separó de su grupo de excursionistas. Las bajas temperaturas y la densa niebla han impedido el uso de helicópteros. Los equipos de Protección Civil y el Ejército han desplegado drones térmicos, pero la densidad del bosque está complicando la búsqueda…”
Vi la pantalla. Las imágenes mostraban pinos gigantescos envueltos en una neblina blanca y espesa. Vi a los soldados jóvenes mirando pantallas de control remoto, frustrados.
Sentí un piquete en el estómago. Un piquete viejo.
—Están buscando mal —murmuré. Montemayor levantó la vista de su taza. —¿Cómo dice, Don Goyo? —Están buscando calor —señalé a la tele con mi dedo tembloroso—. Pero a estas alturas, con ese frío, el niño ya entró en hipotermia. Su firma térmica va a ser casi igual a la del suelo. Los drones no van a ver nada hasta que sea un cadáver.
Montemayor se puso serio. Sacó su celular y empezó a teclear rápido. —La unidad que está apoyando es la del Teniente Coronel Rivas. Es de mi generación. —Rivas… —pensé—. No conoce la sierra. Es de costa. Va a querer seguir los senderos. El niño no está en el sendero.
Me levanté con dificultad. El dolor en la cadera fue agudo, pero lo ignoré. Fui a mi cuarto y saqué del armario mi vieja mochila de campo. Olía a humedad y a recuerdos.
—¿Qué hace, Don Goyo? —Montemayor estaba en el marco de la puerta, alarmado. —Vamos a ir. —¿Qué? No, no, no. Usted no va a ir a ningún lado. El doctor dijo que su presión arterial es una bomba de tiempo. Además, es zona civil restringida. No tenemos jurisdicción. —Tú tienes una camioneta 4×4, ¿no? —pregunté, metiendo un par de calcetines de lana extra y una brújula lensática vieja en la bolsa. —Sí, pero… —Y tienes uniforme. Tu credencial dice “Capitán”. Eso es toda la jurisdicción que necesitamos para pasar el retén. —Don Goyo, es una locura. Usted apenas puede caminar dos cuadras sin fatigarse. La Sierra de Arteaga es terreno difícil. —Yo no voy a caminar, Capitán —me giré y lo miré fijamente—. Yo voy a rastrear. Tú vas a ser mis piernas. Y si no nos apuramos, ese niño no amanece.
Montemayor dudó. Vi el conflicto en sus ojos: el reglamento contra la moral. El miedo por mi salud contra el miedo por la vida del niño. Finalmente, suspiró y se pasó la mano por el cabello. —Voy a ir a la corte marcial ahora sí… Traiga su chamarra, Mayor. Hace un frío del demonio allá arriba.
Capítulo 10: Donde el GPS no llega
El viaje duró dos horas. Al llegar al puesto de mando improvisado en las faldas de la sierra, el ambiente era de derrota. Había patrullas de la Guardia Nacional, Protección Civil y varias Hummers del Ejército.
La neblina era tan densa que no podías ver más allá de cinco metros. El frío mordía la piel.
Montemayor estacionó su camioneta particular y bajamos. Él impuso respeto de inmediato con su presencia, aunque iba de civil, se puso su gorra con las barras de Capitán. Yo iba detrás, cojeando, envuelto en mi chamarra verde y una bufanda.
Nos acercamos a la carpa de mando. Un Teniente Coronel estaba gritándole a un operador de dron. —¡No me digas que no hay señal! ¡Elévalo más! —Mi Coronel, la interferencia magnética de los cerros y la humedad están bloqueando el video. No vemos nada.
—Mi Coronel Rivas —interrumpió Montemayor, saludando. Rivas se giró, sorprendido. —¿Montemayor? ¿Qué haces aquí? Pensé que estabas en logística purgando tus pecados. —Vine a ofrecer asistencia especializada, señor. Traigo a un consultor experto en búsqueda y rescate en terreno de alta montaña.
Rivas me miró de arriba abajo. Vio mis botas gastadas, mi temblor en la mano derecha y mi cara de pasa arrugada. —¿Esto es una broma? ¿Trajiste a tu abuelo? —Es el Mayor Gregorio Domínguez. “El Juguitos”.
El nombre causó un pequeño silencio. La historia del comedor se había vuelto viral en la base, pero una cosa es la leyenda y otra ver la realidad de un anciano de 82 años. —Mucho gusto, Mayor —dijo Rivas, condescendiente—. Pero esto es una operación moderna. Tenemos sensores térmicos, perros K-9 y… —Los perros no huelen nada porque el viento está cambiando y la humedad aplasta el olor contra el suelo —interrumpí, mi voz rasposa cortando el aire frío—. Y sus maquinitas voladoras no sirven porque están buscando un cuerpo caliente, y el niño ya está frío.
Rivas se erizó. —Mire, señor… —El niño no subió —dije, señalando el mapa digital que tenían en una mesa. —Los testigos dicen que corrió hacia la cresta —rebatió Rivas. —El miedo hace que bajes —expliqué—. Cuando un niño se asusta en el bosque, busca refugio. Busca huecos. Busca ir hacia abajo, donde se siente menos expuesto al viento. Y si bajó por aquí… —señalé una línea topográfica en el mapa de papel que estaba debajo de las tablets—… cayó en la Quebrada del Silencio.
—Esa zona es inaccesible a pie. Son puros riscos —dijo un sargento de Protección Civil. —Por eso no lo han encontrado —dije—. Y por eso se está muriendo.
Rivas negó con la cabeza. —No voy a desviar recursos basado en la intuición de un jubilado. Seguimos con el patrón de búsqueda en el Sector Norte. Montemayor, saca a tu amigo de aquí.
Montemayor me miró, frustrado. —Lo intentamos, Don Goyo. Vámonos.
Me di la vuelta y empecé a caminar hacia la camioneta. Pero no me subí. Fui a la cajuela, saqué mi mochila y empecé a caminar hacia el bosque, en dirección contraria a los equipos de búsqueda. Hacia la Quebrada.
—¡Don Goyo! —gritó Montemayor—. ¡No puede ir solo! —No voy solo —le grité sin voltear—. Vienes conmigo o te quedas a explicarle a la madre del niño por qué encontraron a su hijo congelado en dos días.
Escuché un portazo, unos pasos rápidos y maldiciones en voz baja. Montemayor me alcanzó, cargando su propia mochila táctica. —Es usted un viejo terco, manipulador y suicida —me dijo, ajustándose las correas. —Y tú eres mi mula de carga hoy, Capitán. Carga mi mochila, que ya me duele la espalda.
Capítulo 11: El Peso de la Historia
La primera hora fue un infierno. No para Montemayor, que tenía la condición física de un atleta, sino para mí. Cada paso en el suelo lodoso y cubierto de agujas de pino era una negociación con mis articulaciones. Mi respiración sonaba como un fuelle roto.
Montemayor iba adelante, abriendo camino con un machete, pero yo le indicaba la dirección. —No pises ahí, está hueco —le advertía. O: —Mira las ramas rotas a la altura de tu cintura, algo pasó por aquí rápido.
Después de dos horas, empezamos a descender hacia la barranca. La niebla era tan espesa que parecía que caminábamos dentro de un vaso de leche.
—Don Goyo, descanse —pidió Montemayor, viéndome apoyado en un tronco, pálido y sudando frío a pesar de la temperatura. —No hay tiempo. —Si le da un infarto aquí, voy a tener que cargar dos cuerpos. Siéntese cinco minutos.
Me dejé caer en una piedra. Montemayor me pasó una cantimplora. —¿Cómo sabe que está aquí? —preguntó, mirando hacia la nada blanca. —No lo sé —admití—. Pero lo siento. La sierra habla, hijo. El viento que sube del cañón trae olor a pino roto. Alguien resbaló allá abajo recientemente.
Montemayor me miró con una mezcla de duda y admiración. —¿Así era antes? ¿Sin tecnología? —La tecnología te hace flojo —dije, recuperando el aliento—. Te hace confiar en la pantalla y dejar de confiar en tus sentidos. En Vietnam… digo, en la selva, si mirabas un mapa mucho tiempo, te mataban. Tenías que oler al enemigo.
Me levanté, las piernas temblándome violentamente. —Ya no puedo, hijo —confesé. La vergüenza me quemaba más que el frío. Mi mente quería correr, pero mi cuerpo de 82 años había llegado a su límite. Montemayor no dijo nada. Se dio la vuelta, se agachó y señaló su espalda. —Súbase. —No mames, Capitán. Peso 80 kilos. —Y yo levanto 120 en el gimnasio. Súbase. Somos un equipo, ¿no? Usted es el radar, yo soy el vehículo.
Me subí a su espalda a regañadientes. Era humillante, pero necesario. El Capitán Montemayor, el “Mirrey” que se burlaba de los viejos, ahora cargaba al “Juguitos” montaña abajo, hundiéndose en el lodo hasta los tobillos, resoplando por el esfuerzo, pero sin detenerse.
—A la derecha —le susurraba yo al oído—. Sigue la línea de agua.
Capítulo 12: La Quebrada del Silencio
Llegamos al borde de un risco. Abajo, a unos veinte metros, se veía una repisa de piedra natural sobresaliendo del abismo. Y ahí, hecho un ovillo pequeño y azul, había algo que no pertenecía al bosque.
—¡Ahí! —señalé. Montemayor se detuvo, jadeando. Me bajó con cuidado. —¿Es él? Saqué mis binoculares viejos. —Es él. No se mueve.
El problema era llegar. La pared de roca estaba mojada y resbalosa. No teníamos equipo de rapel profesional, solo una cuerda táctica de 30 metros que Montemayor traía en su kit de emergencia.
—Yo bajo —dijo Montemayor, preparándose. —Espera —lo detuve, agarrándole el brazo—. Mira la roca. Es pizarra suelta. Si pones peso y te resbalas, vas a tirar piedras encima del niño. Tienes que bajar en diagonal, apoyándote en esas raíces de allá.
—Don Goyo, nunca he hecho rapel en terreno inestable sin arnés de seguridad completo. —Pues hoy vas a aprender. Te voy a guiar paso a paso. Confía en mi voz.
Montemayor ató la cuerda a un pino grueso. Se amarró el otro extremo a la cintura con un nudo de silla improvisado. Se asomó al borde y vi el miedo en sus ojos. Era el mismo miedo que vi en los pilotos novatos antes de su primera extracción en caliente.
—Mírame —le ordené, usando mi voz de mando, esa que no había usado en décadas—. El miedo es combustible. Quémalo. No dejes que te congele. Tú eres Infantería. Eres la punta de la lanza. ¡Baja por ese niño!
Montemayor asintió, tragó saliva y se dejó caer hacia atrás, confiando en la cuerda y en mis instrucciones.
Capítulo 13: El Rescate
—¡Pie izquierdo a las 7! —le gritaba yo desde arriba, asomado al borde bajo la lluvia que empezaba a caer—. ¡No te apoyes en la laja gris, se va a romper!
Montemayor descendía lento, resbalándose, golpeándose contra la roca, pero manteniendo el control. —¡Ya lo veo! —gritó desde abajo—. ¡Está inconsciente pero respira!
El Capitán llegó a la repisa. Se desató la cuerda y envolvió al niño en su propia chamarra térmica. —¡No podemos subir los dos por la cuerda! —gritó Montemayor—. ¡La roca está muy mojada y el niño pesa! ¡Si intento escalarlo, nos vamos a caer!
Analicé la situación. Tenía razón. Subir con peso muerto por una pared de pizarra mojada era suicidio. —¡Hay una cueva más abajo! —recordé haber visto en el mapa topográfico—. ¡Si bajas diez metros más, hay un sendero de cabras que conecta con el valle! —¡La cuerda no alcanza! —respondió él.
Maldije. Miré a mi alrededor. La lluvia arreciaba. La temperatura estaba bajando drásticamente. —¡Capitán! —grité—. ¡El “Jugo”! —¿Qué? —¡Aplica la del Juguitos! ¡Improvisa o muere!
Hubo un silencio abajo. Luego vi a Montemayor sacar su cuchillo. Cortó las correas de su mochila táctica, cortó las mangas de su camisa extra. Hizo una especie de arnés para el niño y lo ató a su pecho, pegado a él cuerpo a cuerpo para compartir calor.
—¡Voy a intentar trepar en libre por la chimenea lateral! —gritó—. ¡Es más estrecha, puedo usar oposición!
Era una maniobra de locos. Escalar una grieta haciendo presión con la espalda y las piernas contra las paredes opuestas, cargando a un niño, bajo la lluvia.
—¡Dale! —grité, rezando a todos los santos que conocía.
Fueron los veinte minutos más largos de mi vida. Escuchaba los gruñidos de esfuerzo de Montemayor, el sonido de la tela raspando contra la piedra, el llanto débil del niño que había despertado por el movimiento.
Yo estaba arriba, acostado en el lodo, con la mano extendida, esperando. —¡Ya casi! —escuché.
Una mano ensangrentada y llena de tierra se aferró al borde del risco. Las uñas de Montemayor estaban rotas. Me lancé al suelo, agarré su muñeca con mis dos manos viejas. —¡Te tengo! —grité. Sentí el peso inmenso. Mis hombros crujieron. Mi espalda gritó de dolor. Pero no solté. —¡Jala, viejo, jala! —rugió Montemayor.
Con un último esfuerzo, usando una fuerza que no sabía que me quedaba, tiré hacia atrás mientras él daba una patada final. Rodaron sobre el lodo, lejos del borde. El niño, el Capitán y el viejo.
Quedamos los tres tirados en el suelo, bajo la lluvia helada, respirando como animales moribundos. Montemayor se rio. Una risa histérica, de alivio. —Pinche Don Goyo… pinche Juguitos…
Capítulo 14: El Nuevo Estandarte
El regreso fue una neblina de dolor y agotamiento. Logramos conectar con una patrulla de búsqueda dos horas después, gracias a que la radio de Montemayor finalmente agarró señal en la parte alta.
Cuando llegamos al puesto de mando, la escena fue muy diferente. Los paramédicos corrieron a tomar al niño. El Teniente Coronel Rivas se quedó mudo viendo al Capitán Montemayor, cubierto de lodo, sangre y rasguños, pero de pie, firme.
Yo venía apoyado en el hombro de Montemayor, arrastrando los pies. —Lo encontraron… —murmuró Rivas—. ¿Cómo diablos…?
Montemayor no le contestó a Rivas. Se dirigió a los paramédicos. —Atiendan al Mayor Domínguez primero. Tiene principios de hipotermia y posible desgarre muscular en la espalda. —Estoy bien —mentí, aunque el mundo me daba vueltas.
Mientras me subían a una ambulancia para darme oxígeno, vi a Montemayor hablando con Rivas. —Fue un trabajo conjunto, mi Coronel —escuché decir a Montemayor—. Pero que conste en el reporte: el hallazgo fue gracias a la experiencia del Mayor Domínguez. La tecnología falló. El instinto no.
Días después, estaba en el hospital del cuartel. Neumonía leve, dijeron. Nada que un viejo roble no pudiera aguantar. La puerta se abrió. Entró Montemayor. Traía algo en la mano. No era un regalo esta vez. Era un documento.
—¿Qué es eso? —pregunté, tosiendo. —Me acaban de notificar mi nuevo destino —dijo, sentándose a mi lado. Se veía diferente. Más maduro. Sus ojos tenían ese brillo tranquilo de quien ha visto a la muerte y ha regresado—. Me quitaron el castigo. Me ofrecieron regresar al mando de una compañía de fusileros.
—Felicidades, hijo. —Lo rechacé. Me quedé helado. —¿Estás loco? Es lo que querías. Tu carrera… —Pedí el traslado a la Escuela de Fuerzas Especiales. Como instructor de Supervivencia y Rastreo. —¿Tú? ¿Enseñar rastreo? —me reí, lo que me provocó un ataque de tos—. Si apenas sabes distinguir un pino de un huizache.
Montemayor sonrió. —Exacto. No sé nada. Por eso pedí que el puesto incluyera un asesor civil externo. Me extendió el documento. Era un contrato de consultoría para la Secretaría de la Defensa. Nombre del consultor: Mayor (Ret.) Gregorio Domínguez.
—No voy a enseñar yo solo, Don Goyo. Usted va a enseñar. Yo voy a traducir para los chavos de hoy. Vamos a enseñarles a soltar el GPS y oler el viento. Vamos a enseñarles qué es ser un “Juguitos”.
Miré el papel. Mis manos temblaban, pero esta vez no era por el Parkinson o los nervios. Era emoción. —No vas a ser un instructor suave, ¿verdad? —Voy a ser su peor pesadilla —prometió Montemayor—. Pero van a sobrevivir.
Asentí y firmé el papel con mi letra temblorosa. El Capitán “Mirrey” había muerto en esa montaña. Había nacido un líder. Y el viejo “Juguitos”… bueno, parecía que el tanque todavía tenía unas cuantas gotas de combustible para quemar.
—Ándale pues —dije, devolviéndole la carpeta—. Pero primero tráeme un café de verdad. Este del hospital sabe a calcetín sudado. —A la orden, mi Mayor.
FIN.