PARTE 1: EL GRITO EN EL SILENCIO
CAPÍTULO 1: LÁGRIMAS DE MARMOL Y ORO
El sol del mediodía caía sin piedad sobre las lápidas inmaculadas del Panteón Francés de la Piedad, en la Ciudad de México. No era un calor cualquiera; era un calor seco, sofocante, que hacía que los trajes de lana italiana y los vestidos de diseñador negro se sintieran como prisiones de tela pegadas a la piel. El aire olía a nardos, a cera derretida y a ese aroma metálico y dulzón que siempre acompaña a la muerte cuando se viste de lujo.
Roberto Garza permanecía de pie frente al agujero rectangular cavado en la tierra, sintiéndose ajeno a su propio cuerpo. A sus cuarenta y dos años, Roberto era uno de los hombres más poderosos del sector inmobiliario, acostumbrado a controlar rascacielos, negociaciones y futuros. Pero hoy, frente a la caja de caoba barnizada con herrajes de oro que guardaba —supuestamente— los restos de su esposa, Elena, se sentía más pequeño que un grano de polvo.
—Mis más sentidas condolencias, Roberto. Era una mujer… de luz —murmuró Doña Cecilia, una de las matriarcas de la sociedad, mientras le apretaba la mano con dedos engoyados que se sentían fríos y huesudos.
Roberto asintió mecánicamente. “De luz”, pensó con amargura. La gente decía esas cosas para llenar el silencio. La realidad era que Elena había sido una mujer complicada, vibrante, a veces melancólica, pero real. Y ahora, según el informe policial que Roberto había leído hasta memorizar cada coma, era solo un cuerpo encontrado en la orilla de un canal en Xochimilco, irreconocible por el agua y el tiempo, identificado solo por el anillo de diamantes y la ropa de marca.
Ni siquiera le habían dejado verla.
—Es mejor así, señor Garza —le había dicho el forense, un hombre con ojeras profundas y un aliento a café rancio—. Quédese con la imagen de ella en vida. Lo que hay en la morgue… eso ya no es su esposa.
Roberto había obedecido. Había firmado los papeles con la mano temblorosa, había pagado los sobornos necesarios para agilizar los trámites y había organizado este circo de flores blancas y condolencias vacías.
Miró la fotografía ampliada sobre un caballete junto al ataúd. Elena sonreía, radiante en ese vestido rojo escarlata que usó en la última gala del Museo Soumaya. Sus ojos parecían burlarse de la solemnidad del momento, como si supiera un chiste que nadie más entendía.
—Oremus —entonó el sacerdote, un hombre alto con una sotana impecable que brillaba bajo el sol.
La multitud de empresarios, políticos y socialités inclinó la cabeza. El silencio se hizo denso, solo roto por el zumbido de algún dron de prensa que intentaba captar imágenes desde la distancia y el murmullo del tráfico lejano del Viaducto.
Pero Roberto no rezaba. Sus ojos escaneaban el lugar, buscando algo, cualquier cosa que le diera sentido a este absurdo. Y fue entonces cuando la vio.
Lejos, pegada a la reja perimetral, medio oculta por la sombra de un ciprés antiguo, había una mancha de desorden en medio de tanta perfección negra.
Era una niña. No tendría más de ocho años. Su vestido, alguna vez rosa, estaba gris de mugre y le quedaba dos tallas grande, colgando de sus hombros huesudos como un trapo olvidado. Tenía el cabello enmarañado, una maraña negra y revuelta que brillaba con el sudor. Sus zapatos eran tenis de lona rotos, con los dedos asomándose por los agujeros.
No pertenecía ahí. Los guardias de seguridad privada, tipos corpulentos con gafas oscuras y audífonos en el oído, seguramente la sacarían en cualquier momento.
Pero la niña no pedía limosna. No extendía la mano. Estaba inmóvil, con una rigidez antinatural para su edad. Sus ojos, grandes y oscuros como pozos de petróleo, no miraban a la gente, ni a los arreglos florales que costaban más de lo que su familia ganaría en un año.
Miraban fijamente la foto de Elena.
Roberto sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, ignorando el calor. Había algo en la expresión de esa niña. No era curiosidad morbosa. No era tristeza. Era reconocimiento. Era una confusión aterradora.
La niña frunció el ceño, ladeó la cabeza y dio un paso vacilante hacia el frente, saliendo de la sombra del árbol. Un guardia se movió para interceptarla, pero ella lo esquivó con la agilidad de quien ha crecido esquivando golpes y coches en las avenidas.
Roberto quiso volver a prestar atención al sacerdote, que ahora hablaba sobre la resurrección y la vida eterna, pero no podía. Su mirada volvía una y otra vez a la pequeña intrusa. La niña se detuvo a unos veinte metros del grupo principal. Sus manos, pequeñas y sucias, se apretaron en puños a los costados de su cuerpo. Su respiración se aceleró, haciendo que su pequeño pecho subiera y bajara visiblemente.
Era como si estuviera viendo un fantasma. O peor aún, como si estuviera viendo una mentira.
—Y ahora —dijo el sacerdote, elevando la voz para el clímax de la ceremonia—, encomendamos el cuerpo de nuestra hermana Elena a la tierra, con la esperanza cierta de que…
—No… —El susurro de la niña fue tan bajo que nadie más lo oyó, pero Roberto, con los nervios a flor de piel, creyó percibirlo en el viento.
Los sepultureros, dos hombres robustos con uniformes grises, se acercaron al ataúd y comenzaron a manipular las correas para el descenso. El sonido de las correas rozando la madera barnizada fue como un chirrido de uñas en una pizarra para Roberto.
Fue en ese momento, justo cuando el ataúd se inclinó ligeramente hacia el abismo oscuro de la fosa, que la tensión se rompió.
La niña no caminó. Corrió.
Salió disparada como una bala, sus zapatos rotos golpeando el pasto cuidado con una desesperación frenética. Pasó por debajo del cordón de terciopelo rojo. Un murmullo de indignación recorrió a los presentes.
—¡Oye! —gritó un primo de Roberto—. ¡Seguridad!
Pero era tarde. La niña llegó al borde de la tumba, frenando en seco justo antes de caer dentro. Señaló con un dedo tembloroso y lleno de tierra hacia la caja de madera, y luego hacia la foto de Elena.
Su grito desgarró el aire caliente y solemne del panteón, helando la sangre de todos los presentes.
—¡NO LA ENTIERREN!
CAPÍTULO 2: EL ECO DE LA DUDA
El tiempo pareció detenerse. Fue como si alguien hubiera puesto pausa en una película de suspenso. El sacerdote se quedó con la boca abierta, el hisopo de agua bendita suspendido en el aire. Las señoras de sociedad se llevaron las manos enjoyadas al pecho, escandalizadas. Los hombres de negocios fruncieron el ceño, molestos por la interrupción de la “plebe” en su duelo privado.
Pero Roberto no se movió. Su corazón, que había estado latiendo con un ritmo lento y doloroso, de repente comenzó a golpear contra sus costillas como un animal enjaulado.
—¡Sáquenla de aquí! —ordenó el tío Alfonso, un hombre acostumbrado a dar órdenes y a que se cumplan.
Dos guardias de seguridad se abalanzaron sobre la niña, tomándola de los brazos flacos. Ella se retorció con la fuerza de la desesperación, pataleando en el aire.
—¡Suéltame! —chilló la niña, su voz quebrándose—. ¡Ustedes no entienden! ¡Ella no está ahí!
Roberto dio un paso al frente. —¡Esperen! —su voz salió ronca, pero con una autoridad que detuvo a los guardias en seco.
Los hombres miraron a su patrón, confundidos, pero aflojaron el agarre sobre la niña. Ella cayó al suelo, jadeando, pero se puso de pie de inmediato. No tenía miedo de los hombres armados. Tenía miedo de lo que estaba pasando con esa caja.
Roberto se acercó a ella. La distancia entre su traje de sastre italiano y el vestido sucio de la niña era un abismo social, pero en ese momento, el dolor los nivelaba. Se agachó para quedar a su altura. Podía ver el miedo en sus ojos, pero también una certeza absoluta, inquebrantable.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Roberto suavemente. —Lupita —respondió ella, temblando. —Lupita… —Roberto tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta—. ¿Por qué dices eso? ¿Por qué dices que no la enterremos?
Lupita se limpió la nariz con el dorso de la mano, dejando un rastro de tierra en su mejilla. Miró la foto de Elena, esa sonrisa congelada en el tiempo. —Porque esa señora… —señaló la foto—. Yo la vi. —Todos la vimos, hija, en las noticias… —intervino el sacerdote, tratando de recuperar el control de la ceremonia. —¡NO! —Lupita se giró hacia el cura con ferocidad—. ¡No en la tele! ¡La vi ayer!
Un silencio sepulcral cayó sobre el grupo. El viento movió las hojas de los árboles, creando un susurro que sonaba a burla. Roberto sintió que el suelo se movía bajo sus pies. —¿Ayer? —preguntó, su voz apenas un hilo—. Elena murió hace una semana, Lupita. Encontraron su cuerpo hace tres días.
La niña negó con la cabeza vehementemente, sus trenzas deshechas golpeando sus hombros. —No, señor. Yo la vi ayer en la tarde. Estaba en la casa vieja, la que está por el mercado, donde descargan los camiones de fruta. La casa que tiene las rejas oxidadas.
Roberto conocía vagamente la zona que describía. Era cerca de la Doctores, un lugar donde el lujo de Polanco no llegaba ni por accidente. —¿Cómo sabes que era ella? —insistió Roberto, sintiendo una mezcla de esperanza tóxica y terror. —Por el vestido —dijo Lupita, señalando la foto de nuevo—. Traía ese mismo vestido rojo. Estaba en la ventana del segundo piso. Me miró. Tenía los ojos tristes, como si quisiera gritar pero no pudiera. Y luego… un señor cerró la cortina.
—¿Qué señor? —Roberto se puso de pie, su sombra cubriendo a la niña. —Uno que caminaba chueco —dijo Lupita, imitando un movimiento con el hombro y la pierna—. Como si le doliera la pierna izquierda.
El mundo de Roberto se detuvo. El aire salió de sus pulmones. “Caminaba chueco”. Solo conocía a una persona con esa cojera específica, una lesión vieja de un accidente de moto. Daniel. Su ex chofer. El hombre al que había despedido hace seis meses por robo hormiga, pero a quien no denunció por lástima.
Daniel conocía sus rutinas. Daniel conocía a Elena. Daniel sabía que ese vestido rojo era el favorito de ella.
Roberto se giró hacia el ataúd. De repente, la caja de madera ya no parecía un lugar de descanso sagrado. Parecía una burla. Parecía una caja de magia de un truco barato y cruel.
—Roberto, por favor —susurró su hermana, acercándose y tomándolo del brazo—. El dolor te está haciendo imaginar cosas. La niña quiere dinero, es obvio. Vamos a terminar con esto para que puedas descansar.
Roberto miró a su hermana, luego a los invitados que lo miraban con lástima, pensando que se había vuelto loco de dolor. Luego miró a Lupita. La niña no pedía dinero. No había extendido la mano. Estaba ahí parada, arriesgándose a ser golpeada o arrestada, solo para decir una verdad que le quemaba.
Roberto se soltó del agarre de su hermana. Caminó hacia el ataúd. Puso ambas manos sobre la tapa barnizada. Estaba fría, impersonal. —Abran el ataúd —dijo. Su voz no tembló.
El director de la funeraria, un hombre pálido y sudoroso, corrió hacia él. —Señor Garza, eso es imposible. Las leyes sanitarias… el cuerpo está en estado de descomposición… el olor sería… traumatizante. Además, está sellado herméticamente. —¡ME IMPORTA UN CARAJO LA LEY! —El grito de Roberto resonó contra las lápidas, haciendo saltar a varios presentes—. ¡Tráiganme un desarmador o rompo esta madera con mis propias manos!
Nadie se movió. —¡AHORA! —rugió Roberto, con la cara enrojecida y las venas del cuello marcadas.
Los sepultureros, aterrados, miraron al director. El director asintió levemente, sabiendo que no se le podía decir que no a un hombre como Roberto Garza en ese estado. Sacaron un taladro eléctrico de su bolsa de herramientas. El sonido del motor eléctrico rompió el protocolo fúnebre. Zzzzt. Zzzzt.
Uno a uno, los tornillos dorados cayeron al pasto. La gente contenía la respiración. Algunos se taparon la nariz anticipando el hedor de la muerte. Otros sacaron sus celulares, grabando discretamente el momento en que el viudo perdía la razón.
Lupita se acercó, poniéndose al lado de Roberto. Él no la apartó. En ese momento, eran los únicos dos aliados en el mundo.
El último tornillo cayó. Los sepultureros dieron un paso atrás. —Hágalo usted, señor —murmuró uno de ellos, persignándose.
Roberto agarró el borde de la tapa pesada. Sus manos sudaban. Si abría esa caja y veía el cuerpo descompuesto de su esposa, la imagen lo perseguiría hasta el día de su muerte. Sabía que se arrepentiría. Sabía que era una locura. Pero la voz de Lupita resonaba en su cabeza: “La vi ayer”.
Con un gruñido de esfuerzo, Roberto levantó la tapa. El peso de la madera cedió. La luz del sol inundó el interior del ataúd por primera vez en días.
Roberto cerró los ojos un segundo, preparándose para el horror. Para el olor. Pero no hubo olor. Solo el aroma a satén nuevo y madera.
Abrió los ojos. La multitud se inclinó hacia adelante. Un grito colectivo, más fuerte que el de Lupita, sacudió el cementerio. Varios invitados retrocedieron, tropezando con las sillas. Doña Cecilia se desmayó en los brazos de su chofer.
El ataúd estaba vacío.
No había cuerpo. No había restos. No había nada más que el forro de tela blanca, inmaculado, brillando bajo el sol mexicano. Era un vacío que pesaba más que cualquier cadáver.
Roberto se quedó mirando el fondo de la caja, paralizado. Su mente intentaba procesar la realidad. Si ella no estaba ahí… significaba que la policía había mentido. El forense había mentido. El acta de defunción era papel mojado.
Y significaba que Lupita tenía razón.
Roberto cayó de rodillas, no por dolor, sino por el impacto de la esperanza violenta que lo golpeó en el pecho. Agarró los bordes del ataúd vacío y soltó una carcajada histérica, rota, que se mezcló con lágrimas. —¡Está viva! —gritó al cielo—. ¡ESTÁ VIVA!
Lupita lo miró, asintiendo solemnemente. —Se lo dije, señor.
Roberto se giró hacia ella, con una intensidad que daba miedo. —Llevame —le dijo, poniéndose de pie de un salto—. Llévame a esa casa ahora mismo.
Mientras las sirenas de la policía comenzaban a sonar a lo lejos, llamadas por los invitados asustados, Roberto Garza y la niña de la calle corrían hacia su camioneta blindada, dejando atrás un funeral sin muerto y comenzando una cacería que haría arder a la ciudad entera.
PARTE 2: RASTROS DE VIDA
CAPÍTULO 3: ENTRE EL LUJO Y LA MISERIA
El motor de la Suburban blindada rugió, abriéndose paso entre la multitud de fotógrafos y curiosos que ya se agolpaban en la entrada del panteón. Adentro, el silencio era hermético, roto solo por el zumbido suave del aire acondicionado que contrastaba brutalmente con el infierno de calor que habían dejado atrás.
Roberto Garza iba al volante. Había despedido a su chofer temporal con un grito, incapaz de confiar en nadie más que en sus propias manos. A su lado, en el asiento de cuero color crema que costaba más que la casa de cualquier familia promedio, iba Lupita.
La niña miraba todo con los ojos desorbitados. Pasaba sus dedos sucios por la suavidad del tablero, temerosa de mancharlo, pero fascinada.
—¿Tienes hambre? —preguntó Roberto, su voz ronca por los gritos anteriores. No sabía cómo hablar con niños, mucho menos con una niña que acababa de dinamitar su realidad.
Lupita asintió tímidamente. Su estómago rugió, delatándola.
Roberto abrió la consola central y sacó una barra de proteína y una botella de agua Fiji. Se las entregó. La niña rompió el envoltorio con desesperación y comenzó a comer como si no hubiera visto comida en días. Probablemente era verdad.
—Dime por dónde, Lupita. Necesito que seas mis ojos —dijo Roberto, metiendo el cambio de velocidad y entrando al Viaducto, esquivando el tráfico de la tarde con una agresividad que hizo sonar varios cláxones.
—Es por el mercado grande, donde huele a cebolla y a basura —dijo ella con la boca llena—. Por la Doctores.
La colonia Doctores. Roberto apretó el volante hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Era una zona dura, llena de vecindades antiguas, talleres mecánicos y bodegas judiciales. Un lugar donde la gente como Elena no iba jamás, a menos que algo hubiera salido terriblemente mal.
Mientras conducía, la mente de Roberto era un torbellino. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había fallado todo su dinero, toda su seguridad?
—Dijiste que viste a un hombre —dijo Roberto, mirando a la niña de reojo—. ¿El que cojeaba?
—Sí, señor. El Chato —dijo Lupita con naturalidad.
Roberto frenó en seco en un semáforo en rojo, casi haciendo que la niña se golpeara contra el tablero. —¿Cómo le dijiste?
Lupita lo miró asustada. —No sé… así le gritó un vendedor de tacos cuando pasó. Le dijo “¡Quiubole, Chato!”. Y él se enojó.
El Chato. Daniel Ramírez. La confirmación cayó sobre Roberto como una losa de concreto. Daniel había sido su sombra durante diez años. Había llevado a Elena al spa, a las cenas, a las reuniones. Sabía sus rutas, sus miedos, sus secretos.
Roberto había confiado en él. Incluso cuando lo despidió por robarse refacciones de los autos de la empresa, Roberto le había dado una liquidación generosa y no había presentado cargos. “Pobre diablo”, había pensado Roberto entonces. “Tiene familia”.
Ahora, ese “pobre diablo” tenía a su esposa.
El tráfico de la Ciudad de México era una bestia lenta y pesada. Roberto sentía que cada minuto perdido era una hora de tortura para Elena. Sacó su teléfono y marcó un número que no era el de la policía.
—Comandante Rivas —dijo en cuanto contestaron. —Señor Garza, estoy viendo las noticias, es un escándalo, ¿qué está pas…? —Cállate y escucha —lo cortó Roberto—. No quiero a la policía oficial. Quiero a tu equipo de confianza. Los que no hacen preguntas. Te voy a mandar una ubicación en la Doctores. Quiero que rodeen la zona en veinte minutos. Si se filtra algo a la prensa, Rivas, te juro que te destruyo.
Colgó. Miró a Lupita. —Ya casi llegamos. ¿Reconoces las calles?
La niña se pegó a la ventana blindada. Estaban entrando en la zona de hospitales y juzgados. Las calles se volvían más sucias, los edificios más viejos, con la pintura descascarada y grafitis territoriales.
—Ahí… —susurró Lupita, señalando una esquina donde un puesto de lámina vendía jugos—. Por ahí pasé caminando. Me gusta ver los colores de las frutas.
Roberto giró el volante, metiendo la enorme camioneta en una calle estrecha. La gente en la banqueta se quedaba mirando el vehículo de lujo, una nave espacial aterrizando en territorio hostil.
—¡Esa! —gritó Lupita de repente, señalando una casona de principios del siglo XX que se estaba cayendo a pedazos.
La casa era una ruina gris. Tenía las ventanas tapiadas con madera en la planta baja, pero en el segundo piso, una ventana solitaria tenía el vidrio roto y una cortina grisácea que ondeaba lúgubremente.
—Ahí la vi —dijo Lupita, bajando la voz—. En esa ventana de arriba.
Roberto detuvo la camioneta. Su corazón latía en su garganta. Miró la fachada. Parecía abandonada, muerta. Pero Lupita había visto vida ahí ayer.
—Quédate aquí —ordenó Roberto, desabrochándose el cinturón—. Traba los seguros. No le abras a nadie.
—Tengo miedo, señor —dijo la niña. —Yo también —confesó él—. Pero ella nos está esperando.
Roberto bajó del auto. El calor de la calle lo golpeó, mezclado con el olor a aceite de motor y comida frita. Sacó una pistola que guardaba en la guantera, una Beretta que esperaba nunca tener que usar, y caminó hacia la puerta de madera podrida de la casa.
No iba a esperar a Rivas. No iba a esperar a nadie. Iba a recuperar a su esposa o iba a morir intentándolo.
CAPÍTULO 4: LA CASA DE LAS SOMBRAS
La puerta principal estaba cerrada con una cadena gruesa y un candado oxidado. Roberto no lo pensó dos veces. Retrocedió dos pasos y descargó una patada brutal contra la madera podrida cerca del marco. La madera crujió, pero no cedió.
La adrenalina inundó sus venas. Pensó en Elena. Pensó en el ataúd vacío. Pensó en la mentira que le habían vendido. Dio una segunda patada, poniendo todo el peso de su cuerpo y su rabia en el golpe. La jamba de la puerta estalló y la hoja de madera se abrió con un gemido lúgubre.
Roberto entró, apuntando con el arma a la oscuridad. —¡DANIEL! —gritó. Su voz rebotó en las paredes desnudas—. ¡SÉ QUE ESTÁS AQUÍ!
Silencio. Solo el sonido de polvo cayendo y el zumbido de moscas.
La casa olía a humedad, a encierro y a algo más… algo reciente. Olía a cloro barato, como si alguien hubiera intentado limpiar con prisa.
Roberto avanzó por el pasillo. El piso de duela crujía bajo sus zapatos italianos. Había basura acumulada en las esquinas: botellas de cerveza, envolturas de comida rápida. Subió las escaleras con el arma al frente, temiendo que en cualquier momento Daniel saliera de las sombras con un cuchillo o una pistola.
Llegó al pasillo del segundo piso. Había tres puertas. Dos estaban abiertas, revelando cuartos vacíos llenos de escombros. La tercera, la que daba a la calle, estaba cerrada.
Roberto se acercó a la puerta cerrada. Su mano temblaba ligeramente al tocar la perilla. Giró. Estaba abierta. Empujó la puerta lentamente.
La luz de la tarde entraba filtrada por la cortina gris y sucia que Lupita había descrito. El cuarto estaba casi vacío, pero lo que había ahí hizo que a Roberto se le doblaran las rodillas.
En el centro de la habitación había un colchón tirado en el suelo. No era un colchón viejo y sucio como el resto de la casa. Era un colchón nuevo, con sábanas de algodón egipcio. Y sobre el colchón, doblada con cuidado, había una manta de cachemira color beige.
Roberto conocía esa manta. Se la había regalado a Elena en su último aniversario.
Soltó el arma, que cayó al suelo con un golpe seco, y se lanzó hacia el colchón. Agarró la manta y la hundió en su rostro, inhalando profundamente. Ahí estaba. Debajo del olor a polvo y encierro, estaba el aroma inconfundible de Santal 33, el perfume que Elena usaba todos los días.
—Estuviste aquí… —sollozó Roberto, abrazando la tela como si fuera el cuerpo de su esposa—. Mi amor, estuviste aquí.
Miró alrededor con desesperación. En una esquina, había una pequeña mesa de plástico con una botella de agua a medio terminar y un plato desechable con restos de lo que parecía ser un sándwich. El pan aún no estaba duro del todo. Se habían ido hacía poco. Quizás horas. Quizás minutos antes de que él llegara.
Roberto se puso de pie, la furia reemplazando al dolor. Comenzó a revisar el cuarto buscando alguna pista, algún rastro de a dónde se la habían llevado. Fue entonces cuando vio algo extraño en la esquina superior del techo, justo encima de donde estaba el colchón.
Parecía una mancha de humedad, pero había un pequeño brillo en el centro.
Roberto arrastró una silla vieja que había en el pasillo, se subió y arrancó un pedazo de yeso de la pared. Ahí, incrustada en el muro y cableada hacia el interior de la pared, había una cámara de alta definición.
Siguió el cable con la mirada. Bajaba por la esquina, oculto tras una canaleta pintada del color de la pared, y desaparecía bajo el suelo de madera. Roberto siguió el rastro como un sabueso. Levantó una tabla suelta del piso en la esquina de la habitación.
Abajo, en el hueco entre el piso y el techo de la planta baja, encontró una caja negra metálica. Un DVR. Un sistema de grabación. Estaba caliente al tacto. Seguía funcionando.
En ese momento, escuchó sirenas afuera. El equipo de Rivas. Roberto no esperó. Desconectó los cables del DVR y lo sacó. Necesitaba ver qué había en ese disco duro. Necesitaba ver qué le habían hecho a su esposa.
Bajó las escaleras corriendo con la caja negra bajo el brazo. Al salir a la calle, vio que varias patrullas negras sin rotular habían bloqueado la calle. Hombres armados con rifles de asalto estaban asegurando el perímetro.
El comandante Rivas se acercó, sudando. —Señor Garza, aseguramos la zona. ¿Encontró algo?
Roberto le mostró la caja negra. Sus ojos eran dos pozos de odio frío. —Traigan una pantalla. Ahora.
Minutos después, en la parte trasera de una de las patrullas, conectaron el sistema a un monitor portátil. Lo que apareció en la pantalla hizo que Rivas desviara la mirada y que Roberto sintiera que su alma se partía en dos.
La imagen era clara, en blanco y negro por la visión nocturna. Era Elena. Estaba sentada en el colchón, abrazando sus rodillas. Llevaba el vestido rojo, ahora arrugado y sucio. No estaba atada. No tenía mordazas. Pero su mirada… Elena miraba a la nada, balanceándose suavemente hacia adelante y hacia atrás. Sus labios se movían, como si hablara sola.
Entonces, la puerta del cuarto se abrió en el video. Entró un hombre. Cojeaba de la pierna izquierda. Daniel. El Chato.
Pero Daniel no la golpeó. No la amenazó. Entró con una bandeja de comida. Se sentó en el suelo, a una distancia respetuosa. Le habló. El video tenía audio. Roberto subió el volumen con manos temblorosas.
—Come, patrona —decía la voz de Daniel, extrañamente suave—. Tienes que estar fuerte. Ya casi se acaba todo.
Elena levantó la vista. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. —¿Por qué me haces esto, Daniel? —preguntó ella, su voz rota—. Roberto te va a pagar lo que quieras. Déjame ir.
Daniel sonrió tristemente a la cámara, como si supiera que alguien lo vería algún día. —No es por dinero, señora Elena. El dinero se acaba. Esto… esto es justicia. Ya te lloraron. Ya te enterraron. Para el mundo, ya no existes. Eres un fantasma. Y los fantasmas no pueden pedir ayuda.
Daniel se acercó a la cámara y la limpió con un trapo, llenando la pantalla de estática por un segundo. —Ella quiere verte sufrir —dijo Daniel, mirando al lente—. Quiere que veas cómo te olvidan.
El video se cortó.
Roberto se quedó mirando la pantalla negra. “Ella”. Daniel no estaba solo. Había dicho “Ella”.
—Comandante —dijo Roberto, con una voz tan gélida que asustó a los policías—. Quiero que busquen a Daniel Ramírez hasta debajo de las piedras. Y quiero que investiguen a todas las mujeres que hayan tenido algún problema con mi esposa en los últimos diez años. Socias, amigas, enemigas. Todas.
Miró hacia la camioneta blindada, donde Lupita lo observaba con la nariz pegada al vidrio. Esa niña le había dado la pista, pero ahora Roberto tenía la evidencia. Elena estaba viva. Estaba siendo torturada psicológicamente, borrada de la existencia.
—Vamos —dijo Roberto, subiéndose a la patrulla con el disco duro—. Esto apenas empieza.
Rivas lo miró. —¿A dónde vamos, señor? —A cazar —respondió Roberto.
La casona vieja se quedó atrás, guardando sus secretos, pero la guerra había sido declarada. Y Roberto Garza no iba a dejar piedra sobre piedra hasta encontrar a quien se atrevió a tocar a su esposa.
PARTE 3: LA MENTE MAESTRA
CAPÍTULO 5: EL NOMBRE DE LA TRAICIÓN
La sala de juntas de Roberto, en el piso 40 de un rascacielos en Reforma, se había convertido en un búnker. Mapas de la ciudad cubrían las paredes de cristal, tapando la vista de la metrópoli nocturna. El aire estaba cargado de humo de cigarro —aunque estaba prohibido fumar, al Comandante Rivas no le importaba— y de tensión acumulada.
Roberto miraba el video una y otra vez. “Ella quiere verte sufrir”.
—¿Quién es “Ella”, Roberto? —preguntó Rivas, golpeando la mesa con un dedo grueso—. Si no es un secuestro por dinero, es personal. Y si es personal, es alguien que la odia con ganas.
Roberto se pasó las manos por la cara, agotado. —Elena no tenía enemigos. Era filántropa. Ayudaba a fundaciones.
—Todos tienen enemigos, señor Garza. Especialmente la gente con su dinero —replicó Rivas—. Necesitamos hablar con alguien que conociera sus secretos. Alguien a quien ella le contara lo que no le contaba a usted.
Roberto se detuvo. Hubo un nombre que cruzó su mente. —La doctora Ana. Su psicóloga.
Media hora después, la Dra. Ana Solares entró en la oficina, escoltada por dos agentes. Era una mujer elegante, de unos cincuenta años, visiblemente nerviosa. —Roberto, esto es… inaudito. Vi las noticias. ¿Es verdad que el ataúd estaba vacío?
—Olvídate de las noticias, Ana —dijo Roberto, acercándole una silla—. Necesito saber si Elena te habló de amenazas. Si tenía miedo de alguien.
La doctora dudó. Apretó su bolso contra su regazo. —El secreto profesional… —¡Mi esposa está secuestrada por un psicópata y una mujer misteriosa! —gritó Roberto, perdiendo la paciencia—. ¡Si muere, será tu culpa por callarte!
La doctora suspiró, vencida. Sacó una carpeta de piel de su bolso. —Elena me pidió que guardara esto. No quería preocuparte. Decía que estabas muy estresado con la fusión de la empresa.
Roberto abrió la carpeta. Eran cartas. No correos electrónicos, sino cartas escritas a mano en papel barato, con una caligrafía picuda y agresiva. Empezó a leer la primera: “Crees que eres la reina del mundo con tu vestido rojo y tu marido perfecto. Pero todo eso es prestado. Te lo voy a quitar. Voy a hacer que desaparezcas y nadie se va a dar cuenta.”
La segunda era peor: “Él me va a amar a mí cuando tú seas polvo. Tú le robaste la vida que era mía.”
—¿Quién escribió esto? —preguntó Roberto, sintiendo un frío sepulcral.
—Hicimos una prueba de grafología en una de las sesiones —dijo la doctora—. Elena sospechaba de alguien. Alguien de su pasado. Una ex socia.
—Vanessa —susurró Roberto. El nombre salió de sus labios como un veneno.
Vanessa Castillo. Habían sido inseparables en la universidad. Habían fundado juntas una marca de ropa hacía quince años. Pero el negocio quebró por una mala administración de Vanessa. Elena tuvo que rescatar la empresa, comprar la parte de Vanessa y, básicamente, sacarla del negocio para evitar la bancarrota. Vanessa lo perdió todo: su reputación, su dinero y su estatus. Y siempre culpó a Elena de haberla “robado”.
—No la habíamos visto en años —dijo Roberto, incrédulo—. Pensé que se había ido a vivir a Monterrey.
—Regresó hace seis meses —dijo Rivas, quien ya estaba tecleando en su laptop policial—. Y miren esto…
Rivas giró la pantalla. —Registro de visitas en el Reclusorio Norte hace un año. Vanessa Castillo visitó a un interno tres veces. Roberto se acercó a la pantalla. El interno era un primo lejano de Daniel “El Chato”. Ahí estaba la conexión. Vanessa había reclutado a Daniel. El chofer resentido y la socia arruinada. Una alianza nacida del odio y la envidia.
—Rastrea a Vanessa —ordenó Roberto—. Encuentra dónde está esa maldita mujer.
—Ya lo estoy haciendo —dijo Rivas, con una sonrisa de depredador—. Su celular acaba de hacer ping en una torre de señal… pero no está en la ciudad. Está en la carretera hacia La Marquesa.
Roberto agarró su chaqueta. —Prepara los autos. Vamos de cacería.
CAPÍTULO 6: LA CABAÑA DEL SILENCIO
La carretera hacia La Marquesa estaba envuelta en neblina. Eran las tres de la mañana. La caravana de vehículos —la Suburban de Roberto y tres patrullas tácticas— avanzaba sin luces para no alertar a nadie, guiándose solo por la luz de la luna y los GPS.
El aire de la montaña era helado, un contraste brutal con el calor de la ciudad. Se adentraron por un camino de terracería, las llantas crujiendo sobre las piedras y las hojas secas.
—El celular de Vanessa se detuvo aquí hace dos horas —informó Rivas por la radio—. Hay una cabaña registrada a nombre de una empresa fantasma. Está a quinientos metros. Vamos a pie.
Roberto bajó del auto. El silencio del bosque era absoluto, solo roto por el canto lejano de un búho. Lupita se había quedado dormida en el asiento trasero de la camioneta, resguardada por un oficial. Roberto agradeció que la niña no tuviera que ver lo que podría encontrar allí.
El equipo táctico se desplegó entre los pinos. Roberto iba detrás de Rivas, con su arma de nuevo en la mano. Su corazón latía tan fuerte que temía que el sonido alertara a los secuestradores.
Llegaron al claro. Una cabaña de madera oscura se alzaba entre los árboles. No había luces encendidas. No había vehículos. —Parece vacía —susurró un agente. —No se confíen —respondió Rivas—. Equipo Alfa, entrada trasera. Equipo Bravo, conmigo. ¡Ahora!
Rompiendo el silencio, los agentes patearon las puertas simultáneamente. —¡POLICÍA! ¡AL SUELO!
Roberto entró corriendo detrás de ellos, esperando encontrar resistencia, disparos, gritos. Pero solo encontró eco.
La cabaña estaba vacía.
Roberto recorrió la sala principal, la cocina pequeña, el único dormitorio. Nada. Nadie. Pero, al igual que en la casa de la Doctores, había rastros de vida reciente.
La chimenea aún tenía brasas rojas brillando débilmente bajo la ceniza. La cafetera en la cocina estaba tibia. —Se nos escaparon —dijo Rivas, golpeando la pared con frustración—. Por cuestión de minutos. Debieron escuchar los motores o tener algún vigía.
Roberto sintió que las piernas le fallaban. Otra vez tarde. Otra vez cerca pero lejos. Se sentó en el borde de la cama deshecha, con la cabeza entre las manos. —La estoy perdiendo, Rivas. La están moviendo como si fuera ganado.
—Señor Garza —dijo uno de los peritos que ya estaba revisando el lugar—. Mire esto.
El agente señaló debajo del colchón. Había algo sobresaliendo. Roberto se levantó y sacó el objeto. Era un cuaderno. Un cuaderno escolar, de esos de pasta dura que venden en cualquier papelería. Abrió la primera página. Reconoció la letra de inmediato. Era la caligrafía elegante y cursiva de Elena, pero ahora se veía temblorosa, apresurada.
Empezó a leer en voz alta, con la voz quebrada:
“No sé qué día es. No hay ventanas en este cuarto, solo frío. Daniel me trae comida, pero casi no me habla. Dice que ‘Ella’ está enojada porque no me quiebro. Pero no saben que pienso en ti, Roberto. Pienso en nuestro viaje a Italia. Pienso en cómo te ríes cuando se te cae el café. Eso me mantiene cuerda.”
Roberto pasó las páginas. Eran un diario del infierno.
“Hoy vino Ella. Vanessa. No podía creerlo. Me miró como si yo fuera un insecto. Me dijo que mi funeral fue hermoso. Me dijo que lloraste, pero que pronto me olvidarías y te casarías con alguien más joven. Le dije que tú nunca dejarías de buscarme. Se rió en mi cara. Me dijo: ‘Roberto cree que eres cenizas en una urna. Nadie busca lo que ya no existe’.”
Las lágrimas de Roberto cayeron sobre el papel. —Ella sabía que la buscaría —susurró—. Ella nunca perdió la fe en mí.
Llegó a la última entrada, escrita con una letra casi ilegible, como si hubiera sido escrita en la oscuridad.
“Me van a mover. Escuché a Daniel discutir con Vanessa. Dice que la policía encontró la casa de la Doctores. Vanessa está loca, está furiosa. Dice que si no pueden tenerme escondida… tendrán que terminar el trabajo. Roberto, si lees esto, no te culpes. Te amo. Y dile a la niña… escuché en la radio de Daniel que una niña detuvo el funeral. No sé quién es, pero dile que ella es mi ángel.”
Roberto cerró el cuaderno con fuerza. El dolor se transformó en una determinación fría y letal. Elena seguía viva, pero el tiempo se acababa. Vanessa estaba acorralada y desesperada, y un animal acorralado es el más peligroso de todos.
—Rivas —dijo Roberto, levantándose y guardando el cuaderno en su chaqueta, cerca de su corazón—. Vanessa cometió un error. —¿Cuál? —Dejó que Elena escuchara. Discutieron. Daniel tiene miedo. Daniel no es un asesino, es un ladrón cobarde. Vanessa es la psicópata. Si presionamos a Daniel, si logramos que sepa que sabemos dónde está… se va a quebrar.
—¿Cómo hacemos eso? —preguntó Rivas.
Roberto caminó hacia la puerta de la cabaña, mirando hacia el bosque oscuro. —Vamos a usar los medios. Vamos a usar a la niña. Vamos a hacer que todo el país busque a Daniel Ramírez. No va a tener dónde esconderse, ni quién le venda un taco sin reconocerlo. Vamos a hacer que él mismo nos entregue a Vanessa.
Regresaron a los vehículos. La neblina comenzaba a levantarse, revelando el amanecer. Roberto miró a Lupita, que dormía inocente en el asiento trasero. Esa niña había iniciado una revolución. Y ahora, Roberto iba a terminarla.
—Vámonos —ordenó—. Tenemos una conferencia de prensa que dar.
PARTE 4: EL FINAL DEL SILENCIO
CAPÍTULO 7: EL MENSAJE EN LA OSCURIDAD
La Ciudad de México amaneció tapizada con la cara de un hombre.
Roberto Garza no había escatimado en recursos. Mientras las autoridades seguían protocolos burocráticos, él había comprado el tiempo aire de los noticieros matutinos, las pantallas digitales de las avenidas principales y anuncios pagados en cada red social existente.
La foto de Daniel Ramírez, “El Chato”, estaba en todas partes. En el Periférico, en el Metro, en los celulares de millones de personas. Bajo su rostro, una leyenda simple y brutal: “SE BUSCA. RECOMPENSA: 10 MILLONES DE PESOS. VIVO.”
En un departamento claustrofóbico del piso 12 del Edificio Chihuahua, en el complejo habitacional de Tlatelolco, Vanessa Castillo miraba la televisión con las manos temblando de rabia. —¡Maldito seas, Roberto! —gritó, lanzando el control remoto contra la pared.
Daniel estaba sentado en una silla de plástico, pálido como la cera. Se había mordido las uñas hasta sangrar. —Ya valió, Vane. Ya valió madres —murmuró, mirando por la ventana hacia la inmensa plaza de las Tres Culturas—. Diez millones… hasta mi propia madre me entregaría por esa lana. Tenemos que soltarla. Si la soltamos, a lo mejor nos bajan la sentencia.
—¡Cállate, imbécil! —Vanessa se giró, sus ojos inyectados de locura—. Nadie va a soltar a nadie. Si la soltamos, nos pudrimos en la cárcel. La única salida es que desaparezca de verdad.
Elena escuchaba todo desde el baño, donde la habían encerrado de nuevo. Estaba débil. Llevaba días comiendo mal y el estrés la estaba consumiendo. Pero al escuchar la cifra y el miedo en la voz de Daniel, supo que el final estaba cerca. Para bien o para mal.
—Tengo hambre —dijo Daniel—. Voy a pedir algo. No podemos salir, nos van a reconocer. —Pide a la tiendita de abajo. Que lo suban. Y no abras la puerta completa —ordenó Vanessa, caminando de un lado a otro como león enjaulado.
Elena miró a su alrededor. El baño era pequeño, con azulejos rosas viejos y descascarados. No había ventanas, solo un respiradero alto. Buscó desesperadamente algo con qué escribir. Encontró un lápiz de cejas olvidado en el gabinete del espejo, probablemente de la inquilina anterior o de la propia Vanessa.
Arrancó un pedazo de papel higiénico. El papel era delgado, frágil. Tenía que tener cuidado. Con mano temblorosa, escribió: SOY ELENA GARZA. PISO 12, DEPTO 1204. AYUDA.
Escuchó el timbre. Era el repartidor. —¡Ya voy! —gritó Daniel.
Elena escuchó los pasos pesados de Daniel acercarse a la puerta. Sabía que era su única oportunidad. Salió del baño sigilosamente. Daniel estaba de espaldas, abriendo apenas la puerta con la cadena puesta para recibir las bolsas de comida. Vanessa estaba en la recámara principal, discutiendo por teléfono con alguien, probablemente tratando de conseguir dinero para huir.
Elena vio una bolsa de basura negra junto a la entrada, lista para que Daniel se la diera al repartidor a cambio de una propina, una costumbre vieja de los edificios sin elevador de servicio. Con el corazón latiéndole en la garganta, Elena se arrastró por el suelo. Daniel estaba pagando, contando monedas.
—Orita le doy la basura, joven —dijo Daniel. En ese segundo, Elena estiró el brazo y metió el papelito arrugado dentro de un hueco en el nudo de la bolsa negra.
Daniel se giró. Elena se congeló. Pero él no la vio. Estaba demasiado ocupado mirando por la mirilla, paranoico. Agarró la bolsa de basura y la sacó al pasillo. —Llévese eso, joven. Quédese con el cambio.
Cerró la puerta de golpe y le puso el cerrojo. Elena regresó al baño y se dejó caer al suelo, temblando, rezando a un Dios del que se había olvidado hacía mucho tiempo. El mensaje estaba fuera. Ahora dependía de la suerte, o del destino.
Abajo, en la explanada de concreto, Kevin, un chico de 19 años que trabajaba en la tienda de abarrotes para pagarse la prepa, caminaba hacia los contenedores grandes. Llevaba los audífonos puestos, escuchando reguetón. Lanzó la bolsa al contenedor. La bolsa se atoró en el borde y se rasgó un poco. Un pedazo de papel higiénico salió volando con el viento.
Kevin lo ignoró y se dio la vuelta. Pero algo lo detuvo. Quizás fue la intuición. Quizás fue el bombardeo mediático que Roberto Garza había pagado. Kevin había visto la cara de esa mujer en TikTok, en Instagram, en la tele de la tienda.
El papel rodó por el cemento y se atoró en su tenis. Kevin miró hacia abajo. Vio letras rojas, escritas con maquillaje. Se agachó y lo leyó. SOY ELENA GARZA…
Se le heló la sangre. Miró hacia arriba, al imponente edificio Chihuahua. Contó los pisos. Sacó su celular. Sus manos temblaban tanto que casi se le cae. No llamó a la policía. No confiaba en ellos. Llamó al número que aparecía en los anuncios de “Se Busca”. El número directo del equipo de seguridad de Roberto Garza.
CAPÍTULO 8: EL NUEVO AMANECER
—Señor Garza. Tenemos una llamada. Un chavo en Tlatelolco. Dice que tiene una nota.
Roberto no preguntó si era real. Simplemente corrió. El operativo que se montó en Tlatelolco fue digno de una película de guerra, pero silencioso como la muerte. Francotiradores en las azoteas de los edificios aledaños. Agentes vestidos de civiles en los pasillos. Rivas coordinaba todo desde una camioneta a dos cuadras.
Roberto estaba ahí, con chaleco antibalas sobre su camisa de vestir arruinada. Lupita estaba con él, en la camioneta de mando. No habían podido separarla de él. —Es ahí —dijo Roberto, mirando el edificio masivo de concreto—. Lo siento en los huesos.
Kevin, el repartidor, estaba sentado con ellos, nervioso. —Yo… yo solo vi el papel, jefe. No quiero problemas. —No tendrás problemas, hijo —le dijo Roberto, poniéndole una mano en el hombro—. Si ella está ahí, acabas de asegurarte la universidad y la de tus hijos.
La orden llegó por radio. —Objetivos confirmados por calor. Tres personas en el departamento 1204. Dos sentados, uno en el baño.
—Entren —ordenó Roberto.
En el piso 12, el mundo explotó. La puerta del departamento voló en pedazos tras el impacto del ariete táctico. —¡POLICÍA! ¡AL SUELO! ¡MANOS EN LA CABEZA!
Daniel Ramírez ni siquiera intentó correr. Se tiró al suelo sollozando, con las manos en la nuca, orinándose en los pantalones del miedo. Pero Vanessa no. Vanessa corrió hacia el baño. Tenía un cuchillo de cocina en la mano. —¡Si no es mía no es de nadie! —gritó, con la voz desgarrada por la locura.
—¡NO! —Roberto, que había subido detrás del equipo táctico desobedeciendo las órdenes de quedarse atrás, entró en la sala justo a tiempo.
Un agente disparó un taser. Los dos dardos eléctricos impactaron en la espalda de Vanessa. Su cuerpo se tensó, el cuchillo voló de su mano y cayó al suelo convulsionando.
Roberto saltó sobre ella, apartando el cuchillo con una patada, y corrió hacia la puerta del baño. Estaba cerrada con llave por fuera. —¡Elena! —gritó, golpeando la madera. —¡Roberto! —La voz del otro lado era débil, pero era ella.
Roberto retrocedió y embistió la puerta con el hombro. La madera vieja cedió. Ahí estaba. Elena estaba sentada en el borde de la tina, abrazándose a sí misma. Llevaba el vestido rojo, ahora gris de suciedad y roto. Estaba más delgada, con ojeras profundas y el cabello enmarañado. Pero estaba viva.
Se miraron por un segundo que pareció eterno. El millonario y la desaparecida. El esposo y la esposa. Roberto cayó de rodillas y la abrazó. Elena se aferró a él con una fuerza que no parecía posible en su estado. —Pensé que no vendrías… —lloró ella en su cuello—. Vanessa dijo que me habías olvidado. —Te buscaría en el infierno si hiciera falta —le susurró él, llorando sin vergüenza frente a sus hombres—. Nunca dejé de buscarte. Pero no fui yo quien te encontró primero.
Horas más tarde, la escena afuera del edificio era un caos de luces azules y rojas. Vanessa y Daniel eran subidos a patrullas separadas, con las cabezas cubiertas para protegerlos de la turba de vecinos furiosos que les gritaban insultos.
Elena estaba sentada en la parte trasera de una ambulancia, con una manta térmica sobre los hombros. Los paramédicos la revisaban, pero ella buscaba a alguien con la mirada. —Roberto… ¿dónde está?
Roberto se acercó, trayendo a alguien de la mano. Lupita caminaba despacio, intimidada por las luces y la gente.
Elena se quitó la manta. Se puso de pie, tambaleándose un poco. Roberto intentó sostenerla, pero ella le hizo un gesto de que estaba bien. Caminó hacia la niña. Lupita la miró con los ojos muy abiertos. —Hola, señora —dijo la niña con voz suave—. Se ve mejor que en la ventana.
Elena sonrió entre lágrimas. Se arrodilló en el pavimento frío, sin importarle arruinar lo que quedaba de su vestido o lastimarse las rodillas. Quedó a la altura de la niña. —Tú me viste —dijo Elena, tomándole las manitas sucias—. Cuando todos miraban una caja de madera, tú me miraste a mí.
—Es que traía un vestido muy bonito —respondió Lupita con sinceridad brutal—. Y se veía muy sola.
Elena abrazó a la niña. No fue un abrazo de protocolo. Fue un abrazo de madre, de hermana, de salvada a salvadora. La gente alrededor, los reporteros, los policías endurecidos, guardaron silencio. —Me salvaste la vida, Lupita —le susurró Elena al oído—. Y te prometo que nunca más vas a estar sola tú tampoco.
EPÍLOGO: SEIS MESES DESPUÉS
El cementerio estaba tranquilo. No había multitudes, ni cámaras. Roberto, Elena y Lupita estaban parados frente a la tumba que alguna vez tuvo el nombre de Elena. Ahora, la lápida había sido cambiada. No tenía nombre. Solo decía: “Aquí yace una mentira. La verdad nos hizo libres.”
Elena lucía saludable de nuevo, aunque había dejado de usar ropa tan ostentosa. Llevaba jeans y una camisa blanca. Tenía la mano entrelazada con la de Roberto. Lupita estaba diferente. Llevaba el uniforme de uno de los mejores colegios privados de la ciudad, limpio y perfectamente planchado. Sus mejillas tenían color y su cabello estaba peinado en una trenza brillante.
Ya no vivía en la calle. Vivía en una habitación llena de luz en la casa de los Garza. No la habían adoptado legalmente aún, el proceso era lento, pero para todos los efectos, era su hija. La hija que la vida les dio a cambio de la muerte.
—¿Estás lista para la escuela? —preguntó Roberto, despeinándola un poco. —Sí, papá —dijo ella, con una naturalidad que a Roberto todavía le hacía un nudo en la garganta.
Elena miró el cielo azul de la Ciudad de México. Había aprendido la lección más cara de su vida. El dinero había comprado el silencio de las autoridades, el ataúd de lujo y la seguridad falsa. Pero no había podido comprar la verdad. La verdad había venido gratis, en los ojos de una niña que no tenía nada, y que por eso, era capaz de verlo todo.
—Vámonos a casa —dijo Elena.
Los tres caminaron hacia la salida, dejando atrás el cementerio. Dejando atrás a los fantasmas. El ataúd había estado vacío, sí. Pero ahora, sus vidas estaban finalmente llenas.
FIN.
