
(PARTE 1: LA TRAICIÓN)
CAPÍTULO 1: LA DECISIÓN IMPERDONABLE
“¡Fuera! ¡Lárgate de mi casa ahora mismo!”
Mi voz retumbó contra las paredes de doble altura de mi sala en Las Lomas, rebotando en el piso de mármol italiano que tanto me había costado pagar. Afuera, el cielo de la Ciudad de México se caía a pedazos; una de esas tormentas eléctricas que parecen anunciar el fin del mundo. Pero la tormenta dentro de mi casa era peor.
Mi madre, Doña Margarita, se quedó ahí parada, congelada como una estatua de sal. En sus manos callosas y trabajadas, apretaba dos bolsas de “El Zorro Abarrotero” donde había metido su ropa a toda prisa. Parecía tan pequeña, tan frágil en medio de tanto lujo absurdo.
Ella había estado empacando para irse unos días con su comadre, Doña Chole, allá en la colonia popular donde crecí. Solo quería darnos espacio a Rebeca y a mí para planear la boda. Nunca, ni en sus peores pesadillas, imaginó que su propio hijo, su “Danielito”, la correría como si fuera un perro callejero.
—Daniel, hijo, por favor… —susurró. Su voz temblaba más que las hojas de los árboles afuera—. Soy tu madre. Te parí, te cuidé… Solo quiero lo mejor para ti.
Sentí que la sangre me hervía en la cara. La vergüenza y la ira se mezclaban en un cóctel venenoso.
—¡Tú no quieres lo mejor para mí! —grité, manoteando al aire—. ¡Desde que Rebeca llegó a mi vida no has hecho más que estorbar! Te quejas de todo lo que hace. Haces que se sienta como una intrusa en su propia casa. ¡Estoy harto de tus celos de madre!
Rebeca estaba detrás de mí, recargada en el marco de la puerta de la cocina. Traía puesto un vestido de seda que costaba más de lo que mi madre había ganado en toda la década de los noventa lavando ajeno. Tenía los brazos cruzados y una sonrisita dibujada en su rostro perfectamente maquillado. Estaba disfrutando el espectáculo. Estaba viendo cómo el hijo que ella había manipulado lentamente daba el golpe final.
—Quizás es hora de que la señora Margarita busque su propio rumbo, mi amor —dijo Rebeca, con un tono dulce, casi empalagoso, pero sus ojos eran dos pozos de hielo—. Daniel y yo estamos construyendo un futuro de altura. No necesitamos… ideas anticuadas ni mala vibra deteniéndonos.
El corazón de mi madre se rompió. Lo vi en sus ojos. Fue como si algo se apagara dentro de ella. Esta era la mujer que me cargó en su espalda kilómetros cuando me dio fiebre tifoidea y no teníamos para el taxi al hospital general. Esta era la mujer que limpió oficinas de noche y vendió tamales de día para que yo pudiera ir a la universidad privada y convertirme en el empresario que soy ahora.
—Hijo mío —dijo ella, con una suavidad que me dolió más que un golpe—. ¿Te acuerdas cuando tenías siete años y los doctores dijeron que no pasarías la noche? Estuve dos semanas pegada a tu cama, sin dormir, rezándole a la Virgen de Guadalupe, prometiendo mi vida a cambio de la tuya. Vendí mis aretes de oro, los únicos que me dejó tu abuela, para pagar tu medicina.
Mi rabia parpadeó por un segundo. Un destello de culpa intentó entrar en mi pecho.
—Cuando tenías hambre, yo dejaba de comer para que tu plato estuviera lleno —continuó, y ahora las lágrimas surcaban las arrugas de su rostro—. Cuando necesitabas libros, me humillé pidiendo prestado.
—¡Eso fue antes! —interrumpí, gritando para callar a mi propia conciencia—. ¡Esto es ahora! Soy un hombre adulto. Tengo tres empresas, tengo propiedades. ¡Puedo cuidarme solo! No necesito que me eches en cara el pasado.
Rebeca se acercó a mí, dejando un rastro de perfume caro, y puso su mano con manicura francesa sobre mi hombro.
—Bebé, te está tratando de manipular. Es chantaje emocional, típico de gente sin educación. No dejes que te haga sentir culpable por ser exitoso y feliz.
“Manipular”. Esa palabra le quedaba grande a mi madre, pero ella entendía el veneno detrás de ella. Miró a Rebeca con una tristeza infinita.
—No manipulo a nadie —dijo mi madre, irguiéndose un poco, recuperando esa dignidad que tienen las mujeres mexicanas de esfuerzo—. Estoy tratando de salvar a mi hijo de cometer un error que le va a costar la vida.
—¿Qué error? —preguntó Rebeca, haciéndose la inocente—. ¿Amar a una mujer hermosa y de clase como yo?
Mi madre tomó aire profundamente.
—Ayer, cuando Daniel fue al banco, te escuché en el teléfono, Rebeca. Estabas hablando con alguien. Te reías. Decías que era facilísimo sacarle dinero a mi hijo. Lo llamaste “un naco con dinero”. Dijiste que era un tonto útil.
El rostro de Rebeca cambió por una fracción de segundo. Una mueca de odio puro cruzó sus facciones, pero fue tan rápida que, si parpadeabas, te la perdías. Inmediatamente, se llevó las manos a la boca y forzó unas lágrimas.
—¡Señora Margarita! ¿Cómo puede inventar algo tan horrible? —chilló Rebeca, abrazándome—. ¡Daniel! ¿Escuchas cómo habla de mí? ¡Me odia porque soy joven, porque soy bonita!
Yo estaba confundido. Miraba a mi madre, luego a Rebeca. Mi madre nunca había mentido, pero Rebeca… Rebeca era mi trofeo, mi sueño.
—Escuché lo que escuché —insistió mi madre con firmeza—. Y te vi revisando los papeles del despacho de Daniel mientras él dormía. Estabas viendo las escrituras de los terrenos y los estados de cuenta.
—¡Es mentira! —gritó Rebeca, enterrando su cara en mi pecho—. ¡Daniel, ya no puedo vivir así! Todos los días me acusa de ser una ladrona, una interesada. Me siento prisionera en esta casa. ¡O se va ella o me voy yo!
Ese fue el ultimátum. La ira volvió a mí, más fuerte que antes. Había trabajado demasiado duro para tener esta vida, esta mujer, este estatus. Y mi madre, con su ropa vieja y sus sospechas de pueblo, lo estaba arruinando.
—¡Ya basta! —grité. El sonido fue tan fuerte que seguro los vecinos de la mansión de al lado escucharon—. ¡Mamá, se acabó! Rebeca nunca te ha hecho nada, pero tú sigues atacándola por envidia.
—Daniel, piensa… —suplicó ella.
—¡No quiero pensar! ¡Estoy harto de tus quejas! Si no puedes respetar a la mujer con la que me voy a casar, entonces no puedes vivir bajo mi techo.
Mi madre sintió que el suelo desaparecía. —¿Me estás corriendo?
—Sí —dije, y la palabra salió disparada como una bala—. Elijo a Rebeca. Ella me ama, me apoya y me hace feliz. Tú solo traes problemas.
Rebeca escondió su sonrisa triunfal detrás de mi hombro, pero mi madre la vio.
—¿A dónde iré? Está lloviendo muy fuerte… —preguntó, con un hilo de voz.
—¡No me importa! —grité. Y apenas lo dije, sentí un nudo en el estómago. Pero mi orgullo de “macho alfa” era más grande—. Resuélvelo. Siempre dices que eres muy fuerte y muy lista, ¿no? Pues demuéstralo.
Mi madre se quedó ahí un momento más. Me miró, no con odio, sino con una decepción tan profunda que pesaba toneladas. Recordó enseñarme a caminar, ayudarme con las tareas, aplaudirme cuando abrí mi primer negocio de refacciones. Ahora, ese mismo niño la estaba tirando a la basura.
—Muy bien —dijo ella, enderezando la espalda. Su dignidad era lo único que le quedaba—. Me iré.
Tomó sus bolsas de plástico y caminó hacia la puerta enorme de caoba. Yo la miraba, y algo dentro de mí quería gritar “¡Espera, perdóname!”, pero Rebeca me apretó el brazo y me quedé callado.
En la puerta, mi madre se giró por última vez.
—Siempre te amaré, Daniel. Cuando te des cuenta de la verdad sobre la gente que tienes a tu lado, estaré esperando. El amor de una madre nunca termina, ni siquiera cuando su hijo le rompe el corazón. Y recuerda esto: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”.
Abrió la puerta y salió a la noche fría y lluviosa de la ciudad.
CAPÍTULO 2: LA VÍBORA MUERDE Y LA MADRE REZA
Rebeca cerró la puerta de golpe y le puso el seguro inmediatamente. Click. Ese sonido fue como el clavo final en un ataúd.
—Ay, bebé, sé que fue difícil —dijo, abrazándome fuerte y llenándome de besos en el cuello—, pero hiciste lo correcto. Ahora podemos ser felices, sin nadie metiendo sus narices en nuestro dinero… digo, en nuestro amor.
Asentí, pero me sentía vacío. Miré la puerta cerrada y me pregunté por qué ganar se sentía tanto como perder.
Afuera, la lluvia caía como si Dios estuviera llorando. Mi madre, una mujer de sesenta años, caminaba lento por las calles oscuras de Las Lomas. Ahí no hay banquetas para peatones, solo muros altos y cámaras de seguridad. Los coches pasaban a toda velocidad, salpicándola con agua sucia, sus luces cegándola como estrellas fugaces indiferentes.
No tenía a dónde ir. Sus amigas de la infancia vivían al otro lado de la ciudad, en Iztapalapa o Ecatepec, lejísimos para llegar a esa hora y sin dinero para un Uber. Había gastado todo sus ahorros ayudándome a amueblar la casa al principio, algo que Rebeca luego tiró a la basura por “corriente”.
Mi madre, empapada hasta los huesos, temblando de frío, susurró una oración mientras caminaba sin rumbo. —Virgen Santísima, cuida a mi hijo. Ábrele los ojos antes de que sea demasiado tarde. Protégelo de esa mujer que lo va a destruir.
Sus zapatos viejos, esos que usaba para descansar los pies, ya estaban empapados. Le dolían los huesos por la humedad. Después de caminar lo que parecieron horas, recordó a Doña Chole. Doña Chole vendía tamales cerca de un paradero de camiones a unos kilómetros de allí, en los límites de la zona rica con la zona popular. Tal vez ella seguiría despierta preparando la masa para el día siguiente.
Caminó hasta que sus piernas casi fallaron. Encontró la casita de lámina y bloque de Doña Chole. Era tan diferente a mi mansión. Pequeña, con olor a nixtamal y leña. Cuando tocó la puerta con manos temblorosas, sintió que tocaba las puertas del cielo.
—¿Quién es? —preguntó una voz rasposa. —Soy yo, Margarita… —respondió débilmente.
La puerta se abrió y apareció Doña Chole. Al ver a mi madre mojada, con los ojos rojos y temblando, casi se le cae la olla. —¡Margarita! ¡Por el amor de Dios! ¿Qué te pasó? ¡Pásale, mujer!
Dentro de la casita, mi madre se derrumbó. Se sentó en una silla de plástico y lloró como una niña chiquita. —Mi hijo… Daniel me corrió. Me echó de la casa por esa mujer.
Doña Chole se persignó. —¡Sangre de Cristo! ¿Daniel? ¿Tu Danielito? ¿El que tú sacaste adelante sola? Margarita asintió, incapaz de hablar. Doña Chole le trajo un café de olla caliente y una toalla.
—Ese muchacho ha perdido la razón. ¿Cómo puede tratar así a su madre? Eso no tiene perdón de Dios. —Él cree que la ama —dijo mi madre con tristeza—. No puede ver lo que ella es en realidad. Está embrujado por la belleza y el estatus. —Amor… ¡bah! —escupió Doña Chole—. El amor real no te hace ser cruel con tu familia. Esa mujer le envenenó la mente.
Mientras esas dos mujeres humildes compartían un pan dulce y café, algo muy diferente pasaba en mi mansión.
Rebeca ya estaba en el teléfono, caminando por la sala como si fuera la dueña absoluta del universo. —Sí, Marcos, el plan va perfecto —decía en voz baja, con una sonrisa maliciosa—. La vieja por fin se largó. Ya no hay estorbos. Podemos iniciar la fase dos.
Al otro lado de la línea estaba Marcos, su “primo” según ella, pero que en realidad era su amante y cómplice. Un tipo vividor que ayudaba a Rebeca a estafar a hombres con dinero. —¿Cuánto crees que le puedas sacar? —preguntó Marcos.
Rebeca miró alrededor de mi sala, evaluando los cuadros, las esculturas, todo. —Este imbécil tiene tres refaccionarias grandes, dos casas y mucho dinero en el banco. Si juego bien mis cartas, me quedo con todo. ¿Y la boda? Jaja, claro que habrá boda. La boda más cara que haya visto la Ciudad de México. Ya aceptó gastar 2 millones de pesos en ella.
—Eres una genio, nena —dijo Marcos—. Pero no dejes que sospeche. —Por favor, Marcos —se rio Rebeca mirándose en el espejo y acomodándose el cabello—. Este hombre está tan cegado por el amor que no ve más allá de mi escote. Para cuando se dé cuenta, tú y yo estaremos en Miami con sus millones.
Salí del baño en ese momento, secándome el cabello. Rebeca colgó el teléfono tan rápido que casi se le cae. —¿Con quién hablabas, mi amor? —pregunté.
—Ay, con mi amiga de la universidad, la de Monterrey —mintió con una naturalidad que asustaba—. Nos estaba felicitando por fin tener nuestro espacio, ya sabes, privacidad.
Sonreí, pero sentí un hueco en el estómago. Sin mi madre en la casa, el lugar se sentía enorme y frío. Faltaba el olor a comida casera, faltaba el calor de hogar. —¿Tienes hambre? —pregunté—. ¿Te preparo algo? Mi mamá dejó frijoles en la…
Rebeca hizo una mueca de asco. —¿Frijoles? Guácala, bebé. ¿Por qué comer eso cuando podemos pedir sushi del restaurante japonés más caro de Polanco? Tú trabajas muy duro, te mereces comer como rey, no como pobre.
Eso me hizo sentir bien. Infló mi ego. —Tienes razón —dije—. Pidamos lo más caro del menú.
Mientras yo llamaba al restaurante para gastar 5,000 pesos en una cena, Rebeca sonreía para sus adentros. Cada cena cara, cada regalo de marca, cada capricho, era una forma de desangrarme poco a poco.
Esa noche, comí pescado crudo importado que sabía a dinero, pero no me llenó el alma como el arroz con leche de mi madre.
Mientras tanto, mi madre dormía en un catre prestado en casa de Doña Chole, tapada con cobijas que picaban, pero rodeada de lealtad verdadera. Afuera la lluvia seguía cayendo, lavando las calles, pero no podía lavar el pecado que yo acababa de cometer.
No sabía que, mientras yo dormía abrazado a mi verdugo, Rebeca se levantó sigilosamente, fue a mi despacho y empezó a tomar fotos de mis claves bancarias y mis documentos fiscales.
El plan para destruirme había comenzado oficialmente, y yo roncaba plácidamente, soñando que era el hombre más afortunado del mundo.
Qué estúpido fui.
(PARTE 2: LA CEGUERA DEL EGO)
CAPÍTULO 3: EL SAZÓN DE LA POBREZA Y EL PRECIO DE LA VANIDAD
A la mañana siguiente, mi madre despertó en el sofá hundido de Doña Chole. No eran sábanas de hilo egipcio como las de mi casa, eran cobijas de lana que picaban un poco, pero olían a limpio y a hogar. El sol entraba por una ventanita pequeña, iluminando el polvo que flotaba en el aire.
A pesar del dolor en su espalda y el hueco en su pecho por mi traición, Doña Margarita se levantó antes de que cantara el gallo. Ella es de esa generación de mexicanos que no saben quedarse quietos lamentándose; si te caes, te levantas y te pones a chambear.
Doña Chole ya estaba en la cocina, calentando café de olla con canela. —Buenos días, comadre —le dijo Chole—. ¿Cómo amaneció ese corazón? —Aporreado, pero latiendo —respondió mi madre, lavándose la cara con agua fría del lavadero—. No puedo quedarme aquí de arrimada, Chole. Necesito trabajar. —Nadie es arrimado en mi casa, Margarita. Pero te entiendo. La que no trabaja, no come, y la cabeza ocupada no extraña tanto.
Ese mismo día, Doña Chole la llevó al Mercado de San Juan. El lugar era un laberinto de olores: cilantro fresco, carne cruda, flores y especias. Fueron directo al local de “Antojitos Doña Licha”. Licha era una mujer robusta, de esas que no se andan con rodeos, que manejaba su cocina como un general.
—Así que tú eres Margarita —dijo Doña Licha, mirándola de arriba abajo mientras freía unas quesadillas—. Chole dice que tienes buena mano pa’ la cocina. —He cocinado toda mi vida, señora —respondió mi madre con humildad, pero firme—. Sé hacer mole desde cero, pozole, chiles en nogada, lo que usted me pida. Y lo hago con amor, que es el ingrediente que no se compra.
Doña Licha le pasó un delantal. —Pruébame. Hazme una salsa roja. Si me gusta, te quedas. Si no, pues a buscarle por otro lado.
Mi madre tomó los tomates, los chiles y el ajo. Sus manos se movían con una destreza que solo dan los años. En diez minutos, el aroma de esa salsa hizo que varios clientes voltearan. Cuando Licha la probó, cerró los ojos y soltó un suspiro. —Contratada. Empiezas mañana a las 5 AM. La paga es poca, pero la comida no falta.
Mientras mi madre recuperaba su dignidad entre ollas de barro y comales calientes, yo despertaba en mi cama King Size, rodeado de lujos, pero con una sensación de asfixia que no entendía.
Rebeca ya estaba despierta, sentada frente a su tocador lleno de cremas francesas y joyas. —Buenos días, mi rey —dijo, lanzándome un beso a través del espejo—. Hoy tenemos una cita importantísima. —¿Cita? ¿Con quién? —pregunté, todavía medio dormido. —Con la wedding planner, obvio. Tenemos que ir a ver la Hacienda de los Morales. Ya aparté la fecha.
Sentí un piquete en el estómago. La Hacienda de los Morales era uno de los lugares más caros de la ciudad. —Rebeca, amor… —empecé, sentándome en la cama—. ¿No crees que deberíamos ver opciones más… razonables? Digo, gastar tanto en una sola noche… —¿Razonables? —Rebeca giró la silla bruscamente. Su sonrisa se borró—. Daniel, ¿me estás diciendo que no valgo la pena? ¿Quieres que nuestra boda parezca una kermés de pueblo?
—No, no es eso. Es que el negocio ha estado un poco lento y… —¡Ay, por favor! —interrumpió ella, poniéndose de pie—. Tienes tres refaccionarias, Daniel. No seas codo. ¿O es que tu mamita tenía razón y no me quieres de verdad?
Ese era su truco favorito. Mencionar a mi madre para picar mi orgullo. —Claro que te quiero. Y mi madre no tiene nada que ver aquí. —Entonces demuéstralo —dijo, cruzándose de brazos—. Demuéstrame que soy la reina de tu vida. Quiero la boda del año, Daniel. Quiero que todas mis amigas de la universidad se mueran de envidia.
Suspiré, derrotado. —Está bien. Iremos a la Hacienda.
Rebeca chilló de emoción y saltó sobre mí, llenándome de besos. —¡Eres el mejor! Ah, y otra cosita… Mi cartera tembló de miedo. —¿Qué pasa? —Hablé con mi amiga, la que trabaja en el banco, ¿te acuerdas? Me dijo que, ahora que nos vamos a casar, deberíamos poner las propiedades a nombre de los dos. O mejor aún, a mi nombre por temas de impuestos y protección fiscal. Ya sabes, por si te demandan en el negocio, así no nos quitan la casa.
Fruncí el ceño. Algo en eso sonaba raro. —¿Protección fiscal? Pero si mis contadores nunca me han dicho eso. —Ay, Daniel, tus contadores son unos viejos anticuados. La gente rica moderna lo hace así. Es una prueba de confianza absoluta. ¿O no confías en mí?
Me miró con esos ojos grandes y maquillados, y yo, como el idiota enamorado que era, dudé. —Lo voy a pensar, ¿va? —No lo pienses mucho, bebé —susurró ella en mi oído—. El amor no se piensa, se siente. Y se firma.
Esa tarde fuimos a ver la Hacienda. El lugar era espectacular, sí, pero el precio era obsceno. Casi medio millón de pesos solo por el lugar y el banquete básico. Sin contar flores, música, ni alcohol. Mientras yo hacía sumas mentales y sentía que me faltaba el aire, Rebeca se tomaba selfies en los jardines, posando como si ya fuera la dueña del mundo.
—Será perfecto —decía ella—. Y quiero un pastel de siete pisos. Y fuegos artificiales. Yo solo asentía, sacando la chequera, sin saber que cada firma me acercaba más al abismo. Mientras mi madre ganaba 200 pesos al día pelando papas y siendo honesta, yo gastaba 50 mil pesos en un anticipo para alimentar mi ego y la vanidad de una mujer que ni siquiera me quería.
CAPÍTULO 4: LA ADVERTENCIA DEL COMPADRE
Pasaron tres semanas. La vida de mi madre había tomado un ritmo sencillo pero agotador. Se levantaba de madrugada, caminaba al mercado, y pasaba doce horas de pie. Pero algo mágico estaba sucediendo en “Antojitos Doña Licha”.
Los clientes empezaron a hacer fila. No por Doña Licha, sino por “la señora nueva”. —Oiga, deme unas enchiladas de las que prepara Doña Mago —decían los albañiles, los oficinistas y las señoras que iban al mandado. —Tienen un toque especial, saben a… a mamá —comentó un día un estudiante foráneo mientras comía con gusto.
Doña Licha, lejos de estar celosa, estaba encantada. La caja registradora sonaba todo el día. —Margarita, tienes manos de santa —le dijo un viernes al cerrar—. Toma, aquí tienes un extra. Te lo ganaste. Mi madre tomó los billetes con manos temblorosas. No era mucho, pero era suyo. Nadie se lo había regalado, no tenía que pedirle permiso a nadie. Esa noche, compró pan dulce y leche para cenar con Doña Chole. Se sentía cansada, pero libre. Aunque cada noche, antes de dormir, rezaba el rosario pidiendo por mí.
Mientras tanto, mi vida se estaba convirtiendo en una pesadilla financiera. Rebeca insistió en hacer una fiesta de compromiso. “Una pedida de mano oficial”, le llamó. —Pero ya te di el anillo hace seis meses —le dije. —Sí, pero nadie importante lo vio. Necesitamos una fiesta en el Club Campestre.
Esa “fiestecita” costó otros 80 mil pesos. Rebeca estrenó un vestido de diseñador importado de 20 mil pesos que usó exactamente cuatro horas. Yo me sentía cada vez más presionado. Mis tarjetas de crédito estaban al límite. Tuve que sacar dinero de la cuenta operativa de las refaccionarias, dinero que era para pagar proveedores.
“Lo recuperaré el próximo mes”, me decía a mí mismo. “Es una inversión en mi felicidad”. Mentiras que nos decimos para no enfrentar la realidad.
Un martes por la tarde, recibí una llamada de Jaime, mi compadre y mejor amigo desde la preparatoria. Jaime era un tipo directo, norteño, que no tenía pelos en la lengua. —Compadre, necesito verte. Ahora mismo. Te invito una cerveza en la cantina de siempre. —Ando muy ocupado, Jaime. La boda… —Déjate de fregaderas y ven. Es urgente.
Llegué a la cantina y encontré a Jaime con una cara larga. Pidió dos tequilas dobles sin decir una palabra. —¿Qué pasa, güey? ¿Te vas a morir o qué? —bromeé, intentando aligerar el ambiente. Jaime me miró fijamente. —El que se está muriendo eres tú, Daniel, y no te das cuenta. —¿De qué hablas? —Voy a ser directo porque te quiero como a un hermano. Ayer estuve en Santa Fe, en un restaurante de esos mamones que te gustan. Y vi a Rebeca. —Ah, sí, me dijo que iba a ir de compras con una amiga. —No estaba con ninguna amiga, Daniel. Estaba con un tipo. Un tal Marcos. Dicen las malas lenguas que es un estafador que se mueve en círculos de apuestas. Sentí un frío recorrer mi espalda, pero mi defensa automática saltó. —Seguro era un primo, o algún organizador de la boda. Rebeca tiene muchos conocidos. —Estaban muy “cariñosos” para ser primos, compadre. Le estaba agarrando la mano y se reían como cómplices. Y lo peor… escuché que mencionaban tu nombre. Y se reían.
Golpeé la mesa con el puño. —¡Ya basta, Jaime! ¡Te pareces a mi madre! Todos le tienen envidia porque es guapa y joven. ¿Tú también? —¡No seas imbécil! —gritó Jaime, y varios borrachos voltearon a vernos—. Tu madre te lo advirtió y la echaste a la calle como basura. Yo te lo advierto y te enojas. ¿Qué te tiene que pasar para que abras los ojos? ¿Quedarte en la calle? —Si vas a seguir insultando a mi futura esposa, mejor me voy.
Me levanté y salí de la cantina, furioso. Pero la semilla de la duda ya estaba plantada. Mientras manejaba mi camioneta del año (que ya debía dos mensualidades), las palabras de Jaime resonaban en mi cabeza. “¿Has notado que ella nunca hace nada por ti que no cueste dinero?”
Llegué a casa con un dolor de cabeza terrible. Me sentía afiebrado, tal vez por el estrés o por el coraje. Entré y encontré a Rebeca en el sofá, viendo una serie en su iPad y comprando zapatos en línea. —Hola, bebé —dijo sin levantar la vista—. ¿Me transferiste lo del florista? Son 30 mil pesos, urge para mañana.
No me preguntó cómo me fue. No me dio un beso. Solo pidió dinero. Decidí hacer una prueba. Una pequeña prueba. —Rebeca… me siento muy mal. Creo que me va a dar gripa. Me duele todo el cuerpo. Ella hizo una mueca, pero no se levantó. —Ay, no me digas eso. No me vayas a contagiar que la próxima semana tengo el facial pre-boda. —¿Podrías hacerme un té? Un té de limón con miel, como me hacía mi mamá. O un caldito de pollo… por favor.
Rebeca soltó una risa seca. —¿Yo? Daniel, por Dios, acabo de hacerme las uñas de acrílico. Si toco un limón me arden. Además, no sé prender la estufa esa industrial que compraste. —Es solo calentar agua, Rebeca… —Pide un Uber Eats, bebé. O dile a la muchacha que venga mañana temprano. Yo estoy ocupada eligiendo los centros de mesa. Vete a dormir al cuarto de huéspedes para que no me pegues los bichos.
Se puso sus audífonos y siguió comprando.
Me quedé ahí parado, viendo a la mujer por la que había destruido a mi familia. Mi madre, que llegaba cansada de limpiar oficinas ajenas, siempre tenía fuerzas para hacerme un té, para sobarme la espalda, para preguntarme cómo estuvo mi día. Rebeca, que vivía como reina a mis costillas, no podía ni levantarse del sofá.
Caminé hacia la cocina fría y oscura. Me preparé un té de sobre, torpemente. Mientras el agua hervía, miré por la ventana hacia la lluvia. —¿Estarás bien, mamá? —susurré al vidrio empañado.
No sabía que, en ese mismo instante, Rebeca estaba enviando un mensaje de texto a Marcos: “El idiota está enfermo. Perfecto para que firme los papeles mañana que esté débil. Ya casi es nuestro, amor.”
Me tomé el té solo, en la oscuridad, sintiendo por primera vez el verdadero sabor de la soledad en una casa de oro. Pero mi orgullo seguía siendo más grande que mi inteligencia. “Solo es estrés”, pensé. “Una vez que nos casemos, todo mejorará”.
Qué equivocado estaba. La boda sería el principio del fin. Y la caída iba a doler más que cualquier golpe que la vida me hubiera dado antes.
(PARTE 3: LA CAÍDA Y LA REDENCIÓN)
CAPÍTULO 5: LA BODA DE ORO Y LA JAULA DE PAPEL
El día de la boda llegó como una tormenta dorada. La Hacienda de los Morales estaba decorada con miles de orquídeas blancas importadas. Había tres grupos musicales, barra libre de cognac y champagne, y un pastel que parecía la Torre Latinoamericana hecha de azúcar.
Cuando vi a Rebeca caminar hacia el altar con su vestido de encaje francés, todos los invitados soltaron un suspiro de admiración. Se veía espectacular, como una actriz de telenovela en su capítulo final. Pero yo, parado en el altar con mi smoking hecho a la medida, sentía un frío en el pecho que no se me quitaba.
Miré hacia las primeras filas. Ahí estaban los padres de Rebeca (que resultaron ser tan interesados como ella, siempre preguntando por mis inversiones), mis socios y amigos de la farándula. Pero había una silla vacía. Una silla que mi conciencia había reservado. Mi madre no estaba ahí.
“¿Aceptas a Rebeca como tu esposa?” preguntó el sacerdote. Tragué saliva. Miré esa cara perfecta, esos ojos que brillaban… ¿de amor o de triunfo? —Acepto —dije. Y sentí que me ponía una soga al cuello.
La fiesta fue un desenfreno de gastos. “La boda del siglo”, decían. Rebeca bailaba, brindaba y se reía, siempre buscando las cámaras de los fotógrafos, nunca mis ojos.
La luna de miel fue en Dubái. Rebeca se la pasó en el centro comercial más grande del mundo, comprando bolsas Chanel y relojes Cartier. —Bebé, esto es inversión —decía mientras yo veía las notificaciones de cargos en mi celular: Aprobado: $150,000 MXN. Aprobado: $80,000 MXN. —Rebeca, por favor, ya casi no tengo liquidez. —Ay, no seas aguafiestas. Ya firmaste el contrato grande con la constructora, ¿no? El dinero va y viene. Disfruta.
Regresamos a México y la realidad me golpeó como un tren. Las cuentas estaban en números rojos. Mis proveedores empezaron a llamar para cobrar. Tuve que hipotecar uno de los locales para pagar la tarjeta de crédito.
Y entonces llegó el golpe maestro. Una mañana, mientras yo desayunaba aspirinas para el estrés, Rebeca llegó con una pila de papeles. —Mi amor, ¿te acuerdas del seguro de vida mancomunado y los trámites del banco para la cuenta conjunta? El notario dice que urge tu firma porque si te pasa algo, Dios no lo quiera, yo quedo desprotegida.
Yo estaba agotado, crudo moral y financieramente. —¿Son los mismos de la otra vez? —Sí, solo que corrigieron un error en tu RFC. Firma aquí, aquí y aquí. Rápido, que tengo cita en el spa.
Ni siquiera leí. Confiaba en mi esposa. Firmé mi sentencia de muerte en tres hojas de papel bond.
Pasaron seis meses. La situación en casa era insoportable. Rebeca ya no disimulaba. Si no había regalos, no había besos. Si yo llegaba cansado y preocupado, ella se iba de fiesta con sus “amigas”. Empecé a notar cosas raras. Retiros de efectivo que yo no hacía. Transferencias a cuentas desconocidas.
Un viernes, llegué a casa temprano porque me sentía enfermo de verdad. El estrés me estaba matando. Al entrar, vi maletas en la sala. Maletas Louis Vuitton, llenas. —¿Nos vamos de viaje? —pregunté, confundido.
Rebeca salió del despacho. No traía su habitual sonrisa ensayada. Tenía una cara dura, fría, casi de aburrimiento. —Tú no vas a ningún lado, Daniel. Yo me voy. —¿Qué? ¿A dónde? —A empezar mi vida de verdad. Ya me cansé de jugar a la casita contigo. Además… el barco se está hundiendo y yo no soy de las que se ahogan. —¿De qué hablas? ¡Soy tu esposo! Estamos pasando una mala racha, pero…
Rebeca soltó una carcajada que me heló la sangre. —Ay, Daniel. Nunca fuiste mi esposo. Fuiste mi patrocinador. Pero ya te exprimí todo lo que tenías. Y lo que te queda… bueno, ya es mío legalmente.
CAPÍTULO 6: LA QUIEBRA ABSOLUTA
—¿Qué quieres decir con que es tuyo? —pregunté, sintiendo que las piernas me fallaban.
Rebeca sacó un documento de su bolso. —¿Te acuerdas de los papelines que firmaste hace meses? No eran seguros de vida, tontito. Eran cesiones de derechos y donaciones. Pasaste la casa, los dos locales comerciales y la cuenta de ahorros a mi nombre. “Donación pura y simple entre cónyuges”. Irrevocable.
El mundo se detuvo. El zumbido en mis oídos era ensordecedor. —Me… ¿me robaste? —No es robo si tú lo firmaste. Es… estrategia. —¡Trabajé quince años para tener esto! ¡Mi madre se partió el lomo para darme estudios! —Y tú la echaste a la calle por mí —dijo Rebeca, acercándose a mi cara con crueldad—. ¿Te acuerdas? “Lárgate, mamá”. Eso dijiste. Si fuiste capaz de hacerle eso a tu propia madre, mereces todo lo que te está pasando. Karma, bebé. Se llama karma.
En ese momento, la puerta se abrió. Entró Marcos, el tipo del que mi compadre Jaime me había advertido. Entró como si fuera su casa. —¿Listo, nena? El taxi al aeropuerto está esperando. —Listo, amor —dijo Rebeca, y lo besó en la boca frente a mí.
—¡Lárguense! —grité, lanzándome contra Marcos. Pero estaba débil, y Marcos era más joven y fuerte. Me empujó y caí sobre la mesa de centro de cristal, rompiéndola. —Cuidado, ex-socio —se burló Marcos—. No querrás manchar la alfombra. Ahora es mía.
Se fueron. Me dejaron tirado entre vidrios rotos, sangrando, en una casa que ya no era mía.
Al día siguiente, comenzó el infierno legal. Fui al banco: Cuenta vacía. Saldo: $0.00. Fui a las refaccionarias: Cerradas. Con sellos de “Propiedad en Litigio” y guardias de seguridad privada contratados por Rebeca que no me dejaron pasar. —El dueño ya no es usted, joven. Circule.
Intenté buscar abogados, pero todos me pedían anticipos de 50 mil pesos que yo no tenía. —El documento es legal, señor Daniel —me dijo un abogado de oficio—. Usted donó todo voluntariamente. Probar fraude va a tomar años y mucho dinero.
Dos días después, llegaron los actuarios a la casa de Las Lomas. Tenía 24 horas para desalojar. —Pero es mi casa… —Ya no. La señora Rebeca la vendió ayer en una operación rápida a un consorcio inmobiliario. Tienen orden de desalojo.
Salí de ahí con una maleta de ropa y mi coche, el cual me embargaron tres cuadras adelante porque había dejado de pagar las mensualidades.
Me quedé en la banqueta. Lloviendo. Exactamente como había dejado a mi madre tres años atrás. Sin dinero. Sin casa. Sin negocio. Sin amigos (porque cuando se acaba el dinero, los “amigos” desaparecen como cucarachas cuando prendes la luz). Y lo peor de todo: Sin madre.
CAPÍTULO 7: TOCANDO FONDO EN LA BASURA
La caída fue brutal. De cenar en el Pujol pasé a comer atún de lata en un cuarto de azotea en la colonia Doctores que me rentaron sin aval. Vendí mi reloj, mi ropa de marca, mi laptop. Todo se fue en pagar deudas y comida.
Pero el dinero se acaba rápido cuando no hay ingresos. A los dos meses, me corrieron del cuarto por falta de pago. Terminé durmiendo en la Central de Abastos, cargando cajas de fruta por unas monedas. Yo, el ingeniero, el empresario, el “mirrey”, ahora peleaba con otros cargadores por un costal de naranjas para ganar 50 pesos.
Mis manos se llenaron de callos y mugre. Mi ropa se desgastó. Perdí diez kilos. Nadie me reconocía. Y los que lo hacían, volteaban la cara con asco o pena.
Una noche, tirado sobre unos cartones detrás de un puesto de tacos, con el estómago rugiendo de hambre, la imagen de mi madre vino a mi mente con una claridad dolorosa. Recordé sus advertencias. Recordé sus sacrificios. Recordé cómo vendió sus joyas para mis medicinas. Y yo… yo le había dado mis joyas a una ladrona.
Lloré. Lloré hasta que me quedé seco. No lloraba por el dinero. Lloraba porque por fin entendí lo que es la pobreza. No la pobreza de dinero, sino la pobreza de espíritu que yo había tenido siendo rico.
—Tengo que encontrarla —me dije a mí mismo—. Aunque sea para que me escupa en la cara. Necesito pedirle perdón antes de morirme de hambre o de tristeza.
Al día siguiente, con mis últimos 20 pesos, tomé el metro y comencé la búsqueda. Fui a la casa vieja donde crecí. Nada. Fui con los vecinos. Nada. —La señora Margarita desapareció, joven. Dicen que se fue de sirvienta a otro lado porque su hijo la abandonó —me dijo una vecina con desprecio.
Busqué durante semanas. Dormía en parques, comía sobras que la gente dejaba en los puestos de comida. Me convertí en un fantasma en la ciudad.
Hasta que un día, un milagro. O tal vez, la última pizca de suerte que Dios me guardó. Caminaba por un tianguis en la colonia Portales, buscando si alguien necesitaba ayuda para barrer. Entonces, olí algo. Era un olor inconfundible. Salsa de guajillo con especias, comino y un toque de canela. Ese olor… era el olor de mi infancia.
Seguí el aroma como un perro hambriento. Crucé puestos de ropa usada, de piratería, de verduras. Y ahí, al fondo, en un puesto pequeño pero impecable, con un letrero pintado a mano que decía “La Cocina de Mamá Mago”, estaba ella.
Estaba sirviendo un plato de pozole. Se veía más vieja, su cabello estaba completamente blanco. Pero se veía… en paz. Se reía con una clienta. Llevaba un delantal limpio y sus manos se movían con esa gracia que yo tanto desprecié.
Me quedé paralizado detrás de un poste. Me vi a mí mismo: sucio, barbudo, oliendo a calle, con los zapatos rotos. ¿Cómo iba a acercarme? Yo era la vergüenza de la familia.
Iba a darme la vuelta. Iba a irme y dejarla en paz. Ella estaba mejor sin mí. Pero entonces, ella levantó la vista. Sus ojos, esos ojos cafés que me habían visto nacer, escanearon la multitud. Y se detuvieron en mí. A pesar de la mugre, a pesar de la barba, a pesar de la miseria… una madre siempre conoce a su hijo.
CAPÍTULO 8: EL PERDÓN QUE NO MERECÍA
El cucharón cayó de su mano y golpeó la olla con un clanc metálico. El tianguis pareció quedarse en silencio. Ella salió de detrás del puesto. Caminó lento, como si tuviera miedo de que yo fuera una alucinación.
Yo no aguanté más. Mis piernas se doblaron y caí de rodillas en el asfalto caliente, en medio de la gente. —¡Mamá! —el grito salió de mis entrañas, desgarrador—. ¡Mamá, perdóname!
Bajé la cabeza hasta tocar el suelo. No me atrevía a mirarla. —Soy una basura, mamá. Tenías razón. Me quitaron todo. Me robaron todo. Soy un estúpido. Te eché a la calle y mira dónde terminé. ¡Perdóname, por favor!
Sentí el silencio a mi alrededor. La gente murmuraba. Esperé el regaño. Esperé el “Te lo dije”. Esperé que me dijera que me largara, como yo lo hice con ella.
Pero lo que sentí fueron unas manos tibias tocando mi cabeza sucia. Unas manos que olían a maíz y a jabón. —Levántate, mi niño —dijo su voz, quebrada por el llanto. —No puedo, mamá. No merezco ser tu hijo. —¡He dicho que te levantes! —ordenó con esa autoridad que solo las madres mexicanas tienen.
Alcé la cara, llena de lágrimas y mocos. Ella estaba llorando también, pero sonreía. No había odio en sus ojos. Solo había un dolor inmenso y un amor todavía más grande. Se agachó y me abrazó. Me abrazó a mí, que olía a sudor y fracaso, como si fuera el tesoro más grande del mundo.
—Pensé que te había perdido para siempre —susurró en mi oído. —Lo perdí todo, mamá. No tengo nada. Ella se separó un poco, me tomó la cara con sus manos y me miró a los ojos. —¿Tienes vida? —Sí. —¿Tienes salud? —Más o menos. —¿Te arrepientes de verdad? —Con toda mi alma. —Entonces no has perdido nada, tonto. El dinero va y viene. La familia es lo único que importa. Y tú… tú acabas de regresar a casa.
Me ayudó a levantarme. Los clientes y otros vendedores nos miraban conmovidos. Doña Licha, su socia, salió con un vaso de agua de jamaica. —¿Este es el famoso Daniel? —preguntó Licha, mirándome con severidad—. Pues mira nada más cómo te dejó la vida. Siéntate, muchacho. Come algo. Estás en los huesos.
Ese plato de pozole que mi madre me sirvió fue la mejor comida que he probado en mi vida. Sabía a perdón. Sabía a segunda oportunidad.
EPÍLOGO: LA RIQUEZA VERDADERA
Han pasado cinco años desde ese día en el tianguis.
No recuperé mis millones. Rebeca y Marcos huyeron a Estados Unidos y nunca más supe de ellos, aunque escuché rumores de que Marcos la estafó a ella y la dejó en la calle en Miami. El karma siempre llega, dicen.
Pero yo… yo gané algo mejor. Trabajé codo a codo con mi madre y Doña Licha. Empecé lavando platos, luego mesereando, luego administrando. Con lo que sabía de negocios (y lo que aprendí de humildad), hicimos crecer el puesto. Luego rentamos un local. Luego otro.
Hoy, “Antojitos La Jefa” es uno de los restaurantes familiares más famosos de la zona sur. No es lujoso, no tiene meseros de guante blanco, pero siempre hay fila para entrar.
Yo soy el gerente, pero si hace falta, barro el piso o lavo los baños. Ya no uso trajes de diseñador, uso jeans y camisetas polo. Vivo en un departamento pequeño, cerca de mi madre. Todos los domingos comemos juntos.
A veces, cuando cierro el restaurante y cuento la ganancia del día, miro la foto que tenemos en la caja registradora. Es una foto de mi madre y yo, el día que inauguramos el local, sonriendo, cansados pero felices.
Perdí una fortuna para entender que era pobre. Y ahora, que tengo lo justo, soy el hombre más rico del mundo, porque tengo a la mujer que nunca me abandonó, a pesar de que yo le di la espalda.
Si estás leyendo esto y tienes a tu madre viva… llámala. Abrázala. Y escúchala. Porque cuando el mundo te dé la espalda, ella será la única que seguirá ahí con los brazos abiertos.
No cometas mi error. Valora lo que el dinero no puede comprar.
CAPÍTULO EXTRA: EL NAUFRAGIO DE LA VÍBORA (Para publicar como “Primer Comentario” o post de seguimiento)
Mientras yo aprendía a lavar platos y a recuperar mi alma en el sur de la Ciudad de México, Rebeca vivía su propia “película” en Miami. O al menos, eso es lo que ella creía.
Marcos, su supuesto primo y amante, no era ningún genio financiero. Era un apostador compulsivo con deudas que llegaban hasta el cuello con gente muy peligrosa en Florida.
Cuando llegaron a Estados Unidos, Rebeca pensó que vivirían en una mansión en Star Island. La realidad fue un departamento rentado en Hialeah que olía a humedad. —Es temporal, nena —le dijo Marcos—. En lo que muevo el dinero de las cuentas de Daniel para que no nos rastreen.
Pero el dinero nunca “se movió” a las cuentas de Rebeca. Marcos, quien tenía los accesos que Rebeca le había confiado ciegamente (irónico, ¿no?), vació todo en una noche de póker desastrosa y en pagar sus propias deudas de vida o muerte.
Una mañana, Rebeca despertó sola. No había nota. No había maletas de Marcos. Y lo peor: no había pasaporte, ni joyas, ni dinero. Marcos se había llevado hasta sus bolsas de diseñador para revenderlas.
Rebeca, la mujer que se burlaba de mi madre por vender comida, terminó parada en una calle de Miami, sin papeles (su visa de turista había expirado), sin un centavo y sin nadie a quien llamar.
Me contaron —porque el mundo es un pañuelo— que la vieron trabajando de hostess en un bar de mala muerte, aguantando gritos de borrachos por propinas miserables, con el rostro endurecido y los pies hinchados.
Dicen que a veces, cuando ve a familias mexicanas felices comiendo juntas, se le llenan los ojos de lágrimas. No sé si de arrepentimiento o de rabia. Pero al final, ella obtuvo exactamente lo que buscaba: una vida donde el dinero era lo único que importaba, solo que ahora, la falta de él era su única compañía.
El karma no es una venganza, es un espejo. Y Rebeca terminó atrapada en su propio reflejo.