PARTE 1
CAPÍTULO 1: El Precio de la Soledad en las Alturas
Azoté mi saco de diseñador italiano contra el sofá de piel, y el sonido seco retumbó en todo el penthouse. Desde aquí arriba, a través de los ventanales de piso a techo, la Ciudad de México parecía un mar de luces interminable, un monstruo brillante que nunca duerme. Santa Fe brillaba con esa arrogancia del dinero nuevo, pero yo solo sentía un vacío inmenso en el estómago.
—¡Ya no aguanto más, Carlos! —grité, apretando la mandíbula.
Carlos, mi asistente personal desde hace ocho años y probablemente la única persona que se atrevía a decirme la verdad, estaba recargado en la barra de mármol de la cocina, con los brazos cruzados y esa calma exasperante que lo caracterizaba.
Él me había visto furioso antes. Me había visto destruir a competidores en salas de juntas y cerrar negociaciones de miles de millones de pesos sin pestañear. Pero nunca me había visto así: derrotado por algo tan estúpido como una cena.
—¿Qué pasó esta vez, Luis? —preguntó, con ese tono neutral que usaba cuando yo estaba a punto de romper algo.
Solté un suspiro que pareció rasgarme la garganta y empecé a caminar de un lado a otro, como un león enjaulado en su propia torre de marfil.
—Levantó su copa de champán, brindó por “nuestro regreso” y, ¿sabes qué hizo después? —me detuve y lo miré con incredulidad—. Se tomó una selfie con el postre. Puso el teléfono frente a mi cara y dijo: “Para que vean que estoy con el mejor partido de México”. Me sentí como un trofeo, Carlos. Como una acción de la bolsa que acaba de subir de precio.
—¿Soy un hombre o soy un cajero automático con piernas? —le pregunté, sintiendo cómo la frustración me quemaba—. Solo era una cena, Carlos.
—Era una cena —me recordó él—, pero tú sabes cómo funciona este mundo.
—No, no es solo la cena —le interrumpí bruscamente—. En la misma frase me dijo que me extrañaba a mí… y a mi helicóptero. “Ay, Luis, extraño tanto nuestros viajes a Valle de Bravo en el pájaro de acero”. ¿Te das cuenta?. Nadie me ve a mí. Nadie ve a Luis Fernando. Solo ven los ceros en la cuenta, el apellido Peralta, el poder.
Mi voz se quebró un poco. Odiaba sonar débil. Yo cargaba mi riqueza como una armadura, impenetrable, fría. Pero esa noche, la armadura pesaba demasiado.
Carlos se quedó callado. Sabía que no debía discutir cuando yo entraba en este espiral de autocompasión y rabia.
De repente, una idea cruzó mi mente. Fue como un relámpago en medio de la tormenta. Me detuve en seco frente al ventanal, mirando mi reflejo fantasmagórico sobre las luces de la ciudad. Mis ojos brillaron con algo que no había sentido en mucho tiempo: malicia y curiosidad.
—No… eso es. Se acabó —murmuré—. Se acabaron las sonrisas falsas. Se acabaron las agendas ocultas. Voy a hacer mi propio experimento.
Carlos frunció el ceño, enderezándose.
—Un experimento, Luis… Cada vez que usas ese tono, o la Bolsa Mexicana de Valores tiembla o alguien termina llorando en mi oficina.
—Esto será diferente —insistí, bajando la voz, cargándola de una intensidad peligrosa—. Voy a darles a cuatro mujeres de mi vida tarjetas de crédito negras. Las “Black Unlimited”. Sin límite de gastos.
Carlos abrió los ojos como platos.
—¿Qué?
—No hay reglas. No hay límites. Solo tres días de libertad financiera absoluta. Y luego… luego veré quiénes son realmente.
—¿Vas a repartir tarjetas sin límite como si fueran dulces en una piñata? —Carlos negó con la cabeza, incrédulo—. Eso no es un experimento, Luis. Eso es una receta para el desastre financiero y emocional.
Pero mi mente ya estaba corriendo a mil por hora, maquinando cada detalle.
—Piénsalo, Carlos. Bárbara… mi “novia” intermitente. Ella pensará que es un gran gesto romántico, una prueba de mi amor. Luego Teresa, mi directora de operaciones en la empresa; siempre presume que sabe de estrategia y gestión de recursos. Vamos a probar eso fuera de la oficina. Y Sofía, esa mujer vive de las apariencias, la elegancia, la manipulación social. Quiero ver qué hace cuando no tiene un techo presupuestal.
Hice una pausa. La cuarta opción me vino a la mente casi por accidente, y mis ojos se suavizaron un poco, casi con reticencia.
—Y Norma.
Carlos se quedó helado, completamente desprevenido.
—¿Norma? ¿Tu empleada doméstica? —preguntó, confundido.
Una sonrisa torcida apareció en mis labios.
—Sí. La que tararea desafinado canciones de Juan Gabriel mientras trapea el piso. La que una vez me amenazó con una cuchara de madera porque metí el dedo en su arroz antes de que estuviera listo.
—Exacto —dijo Carlos con sarcasmo—. La que nunca te ha pedido un solo peso extra en cinco años.
—Es la única persona cuerda en este penthouse, Carlos. Y quiero ver qué hace. Es la única a la que nunca he podido leer del todo. Quiero saber qué haría ella con poder absoluto.
Carlos sacudió la cabeza lentamente, mirándome con una mezcla de lástima y preocupación.
—Luis, esto no es audaz. Esto es imprudente.
Pero ya era tarde. La decisión estaba tomada.
CAPÍTULO 2: La Entrega de las Cartas
A la mañana siguiente, cuatro sobres negros de papel grueso y texturizado descansaban sobre mi escritorio de caoba. Había escrito los nombres con tinta plateada, sintiéndome como un rey moviendo peones en un tablero de ajedrez.
La primera fue Bárbara.
Entró a mi despacho como si estuviera desfilando en una pasarela, con un vestido de diseñador que gritaba “mírame” y unos tacones que resonaban en el mármol con cada paso. Se sentó frente a mí, cruzando las piernas con elegancia ensayada.
Le tendí el sobre con una sonrisa que no llegó a mis ojos.
—¿Esto es un regalo de ruptura o un soborno de reconciliación? —bromeó ella, tomando el sobre con sus uñas perfectamente manicuradas.
—Ninguna de las dos —respondí—. Es tuya por tres días. Sin límite.
Ella abrió el sobre y, al ver la tarjeta negra brillante, sus labios se curvaron en una sonrisa de satisfacción pura.
—Finalmente admites que no tengo precio, ¿verdad, amor? —dijo, guardando la tarjeta. Salió de la oficina con el plástico brillando entre sus dedos, como si hubiera ganado la lotería.
La siguiente fue Teresa.
Llegó puntual, con su blazer impecable, postura rígida y una tablet en la mano, como si ya llegara tarde a una junta de consejo. Siempre profesional, siempre ambiciosa.
Levantó una ceja al ver el sobre.
—No te estás muriendo, ¿verdad? —preguntó, analizando mi rostro en busca de debilidad.
—Todavía no —respondí secamente—. Considéralo un bono. Un regalo. Tres días. Úsala como mejor te parezca.
Ella asintió, ocultando su ambición detrás de esa máscara de profesionalismo corporativo. Tomó la tarjeta y salió con una determinación silenciosa. Sabía que ella no gastaría por gastar; ella invertiría en sí misma.
Luego vino Sofía.
Entró envuelta en alta costura, con gafas de sol puestas aunque estábamos en interiores y apenas eran las 10 de la mañana. Me miró con sospecha al ver la tarjeta.
—¿Algún tipo de truco, Luis?
—Para nada —dije suavemente—. Tres días. Gástalo como quieras.
Su mueca reveló que ya tenía un plan. Probablemente una fiesta, algo para humillar a sus “amigas” de las Lomas.
Finalmente, llegó Norma.
Ella no entró por la puerta principal de doble altura. Apareció por el pasillo lateral que conecta con la cocina, equilibrando un trapo de cocina sobre el hombro y un tazón con masa cruda en las manos.
—Patrón, ese horno está haciendo ruidos otra vez. Suena como si tuviera tos de perro viejo —dijo con esa naturalidad que me desarmaba.
Le extendí el sobre negro discretamente. Ella se limpió las manos en el delantal antes de tomarlo, frunciendo el ceño.
—¿Me está despidiendo? —preguntó, con un hilo de miedo en la voz.
—No, Norma. Es un regalo.
Abrió el sobre lentamente. Sus ojos se abrieron desmesuradamente al ver la tarjeta elegante y pesada.
—¿Se siente bien, señor Luis? Porque ayer le di panqué de plátano y se me quemó un poquito. Bueno, bastante quemado. ¿Es por eso? —balbuceó nerviosa.
—Tómalo, Norma. Tres días. Úsala como tú quieras. Para lo que quieras.
Ella me miró como si acabara de pedirle que pilotara un cohete de la NASA.
—¿En serio? ¿Puedo comprar cualquier cosa? ¿Cualquier cosa?.
—Lo que sea.
Salió de la habitación mirando la tarjeta con reverencia y terror, como si tuviera una bomba activa en las manos.
Horas más tarde, yo estaba sentado con un vaso de whisky en la mano, viendo cómo caía la tarde sobre la ciudad. Carlos estaba monitoreando las transacciones en tiempo real desde su tablet.
—Tres alquileres de helicópteros —dijo Carlos con voz monótona—. Un vestido de 250 mil pesos. Reservaciones en el lounge más exclusivo de Polanco y un planificador de galas ya contratado.
Sonreí con amargura.
—Predecible. Bárbara, Teresa y Sofía siendo exactamente quienes pensé que eran.
—Y Norma… —Carlos vaciló, mirando la pantalla con el ceño fruncido.
Me giré lentamente, el hielo de mi vaso tintineando.
—¿Qué compró? ¿Un viaje a Cancún? ¿Ropa?
—Abarrotes —leyó Carlos, incrédulo—. Arroz por costales, pintura, pañales, juguetes usados… y…
Hizo una pausa larga.
—¿Y qué, Carlos?
—Doscientos hot dogs.
Dejé el vaso sobre la mesa con fuerza.
—¿Hot dogs? ¿Doscientos?.
Por un largo momento, no dije nada. El silencio en el penthouse era absoluto. Mi mente intentaba procesar la información. ¿Pañales? ¿Pintura? ¿Comida rápida al mayoreo?
Entonces, una sonrisa lenta se extendió por mi rostro. No era la sonrisa cínica de antes. Era algo nuevo.
—Eso… eso es algo que no vi venir —murmuré.
En el fondo de mi pecho, sentí una chispa de curiosidad que no había sentido en años. Una curiosidad peligrosa que podría cambiarlo todo.
—Carlos, prepara la camioneta. Quiero ver esto con mis propios ojos.
PARTE 2
CAPÍTULO 3: El Otro Lado de la Moneda
La curiosidad me carcomía como un animal hambriento en las entrañas. No podía quedarme sentado en el penthouse viendo gráficas de bolsa mientras mi empleada doméstica gastaba una fortuna en… salchichas. Le pedí a Carlos la dirección exacta donde Norma había rentado la camioneta de carga y, antes de darme cuenta, yo mismo estaba al volante de mi SUV negra blindada, conduciendo hacia una parte de la Ciudad de México que rara vez pisaba.
A medida que dejaba atrás los rascacielos de vidrio de Santa Fe y los restaurantes de lujo de Polanco, el paisaje cambiaba drásticamente. Las avenidas amplias y arboladas dieron paso a calles estrechas, llenas de baches y topes mal pintados. Los edificios de cristal se transformaron en casas modestas de ladrillo gris, muchas con varillas expuestas en los techos esperando un segundo piso que quizás nunca llegaría.
Era otro mundo. Un mundo que yo veía desde la ventana de mi helicóptero, pero que nunca tocaba.
Finalmente, el GPS me indicó que había llegado. Me detuve al final de una cuadra tranquila, frente a un edificio pequeño y desgastado que alguna vez debió haber sido una casona vieja. Un letrero de madera, despintado por el sol y la lluvia, colgaba sobre la entrada: “Hogar Infantil El Refugio”.
Y ahí estaba la camioneta.
Estacionada frente a la entrada, con las puertas traseras abiertas de par en par. Y ahí estaba Norma. Llevaba unos jeans deslavados y una camiseta vieja que nunca le había visto en la casa, con el pelo recogido en un chongo mal hecho que se le deshacía con el movimiento.
La observé desde la seguridad de mi camioneta polarizada. Norma iba y venía, cargando cajas coloridas con una energía que nunca mostraba cuando limpiaba mi sala. No caminaba, casi corría. Y lo más impactante: se reía. Incluso desde el otro lado de la calle, podía escuchar su risa. No era esa risa tímida y respetuosa que usaba conmigo cuando le agradecía la cena. Era una carcajada sonora, genuina, sin pulir.
Sentí una opresión extraña en el pecho. ¿Por qué esa mujer, que vivía contando los pesos para el pasaje, se veía más feliz cargando cajas pesadas que yo cerrando tratos millonarios?
Después de varios minutos de espionaje, decidí que ya no podía quedarme ahí como un acosador. Apagué el motor, respiré hondo y bajé al calor seco de la tarde. Crucé la calle esquivando un perro callejero y entré al edificio.
En la recepción, que no era más que un escritorio viejo con un ventilador ruidoso, una mujer mayor levantó la vista. Tenía el rostro surcado de arrugas amables y lentes colgando de una cadena.
—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó, mirándome con curiosidad. Mi traje de tres piezas desentonaba violentamente con las paredes despintadas.
—Soy Luis Fernando Peralta —dije, extendiendo la mano con mi mejor tono de “hombre de negocios”—. Escuché sobre el trabajo que hacen aquí y… me gustaría echar un vistazo.
La mujer sonrió con calidez, ignorando mi tono formal.
—Soy Elena, la directora de El Refugio. Es un milagro que estemos abiertos, la verdad. Solo podemos hacer lo que hacemos gracias a ángeles como Norma.
Pestañeé, confundido. ¿Norma? ¿Un ángel?
—¿Norma? ¿Se refiere a la señora que acaba de llegar?
—Sí, ella es una bendición —afirmó Elena con convicción—. Viene casi todas las semanas, trae lo que puede. Pero hoy… hoy se voló la barda. Gracias a ella, los niños van a tener una fiesta de verdad por primera vez en años.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Semanas? ¿Ella venía aquí siempre?
—Me gustaría ver —dije, casi en un susurro.
Elena asintió y me guio por un pasillo oscuro que olía a cloro y comida casera. Al final del pasillo, la luz del sol y el sonido de gritos infantiles nos golpearon de golpe.
Salimos a un patio amplio de cemento. Lo que vi me hizo detenerme en seco.
Había papel picado de colores cruzando el patio de lado a lado, mesas largas cubiertas con manteles de plástico brillante y niños… decenas de niños corriendo en todas direcciones. Había música de Cri-Cri sonando en una bocina vieja.
Y justo en medio del caos, estaba Norma.
Pero no era la Norma que yo conocía. Llevaba puesto un traje de payaso ridículamente grande, con zapatos gigantes y una nariz de hule roja. Estaba intentando, sin mucho éxito, hacer figuras con globos largos.
—¡Miren, es un perro! —gritó ella, torciendo un globo azul.
¡Pum!
El globo estalló en sus manos. Los niños estallaron en risas, y Norma se rio con ellos, tan fuerte que tuvo que agarrarse el estómago.
Me recargué contra un árbol seco en la orilla del patio, incapaz de apartar la mirada. Había visto a mujeres pelear por mi atención en las mejores fiestas de la ciudad, modelar joyas exclusivas para impresionarme. Pero nunca, jamás, había visto a alguien dar tanto de sí mismo sin esperar nada a cambio.
Norma se arrodilló junto a una niña pequeña que se había raspado la rodilla y estaba llorando. Sacó una curita de colores de su bolso mágico de payaso.
—Esta es mágica, mi amor —le susurró Norma, lo suficientemente fuerte para que yo escuchara—. Hace que te cures de volada, pero solo si das tres saltos de conejo después de que te la ponga.
La niña sollozó, asintió y, con la curita puesta, dio tres saltitos. De repente, como por arte de magia, dejó de llorar y salió corriendo, convencida de que era invencible.
Algo dentro de mí se rompió. O tal vez, se abrió. No sabía si era admiración, culpa o vergüenza. Por primera vez en años, sentí que estaba viendo cómo se veía la verdadera humanidad.
En ese momento, Norma levantó la vista y me vio.
Se congeló. La nariz roja le colgaba del cuello por el elástico. Sus ojos se abrieron con pánico.
—¿Señor Luis? ¿Qué… qué hace usted aquí? —tartamudeó, visiblemente avergonzada.
Busqué una excusa rápido. Mi mente de negociante falló.
—Yo… escuché sobre la fiesta. Quería… contribuir —mentí, sintiéndome estúpido.
Norma me estudió con sospecha, pero luego suspiró y negó con la cabeza, sonriendo levemente.
—Bueno, ya que está aquí, patrón, más le vale que se arremangue la camisa. Tengo 200 hot dogs que preparar y solo dos manos.
Solté una risa nerviosa.
—¿Doscientos?
—Muévase, jefe. Estos niños comen más rápido que sus amigos los banqueros.
CAPÍTULO 4: Payasos y Carbón
Minutos después, la escena era surrealista. Luis Fernando Peralta, el hombre que aparecía en la portada de la revista Expansión, estaba parado frente a un anafre humeante, intentando no quemar una montaña de salchichas.
El humo del carbón se me metía en los ojos, y ya tenía una mancha de cátsup en mi camisa de algodón egipcio. Norma, por su parte, manejaba el caos con una facilidad impresionante, sirviendo vasos de agua de jamaica y organizando la fila de los niños hambrientos.
—¡Cuidado, que se le queman! —me gritó Norma desde la mesa de los panes—. ¿Alguna vez ha cocinado algo que no sea en microondas, patrón?
—¡Estoy haciendo mi mejor esfuerzo! —respondí, tosiendo por el humo mientras volteaba torpemente una salchicha que ya estaba negra de un lado.
—¿Ha pensado en una carrera en demolición? Porque la cocina claramente no es lo suyo —se burló ella.
Era extraño. Me estaba insultando (con cariño), me estaba dando órdenes, y yo… yo me estaba divirtiendo.
Los niños, sin embargo, no tenían miedo de mi traje ni de mi cara seria. Me rodeaban, jalaban mi pantalón y me hacían preguntas imposibles mientras esperaban su comida.
—Oiga, señor, ¿usted es rico de verdad? —me preguntó un niño llamado Leo, que no tendría más de siete años y le faltaba un diente frontal.
Me detuve con las pinzas en la mano.
—Un poco —respondí con cautela.
—¿Entonces puede comprar un dragón? —preguntó Leo con los ojos muy abiertos.
Sonreí.
—No existen los dragones reales, campeón.
—¡Sí existen! —insistió Leo—. Norma dijo que ella ha visto uno.
Miré a Norma. Ella me guiñó un ojo, fingiendo no escuchar mientras servía papitas en los platos.
—Ah, bueno… si Norma lo dice, debe ser verdad —concedí.
Al final del día, estaba exhausto. Me dolía la espalda de estar agachado en el anafre, olía a grasa y humo, y mis zapatos italianos estaban cubiertos de polvo del patio. Pero me sentía extrañamente lleno. Contento.
Ayudé a Norma a limpiar. Recogimos platos de cartón, reventamos los globos que quedaban y guardamos las mesas.
Cuando el sol comenzó a ponerse, pintando el cielo de la ciudad de un naranja intenso y contaminado, nos sentamos en una banquita de piedra en el patio vacío.
La miré. Ya no tenía la nariz de payaso, pero seguía con el maquillaje corrido y el traje holgado.
—¿Por qué hace todo esto, Norma? —le pregunté suavemente—. Gastar su tiempo, su dinero… bueno, mi dinero esta vez, pero sé que usa el suyo también. ¿Por qué?.
Norma se encogió de hombros, mirando hacia el edificio donde las luces empezaban a encenderse.
—Porque alguien tiene que hacerlo, señor Luis.
Se volvió hacia mí, y sus ojos brillaban con una intensidad que me desarmó.
—Estos niños merecen sonreír, aunque sea un día. No me pagan por esto, claro que no. Pero mi pago es lo que vio hoy. Esos gritos, esas caras llenas de mayonesa… eso vale más que cualquier cheque que usted me firme.
Me quedé callado. Por primera vez en mi vida, no tenía una respuesta inteligente. No tenía un comentario sarcástico ni una estrategia de salida. Solo sentía que el nudo en mi pecho se hacía más grande, más pesado, pero de una manera buena.
—Usted pensó que me iba a gastar el dinero en joyas, ¿verdad? —preguntó ella de repente, con una media sonrisa.
—Pensé que harías lo que todos hacen —admití—. Pensar en ti misma.
—Pues ya ve que no todos somos iguales, patrón.
Esa noche, de regreso en el penthouse, el silencio se sentía diferente. Ya no era un vacío solitario; era un espacio lleno de ecos. No podía dejar de reproducir las imágenes en mi mente: la risa de Norma, su paciencia con los niños, la forma en que ni siquiera dudó en gastar una fortuna en pañales y comida para gente que no era su familia.
Me di cuenta de que las otras tres mujeres —Bárbara, Teresa, Sofía— habían gastado el dinero para llenar sus propios vacíos. Norma lo había usado para llenar los vacíos de los demás.
Al día siguiente, la encontré en la cocina del penthouse, fregando una olla y tarareando esa misma canción desafinada de siempre. Pero ahora, el sonido no me molestaba. Me parecía… hogareño.
—Norma —dije, entrando a la cocina.
Ella saltó un poco y se giró.
—¡Ay, señor! Me asustó. ¿Necesita café?
—No —respondí—. Quiero invitarte a tomar un café. Pero afuera. Conmigo.
Ella parpadeó, confundida, secándose las manos en el delantal.
—¿Café con usted? ¿Se siente bien? ¿Está teniendo una crisis de la mediana edad o algo así?.
—Tal vez —sonreí—. Pero me gustaría que me acompañaras.
Ella miró sus jeans, manchados de cloro, y suspiró.
—Patrón, no tengo ropa fina para ir a sus lugares.
—No la necesitas. Estás perfecta así.
Veinte minutos después, estábamos sentados en un pequeño café en el centro, lejos de los lugares pretenciosos donde yo solía ser visto. Norma tomó un sorbo de su capuchino y sonrió con picardía.
—Así que a esto sabe el café de ricos —bromeó—. Sabe igualito al de la panadería de la esquina.
—Ese es el punto —dije, mirándola fijamente—. Normal. Simple.
Por un momento, solo nos sentamos ahí. Dos personas de mundos completamente diferentes, encontrando un terreno común sobre una taza de café caliente.
Y en ese instante, supe que mi “experimento” había fallado espectacularmente en su objetivo original, pero había tenido éxito en algo mucho más importante. Me había enseñado quién era la verdadera mujer de valor en mi vida.
Pero la paz no duraría mucho. El mundo de los ricos es cruel, y los chismes vuelan más rápido que la verdad. Pronto, mi cercanía con la empleada doméstica desataría una tormenta que pondría a prueba todo lo que creía saber sobre la lealtad.
PARTE 3
CAPÍTULO 5: La Gala de las Cobras
Luis Fernando Peralta siempre se había enorgullecido de su control. Tratos, fusiones, la Bolsa… en mi mundo, todo funcionaba con la precisión de un reloj suizo . Pero en las semanas posteriores a ese café con Norma, mi vida, cuidadosamente gestionada, sentí que se me escapaba de las manos .
Ella se había convertido en una presencia silenciosa en mi mente. No me perseguía con demandas o ambición, sino con su sencillez. Cada vez que regresaba al penthouse, me encontraba escuchando, esperando oír su tarareo desafinado en la cocina . Y cuando ella no estaba, el silencio pesaba más que cualquier derrota en la sala de juntas .
El experimento se suponía que expondría los motivos reales de las mujeres a mi alrededor, para confirmar lo que yo ya creía: que la gente solo me orbitaba por mi dinero . Y tenía razón.
Bárbara confirmó mis sospechas en el momento en que apareció en una alfombra roja con un vestido brillante que costaba más que la renta anual de una familia promedio, tomándose fotos para sus redes sociales y etiquetándome como su “patrocinador oficial” .
Teresa no fue diferente. Se presentó en mi oficina con hojas de cálculo, mostrándome cómo había “invertido” la tarjeta en un retiro de desarrollo personal de lujo, vendiéndomelo como si yo fuera su cliente y no su jefe . Todo era negocio.
Y Sofía… Sofía organizó una gala benéfica en uno de los salones más exclusivos de Polanco. Pero no era para ayudar a nadie. Era para elevar su propia imagen entre la élite de la Ciudad de México .
La noche de esa gala fue el punto de quiebre .
Entré con mi esmoquin a la medida, con Carlos a mi lado vigilando todo. Vi a Sofía deslizarse hacia mí como si fuera la dueña de la noche .
—Mi amor, todo esto es gracias a ti —ronroneó, señalando el salón lleno de gente bebiendo champán—. Mira cómo brillamos.
Pero mi atención se desvió casi de inmediato. Al fondo del salón, lejos de los reflectores y las cámaras, vi a Norma .
Llevaba un vestido azul marino sencillo, probablemente comprado en una tienda departamental en liquidación, y el cabello recogido en un chongo discreto. No estaba posando ni fingiendo ser la favorita de la sociedad . Estaba hablando con un donante mayor, mostrándole fotos de los niños del refugio en su celular. No estaba actuando. Estaba persuadiendo con sinceridad, con los ojos brillantes de pasión .
Me disculpé con Sofía y caminé hacia ella.
—Viniste —dije, sorprendido.
—Casi no vengo —admitió Norma, nerviosa—. Pero la directora Elena pensó que sería bueno para los niños si yo venía a representar al Refugio .
Y entonces, sucedió lo impensable.
Mientras los meseros pasaban con charolas de bebidas, vi cómo una de las amigas de Sofía pasaba “casualmente” junto a Norma. Con un movimiento de cadera calculado, chocó contra ella, enviando una copa llena de vino tinto directamente sobre su vestido .
La multitud jadeó. El líquido oscuro manchó la tela azul al instante. Bárbara soltó una risita burlona desde una esquina. Teresa fingió estar revisando su celular para no ver .
Norma se quedó congelada, humillada, con las mejillas ardiendo. Era la intrusa, la sirvienta jugando a ser princesa, y acababan de recordárselo de la forma más cruel .
Antes de que pudiera salir corriendo, di un paso al frente. Me quité mi saco de esmoquin y lo puse sobre sus hombros, cubriendo la mancha .
—La persona más importante en esta sala no es la que lleva el vestido más caro —dije, elevando la voz lo suficiente para que el silencio cayera sobre el salón como una losa .
Miré a Sofía, luego a Bárbara.
—Es la única que vino aquí para asegurarse de que unos niños olvidados tengan un futuro .
El silencio que siguió fue pesado, incómodo. Pero cuando Norma levantó la vista hacia mí, la gratitud suavizó el dolor en sus ojos .
Por primera vez, no me importó el qué dirán. Me sentí real.
CAPÍTULO 6: La Traición
A partir de esa noche, los susurros comenzaron. Pero no eran los que yo esperaba. Decían que Norma me estaba manipulando, que yo había perdido la cabeza eligiendo a una “gata” —como la llamaban despectivamente— sobre las mujeres más poderosas de la ciudad .
Pero el golpe real vino días después. Y fue un golpe bajo.
Un escándalo estalló en las redes sociales y en los periódicos locales. Documentos filtrados acusaban a Norma de malversar fondos del Hogar Infantil El Refugio .
—¿Qué es esto? —pregunté, lanzando el periódico sobre el escritorio de Carlos.
El titular gritaba: “Empleada de multimillonario atrapada en fraude de caridad” .
Había fotos de ella usando la tarjeta negra, pero sacadas de contexto, retorcidas para contar una historia de avaricia y robo . Decían que compraba lujos y los revendía, que usaba a los niños como fachada.
Mis inversores empezaron a llamar, exigiendo explicaciones. Mi reputación estaba siendo arrastrada junto con la de ella .
Carlos trató de intervenir.
—Luis, espera. Esto huele mal. Deja que se calme la tormenta .
Pero la duda es un veneno lento. Y yo, acostumbrado a ver traiciones en cada esquina, dejé que la duda entrara .
Esa tarde, confronté a Norma en la cocina. Ella ya había visto las noticias. Tenía los ojos rojos de llorar.
—Dime la verdad, Norma. ¿Usaste el refugio para sacar dinero? —pregunté, con la voz fría.
Ella me miró con una mezcla de horror y dolor que nunca olvidaré.
—Después de todo lo que vio… ¿después de ver a los niños, de cocinar conmigo… realmente cree que yo les robaría? .
Quería decirle que no. Quería gritar que confiaba en ella. Pero los documentos parecían tan reales, y el miedo a ser engañado otra vez me paralizó.
—No sé qué pensar —admití .
Esas cuatro palabras rompieron algo entre nosotros que el dinero no podía arreglar.
Norma no gritó. No peleó. Simplemente asintió, con una dignidad que me hizo sentir pequeño.
Fue a su cuarto de servicio, empacó sus cosas en silencio. Dobló su delantal y lo dejó perfectamente alineado sobre la barra de la cocina. Y luego, salió del penthouse sin mirar atrás .
El sonido de la puerta cerrándose fue el sonido más fuerte que había escuchado en mi vida.
El silencio que siguió fue insoportable . Me serví un trago, luego otro. Pero el alcohol no podía borrar la imagen de su cara cuando le dije que no sabía si creerle.
Tampoco podía borrar el recuerdo de ella vestida de payaso, sosteniendo la mano de un niño, con la cara iluminada por una alegría sin filtros . Esa no era la cara de una ladrona. Esa era la cara de la bondad.
Pasé dos días en un infierno personal. Hasta que Carlos entró a mi oficina, cerró la puerta y puso una carpeta sobre mi escritorio.
—Tenías razón sobre el experimento, Luis —dijo Carlos, muy serio—. Pero te equivocaste de villana.
—¿De qué hablas?
—Investigué el origen de la filtración de los documentos y las fotos. No fue un periodista anónimo.
Carlos abrió la carpeta.
—Fueron Bárbara y Teresa .
Sentí cómo la sangre me hervía en las venas. Ellas habían orquestado todo. Habían unido recursos para arruinar a Norma, simplemente porque no soportaban que una mujer humilde tuviera mi respeto mientras ellas solo tenían mi dinero.
Me levanté de la silla con tanta fuerza que la tiré al suelo.
—Prepara el auto, Carlos. Vamos a ir a una reunión .
PARTE 4
CAPÍTULO 7: La Caída de las Máscaras
Con la carpeta de evidencias bajo el brazo, me dirigí al Lounge Ejecutivo del piso 40 en Reforma, donde sabía que Bárbara y Teresa estaban celebrando su “victoria” con un grupo de inversionistas .
Entré empujando las puertas dobles de cristal. El ruido de las conversaciones se detuvo al instante. Todos voltearon a verme. Bárbara, con una copa de martimí en la mano, palideció. Teresa intentó cerrar su laptop rápidamente, pero ya era tarde.
Caminé hasta el centro de la sala y arrojé la carpeta sobre la mesa de centro, haciendo que las copas tintinearan.
—¿Celebrando, señoras? —pregunté con una calma aterradora.
—Luis, querido, no te esperábamos… —empezó Bárbara, intentando recomponer su sonrisa falsa.
—Cállate —la corté en seco—. Se acabó el teatro.
Abrí la carpeta y saqué las fotos originales, los correos electrónicos rastreados y los recibos de transferencia que demostraban cómo habían pagado para fabricar las noticias falsas contra Norma .
Levanté una foto de Norma cargando cajas de comida para los niños.
—Esta mujer a la que ustedes acusaron de ladrona —dije, mi voz resonando en todo el salón— es la única razón por la que cincuenta niños en esta ciudad tienen qué comer hoy .
Miré a los inversionistas, luego a ellas.
—Las mentirosas no son las que cuidan huérfanos en barrios pobres. Las mentirosas son las que están paradas en esta sala, escondiéndose detrás de vestidos de diseñador y juegos de poder baratos .
El color desapareció del rostro de Teresa. Bárbara intentó hablar, pero nadie la escuchó. Los inversionistas, hombres y mujeres serios que valoraban la integridad sobre todo, empezaron a murmurar y a alejarse de ellas como si tuvieran una enfermedad contagiosa.
En cuestión de minutos, su reputación se derrumbó. Sus teléfonos empezaron a sonar con cancelaciones de contratos. Estaban acabadas social y profesionalmente .
Busqué a Sofía con la mirada. Al ver la masacre social que acababa de ocurrir, se escabulló silenciosamente por la puerta trasera, incapaz de enfrentar las consecuencias o de ser vista con las perdedoras .
Pero mi mente ya no estaba en la venganza. Verlas caer no me dio placer, solo alivio. Mi mente estaba en otro lado. Estaba en una calle polvorienta, en un edificio viejo de ladrillo.
Salí del edificio sin despedirme. Subí a mi auto y conduje. No fui al penthouse. No fui a la oficina. Conduje directo al Hogar Infantil El Refugio .
CAPÍTULO 8: El Verdadero Valor
Llegué al refugio cuando el sol empezaba a caer. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que se me saldría del pecho.
Entré al patio. Los niños, al verme, corrieron hacia mí como un enjambre, jalando mi saco, gritando mi nombre, pidiéndome que les contara historias de “dragones financieros” .
Pero mis ojos buscaban a una sola persona.
Y ahí estaba.
Norma estaba arrodillada en el suelo de cemento, ayudando a Leo con su tarea de matemáticas sobre una mesa de plástico . Se veía cansada, con ojeras marcadas, pero cuando levantó la vista y me vio, el tiempo se detuvo.
El silencio entre nosotros dijo más que cualquier discurso que hubiera preparado .
Caminé hacia ella, ignorando el polvo en mis zapatos y el caos de los niños. Ella se puso de pie lentamente, abrazando sus brazos como si tuviera frío, protegiéndose de mí.
—Me equivoqué —dije, y mi voz se quebró. No me importó quién escuchara—. Fui un idiota. Y lo siento. Lo siento tanto, Norma .
Ella me estudió por un largo momento, buscando cualquier rastro de mentira en mis ojos.
—¿Me cree ahora? —preguntó en un susurro .
Di un paso más cerca.
—No solo te creo —dije, sintiendo cómo las lágrimas, por primera vez en años, amenazaban con salir—. Quiero estar a tu lado. No como tu jefe. No como parte de un experimento estúpido. Sino como alguien que finalmente entiende lo que significa dar .
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Y entonces, por primera vez en días, se permitió sonreír. Esa sonrisa que iluminaba todo el lugar.
Meses después, mi penthouse en Santa Fe ya no era una fortaleza de silencio y soledad. Los fines de semana, se llenaba con las risas de los niños del refugio, que corrían por los pasillos que antes estaban vacíos y fríos .
Carlos bromeaba diciendo que finalmente había encontrado mi inversión más rentable: no en bienes raíces ni en la bolsa, sino en el amor .
Y tenía razón.
Nos casamos una tarde de verano, no en un salón de lujo, sino en el patio de El Refugio, bajo una red de luces navideñas colgadas de los árboles .
No hubo prensa. No hubo celebridades falsas.
Los niños nos rodearon como un coro improvisado, cantando desafinados pero con una alegría que te erizaba la piel .
No hubo gestos grandiosos ni espectáculos de diseñador. Solo hubo algo raro y precioso en este mundo: honestidad, perdón y amor verdadero .
Mientras besaba a Norma, rodeado de esos niños que ahora eran mi familia, me di cuenta de algo. Durante años había estado subiendo la escalera del éxito, solo para darme cuenta de que estaba apoyada en la pared equivocada.
Por primera vez en mi vida, Luis Fernando Peralta no se sentía solo en la cima.
Por fin, estaba en casa .
