Parte 1
CAPÍTULO 1: EL SUSURRO ENTRE LA SANGRE
El mundo se detuvo con un crujido seco. No fue como en las películas, donde todo sucede en cámara lenta. Fue un caos de ramas rompiéndose, piedras golpeando mis costillas y el aire escapando de mis pulmones en un grito que se ahogó antes de salir. Treinta metros de caída libre en un barranco de la Sierra Madre Oriental. Treinta metros que separaron mi vida como madre abnegada de mi nueva realidad como una presa herida.
Cuando mi cuerpo finalmente golpeó el suelo rocoso, el dolor no llegó de inmediato. Primero vino un frío paralizante. Sentí el sabor metálico de la sangre inundando mi boca, caliente y espeso. Intenté mover un brazo, pero un relámpago de agonía me recorrió desde el hombro hasta la punta de los dedos. Tenía los huesos rotos, lo sabía por el ángulo antinatural de mi pierna y la presión insoportable en mi pecho.
A pocos centímetros de mi cara, la tierra estaba empapada. Tardé unos segundos en comprender que era mi propia sangre la que estaba tiñendo las piedras de un rojo oscuro. La vista se me nublaba, pero alcancé a ver un movimiento a mi lado. Era Jorge, mi esposo, el hombre con el que había compartido treinta y cinco años de amaneceres en Oaxaca. Estaba destrozado, con la cara cubierta de polvo y cortes profundos.
—No te muevas, Ana… —su voz fue un hilo casi imperceptible, cargado de un terror que me hizo olvidar el dolor físico—. Por lo que más quieras, no respires fuerte. Finge que estás muerta.
Sus palabras me helaron el alma. ¿Fingir que estaba muerta? ¿Ante quién? Entonces, el eco de unas risas nerviosas bajó desde la cima del acantilado. Levanté la mirada con un esfuerzo sobrehumano. Ahí arriba, recortadas contra el cielo azul de México, estaban las siluetas de Alejandra, nuestra única hija, y Manuel, su esposo.
No estaban gritando por ayuda. No estaban desesperados. Se asomaban al borde con la frialdad de quien revisa que la basura haya caído dentro del contenedor. Alejandra, la niña que yo había arrullado, la que me pedía cuentos de espantos cuando era chiquita, estaba ahí arriba esperando a que diéramos nuestro último suspiro.
—Parece que ya no se mueven —escuché la voz de Manuel. Su tono era casual, como si estuviera hablando del clima o de un mueble mal terminado en el taller—. Vámonos antes de que alguien pase por el sendero. Tenemos que preparar la cara de tragedia para cuando lleguemos al pueblo.
—Espera —respondió Alejandra, y su voz, esa voz que yo tanto amaba, sonó como el roce de dos láminas de metal—. Quiero estar segura. No podemos permitir que el “accidente” de Ricardo se repita a medias. Esta vez no puede haber testigos.
En ese momento, el dolor físico se volvió insignificante comparado con la revelación que acababa de escuchar. ¿El accidente de Ricardo? Mi hijo mayor, el que supuestamente se había resbalado hace veinte años… ¿no había sido un accidente? El secreto que mi hija había guardado por dos décadas, el mismo que le costó la vida a su hermano, nos acababa de empujar al vacío a nosotros también.
Cerré los ojos con fuerza, conteniendo un sollozo que me habría delatado. Mientras escuchaba sus pasos alejarse, juré que, si la muerte me llevaba ese día, primero tendría que escuchar la verdad completa. Porque Jorge lo sabía. Sus ojos me lo decían mientras fingíamos ser cadáveres entre las rocas: nuestra hija era un monstruo que nosotros mismos habíamos alimentado.
CAPÍTULO 2: LA ILUSIÓN DE LA FAMILIA PERFECTA
Para entender cómo llegamos a ese barranco, tengo que contarles de dónde venimos. En México, la familia es lo sagrado, lo intocable. Jorge y yo crecimos con esa idea tatuada en el alma. Vivíamos en las afueras de la ciudad de Oaxaca, en una casa que olía siempre a madera de pino y café recién colado. Jorge era un maestro carpintero; sus manos eran toscas pero capaces de crear los muebles más finos de la región. Yo enseñaba literatura en la secundaria local.
Teníamos dos hijos que eran nuestro orgullo. Ricardo era el mayor, un muchacho carismático, protector y con un talento natural para el dibujo. Soñaba con ser arquitecto y construirnos una casa frente al mar en Cancún para que nos jubiláramos en paz. Alejandra era cinco años menor. Siempre fue más reservada, más observadora. Mientras Ricardo corría y reía, ella se quedaba en las sombras, mirando con unos ojos oscuros que nunca pudimos descifrar del todo.
—Es solo que es más seria, Ana —me decía Jorge cuando yo le expresaba mi inquietud—. Salió a mi lado de la familia, ya ves que somos de pocas palabras.
Pero no era solo timidez. Ahora lo veo. Era un resentimiento silencioso que crecía como la humedad en las paredes. Alejandra envidiaba la luz de Ricardo. Envidiaba cómo la gente se volcaba hacia él. Los domingos, cuando nos sentábamos a la mesa de madera que Jorge había tallado con escenas de la Guelaguetza, Ricardo hablaba de sus proyectos y de cómo nos ayudaría cuando fuera profesional. Alejandra solo jugaba con la comida, apretando los cubiertos con una fuerza que hacía que sus nudillos se pusieran blancos.
Todo se rompió una noche de septiembre, hace veinte años. Ricardo no regresó de una caminata con sus amigos. Pasamos la noche en vela, con el corazón en un hilo. Alejandra se quedó en su cuarto, supuestamente estudiando para sus exámenes finales. Recuerdo entrar a verla y encontrarla sentada frente a su escritorio, con los libros abiertos pero la mirada perdida en la ventana.
—Va a estar bien, mamá —me dijo con una calma que en aquel entonces me pareció madurez, pero que hoy sé que era la indiferencia de un depredador—. Ricardo siempre sabe cómo cuidarse.
Al amanecer, la noticia nos destrozó. Encontraron su cuerpo en el fondo de un barranco cerca de la playa, a donde se había ido a caminar solo después de la fiesta. La policía dijo que se había resbalado por la humedad de la noche. Un accidente trágico, dijeron. México es un lugar donde las tragedias se aceptan con una resignación dolorosa, y nosotros no fuimos la excepción.
El funeral fue un mar de lágrimas. Yo me derrumbé sobre el ataúd, sintiendo que la vida no tenía sentido. Alejandra, sin embargo, fue el pilar de la familia. No lloró. Se mantuvo firme, vestida de negro riguroso, sosteniéndome el brazo con una fuerza inusual. Todos los vecinos comentaban: “Qué fortaleza la de la muchacha”, “Ella va a ser el consuelo de sus padres”.
A partir de ese día, Alejandra se volvió la hija perfecta. Dejó sus estudios de diseño para ayudarnos en casa y en el taller. Se encargaba de las facturas, de las citas médicas, de todo. Pensamos que la muerte de su hermano la había transformado, que finalmente había entendido el valor de la familia. Manuel apareció poco después, un hombre de Puebla, de voz suave y modales impecables que trabajaba en una financiera. Se casaron y nos dieron dos nietos hermosos.
Durante dos décadas, vivimos en una burbuja de gratitud. “Qué suerte tenemos de tener a Alejandra”, decíamos Jorge y yo mientras veíamos a nuestros nietos jugar en el patio. Pero la burbuja empezó a mostrar grietas cuando el tema del dinero y la herencia se volvió la conversación principal de cada cena. Alejandra ya no solo nos cuidaba; empezaba a controlarnos. Y lo que es peor, empezaba a borrarnos de nuestra propia vida mientras nosotros le dábamos las gracias.
CAPÍTULO 3: EL PESO DE LA CODICIA
La verdadera pesadilla comenzó hace unos meses, cuando decidimos poner en orden nuestro testamento. No es que fuéramos millonarios, pero treinta y cinco años de ahorro y el taller de carpintería sumaban una herencia considerable: aproximadamente 1.8 millones de pesos mexicanos, además de la propiedad de la casa y un terreno que heredé de mis padres.
Fue Alejandra quien insistió.
—Mamá, papá, ya no son unos niños —nos dijo una tarde mientras nos servía té en el porche—. Dios no lo quiera, pero si algo les pasa, Manuel y yo queremos estar seguros de que los trámites no sean un calvario. El abogado Javier dice que lo mejor es poner todo a nombre de nosotros de una vez, como un fideicomiso, para que nosotros gestionemos todo y ustedes no tengan que preocuparse por nada.
Algo en su tono, una urgencia mal disfrazada, me causó un escalofrío. Pero Jorge, que siempre confió ciegamente en ella, asintió.
—Tu hija tiene razón, Ana. Ella siempre ha visto por nosotros. ¿Para qué cargar con trámites a nuestra edad?
Fuimos al despacho del Dr. Javier, un viejo conocido de la familia. Alejandra y Manuel estaban sentados a nuestro lado, como dos guardaespaldas. Manuel no paraba de apretarme la mano, con un gesto que yo creía de afecto, pero que ahora recuerdo como la presión de alguien que vigila a su presa. Firmamos papeles, otorgamos poderes notariales. Alejandra sonreía con una satisfacción que llegaba a ser inquietante.
Sin embargo, a los pocos días, Jorge empezó a notar cosas extrañas en el taller. Él, que conocía cada peso que entraba por la venta de un ropero o una mesa, empezó a encontrar discrepancias. Faltaban materiales que supuestamente se habían pagado, las cuentas de ahorros tenían retiros que nosotros no habíamos autorizado.
—Ana, nos falta dinero —me dijo Jorge una noche, encerrado en el taller—. Casi cuatrocientos mil pesos han volado de la cuenta en los últimos seis meses. Alejandra dice que son inversiones para el negocio de ellos en Monterrey, pero yo nunca firmé nada de eso.
La duda empezó a carcomerme. Decidí hablar con mi hermana Sofía, que vive en Guadalajara. Ella siempre fue la “desconfiada” de la familia. Cuando le conté lo que pasaba, su respuesta fue inmediata: “Ana, ábrele los ojos a Jorge. Alejandra no es la santa que creen. Me enteré por una amiga que el taller de muebles que ella puso allá está hasta el cuello de deudas. Le debe dinero a gente que no juega, Ana. Gente peligrosa”.
Esa misma noche, confronté a Jorge. Lo encontré revisando una vieja caja de seguridad que tenía escondida bajo el piso del taller. Sus manos temblaban.
—No solo es el dinero de ahora, Ana —susurró con una voz quebrada—. Me puse a revisar los archivos viejos de la cuenta que teníamos cuando Ricardo murió. Alejandra ha estado sacando dinero desde hace veinte años. Pequeñas sumas, constantes, como una gota que horada la piedra.
Me senté en un banco de madera, sintiendo que el aire me faltaba. ¿Nuestra hija nos robaba desde la muerte de su hermano? Jorge se acercó a mí y me tomó de los hombros. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar en silencio.
—Hay algo más. Algo que me he guardado por veinte años porque pensé que si lo decía, te perdería a ti también. La noche que Ricardo murió… yo no estaba en la cama cuando tú te dormiste. Yo escuché a Ricardo salir furioso de la casa. Él había descubierto lo que Alejandra estaba haciendo. Lo seguí hasta el acantilado.
Mi corazón se detuvo.
—Los vi discutiendo, Ana. Ricardo le gritaba que iba a contarnos todo, que no podía creer que su propia hermana fuera una ladrona. Alejandra estaba fuera de sí. Ella… ella lo empujó. No fue un accidente. Yo vi cómo ella lo lanzó al vacío. Me quedé paralizado por el shock. Cuando bajé, ella estaba llorando, jurándome que había sido un accidente, que Ricardo se había resbalado al intentar pegarle. Le creí porque quería creerle. Me volví su cómplice por cobarde, por no querer ver destruido lo poco que nos quedaba.
La traición de Jorge al ocultarme la verdad dolió tanto como la de Alejandra al matar a su hermano. Éramos una familia construida sobre un cementerio de secretos. Pero ahora, con los papeles del testamento firmados, Alejandra ya no necesitaba fingir más. Éramos los siguientes en su lista de estorbos.
CAPÍTULO 4: LA INVITACIÓN AL MIRADOR
Los días siguientes fueron una obra de teatro macabra. Jorge y yo sabíamos la verdad, pero teníamos terror de que, si Alejandra se daba cuenta de que la habíamos descubierto, actuaría antes de que pudiéramos ir a la policía. Decidimos actuar como si nada pasara mientras planeábamos cómo revocar los poderes notariales.
Pero ella se nos adelantó.
Llegó a la casa un jueves por la tarde, radiante. Traía un pastel de la mejor pastelería de Oaxaca y una botella de mezcal.
—¡Papás! —exclamó abrazándonos—. Manuel y yo queremos celebrar su aniversario número 35 por adelantado. Este fin de semana vamos a ir a la Sierra Madre Oriental. Manuel conoce un mirador que es un sueño, se ve toda la bahía y las montañas. Vamos a hacer una caminata, un picnic, y a tomarnos las fotos que nos faltan para el álbum familiar.
Jorge me miró. En sus ojos vi el mensaje claro: “Es ahora”. Si nos negábamos, ella sospecharía. Si íbamos, nos estaríamos entregando a sus manos. Pero Jorge tenía un plan.
—Claro que sí, mija —dijo él con una sonrisa forzada que me partió el alma—. Hace mucho que no salimos al aire libre. Nos vendrá bien el ejercicio.
Durante el viaje en coche, el ambiente era de una tensión eléctrica que solo nosotros sentíamos. Manuel manejaba y hablaba sin parar de lo bien que les iba, de cómo los niños estaban creciendo. Alejandra, en el asiento del copiloto, no paraba de mirarnos por el espejo retrovisor. Sus ojos no tenían rastro de la ternura de antes; eran los ojos de alguien que está calculando el peso de un objeto antes de lanzarlo.
Llegamos al inicio del sendero cerca del mediodía. El sol pegaba fuerte, pero el aire de la sierra era frío. Caminamos por casi una hora. Jorge jadeaba, sus piernas de sesenta años ya no eran las de antes, y yo sentía que cada paso me acercaba más a un final que no quería aceptar. Manuel cargaba una mochila con “equipo de seguridad” y Alejandra llevaba la cámara fotográfica.
—Ya casi llegamos —anunció Manuel—. Hay un punto, justo antes del mirador oficial, que tiene la mejor vista de todas. Es un lugar virgen, casi nadie va ahí.
Nos desviamos del sendero principal hacia una saliente rocosa que colgaba peligrosamente sobre el vacío. No había barandillas, solo piedras sueltas y una caída vertical de treinta metros que terminaba en un lecho de rocas afiladas.
—Pónganse ahí, papás —dijo Alejandra, señalando el borde exacto del precipicio—. Manuel quiere capturar el horizonte detrás de ustedes. Abrácense, que se vea el amor de estos treinta y cinco años.
Jorge me tomó de la cintura. Sentí su mano temblar contra mi espalda. Mientras Manuel fingía ajustar el lente de la cámara, Alejandra se acercó a nosotros con el pretexto de acomodarme el cabello.
—Saben —susurró Alejandra al oído de ambos, y su voz ya no era la de mi hija, sino la de una extraña ponzoñosa—, fue un error que se pusieran a revisar las cuentas viejas. Ricardo no pudo quedarse callado y ya saben cómo terminó. Ustedes debieron ser más inteligentes.
En ese instante, sentí el empujón. Fue una fuerza brutal, coordinada. Manuel y Alejandra usaron todo su peso para lanzarnos hacia atrás. Pero Jorge, en un último arranque de fuerza, logró sujetar el brazo de Alejandra.
—¡Si nos vamos nosotros, te vienes conmigo, asesina! —rugió Jorge.
El equilibrio se perdió. El suelo desapareció. El último sonido que escuché antes de que el aire me golpeara la cara fue el grito de pánico de mi hija, mezclado con la risa histérica de Manuel, que no pudo evitar caer también al verse arrastrado por el forcejeo.
Caímos. Y mientras el vacío nos tragaba, lo único que pude pensar es que, al menos, moriríamos con la verdad al aire. Pero la montaña tenía otros planes para nosotros. La muerte no sería tan piadosa como para llevarnos de inmediato.
CAPÍTULO 5: LA MÁSCARA DE LOS SOBREVIVIENTES
El silencio después de la caída fue lo más aterrador. No era un silencio de paz, sino un silencio denso, cargado del olor a tierra húmeda y el aroma metálico de la sangre que brotaba de nuestras heridas. Yo estaba boca abajo, con la mejilla contra una piedra afilada. Sentía que mi brazo izquierdo era un peso muerto y cada vez que intentaba tomar una bocanada de aire, un cuchillo de fuego me atravesaba el costado.
—No te muevas, Ana… —el susurro de Jorge llegó de nuevo, casi como un eco lejano—. Finge… finge que ya no estás aquí.
Hice caso. Cerré los ojos, dejando que la oscuridad me envolviera, pero mis oídos se agudizaron. A unos metros, escuché un quejido ronco, seguido de una maldición. Era Manuel.
—¡Maldita sea! ¡Alejandra! ¿Estás viva? —preguntó él entre dientes.
—Creo que me rompí la pierna —respondió mi hija. Su voz no tenía rastro de arrepentimiento, solo una rabia fría—. Ese viejo infeliz me jaló. Casi nos mata a nosotros también.
Escuché cómo se arrastraban por la hojarasca. El sonido de sus movimientos me revolvía el estómago. Alejandra se acercó a donde estábamos nosotros. Sentí su sombra cubriéndome, bloqueando el poco sol que llegaba al fondo del barranco. Me contuve de temblar cuando sentí su mano tocando mi cuello, buscando un pulso.
—Están muertos —sentenció ella con una frialdad que me heló la sangre más que la herida—. La vieja no respira y mi papá tiene los ojos en blanco. Se acabó, Manuel. Ya somos libres de ellos.
—¿Y el celular? —preguntó Manuel, acercándose cojeando—. Jorge siempre cargaba ese pinche celular. Tenemos que encontrarlo y destruirlo por si acaso grabó algo arriba.
Sentí el pánico subir por mi garganta. Jorge lo tenía en el bolsillo de su chamarra, justo debajo de su cuerpo. Si lo encontraban, estábamos perdidos. Pero en ese momento, un ruido arriba, en el sendero, los distrajo. Eran voces, otros excursionistas o quizás gente del pueblo cercano.
—¡Vámonos! —susurró Alejandra con urgencia—. Hay que empezar el teatro. Tú sube como puedas y pide ayuda. Yo me quedo aquí, fingiendo que estoy intentando reanimarlos. ¡Rápido, Manuel! Acuérdate de la historia: se resbalaron, nosotros intentamos salvarlos y caímos con ellos. ¡Llora, imbécil, llora como si se te fuera la vida!
Escuché a Manuel alejarse, sollozando de manera falsa, gritando por ayuda con una voz que engañaría a cualquiera. Alejandra se sentó a mi lado. De repente, sentí que me sacudía con brusquedad.
—¡Mamá! ¡Despierta! ¡Por favor, no me dejes! —empezó a gritar ella, con una actuación tan perfecta que, si yo no supiera la verdad, le habría creído cada palabra.
Me quedé inmóvil, sintiendo sus manos sobre mí, las mismas manos que me habían empujado al abismo. En ese momento comprendí que mi hija no era solo una criminal; era un monstruo que disfrutaba de la mentira. Y mientras ella gritaba por mi vida, yo le pedía a Dios que me diera las fuerzas para no abrir los ojos hasta que estuviéramos rodeados de gente que ella no pudiera controlar.
CAPÍTULO 6: EL RESCATE DE LAS SOMBRAS
El rescate duró horas que parecieron siglos. El sonido de las aspas de un helicóptero de Protección Civil empezó a retumbar en las paredes del barranco. Los rescatistas bajaron con cuerdas, gritando órdenes y moviéndose con rapidez.
—¡Aquí hay dos sobrevivientes! —gritó uno de ellos, refiriéndose a Alejandra y a nosotros—. ¡Y dos en estado crítico! ¡Traigan las camillas de vacío, rápido!
Sentí cómo me manipulaban, cómo me ponían un collarín y me sujetaban a una tabla rígida. El dolor era insoportable, pero el miedo a que Alejandra me terminara de matar si veía que estaba viva era superior. Jorge también fue subido. En el trayecto hacia la cima, escuché a un paramédico hablar por radio.
—Tenemos a una mujer de 58 años con traumatismo craneoencefálico y posibles fracturas múltiples. El hombre está estable dentro de la gravedad. La hija y el yerno tienen lesiones menores, pero están en shock emocional. Procedemos al traslado al Hospital General de la Ciudad de México.
En la ambulancia, Alejandra insistió en ir conmigo. Se sentó a mi lado, sosteniendo mi mano ilesa. Sentía sus dedos apretando los míos, una presión que no era de consuelo, sino de advertencia. Cada vez que el paramédico se distraía, ella me susurraba al oído:
—No vayas a despertar, mamá. Ya es muy tarde para ti. Déjate ir… es lo mejor para todos.
Yo quería gritar, quería decirle al paramédico que la mujer que lloraba a mi lado era la que me había lanzado, pero no podía hablar. La máscara de oxígeno me impedía emitir sonido y el cansancio por la pérdida de sangre me estaba ganando la batalla.
Al llegar al hospital, el caos de las luces blancas y el olor a antiséptico me envolvieron. Me llevaron a urgencias y ahí, finalmente, logré separarme de ella. Los médicos me sedaron para estabilizarme, pero antes de caer en el sueño profundo, vi a una enfermera joven, de ojos amables, que me revisaba el pulso. Con el último aliento que me quedaba, le apreté la mano.
Ella me miró, extrañada. Yo moví los labios, sin sonido, pero con una urgencia que ella captó de inmediato. “Ayuda”, fue lo único que alcancé a pensar antes de que la oscuridad del sedante me reclamara.
CAPÍTULO 7: EL HOSPITAL DE LAS MENTIRAS
Desperté dos días después en una habitación de cuidados intensivos. Tenía tubos por todas partes y el cuerpo me pesaba como si estuviera hecho de plomo. A mi derecha, detrás de un cristal, vi a Jorge. Estaba despierto, con la mirada fija en el techo, pero con una expresión de determinación que me dio esperanzas.
La enfermera del primer día, María, entró a revisarme. Al ver que mis ojos estaban abiertos, se acercó y me susurró:
—Señora Ana, no hable. Su hija y su yerno están afuera, en la sala de espera. Han estado aquí día y noche, dando entrevistas a la prensa y llorando por ustedes. Pero yo vi su cara aquel día. Sé que algo no está bien.
Logré emitir un susurro ronco.
—El celular… mi esposo… tiene la grabación.
María asintió discretamente. Ella ya había hablado con Jorge. Resulta que Jorge, en un momento en que se quedó solo, le entregó el teléfono que había logrado rescatar de su chamarra antes de que los médicos lo desvistieran. María lo había escondido.
—La policía de investigación está aquí —me dijo ella—. Les dije que ustedes todavía no podían declarar, pero el detective Martínez no se ha ido. Él también sospecha. Hay algo en la historia de su hija que no cuadra con las heridas que ustedes tienen.
Esa tarde, Alejandra logró entrar a verme. Entró con un ramo de flores y una sonrisa triste para las enfermeras, pero en cuanto cerró la puerta, su rostro se transformó. Se acercó a mi cama y me miró con un odio puro.
—¿Por qué no te mueres de una vez, mamá? —dijo con voz plana—. Solo estás alargando lo inevitable. Manuel ya está vendiendo el taller y la casa de Oaxaca. Ya firmamos los documentos con el poder que nos dieron. En cuanto salgas de aquí, no tendrás a donde ir. Si es que sales.
No pude contenerme. La miré a los ojos, con toda la fuerza que me quedaba.
—Vimos a Ricardo… —susurré.
Alejandra se puso pálida. Sus manos empezaron a temblar.
—¿De qué hablas? Estás delirando por los medicamentos.
—Jorge lo vio… vio cómo lo empujaste hace veinte años. Y ahora, todo México va a saber quién eres.
En ese momento, la puerta se abrió de golpe. No era una enfermera. Era el detective Martínez con dos uniformados. María estaba detrás de ellos, sosteniendo el celular de Jorge.
—Señorita Alejandra —dijo el detective con una voz de acero—, necesitamos que nos acompañe. Tenemos una grabación muy interesante del mirador de la Sierra Madre. Y también una confesión preliminar de su esposo, Manuel, quien al parecer no es tan resistente a los interrogatorios como usted.
CAPÍTULO 8: JUSTICIA Y CENIZAS
El juicio fue el evento más doloroso de mi vida. México entero estaba pendiente de la “Hija del Abismo”, como la apodaron los periódicos. Tuve que testificar desde una silla de ruedas, mirando a la mujer que yo había parido y que ahora me miraba con un desprecio absoluto desde el banquillo de los acusados.
La grabación de Jorge fue la pieza clave. Se escuchaba claramente el empujón, los insultos de Alejandra y el momento exacto en que admitía haber matado a Ricardo. Manuel, tratando de salvarse, confesó todo: las deudas de juego, la quiebra del negocio en Monterrey y cómo Alejandra lo había convencido de que matarnos era la única “solución” para cobrar la herencia y el seguro de vida.
Ambos fueron sentenciados a la pena máxima: 60 años de prisión por homicidio calificado y tentativa de homicidio. Al escuchar la sentencia, Alejandra no lloró. Solo me miró y gritó que yo nunca la había querido como a Ricardo, intentando justificar su maldad con una envidia que nunca tuvo fundamento.
Hoy, un año después, Jorge y yo vivimos en una pequeña casa cerca de la playa, tal como soñaba Ricardo. No es la jubilación que imaginamos. Jorge camina con un bastón y yo perdí parte de la movilidad en mi brazo izquierdo. Pero lo que más duele es el silencio en las fiestas, el lugar vacío de nuestros hijos.
Nos quedamos con la custodia de nuestros nietos. Son pequeños, pero ya preguntan por sus papás. Les decimos que están lejos, en un lugar donde no pueden hacernos daño. Crecemos con el miedo de que la semilla de la maldad de Alejandra esté en ellos, pero nos esforzamos por regarlos con un amor que ella nunca quiso aceptar.
A veces, por la noche, escucho el mar y me parece oír la risa de Ricardo. Siento que finalmente él puede descansar en paz, sabiendo que la verdad salió a la luz. Y aunque mi familia quedó reducida a cenizas, aprendí que es mejor vivir entre las ruinas de la verdad que en el palacio de las mentiras.
Cierro los ojos y agradezco a Jorge por ese susurro en el barranco. Porque gracias a que fingimos estar muertos, finalmente pudimos empezar a vivir de verdad.
